Recorrido por una lejana quebrada en el trapecio amazónico Experiencia de limpieza interior (Loretoyacu 2)

Belleza del Amazonas
Belleza del Amazonas César Caro

En estos lugares tan lejanos, por donde no se pasa nunca a menos que se vaya expresamente, sin señal, incomunicados, el recorrido es una experiencia de limpieza interior; días en que se ralentiza mi ritmo a veces demasiado atropellado; ocasión (kairós) de encuentro íntimo y apacible con la naturaleza, conmigo mismo, con la gente linda y con los espíritus del río, el bosque y los animales. Con el Espíritu reparador, en definitiva. Y cómo disfruto.

En Santa Rosa de Loretoyacu todos se ponen en marcha apenas amanece. No son aún las 6 y estamos ofreciendo café y pan para compartir en el desayuno. Los hombres se han ido a la chacra muy temprano, aunque regresarán antes de lo acostumbrado porque hoy hay bautizos. Alguien trae dos pescados recién sacados de la quebrada, para el almuerzo, y me digo que hará falta alguna suerte de milagro de multiplicación.

Con la preparación al Bautismo ayuda don Jaime, catequista clásico, ya mayorcito, que vive en Tipishca, otra comunidad tikuna que está cerca, pero en la parte colombiana. Es muy eficaz anotando los datos y dando las charlas, y hasta toca la guitarra. El equipo de Caballo Cocha le colabora con su gasolina y así se posibilita su venida hasta acá.

La escuelita, minúscula, está lista para la celebración. Solo hay ocho o diez casas, pero la proporción de niños es como siempre asombrosa. Matías comienza haciendo sonar en un parlante canciones tikuna que le pasaron los de Belén de Solimoes (Brasil). La gente escucha encantada y va traduciendo lo que dicen las letras. Acá sí está vivo el idioma, oigo a los pequeños hablarlo y me reconforta, esta cultura no morirá.

Aunque no pasa lo mismo cuando les mostramos láminas de escenas, personas y vestimentas típicas. Apenas un par de ancianitas reconocen al gran apu tikuna del siglo pasado, la mayoría no distinguen lo que ven, toman una corona o una kushma como yaguas, no saben los mitos ancestrales, tienen una noción lejana de la pelazón, que ya no realizan hace mucho… En definitiva, están olvidando sus tradiciones, los rasgos que configuran su identidad; me preocupa, esta cultura está enferma.

Festejamos el bautizo con un caramelo por cabeza. Casi no hay fotos, si siquiera el habitual photocall que se arma al final de estas ceremonias; sencillamente, casi nadies tiene celular. Regresamos a “nuestra” casa y hallamos dispuestos los platos de arroz con pescado y frejoles: el prodigio ha consistido en partir aquellos dos peces en diez o doce partes, una modestia que hace juego con el escueto caramelo.

Está don Fernando haciendo un remo. Es viejito y delgado, y maneja el machete con gran destreza, se ve que tiene experiencia. Seguimos conversando, no se mira la hora porque tampoco hay reloj, es relajante contemplar su manera de tallar, raspar y suavizar. Pienso que los abuelos indígenas son un pozo de sabiduría adonde hay que acudir si queremos ayudar a preservar estas culturas. En el Putumayo así lo hacen.

Nos avisan de que estamos invitados a un segundo almuerzo: sopa de gallina, fideos y yuca. Esta otra casa está repleta de mamás y papás jóvenes con sus hijos, todos orgullosos de agasajarnos. El guiso es delicioso y me sienta de miedo, “me pone en orden”, como decía Fernando, el amigo de Jerez, ante un caldo de madrugada en la feria. Siento que es el cariño puro de esta gente penetrando en mi cuerpo y sosegando mi alma.

Al caer la tarde, antes del ataque de los zancudos, nos vamos a la quebrada a bañarnos (tampoco hay baño, claro). Es un privilegio y una maravilla dar unas brazadas en esa agua cristalina, sentir el frescor, levantar la vista hacia el verde infinito de las plantas, conectando con el rumor remoto y salvaje de la selva, que es como un tapiz de fondo del silencio inmenso.

Casi no me queda espacio para la otra comunidad, que se llama Tierra Amarilla y es yagua. Solo diré que la fiesta era gorda (más pobladores, más bautizos, con fotos), por tanto había masato en cantidad, nos invitaban por dondequiera que íbamos, tomamos bastantito, la sonrisa se nos esculpió en la cara, los ojillos pintones y el “gracias” casi en cada frase, que en yagua no se decirlo.

En estos lugares tan lejanos, por donde no se pasa nunca a menos que se vaya expresamente, sin señal, incomunicados, el recorrido es una experiencia de limpieza interior; días en que se ralentiza mi ritmo a veces demasiado atropellado; ocasión (kairós) de encuentro íntimo y apacible con la naturaleza, conmigo mismo, con la gente linda y con los espíritus del río, el bosque y los animales. Con el Espíritu reparador, en definitiva. Y cómo disfruto.

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