Lo único que necesita el mal para triunfar es que los hombres buenos no hagan nada

Hay gente que vive por debajo del umbral de la pobreza o que incluso muere de hambre. Hay trabajadores con condiciones de trabajo infrahumanas. Hay empresas que producen productos o servicios adulterados, engañosos o contaminantes. Hay políticos corruptos que dan soporte a esas y a otras muchas injusticias.
Pero ¿qué tengo yo que ver con todo eso? A mí que no me miren, ni me pidan explicaciones, ni compromisos, ni soluciones. ¿Seguro?

En la biografía de Santa Isabel de Hungría se dice que su director espiritual le propuso no alimentarse ni vestirse con algo de lo que no tuviera certeza que estaba limpio de todo tipo de injusticia. Si nos aplicáramos ese mismo principio ¿te imaginas a cuantas cosas tendríamos que renunciar?

Espera un momento. No huyas. El propósito de mi reflexión no es aguarte la fiesta; ni amargarte la vida; ni obligarte a flagelarte tras adoptar el rol de verdugo de nuestra sociedad.

Lo que quiero es, ni más ni menos, que ante los problemas que nos rodean no te posiciones ni como víctima ni como verdugo, sino como protagonista del cambio que se ha de producir para llegar a mejorar nuestra sociedad. Que dejes de ser espectador reactivo y te conviertas en actor proactivo.

Alguien ha dicho que lo único que necesita el mal para triunfar, es que los hombres buenos no hagan nada. Yo lo comparto. Y aspiro a comportarme como cristiano que quiere ser sal de la tierra y luz del mundo; como alguien que quiere dar testimonio de que su fe no solo no es una preocupación sino algo que le compromete y le da sentido a su vida. Y un sentido positivo.

Y eso ¿en qué se traduce? ¿Qué hay más allá de esas palabras? Quiero que haya una llamada a sentir y compartir la responsabilidad colectiva. Un deseo de ser ciudadano responsable que ante la corrupción, el engaño, la denuncia o las malas prácticas no sólo no mira para otro lado sino que asume que es algo que va con él. Y que se moja y se implica.

Si esas injusticias se mantienen es gracias al desconocimiento que tienen nuestros conciudadanos de las fechorías que se cometen. Cuantos más de nosotros sepamos lo que sucede, y por qué sucede, más probabilidades hay de que un día quizá no muy lejano, seamos suficientes para decir ¡basta!

Pero en nuestra sociedad no todo es corrupción, ni engaño. Hay empresas que juegan limpio; políticos serios; ciudadanos comprometidos; consumidores responsables; movimientos sociales solidarios.

Si hay algo que es seguro que podemos hacer es correr la voz. Hacernos eco de las buenas y las malas prácticas. Separar el grano de la paja. Aunar esfuerzos en torno a la responsabilidad social de todos y cada uno de nosotros.

Ese es el camino que quiero recorrer y compartir contigo, amigo lector. Porque ¿no crees que un cristiano con esperanza debería contribuir a transformar nuestras realidades económicas, políticas y sociales?
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