"Reconocer la divinidad no en el dominio, sino en la desnudez del amor que se expone" "El amor de Dios es un don que no retiene nada para sí mismo"

Cristo de Grünewald
Cristo de Grünewald

Es de noche. La oscuridad tiene su propia manera de decir la verdad. La ciudad duerme, las calles están en silencio, las casas están inmóviles. En una de estas calles, un hombre se acerca con paso incierto. Es un hombre culto, alguien que ha pasado su vida estudiando las Escrituras, interpretando la ley, custodiando las tradiciones. Se llama Nicodemo. Y viene a encontrarse con Jesús.

No es un encuentro a la luz del sol. Es un diálogo en la sombra, en el claroscuro de una noche que protege y suspende los juicios. Como si solo al abrigo de la luz, en esa penumbra, se pudiera decir lo que de otro modo quedaría sepultado bajo las fórmulas.

Cristo de Grünewald

Jesús habla. En un momento dado, dice: «Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre». Es una frase como una escalera vertiginosa. Una subida y una bajada. Pero no estamos hablando de estrellas y planetas. No es geografía celeste. Es una cuestión más íntima, más dramática. Jesús está contando una historia —la suya— sin decirlo todo, dejando que quien escucha entre en ella como en una parábola.

Luego cambia de imagen. Y como un pintor que posa el pincel sobre el desierto, Jesús evoca una escena antigua, grabada en la memoria del pueblo: «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así debe ser levantado el Hijo del hombre». De repente, ya no estamos en la oscuridad de la noche, sino bajo el implacable sol del Sinaí. Las dunas, la arena, las mordeduras de las serpientes, el miedo. En el libro de los Números se cuenta que, para salvar a los israelitas de las serpientes venenosas, Dios ordenó a Moisés que fabricara una de bronce y la levantara sobre un asta. Quien la miraba, se curaba. No por magia. Por la mirada.

Jesús se identifica con esa imagen: él será levantado, pero no sobre un pedestal. No sobre un trono. Sobre una cruz. No como emblema de poder, sino como signo expuesto, vulnerable, ambiguo. Como una serpiente de bronce que evoca lo que da miedo, pero lo invierte. Un símbolo de muerte transformado en posibilidad de vida.

Me viene a la mente el Cristo crucificado pintado por Grünewald en el Altar de Isenheim. El cuerpo retorcido, la piel llagada, las espinas como clavos en la carne. No hay belleza. No hay majestad. Y, sin embargo, ahí se concentra todo el poder del amor que no elimina el horror, sino que lo atraviesa. Que no lo embellece, sino que lo habita.

Y entonces, como un rayo que rasga la noche, Jesús pronuncia palabras que hacen vibrar los tiempos: «Dios amó tanto al mundo que dio a su Hijo único». No dio una fórmula, una doctrina, sino al Hijo «para que todo aquel que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna». El amor de Dios no es un concepto. Es una exposición. Es una herida abierta. Es un don que no retiene nada para sí mismo.

Una vez más, todo se juega entre lo alto y lo bajo. El cielo no es un lugar más allá de las nubes. Es una dirección de la mirada. Es una relación. Y el verdadero gesto no es subir, sino acoger a quien ha bajado. Reconocer la divinidad no cuando triunfa, sino cuando se deja clavar. No en la fuerza que impone. Sino en la debilidad que se deja ver. No en el dominio, sino en la desnudez del amor que se expone. En esa frase se esconde toda la tensión trágica del Evangelio: «Dios no ha venido a suprimir el sufrimiento. No ha venido a explicarlo. Ha venido a llenarlo con su presencia» (Paul Claudel).

Las cosas que nos asustan, que parecen anunciar solo la muerte, pueden convertirse en puertas. Pasajes. Si no apartamos la mirada. La salvación no es una huida, sino una forma diferente de habitar la herida. Es allí, en esa noche de Nicodemo, donde comienza la mayor revelación: el cielo no está en otra parte.

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