Un santo para cada día: 4 de abril San Benito de Palermo (Patrón de los afroamericanos)

San Benito de Palermo: protector de los pueblos de raza negra
San Benito de Palermo: protector de los pueblos de raza negra

Se le suele llamar San Benito de Palermo por la ciudad en la que murió. Pero también para distinguirle de San Benito de Nursia

Pedro Manassari, más conocido como Benito de Palermo y también como Benito el Africano, el Moro o el Negro, por el color de su piel, fue un religioso italiano, nacido en San Fratello (Sicilia) en 1524. Sus padres se llamaban Cristóbal Manassari y Diana Larcari, hijos de esclavos africanos, que habían sido traídos desde África para trabajar en las plantaciones cerca de Mesina (Sicilia), pero ellos eran ya manumitidos, es decir libertos, por lo tanto, Benito era también liberto nada más nacer.

En sus primeros años se ganó la vida como pastor, pero cuando ya tenía más de 20 años, conoció a un grupo de ermitaños, que vivían según la Regla de los franciscanos y atraído por su forma de vida y las ideas que defendían, vendió lo poco que tenía y se unió a ellos, pero al cabo de un tiempo, en 1564, se publicó una disposición de la Santa Sede, por la que se obligaba a los ermitaños a unirse a alguna orden religiosa conocida. Estos se trasladaron al Monte Pellegrino, pero Benito decidió quedarse en Palermo y unirse a los Frailes Menores del convento de Santa María de Jesús. Como ya habían oído hablar mucho de sus virtudes le recibieron con los brazos abiertos.

Al no tener estudios le pusieron a trabajar en la cocina del Convento y desde allí comenzó a extenderse más su fama, por su fervorosa piedad, su sencilla humildad y por los milagros que se le atribuían, sobre todo curaciones. Tanta era la admiración que le profesaban que cuando salía del convento la gente se acercaba a él y lo rodeaba para besarle la mano, tocarle el hábito o encomendarse a sus oraciones.

San Benito de Palermo: protector de los pueblos de raza negra
San Benito de Palermo: protector de los pueblos de raza negra

A pesar de no ser Sacerdote y ni siquiera saber leer y escribir, llegó a ser elegido Prior y también ejerció como maestro de novicios, caso curioso sin duda, pero ello no fue obstáculo para que desempeñara el cargo a plena satisfacción, porque en asuntos espirituales él no dejaba de ser una persona conocedora y experimentada. Según cuentan  quienes le conocieron, tenía una especie de ciencia infusa sobre los conocimientos sagrados, las cuestiones espirituales y discernimiento de los espíritus, que hacía que la gente de la más diversa condición se acercara a él en busca de consejo. Pasados estos periodos en los que por obediencia tuvo que asumir puestos de responsabilidad volvió a su cocina, que es donde más a gusto se sentía, ya que después de todo, eso era lo suyo.

En 1589 enfermó gravemente y por revelación divina conoció el día y la hora de su muerte. Recibió los Santos Sacramentos y expiró dulcemente el 4 de abril de 1589, a la edad de 63 años, pronunciando las palabras de Jesús: “En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu”.

Fue beatificado, tras un largo proceso, por el Papa Benedicto XIV en 1743 y canonizado por Pio VII el 24 de mayo de 1807. Dicen que al exhumar sus restos su cuerpo fue encontrado incorrupto. Es recordado por su paciencia y sencillez, pero también por su buen entendimiento cuando se enfrentaba a prejuicios raciales.

Su culto se difundió ampliamente y dados sus antecedentes, vino a ser el protector de los pueblos de raza negra. Es muy venerado en toda América, tanto en los Estados Unidos como en los países de Latinoamérica, celebrándose su festividad en distintas fechas, de acuerdo con las tradiciones locales.

Se le suele llamar San Benito de Palermo por la ciudad en la que murió. Pero también para distinguirle de San Benito de Nursia.

Reflexión desde el contexto actual:

La lección que nos deja este santo liberto, de raza negra, es que ante los ojos de Dios todos somos iguales, los libres, los esclavos, los negros y los blancos, los listos y los ignorantes. Todos, absolutamente todos, somos iguales ante sus ojos y nos quiere con el mismo amor de Padre. Unos y otros estamos llamados a ser santos, para ello solo hace falta que nos dejemos poseer por Él.

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