La sangre derramada siempre clama a Dios
| Luis Van de Velde
“Podemos presentar junto a la sangre de maestros, de obreros, de campesinos la sangre de nuestros sacerdotes. Esto es comunión de amor. Sería triste que en una patria donde se está asesinando tan horrorosamente no contáramos entre las víctimas también a sacerdotes. Son el testimonio de una Iglesia encarnada en los problemas del pueblo y podemos decir que esta Misa única no es sólo en honor del Padre Rafael Palacios y no nos recuerda sólo a los cinco sacerdotes asesinados, sino que quiere ser el reclamo de un pueblo por la sangre de todos los hermanos cristianos y no cristianos. La vida siempre es sagrada. El mandamiento del Señor, no matarás, hace sagrada toda la vida, y aunque sea de un pecador, la sangre derramada siempre clama a Dios, y los que asesinan siempre son homicidas.” (30 de junio de 1979)
Desde hace más de 3000 años, el pueblo de la Biblia recuerda constantemente que «el clamor de los hijos de Israel ha llegado hasta mí y he visto la opresión a la que los egipcios los someten» (Ex 3, 9). La sangre derramada de «Abel», asesinado por su hermano «Caín», es un relato que resume la triste condición humana a lo largo de toda la historia. Y, como creyentes, tanto el pueblo hebreo como nosotros, los cristianos, recordamos siempre: «La voz de la sangre de tu hermano grita desde la tierra hasta mí» (Gn 4, 10). Uno de los mandamientos y fundamentos del pueblo hebreo en formación ha sido su discernimiento de la Ley de Dios: «No matarás» (Ex 20, 13). Sin embargo, siguieron matando, también a sus propios profetas. Y aún hoy, con su Tora como «constitución», el Estado de Israel (armado por los gobiernos occidentales y con bombas atómicas bajo sus brazos) sigue asesinando a miles y miles de hermanos palestinos. ¿Acaso la sangre derramada ya no clama a Dios y los que matan ya no son homicidas?
Las Iglesias no lo hemos hecho mucho mejor a lo largo de nuestros dos mil años de existencia. Recordemos las llamadas cruzadas, que sembraron terror y muerte allá donde llegaban. Ha habido tantas guerras bendecidas por las autoridades eclesiásticas, tantos genocidios como resultado de los crueles procesos de colonización acompañados por gente de Iglesia. Recordemos la caza de las llamadas brujas y toda la violencia ejercida por la Santa (¿) Inquisición. En El Salvador tuvimos un obispo que bendecía las armas norteamericanas para matar a nuestro pueblo. Si no nos equivocamos, recordamos que un sacerdote (capellán del ejército) acompañó al asesino Monterrosa cuando iba a traer su trofeo (la radio Venceremos), pero cayeron en una trampa y murieron.
Y, por supuesto, la colaboración y justificación más fuertes de la Iglesia en el derramamiento de sangre es su silencio cómplice: no haber hablado, no haber denunciado, no haber arriesgado todo para impedir la destrucción de tantas vidas.
«El mandamiento del Señor: “No matarás”, hace sagrada toda la vida, y aunque sea de un pecador, la sangre derramada siempre clama a Dios, y los que asesinan siempre son homicidas». No tenemos ningún derecho a matar a nadie. Ojalá esto calara en la conciencia de quienes nos llamamos cristianos y cristianas. Toda vida humana es sagrada. Cada persona tiene derecho a la vida. «No matarás». Lo hemos gritado miles de veces desde el asesinato del padre Octavio en enero de 1979. Lo hemos cantado a gritos en el canto que nos hizo Miguel Cavada: «No matarás». No a la pena de muerte ni a la cadena perpetua (que es una pena de muerte camuflada). Ningún asesinato.
Y, por supuesto, no nos referimos solo a asesinar a alguien con armas, sino a cualquier forma de hacer imposible la vida de los demás: la muerte lenta de la mayoría de nuestros pueblos por la cruel explotación económica, el acoso y toda forma de exclusión social (por la razón que sea). No pocas veces, las mismas iglesias cometen graves errores al excluir, marginar y reducir a las personas por razones doctrinales o canónicas. No tengamos miedo de ser diferentes. Si la sangre derramada clama a Dios, seamos los primeros en dar ejemplo y luchar contra toda destrucción de la vida.
Cita 4 del capítulo VIII (Los mártires) del libro El Evangelio de Mons. Romero.