Dios y los virus, una provocación anómala (2) Pedro Pablo Achondo: "Nada de lecturas martiriales o sacrificiales. No. Solamente la preocupación y el no olvido del prójimo"

El mundo del postoronavirus
El mundo del postoronavirus

"En el Dios de Jesús. Ese Dios, nuestro Dios, es más bien tímido y respetuoso. Esperando hasta el último segundo la respuesta humana, la transformación del corazón y la solidaridad colectiva"

"No es posible caer en la ingenuidad de una especie de solidaridad planetaria sin revisar y reformar los cimientos de toda una maquinaria de egoísmo en la cual estamos inmersos hace ya varias décadas o, para algunos, siglos"

"El virus del Covid-19 ha llegado a enrostrarnos, una vez más, la decadencia del capitalismo neoliberal, la inconsistencia del llamado a la solidaridad social y el reverso positivo de la esperanza"

"Si queremos que sea una oportunidad para que se manifiesta la gloria de Dios y no un sinsentido mudo y absurdo, debemos nosotros mismos hacer de la pandemia el camino a una verdadera y profunda mutación ecosocial"

En la Biblia hay varias pestes y plagas. Ellas simbolizan castigos e infidelidades humanas respecto de Dios y el pueblo. Representan un estadio de la relación y la comprensión de dicha relación con Dios. Aún hay sociedades que entienden el mal -y lo que nos hace mal- como correcciones de la deidad. Hoy ninguna teología seria acepta eso. Desde la revelación de Dios como Amor y Donación sobreabundante, no hay lugar ni para castigos ni para correcciones enviadas “desde fuera”. Ni asteroides que chocan con la Tierra, ni pandemias ni desastres naturales. Nada de eso proviene de Dios, como si su intención y querer incluyeran aquello. Incluso en esos equivocados paralelos con los padres o madres y sus castigos por amor. En el Dios de Jesús no hay tal.

Y debemos repetirlo: En el Dios de Jesús. Ese Dios, nuestro Dios, es más bien tímido y respetuoso. Esperando hasta el último segundo la respuesta humana, la transformación del corazón y la solidaridad colectiva. Lo que la teología se interroga, así como la espiritualidad lo vivencia, es cómo es posible nombrar a Dios, cómo se puede seguir esperando y viviendo cuando estamos sumergidos en el abismo de “aquello que nos hace mal”. Eso es lo propiamente cristiano. La posibilidad de hablar de Dios en el corazón del sufrimiento.

Testimonios de aquello hay miles. Son las experiencias más sublimes de esperanza y fe. No pocas veces en el silencio y a través de diminutos gestos de entrega y donación. Charlotte Delbo o Etty Hillesum, me han remecido siempre con esa pasión amante y tan atenta al otro cuando el dolor atenta al cuerpo propio. Dios y los virus. Dios y las guerras. Dios y los terremotos. Dios y el calentamiento global. Suma y sigue, y ahí están los creyentes: esas criaturas que, rompiendo con lógicas de destrucción y cosificación del otro, siguen invocando el nombre de Dios y el nombre del hermano sufriente. Hombres y mujeres que, misteriosamente, quiebran lo propio en pos del otro. Dándole sentido al “cargar tu cruz” y el “renuncia a ti mismo”. Nada de lecturas martiriales o sacrificiales. No. Solamente la preocupación y el no olvido del prójimo.

La peste

Si Dios sigue siendo recordado -más aún en una Semana Santa en cuarentena- es porque aún hay seres humanos dispuestos a mirar al que sufre con los ojos de Jesús. Pero también porque no han olvidado orar. La oración es el lenguaje no domesticado que se eleva a Dios como ese Otro que espera dialogar y desea escuchar. Dios es suficientemente grande para acoger nuestras quejas y lamentos.

Dios es suficientemente inmenso como para que afectándose de lo nuestro no lo infectemos con pequeñeces. El Dios sufriente, el Dios impotente -como me gusta decir, siguiendo a Etty, Dorothee Sölle, Lytta Basset y tantas más-; que nos presenta como camino al “Mesías que llora” -hermosa expresión de Catherine Chalier. Mesías que se manifiesta en la historia en cada abrazo, beso, presencia, palabra, silencio, caricia y hoy, en cada distancia respetuosa y generosa que tengamos con los demás. El Mesías llora en esa tensión solidaria entre el estar-con y el distanciarse.

El virus simplemente está ahí infectando sinsentido y proponiéndonos a cada uno darle un sentido -distinto y cambiante- para ser más de lo que solemos ser. ¡Nada de felix culpa ni bendito virus! Como cualquier dificultad o al enfrentarnos a aquello “que nos hace mal”, tenemos la posibilidad de: redescubrir la humanidad solapada y mirar al Dios susurrante que nos cuida. Dependerá de la libertad nuestra si transformamos el sinsentido del dolor en una nueva chance de reconfigurarlo todo. Pero para ello, como en todo lo “que hace mal”, debemos superar dos cosas: una mirada superficial de la realidad (y de nuestras realidades) y aquella “ceguera epistémica” de la que habla el investigador argentino Horacio Machado Aráoz.

Cambio climático

El virus y la forma en que lo hemos enfrentado a nivel global da cuenta de mecanismos bastante peculiares y que nos deben preocupar: un discurso bélico, la invención de un enemigo invisible, una hipervigilancia ciudadana y, una vez más, del olvido de los pobres. No es posible caer en la ingenuidad de una especie de solidaridad planetaria sin revisar y reformar los cimientos de toda una maquinaria de egoísmo en la cual estamos inmersos hace ya varias décadas o, para algunos, siglos. La cadena de distribución y las formas de producción contemporáneas, las mismas que nos tienen inmersos en una debacle ecosocial sin precedentes -el Antropoceno; son las mismas que nos enrostran las aberraciones de la salud pública y las injusticias presentes (falta de camas, cementerios para pobres en masa, carencia de insumos mínimos para los profesionales de la salud).

El virus en cuanto “ente biológico” presente en los territorios y cohabitante del ecosistema nos golpea con toda su fuerza, no solo debido a nuestra frágil condición humana -debilitada, deberíamos agregar. Sino también porque el mundo que hemos construido solo está preparado para acoger y ser hospitalario con unos pocos y no con las grandes masas con las que nos enfrentamos hoy. El virus del Covid-19 ha llegado a enrostrarnos, una vez más, la decadencia del capitalismo neoliberal, la inconsistencia del llamado a la solidaridad social y el reverso positivo de la esperanza, a saber, que el “unos a otros” del Evangelio posee hoy más relevancia que nunca. Dios mismo, en palabras del teólogo de la liberación chileno Ronaldo Muñoz, es el “unos a otros” que sigue animando la historia.

De alguna manera Dios y el virus son la evidencia de la relación que Jesús tuvo con la enfermedad y los enfermos. Una y otra vez apelando a la fuerza individual, a la capacidad de querer levantarse (con su propia camilla en las manos), a la necesidad comunitaria de acoger al desvalido y a la afirmación de la vida con mayúsculas. Siempre me ha parecido oscuro el texto de Juan 11, 4: esta enfermedad es para que se manifieste la gloria de Dios. Creo que puede ser leído en la línea de lo que Lytta Basset afirma sobre el sentido.

Este -el sentido- viene siempre después y cada uno se lo dará. El sufrimiento y la enfermedad, en cuanto uno de sus rostros, no posee ningún sentido en sí mismo, pero exige dárselo; lo llama. En caso contrario se transforma en un doble sufrimiento: el causado por la enfermedad misma y el provocado -aumentándolo- por el sinsentido de esta. Si queremos que sea una oportunidad para que se manifiesta la gloria de Dios y no un sinsentido mudo y absurdo, debemos nosotros mismos hacer de la pandemia el camino a una verdadera y profunda mutación ecosocial. El para de Juan 11 no es un causativo, sino un condicional. Cada enfermedad, cada muerte, cada duelo; son potencialmente una posibilidad Pascual. Pero eso no está asegurado. Al menos para esta vida. De ahí que tengamos que aunar esfuerzos intelectuales, políticos, sociales y espirituales para dar vuelta el mundo y darle el giro que hace décadas venimos necesitando.

Jesús sanaba enfermos
Jesús sanaba enfermos

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