Jesús no predicó credos, sino actitudes, no transmitió verdades, sino estilos de vida; enseñó a vivir los valores primordiales y esenciales que constituyen de verdad el Reino de Dios ¿Qué queremos decir cuando decimos “Evangelio”?

¿Por qué se dice “asumir el Evangelio” cuando se quiere decir “acatar el Derecho Canónico”?

Durante bastantes años, mi mujer y yo hemos formado parte del grupo de matrimonios que impartíamos los cursillos prematrimoniales en nuestra parroquia. En el coloquio inicial del primer día, tras las presentaciones de rigor, yo soltaba a bocajarro esta pregunta: “Cuando le dices a tu pareja ‘te quiero’, ¿qué quieres decirle?” Pedíamos que cada uno y una expresaran con sinceridad ese sentimiento, de forma personal, sin pensar en lo que diría su novio o novia. La pregunta tenía por objeto hacerles caer en la cuenta de que, con frecuencia, usamos expresiones típicamente tópicas sin profundizar en su verdadero y auténtico contenido.

Me sirve este recuerdo para lanzar en  mi reflexión de hoy una pregunta análoga en consonancia con la llamada “fe de la Iglesia”. ¿Qué quiere decir la Iglesia (doctrinal) cuando dice “Evangelio”? ¿Qué verdades encierra la manida expresión “vivir el Evangelio”? ¿Por qué se dice “asumir el Evangelio” cuando se quiere decir “acatar el Derecho Canónico”?

Es una innegable realidad histórica que Jesús anunció el Reino de Dios; los apóstoles y discípulos proclamaron a Jesús resucitado, y finalmente la Iglesia se predicó a sí misma, identificándose con el Reino y organizando e implantando una religión estructurada. Así se falsificaron dos realidades: el sentido de Reino de Dios y el mensaje evangélico, dando paso a la “hierarquía”, al “gobierno de lo sagrado” (o de los “consagrados”) a través de la organización piramidal de la Institución.  

Tal clasificación jurídico-canónica  que divide a los creyentes en consagrados y laicos no es evangélica, por más que se quiera  justificar. Ni tampoco pertenece a la tradición de las primeras comunidades. Existían diversos “ministerios”, pero estaban para servir a la comunidad, no para servirse de la comunidad desde la primacía. En este sentido, el Evangelio es bien claro: “El que aspire a ser más que los demás se hará servidor de todos; y si alguno quiere ser el primero que sea el último y el servidor de los demás” (Mt. 20, 26-28).

Esta dignificación de los jerarcas trajo consigo las prerrogativas, los honores y los títulos de grandeza, mimetismo de la casta noble del imperio: monseñor, reverendo, o los superlativos reverendísimo, ilustrísimo… Y hasta se hicieron llamar “padre” quienes estaban orgullosos de su preceptivo celibato obligatorio; con “espiritualizar” dicha paternidad estaba todo legitimado.  ¿No resulta patente la contradicción de esta escala de rangos con el Evangelio?: “Vosotros no os dejéis llamar “rabbí”… Y no llaméis padre a nadie en la tierra… Ni os dejéis llamar jefes… El primero entre vosotros será vuestro servidor.” (Mt. 23, 8-12).

No menos antievangélico resulta el atuendo, la indumentaria clerical y sus adjuntos aderezos: ostentosos anillos y vistosas cruces pectorales, elegantes fajines, lujosas botonaduras, atractivas birretas… ¿Y cómo interpretar los colores rojo y púrpura de la vestimenta de obispos y cardenales? Y aunque, en general, los eclesiásticos se han desprendido de la sotana, no han  renunciado a la segregación entre clero y fieles ostentando el “celibatario alzacuellos”, signo de distinción.  Desde muy antiguo el atuendo se convirtió en símbolo de autoridad, profesión, casta o clase. El vestido no es sagrado, aunque lamentablemente se ha sacralizado. Lo comprobamos en las “vestiduras sagradas”, los “ornamentos”?: bicornios mitrales, lujosos báculos, casullas multicolores. La propia palabra define su significado: adorno, suntuosidad, ornato. Y pregunto: ¿Qué aportan a la celebración eucarística los ornamentos, las mitras o los báculos? Claramente, ostentación y segregación. La ostentación ha sido y sigue siendo reflejo evidente de privilegio y poder. Jesús se pronunció contra el vestido como exhibición sacral: “¡No hagáis como ellos hacen!... pues agrandan sus distintivos religiosos (filacterias) y alargan los adornos (flecos) de sus mantos” (Mt.23,5). ¡Esto es Evangelio!

Con el nacimiento de la Iglesia como estructura religiosa, la fe primitiva se transformó (¿o se “trastornó”?) en creencia, un elenco de  doctrinas y ritos, verdades dogmáticas que se predican con monótona insistencia, se aceptan ciegamente y se recitan maquinalmente,  sin profundizar en su contenido; y ceremonias que se ritualizan con gestos encorsetados, más o menos aburridos para los asistentes, pero que no se vitalizan.  Se ha hecho de la “Cena del Señor” una “drama(li)turgia” teatral que contrasta con la sencillez e intimidad de aquella cena. ¡Qué sencilla fue la despedida de Jesús! La Última Cena no consistió  en un ceremonial litúrgico. Los gestos de Jesús fueron bien sencillos: “Tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo repartió.” Así de sobrio y escueto. Estos son los ritos propios de la eucaristía: partir el pan (Jesús),  repartirlo y compartirlo. Sin protocolos. El ritualismo encarna una forma sutil de idolatría, ya que consiste en dar exagerada importancia a las formas, a los gestos, anulando así el verdadero significado de los signos. No confundamos liturgia con ritualismo.

Jesús no predicó credos, sino actitudes, no transmitió verdades, sino estilos de vida; enseñó a vivir los valores primordiales y esenciales que constituyen de verdad el Reino de Dios: hacer la paz y “las paces”, derrochar misericordia y perdón con la acogida y compasión samaritanas, la  generosidad y altruismo. Dar de comer, de beber… Jesús puso al hombre como centro de vida. Él pasó por la tierra “haciendo el bien”, no fomentando ritos. Al final (¿por qué no ahora?), se nos va a juzgar por cumplir, o no, los verdaderos valores evangélicos y los derechos humanos, no por practicar los teóricos valores eclesiásticos y aparentes derechos divinos.

Cuando decimos “Evangelio” decimos “Buena Noticia”. Pues que la “vuelta al Evangelio” sea buena, adecuada,  rigurosa y, sobre todo, nueva “noticia de Jesús”.

Volver arriba