Dia 18 de Octubre en Don Benito Fui forastero y me recibiste... Jornada de migración en Extremadura

Fui forastero y me recibiste...  Jornada de migración en Extremadura
Fui forastero y me recibiste... Jornada de migración en Extremadura Jose Moreno Losada

En agosto con la dureza del calor llegaba Hugo y Maria Elena con sus hijos Saul y Shoe a la ciudad de Badajoz. Comenzaba una etapa nueva en su vida. Venían peregrinando desde hacía varias años: saliendo de Venezuela -no por gusto propio-, pasando por Republica Dominicana, llegando a Portugal y  ahora a España, y a esta ciudad. En la delegación de migraciones nos hemos conocido y siento su proceso y encarnación aquí como una revelación que me está despertando y abriendo a un mundo nuevo con retos evangélicos y humanos de primer orden. Os invito a escuchar su reflexión.

FUI FORASTERO Y ME RECIBISTE

Encuentro

La migración no es un fenómeno nuevo; ha acompañado a la humanidad desde sus orígenes, un ejemplo fue Abraham salió de su tierra confiando en la promesa de Dios, de igual forma Moisés condujo a un pueblo entero que huía de la esclavitud, y María y José, con el Niño Jesús, fueron también migrantes cuando huyeron a Egipto para salvar la vida del pequeño (Mt 2,13-15). Desde entonces, la historia de la salvación está profundamente marcada por el caminar del migrante que busca vida, dignidad y esperanza.

 La Biblia es clara al hablar de la acogida al extranjero. En el libro del Levítico, Dios ordena a su pueblo: “Cuando un forastero resida con ustedes en su tierra, no lo opriman. Al forastero que resida con ustedes lo mirarás como a uno de tus compatriotas; lo amarás como a ti mismo, porque también ustedes fueron forasteros en Egipto” (Levítico 19,33-34). En esas palabras se revela una ética de la empatía que trasciende el tiempo, quien ha conocido la fragilidad no puede volverse indiferente ante la vulnerabilidad del otro, amar al forastero es reconocer su dignidad, abrirle espacio en la comunidad y derribar las barreras que dividen. No se trata solo de tolerar, sino de incluir, de ver en el rostro del extranjero el reflejo de nuestra propia historia.

 En un mundo que levanta muros físicos y emocionales, este mandato nos invita a construir puentes desde la memoria y la compasión, entendiendo que todos, en algún momento, hemos sido forasteros buscando un lugar donde ser amados y reconocidos como iguales. Asimismo, el Maestro Jesús, en el Evangelio, lleva este mandato a su plenitud cuando dice: “Porque tuve hambre y me dieron de comer, tuve sed y me dieron de beber, fui forastero y me acogieron” (Mateo 25,35). No es solo una lista de obras de misericordia, sino una declaración profunda de cómo Cristo se hace presente en el necesitado. Jesús se identifica con el hambriento, el sediento y el extranjero, recordándonos que cada gesto de compasión hacia el otro es en realidad, un encuentro con Él mismo.

Acoger al forastero no es un acto opcional de bondad, sino una respuesta de fe viva que reconoce la dignidad divina en cada persona, en este pasaje nos confronta con una pregunta esencial: ¿vemos en los rostros marginados y en los migrantes de hoy el rostro de Cristo? Amar y acoger, entonces, no es solo cumplir un deber moral, sino abrir el corazón a la presencia de Dios que se manifiesta en la fragilidad humana, convirtiendo la hospitalidad en una forma sagrada de adoración y recordad que cada persona que cruza una frontera, que abandona su hogar por necesidad o por miedo, está el rostro mismo de Cristo. Sin embargo, la realidad actual nos muestra un rostro contrario al Evangelio, debido a que las fronteras se vuelven muros de exclusión; las leyes migratorias, instrumentos de miedo más que de justicia.

Muchos gobiernos tratan al migrante como amenaza, no como hermano. Familias son separadas, niños son detenidos, y personas mueren en desiertos o en el mar buscando un futuro que la indiferencia humana les niega. Esta reflexión nos coloca ante una verdad profundamente evangélica: las leyes humanas, necesarias para organizar la convivencia, suelen trazar fronteras, exigir documentos y clasificar a las personas según su origen o estatus; sin embargo, la ley del Reino de Dios trasciende esas divisiones. En el Reino que anuncia Jesús no existen extranjeros ni nacionales, legales ni ilegales, solo hijos e hijas amados del mismo Padre. El modo de actuar lo demuestra con claridad Jesús nunca pidió papeles para sanar, alimentar o abrazar, no preguntó de dónde venía el leproso antes de tocarlo, ni exigió ciudadanía a la samaritana antes de ofrecerle agua viva, su única condición fue un corazón abierto, una fe sincera, una disposición a amar y ser amado.

En este contraste se revela el desafío para quienes seguimos a Cristo: vivir en el mundo sin dejar que las fronteras del mundo limiten nuestra misericordia, la ley del Reino no ignora la justicia, pero la eleva al nivel del amor, reconociendo en cada persona una historia sagrada. Donde las leyes humanas excluyen, el Evangelio invita a incluir; donde el sistema levanta muros, el Reino edifica mesas compartidas, nunca hay que olvidar que Jesús nos enseña que el verdadero criterio de pertenencia no se mide por documentos, sino por la capacidad de amar como Él amó sin condiciones, sin prejuicios y sin miedo. El Papa Francisco lo ha dicho con fuerza: “No se trata solo de migrantes, se trata de nuestra humanidad”. Acoger al migrante es rescatar nuestra capacidad de amar sin fronteras, de construir una sociedad más humana y  más fiel al Evangelio.

Invitracion al Encuentro

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