"Jesús pide a los suyos que lean los signos de la historia, de los acontecimientos" "La invitación a velar resuena como un acto de resistencia espiritual: quien vela no se resigna y espera la llegada"

En el discurso que Jesús está pronunciando sobre el fin de los tiempos, la confusión de la catástrofe se ve alegrada por el vuelo de los ángeles, que garantizan un movimiento ordenado, poderoso pero suave. Los extremos del cielo y de la tierra se tensan, al igual que los cuatro puntos cardinales. Hay una fuerza circular y centrípeta que reúne a los elegidos. Los ángeles los llaman a reunirse.
La venida del Hijo del hombre es un acontecimiento cósmico, universal, que lo involucra todo. Sobre todo, desde todas partes: no hay pertenencias exclusivas y todo está conectado. Las diferencias son recogidas y acogidas. La destrucción que lo amenaza todo será vencida. Hay apertura a un futuro posible para el género humano en su diversidad.
Pero, ¿cuándo sucederá todo esto? Jesús es claro, tal y como nos lo cuenta Marcos (13, 28-36): en cuanto a ese día o esa hora, nadie lo sabe. No lo sabemos. Es inútil tomar la bola de cristal y especular. Hay que estar atentos, vigilantes, interpretar las señales. Para explicarlo, Jesús pasa del cielo a la tierra, de los ángeles celestiales a la higuera injertada en un trozo de tierra. Pide que pensemos precisamente en una higuera: «Cuando su rama se vuelve tierna y brotan las hojas, sabéis que el verano está cerca», dice. De los trastornos celestes se pasa al orden agrícola de los tiempos y las estaciones. Durante el invierno, la higuera pierde las hojas, mientras que sus brotes, a diferencia del almendro, que es más precoz, marcan la llegada del verano.

Jesús pide que aprendamos una lección de la higuera: «Cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que él está cerca, a las puertas». Jesús pide a los suyos que lean los signos de la historia, de los acontecimientos, para comprender lo que está sucediendo. Cuando el cielo parece encogerse sobre nuestras cabezas, hay que reflexionar, porque tal vez sea el mismo momento en que brotan las tiernas hojas de la higuera. «El cielo y la tierra pasarán», pero Dios actúa en la historia para crear un orden nuevo, no para echarlo todo por la borda. Pero hay que abrir bien los ojos: «Estad atentos, velad», pide Jesús.
Y cuenta una historia. Había una vez un hombre que se marchó después de dejar su casa. Había dado poder a sus siervos, pero no al azar: cada uno tenía su tarea, y había ordenado al portero que velara. La casa no está abandonada, sino confiada. Los siervos no están vigilados, sino investidos de responsabilidad en la gestión de la ausencia. El regreso del amo es incierto en cuanto al tiempo, pero seguro en cuanto al hecho. No es necesario saber «cuándo»: es necesario vivir «cómo», en la espera. El tiempo no se mide con el reloj, sino con la fidelidad, haciendo las cosas pensando en quien se espera. No se sabe cuándo volverá el dueño de la casa, si por la tarde, a medianoche, al canto del gallo o por la mañana.
Tarde, medianoche, canto del gallo, mañana. Son las horas en las que la oscuridad pasa, pero también las decisivas en el relato evangélico. Es por la tarde, de hecho, cuando Jesús partirá el pan en la última cena. A medianoche rezará solo en el huerto. Al canto del gallo, Pedro lo negará. Por la mañana lo llevarán ante Pilato. Cada hora de la noche estará marcada por la Pasión, por la entrega total. La tentación más insidiosa es la de dormirse. Jesús vivirá la experiencia de la catástrofe del abandono por parte de los suyos.
El amo llega de improviso, como suelen hacerlo las personas y las experiencias importantes de nuestra vida. «Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos: ¡velad!», repite y repite Jesús. La invitación a velar resuena como un acto de resistencia espiritual: quien vela no se resigna y espera la llegada. ¿Y si llegara esta noche?
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