Emaús: lugar en el que reconocemos la koinonía

El conocido texto de Emaús queremos leerlo a la luz de la actual situación social, política y cultural en la que nos encontramos. Hacer experiencia de Dios teniendo en mente el tema de los ‘lugares sagrados’ como espacios de revelación y encuentro entre los hermanos, nos permitirá evidenciar algunas pistas para vivir nuestro quehacer eclesial, teológico y pastoral.

El texto de Emaús (Lc 24,13-35) comienza con la narración de dos discípulos que caminan de Jerusalén a Emaús. Un ambiente de tristeza rodea la primera parte del relato (Lc 24,17), tristeza que se manifiesta en la ceguera y en el no reconocer al forastero que se puso a caminar al lado de Cleofás y del otro discípulo. Estamos en presencia de un momento de crisis. Pareciera ser que los valores que fundamentaron nuestra vida social, cívica o cultural han cambiado drásticamente, y debemos dejarlos (Jerusalén) para volver a reinventar nuestra vida (Emaús). Estamos en la ‘placa de hielo’ (Franco Volpi) que comienza a resquebrajarse y nos amenaza con volcarnos sobre las aguas. ¿Cuántas veces en nuestras comunidades pastorales nos hemos sentido entristecidos porque los proyectos que habíamos planificado no dieron los frutos esperados? ¿En qué momentos hemos vivido la primera parte del relato de Emaús?

Los corazones de los discípulos antes de reconocer al que camina a su lado y de haber descubierto y experimentado la alegría de la mesa compartida son calificados de “insensatos y tardos de entendimiento” (Lc 24,25). Una de la claves de una vida pastoral bien vivida es la capacidad de permitir que nuestro corazón se coloque en sintonía con la Palabra de Dios celebrada en los sacramentos y vivida en la comunidad creyente. Pero también debemos reconocer que una de las grandes tentaciones del cristiano es la autosuficiencia, en ese afirmar que ‘creemos en Dios pero no en la Iglesia’. Un corazón desligado de la koinonía es uno que se vuelve insensato y tardo de entendimiento.

El texto continúa con la palabra del extraño, el cual “empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras” (Lc 24,27). El documento de Aparecida nos dice que vivimos en una época que se caracteriza por su opacidad y por su estar fragmentada (Cf. DA 36), y el Papa Francisco nos recuerda en Evangelii Gaudium que “es necesario llegar allí donde se gestan los nuevos relatos y paradigmas, alcanzar con la Palabra de Jesús los núcleos más profundos del alma de las ciudades” (EG 74). Lo que hace Jesús-forastero es ayudarnos a interpretar la hora actual en la que nos encontramos como sociedad y como Iglesia. La construcción de un nuevo relato pastoral que involucre a todos los miembros del Pueblo de Dios debe ser uno que se construya desde la koinonía. La Palabra de Dios que es interpretada por Jesús nos llega como luz a los ojos y como fuego que empieza a encender nuestros corazones insensatos.

“Al acercarse al pueblo a donde iban, él hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le rogaron insistentemente: Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado” (Lc 24,28-29). Jesús camina siempre con la Iglesia. Algo hay en Él que nos seduce y que hace que le roguemos de manera insistente que permanezca con nosotros. La fuerza de su palabra y su compañía constituyen momentos pascuales que han permitido que nuestros ojos entristecidos puedan comenzar a brillar a pesar de que el día va declinando. Y Él accede a nuestra invitación, ya que “entró y se quedó con ellos” (Lc 24,29).

Y acontece el clímax del relato: “Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su vista” (Lc 24,30-31). A pesar de que sentimos que los valores que han sustentado nuestra vida social y que los sueños eclesiales y pastorales que hemos ido proyectando se derrumbaron en la Jerusalén de cada uno, Jesús-forastero nos exige recordar cuáles son nuestras fuentes y vuelve a sentarse con nosotros en la mesa. En este momento del relato hay un aspecto que se vuelve a repetir: el tema de los ojos o de la visión. Al inicio del relato se dice explícitamente que los discípulos no podían reconocer a Jesús porque “sus ojos estaban como incapacitados” (Lc 24,16). La crisis inicial ha sido superada admirablemente gracias a la fracción del pan. Los discípulos pudieron recordar la última Cena de Pascua en Jerusalén y así sus ojos se abrieron.

La Pastoral siempre pasa por estos dos momentos de la visión, de la ceguera y de la apertura de ojos. Agudizar la visión para reconocer al Dios que pasa por la historia como peregrino, haciéndose uno con el pueblo, constituye el clímax de la Pascua. Ella es superación de la incapacidad de ver para dar paso a la libertad y a la vida que nace de la apertura de ojos. La Iglesia tiene dos caminos a escoger, o vivir un constante Viernes Santo marcado por la incapacidad de contemplar y por la tardanza de corazones o apostar por la alegría de la Resurrección vivida en clave de interpretación comunitaria de la Palabra de Dios, de mesa compartida (koinonía) y de apertura de ojos.

¿Y qué sucede al final del relato? La reacción de los discípulos no se hace esperar “¿no estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lc 24,32). Así como en el caso de los ‘ojos’, aquí pasa lo mismo con el ‘corazón’, entendido bíblicamente como el centro del hombre, sede de los pensamientos y de las opciones personales. Que el ‘corazón arda’ significa que hemos hecho la opción por la Resurrección. Vivir en una constante pastoral del corazón ardiente exige anunciar proféticamente que en Emaús hemos reconocido la koinonía. Emaús constituye un espacio sagrado que no es ajeno a nuestra realidad cotidiana, por el contrario, representa el momento en el que el Señor nos ha salido al encuentro y nos ha invitado a compartir la mesa de la Palabra y de la Eucaristía. Hacer la experiencia de Dios en Emaús nos hace levantarnos y volver a Jerusalén para anunciar que “el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón” (Lc 24,34).

(1) Extracto de mi artículo “LA KOINONÍA CRISTIANA COMO EXPERIENCIA PASCUAL”, publicado en la Revista “Vida Pastoral”, San Pablo – Argentina (Abril 2015) Edición n°338.
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