"El dinero es un instrumento ambiguo, inestable, precario. Pero no neutro. Depende del lado en el que se esté" "La verdadera riqueza no es la que brilla, sino la que construye"

Un hombre rico descubre que su administrador le está estafando. Las cuentas no cuadran. La acusación es genérica: «Has malgastado mis bienes». Sin detalles, sin escena del crimen. Solo una acusación y un despido inminente. «Rinde cuentas de tu administración, porque ya no podrás administrar». Es una frase que pesa como un ultimátum. El fin de un papel. El fin de un sistema. El fin de una identidad, tal vez.
El administrador, acorralado, piensa. No huye. No niega. Se sienta y reflexiona. Es una escena interior, como ciertos momentos en los que todo se aprieta. Habla consigo mismo: «No puedo arar, me avergüenza mendigar». No es un héroe. No se reinventa. Calcula. Encuentra una manera. Decide actuar mientras aún tiene las llaves en la mano. No para devolver, sino para asegurarse un futuro.

Así que llama a los deudores del amo. Uno por uno. Y reduce sus deudas. «¿Cuánto debes? ¿Cien barriles de aceite? Escribe cincuenta». «¿Y tú? ¿Cien medidas de trigo? Escribe ochenta». Es una maniobra despiadada, pero no descabellada. No lo borra todo. Hace que la deuda sea sostenible. Recorta, pero deja un vínculo. Se asegura de que, una vez fuera, haya alguien dispuesto a acogerlo. Está perdiendo poder, pero se construye una red. No es una redención: es una supervivencia.
Y aquí está la paradoja. La historia desmiente las expectativas, el final obvio. Cuando el amo lo descubre todo, de hecho, no lo castiga. Al contrario: lo elogia. Dice: «Ha actuado con astucia». Lo llama «deshonesto», claro. Pero también «hábil». Y Jesús, en lugar de corregir, reafirma: «Los hijos de este mundo son más astutos con sus semejantes que los hijos de la luz».
No hay una moraleja clara en esta historia. El protagonista es deshonesto, pero inteligente. El amo es duro, pero admirado. Los deudores están involucrados en un intercambio turbio, pero agradecidos. Nadie es puro. Nadie es inocente.
Jesús no dice: «Imiten al administrador deshonesto». Pero utiliza su gesto como un golpe de ingenio, como una forma de salir del agujero. Incluso lo que está mal puede generar sentido. Incluso en la pérdida se puede actuar. Incluso el fracaso puede ser un espacio de creatividad.
«Hágase amigos con la riqueza deshonesta, porque cuando falte, ellos lo recibirán en las moradas eternas», dice Jesús. Es una frase inquietante que no rechaza la riqueza, si no está orientada a acumular, sino a construir vínculos. ¿Mafiosos? No, esa es la cuestión. La historia que cuenta Jesús es arriesgada. El dinero es un instrumento ambiguo, inestable, precario. Pero no neutro. Depende del lado en el que se esté.
Y entonces Jesús se convierte en un oráculo sin frenos, un flujo de conciencia, y dice sin parar que quien es fiel en las cosas pequeñas también es fiel en las cosas importantes, y quien es deshonesto en las cosas pequeñas también es deshonesto en las cosas importantes, y que ningún siervo puede servir a dos señores, porque o aborrecerá a uno y amará al otro, o se apegará a uno y despreciará al otro, y que no es posible servir a Dios y a la riqueza...
Esta ráfaga de palabras dice que la fidelidad no es una cuestión de grandeza, sino de dirección. Que la verdadera riqueza no es la que brilla, sino la que construye. Y que hay que elegir: o Dios, o el dinero. O un fin, o el otro. No se puede estar a medias.
Narrativamente, esta parábola es poderosa porque no tranquiliza. No modela la ética, sino que ensucia las manos. Presenta a un hombre que, en el peor momento, consigue una cosa: la posibilidad de continuar. Incluso en lo poco, en lo gris, en lo imperfecto, se puede decidir no quedarse solo. Porque la fidelidad no se mide en la pureza, sino en la forma en que se reacciona cuando el terreno se abre bajo los pies.
Etiquetas