La Virgen está embarazada. Cuarto Domingo de Adviento, Lc 1, 26-38




Las profecías anunciaban a la doncella embarazada. Sin intervención de varón concibió y dio a luz a su primogénito, el Salvador del mundo quien fue prometido para restaurar lo perdido, lo que el ser humano había despreciado al apartarse de Dios. Su nombre es Emmanuel, se hizo hombre, excepto en el pecado, compartiendo las carencias, anhelos, aspiraciones y fracasos. Su nacimiento anuncia la paz al mundo y a la humanidad de buena voluntad escuchará la alegría de la Corte celestial al conmoverse el universo entero por el nacimiento del Hijo de Dios, una noche en la cueva de Belén, solo y desprotegido, únicamente con el cariño de sus padres y el tributo de los humildes.

Antes hubo un “sí”, el de la mujer que aceptó el designio del Altísimo para participar en el acontecimiento de la Salvación. María lo aceptó y ella es canal de la gracia; los profetas del Antiguo Testamento lo anunciaron y quisieron ver con sus propios ojos, el nacimiento del Rey poderoso, del Príncipe de la Paz. José, hombre bueno y justo, no repudió a su esposa María, en sueños vio el anuncio de Dios para que cuidara del niño quien nació una noche, pobre entre los pobres.

Dos milenios después, los cristianos recordamos este acontecimiento. Sólo podemos agradecer a Dios por el sí de María para dar su consentimiento y ahora debemos prepararnos para aceptar a Jesús con alegría, sacando de nuestros corazones todo sentimiento de discordia y envidia.

Dios vino al mundo para iluminar al pueblo que se encontraba en las tinieblas y hoy nuestro tiempo necesita de la luz de Cristo para renovar todas las cosas. Tememos y vivimos en la incertidumbre, estamos existiendo en la tristeza y la zozobra, parece que nuestro mundo se aleja de Dios y prefiere las tinieblas del pecado.

Sin embargo, hay gente buena y santa que se esfuerza por vivir el acontecimiento del nacimiento del Hijo de Dios y lucha por la paz y el bien del mundo. La virgen está embarazada, nos dará al Salvador del mundo; si queremos el calor de Dios en nuestro ser, acerquémonos a la madre del verdaderísimo Dios por quien se vive y llenémonos de ternura y estupor por contemplar al niño en el pesebre del nacimiento. Caminó en la Tierra en la humildad de la carne y algún día vendrá de nuevo con gran poder y gloria: “Ven pronto, Señor, ven que te esperamos… Ven a hacer nuevas todas las cosas”.

“Abre, Virgen santa, tu corazón a la fe, tus labios al consentimiento, tu seno al Creador. Mira que el deseado de todas las naciones está junto a tu puerta y llama. Si te demoras, pasará de largo y entonces, con dolor, volverás a buscar al que ama tu alma. Levántate, corre, abre. Levántate por la fe, corre por el amor, abre por el consentimiento. Aquí está, doce la Virgen la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.
San Bernardo, abad.
Volver arriba