Estudios humanistas de iconografía e iconología: 0001. EL CAMINO ESPAÑOL O PINTURA DE LA VARIEDAD DEL MUNDO

Del mismo modo que una pintura está hecha a base de multitud de pinceladas, este libro se compone de innumerables historias que conviven, se superponen, matizan, entrelazan y complementan.

La vida secreta de los cuadros: Un recorrido diferente por el Museo del Prado (NO FICCIÓN) (Spanish Edition) by [Agustín Sánchez Vidal]

PRÓLOGO:EL CAMINO ESPAÑOL O PINTURA DE LA VARIEDAD DEL MUNDO

Me honro en pertenecer a la Fundación Amigos del Museo del Prado, que desarrolla un trabajo tan extraordinario. Vengo colaborando con ellos desde hace casi un cuarto de siglo en cursos, conferencias y publicaciones como la Enciclopedia de nuestra primera pinacoteca, dirigida por Francisco Calvo Serraller, y de cuyo comité científico formé parte. Este trato continuo con sus obras se ha traducido en una familiaridad que me gustaría ser capaz de transmitir en las páginas que siguen, junto con la multitud de sensaciones, el enriquecimiento de perspectivas y los incontables momentos de felicidad que les debo. Es ese disfrute lo que persigue este libro, que no trata de ser una guía del museo a través de sus «grandes éxitos», sino de explorar las historias que exhibe, esconde o deja adivinar. No siempre atañen a las piezas más esperables ni se abordan necesariamente desde los puntos de vista habituales. En ocasiones, sólo se retiene algún pormenor en apariencia minúsculo, que deja de ser insignificante cuando se atiende a otros eslabones en cuya secuencia adquiere todo su sentido. O bien se cede el protagonismo a sobreentendidos que es necesario hacer aflorar, o a ausencias que pueden ser igual de elocuentes —o más— que las presencias y reiteraciones.

Del mismo modo que una pintura está hecha a base de multitud de pinceladas, este libro se compone de innumerables historias que conviven, se superponen, matizan, entrelazan y complementan. Algunos temas se esbozan en un capítulo y se retoman en otros, vistos ya a una luz diferente, como sucede con el propio museo, donde en tal sala se observa a un Felipe IV todavía con rasgos adolescentes, para verlo reaparecer más allá maduro y luego ya envejecido. Se busca así contar la colección de otra forma, como esquirlas de un espejo a veces fragmentado. Pero sin forzar el encaje de las piezas ni recaer en las roderas o apriorismos que podrían condicionar su desarrollo e imponer tesis preconcebidas. Se considera al lector perfectamente apto para sacar sus propias conclusiones.

Sólo caben unas pocas historias. Otras no menos interesantes han debido quedar fuera, porque el Prado es casi inagotable. Suele tener expuestas permanentemente unas mil setecientas obras, pero custodia cerca de veinte mil, de las cuales siete mil quinientas son pinturas que asoman de tanto en tanto en las muestras temporales.

A tan vasto conjunto se le podría aplicar uno de los títulos que llevó con anterioridad el tríptico del Bosco ahora conocido como El jardín de las delicias. Cuando Felipe II lo adquirió quedó registrado como «una pintura de la variedad del mundo». Caracterización válida también para nuestro museo, a partir del cual se pueden explorar los más diversos dominios.

Otras instituciones, como el Louvre de París, el British de Londres o el Metropolitan de Nueva York, son enciclopedias del arte universal. El Prado es otra cosa, un museo «nacional» con todo el alcance de este adjetivo, al que le cumple desempeñar un papel identitario, una especie de ágora sobre lo que nos ha constituido como colectividad. A su modo, cuenta un país y lleva a cabo una lectura de España, lo que no se contradice con su proyección cosmopolita, pues nuestra cultura es inseparable del resto del continente.

De hecho, los capítulos segundo, tercero y cuarto de este libro vienen a componer algo así como una «suite europea». Lo que sucede es que en la península ibérica se interpretó esa partitura a través de un peculiar itinerario. Cabría hablar de algo parecido a un «camino español», ampliando el alcance del así llamado, que en los siglos XVI y XVII unía el sur de Europa con el norte, como se relata por extenso en el último capítulo. Era el que seguían los soldados de los tercios tras ser transportados por mar a Italia y luego, desde allí, ascender a pie hasta Flandes. Se había establecido con propósitos militares, ante todo, y sirvió para ventilar no pocos conflictos, como los religiosos librados entre el catolicismo meridional y el protestantismo septentrional. Pero también comunicaba los dos grandes focos pictóricos, el flamenco y el italiano, articulando una dualidad que prolonga el Prado de modo tan evidente, del Bosco a Tiziano; o que convive en el seno de un mismo artista, como Rubens.

Aquí se propone recorrer ese itinerario debidamente prevenidos respecto a los tópicos y apologías de la «veta brava» más castiza o los que subrayan aviesamente la singularidad del caso español. Como, por ejemplo, el francés Nicolas Masson de Morvilliers al formular en 1782 estas preguntas retóricas: «¿Qué se debe a España? Desde hace dos, cuatro, diez siglos, ¿qué ha hecho España por Europa?», dando a entender que nada o casi nada. Algo que podría parecer remoto, pero que todavía coleaba en pleno auge del "Spain is different" cuando, en 1969, un historiador del arte y profesor en Oxford, Kenneth Clark, publicó su libro divulgativo Civilización, pronto convertido en serial de trece capítulos para la televisión pública británica BBC. Aunque se suponía centrado en los momentos culminantes de la cultura artística occidental, excluía a nuestro país.

¿La razón?

Según él: «España no ha hecho nada por ampliar la mente humana o impulsar al hombre unos cuantos pasos hacia arriba». Al parecer, ni la propia cultura hispana o su huella en Europa, ni la transmisión de conocimientos a través de sus conexiones con el islam o sus prolongaciones en América la hacían acreedora a una consideración de tal rango.

Afortunadamente, casi medio siglo después, en 2018, la BBC estrenó una nueva serie de diez episodios que ahora se denominaba Civilizaciones. La razón del plural en el título era enmendar explícitamente la plana a Clark. El nuevo programa aspiraba a hacerse cargo de la cultura visual a escala mundial, incluyendo una treintena de países de todos los continentes. Entre ellos, España, que en Civilización parecía no estar en Europa ni en el planeta del arte. Un planteamiento así sería inconcebible ahora, y el Prado ha tenido mucho que ver con ese cambio. La labor llevada a cabo por sus excelentes profesionales lo mantiene en primera fila entre los grandes museos del mundo. Y basta entrar en su página web para acceder a unos riquísimos materiales que facilitan enormemente la comprensión de sus obras.

Aquí se potencian las historias que implican a esos fondos porque a menudo condicionan su percepción. Por mucho que sea el poder de las imágenes, no hay que desdeñar el de las palabras, y algunas piezas se perciben de muy distinta manera tras un simple cambio de nombre. Es el caso de la única de Rembrandt que cuelga en sus paredes, datada en 1634 y que durante muchos años se tituló Artemisa. En 2008, Teresa Posada Kubissa (conservadora de «Pintura flamenca y escuelas del norte» del Museo del Prado) consideró que en realidad representaba a Judit en el banquete de Holofernes. La imagen no ha variado, pero ya no cuenta la misma historia. Antes era Artemisa, una viuda abatida por la reciente muerte de su esposo, el rey Mausolo, cuyas cenizas se disponía a beber en una copa, para convertirse en su sepulcro viviente. Sin embargo, transmutada en Judit retrata a otra viuda muy diferente, una mujer decidida que viste sus mejores galas y joyas para seducir al general Holofernes que ha invadido su país al servicio de los babilonios. Y al que decapita tras un copioso banquete, liberando al pueblo judío y sirviendo de modelo para la Holanda del siglo XVII en su lucha por la independencia contra el imperio español.

En definitiva, el Prado no es un depósito o catafalco, algo inerte y concluso, sino un lugar de encuentro vivo, actual. El arte no está dado de una vez por todas ni supone mero adorno cosmético para ociosos. Ninguna otra instancia proporciona indicios tan complejos y ajustados sobre la sociedad que lo promueve. Ni la economía, ni el poder militar, ni el político. Sus visitantes quizá no sepan nombrar a buena parte de los caudillos victoriosos, magnates, aristócratas, obispos o reyes que en su día encargaron las obras expuestas. Pero con frecuencia reconocen de un solo golpe de vista las imágenes de Velázquez o Goya.

Nuestro primer museo sigue siendo más que nunca un espacio con plena capacidad para repensar el mundo, incluido el contemporáneo, por la multitud de cuestiones que asume y porque, más allá de sus estrictas paredes, ha seguido y sigue inspirando a toda clase de artistas plásticos, escritores, músicos, cineastas…

Convertido en «atalaya de la vida humana», desde él cabe considerar muchos asuntos que nos conciernen ahora mismo, a partir del legado y los desafíos que nos han dejado algunas de las miradas más lúcidas e insobornables de la historia del arte.

I MENSAJES OCULTOS, BENGALAS Y ESPÍAS

¿Hay mensajes ocultos en las obras del Museo del Prado? No estamos hablando necesariamente de los enigmas que borbotean en El jardín de las delicias u otras pinturas del Bosco, sino de las más «normales», esas a las que en principio no se les sospechan segundas o terceras intenciones. Y, sin embargo…

Veamos un ejemplo, guiándonos por la disposición original del edificio, tal como aparece en el lienzo Doña María Isabel de Braganza como fundadora del Museo del Prado (1829), de Bernardo López Piquer. En la actualidad este óleo se expone en la planta sótano, presidiendo la sala dedicada a la historia de la pinacoteca. Representa a la esposa de Fernando VII señalando con una mano la construcción ya terminada y con la otra los planos que nos permiten apreciar el diseño del arquitecto Juan de Villanueva. Consiste en tres cuerpos que por delante sobresalen de la fachada principal y por detrás se extienden hacia la iglesia y claustro de los Jerónimos. Están conectados entre sí por una larga galería, a través de la cual se puede ir accediendo sucesivamente a las tres alas, que Fernando Chueca Goitia describió como un vestíbulo (al que se entraba por la actual puerta alta de Goya), seguido de una basílica (hoy convertida en sala de Las meninas) y un palacio (al que corresponde la ahora llamada puerta de Murillo). Bernardo López Piquer, Doña María Isabel de Braganza como fundadora del Museo del Prado, 1829. Museo del Prado.

iEn el momento de la inauguración del museo, en 1819, era posible llegar hasta el vestíbulo en carruaje, mediante una rampa que señala el dedo índice derecho de Isabel de Braganza. Posteriormente fue allanada para que todo el conjunto quedara al mismo nivel, aunque en nuestros días es posible recuperar la primitiva altura gracias a una escalera de piedra y, si nos atuviéramos al sentido de la visita original, entraríamos por la citada puerta alta de Goya. Tras cruzar el umbral nos encontraríamos con la rotonda presidida por una escultura del artífice italiano Leone Leoni y su hijo Pompeo, conocida como Carlos V y el Furor. Con ella comienza nuestra primera historia.

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CARTA DESDE EL INFIERNO

Sucedió el 7 de julio de 2008 cuando, al mover el pedestal de Carlos V y el Furor, una brigada del Museo del Prado descubrió algo inesperado. En la parte hueca de la peana había un sobre que todavía conservaba el franqueo, un sello estadounidense de dos centavos con la efigie de George Washington. En el dorso, en la parte reservada al remitente, podía verse el dibujo de una calavera con dos tibias cruzadas y estas palabras: «Ramos / portero en la actualidad. / Condenado. / Desde el infierno».

Dentro del sobre así reutilizado había un mensaje y una perra gorda, la moneda española de diez céntimos. Esta, en concreto, se había acuñado en 1870, pero aún era de curso legal en 1923, año en el que estaba fechada la misiva. La suscribían José Ramos Moreira, Nicolás Fernández y Fortunato Ruiz. Los tres eran, por aquel entonces, porteros en el Prado y las palabras allí escritas iban destinadas a sus sucesores en el futuro. Una especie de rudimentaria cápsula del tiempo.

El infernal remite podía entenderse como una alusión al pedestal donde estaba oculto el sobre, esa parte inferior o averno al que el victorioso emperador de la estatua, Carlos I de España y V de Alemania, condena al Furor encadenado, representación de los turcos y otros enemigos. Pero también era una referencia a las sepulturas de los autores del mensaje, suponiendo que cuando fuera hallado estarían criando malvas en alguna fosa del cementerio de la Almudena. Ya en vida se sentían condenados al infierno, por las precarias condiciones en las que trabajaban, venían a decir. Sus estipendios eran tan escuálidos —alegaban— que habían tenido que dejar el tabaco o las escapadas a las tabernas vecinas. Justo les daba para mal comer. Explicaban que la perra gorda incluida en el sobre era para invitar a un chato de vino a quien encontrase la nota, despidiéndose con este deseo: «Que Carlos V os defienda de todo mal. Amén».

Bueno —se dirá—, eso más que un mensaje que deba tomarse en serio no pasa de ser una inofensiva broma macabra, propia de las condiciones reinantes por aquel entonces en la pinacoteca. Algo contó al respecto en varias entrevistas el actor Tony Leblanc, quien acababa de nacer allí un año antes de que se escribiera esta carta. Su padre era conserje del Museo del Prado, donde tenía vivienda y, andando el tiempo, trabajaría el futuro cómico como botones y ascensorista.

De acuerdo. Bajemos, entonces, desde la puerta alta de Goya a la planta calle para trasladarnos al vestíbulo de entrada donde están la librería y la cafetería y dirigirnos desde allí hasta las escaleras mecánicas que dan acceso a uno de los espacios que no suele encontrarse entre los más transitados del Prado, el claustro de los Jerónimos.

En él hay otras estatuas de la familia de Carlos V, obra también de los Leoni, que fueron sus escultores preferidos, y a los que llegó a tener a sueldo fijo para no perder sus preciados servicios. Una de las más notables es la del hijo del emperador, Felipe II, representado con capa y armadura, como un héroe clásico a la romana. Dejando aparte la espada en la que apoya su mano derecha, el atributo más visible es el objeto cilíndrico que exhibe en la izquierda, la llamada «bengala».

También merece la pena reparar en la inscripción del pie, donde se lee: «PHILIPPUS ANGLIAE REX». Es decir, «Felipe, rey de Inglaterra». Y esta vez, obviamente, el pedestal va en serio, no se trata de ninguna broma. Sólo que para calibrar su alcance tenemos que desandar el camino, volver a la planta calle del edificio Villanueva y situarnos frente al retrato de María Tudor por Antonio Moro.

Su protagonista fue la única descendiente de Enrique VIII de Inglaterra y su primera esposa, Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos. Al igual que a sus otros vástagos, estos monarcas la utilizaron como peón en su política matrimonial para aislar a Francia, país que se interponía —literalmente— entre sus dominios en la península ibérica e Italia. En 1529 Enrique VIII repudió a Catalina para casarse con su amante Ana Bolena, con la que tendría otra hija, Isabel. Eso le supuso la ruptura con el papa y abrazar el protestantismo, que María revirtió al acceder al trono en 1553, restaurando el catolicismo como religión oficial. Tal giro de los acontecimientos llevó a su primo el emperador Carlos V a proponerle matrimonio con su hijo, el príncipe Felipe.

Fuente: Sánchez Vidal, Agustín. La vida secreta de los cuadros (NO FICCIÓN) (Spanish Edition) (pp. 7-16). Espasa. Édition du Kindle.

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