"La pobreza es el verdadero caldo de cultivo de la violencia" El miedo del arzobispo de Oviedo y el pan de cada día de los pobres

Jesús Sanz
Jesús Sanz

"México es hoy un país atravesado por signos alarmantes de violencia: narcotráfico, feminicidios, extorsiones, desplazamientos forzados, criminalización de la protesta social"

"Los obispos mexicanos han denunciado cómo la pobreza, el abandono institucional y la desigualdad social han abierto las puertas a un clima de violencia estructural"

"Por eso, tal vez la experiencia del arzobispo pueda ser ocasión para comprender que el miedo que él sintió es el mismo que sienten diariamente millones de pobres en el mundo"

El reciente testimonio del arzobispo de Oviedo, Mons. Jesús Sanz Montes, quien narraba con angustia cómo en un viaje a México fue detenido y amenazado con metralletas por un grupo armado, ha despertado en muchos la empatía por su miedo. Él mismo reconoció que aún siente “el susto en el cuerpo”. Y es verdad: nadie puede permanecer indiferente cuando se enfrenta al filo de la violencia. Sin embargo, este hecho puede y debe ser ocasión para una reflexión más profunda sobre lo que significa vivir bajo esa amenaza todos los días, no solo en un viaje, sino como condición permanente de vida.

México es hoy un país atravesado por signos alarmantes de violencia: narcotráfico, feminicidios, extorsiones, desplazamientos forzados, criminalización de la protesta social. Son heridas que no se cierran y que golpean especialmente a los pobres. Allí, la violencia no es un accidente pasajero ni un episodio aislado, sino el pan cotidiano de quienes habitan en comunidades rurales, en barrios marginados o en regiones olvidadas por el Estado.

Boletín gratuito de Religión Digital
QUIERO SUSCRIBIRME

Migrantes México-EE.UU.
Migrantes México-EE.UU.

En este contexto, Chiapas se ha convertido en uno de los ejemplos más dramáticos. Por su ubicación estratégica en la frontera con Guatemala, grupos del crimen organizado como el Cártel de Sinaloa y el Cártel Jalisco Nueva Generación disputan el control del territorio. Los obispos mexicanos han denunciado cómo la pobreza, el abandono institucional y la desigualdad social han abierto las puertas a un clima de violencia estructural. Municipios como Ocosingo, Comitán, San Cristóbal, Palenque o Pantelhó padecen una descomposición social creciente, donde las comunidades campesinas e indígenas sobreviven entre el miedo, la miseria y la extorsión.

La pobreza es el verdadero caldo de cultivo de la violencia. No son los migrantes, no son los campesinos ni los indígenas quienes generan el caos, sino los grandes poderes económicos y políticos que acumulan la riqueza en manos de unos pocos, dejando a millones sin pan, sin tierra y sin esperanza. Como recordaba el Papa Francisco, hay una riqueza que “tiene sabor a dolor, amargura y sufrimiento”. Esa es la riqueza que nace de la explotación, de la corrupción y de la injusticia.

Hace años, un médico gallego, Paulino Pérez Mendaña, compartía su experiencia en México junto al recordado obispo Samuel Ruiz. Me contaba que en medio de tanta miseria, los pobres se reunían a comer arroz con un poco de aceite sacado de las latas de sardinas, que él les había llevado desde Galicia. Ese sencillo gesto de compartir convertía un plato humilde en un verdadero banquete comunitario, un milagro de fraternidad semejante a la multiplicación de los panes narrada en el Evangelio. Porque cuando se comparte lo poco que se tiene, todos pueden comer. Allí, en medio de la precariedad, los pobres experimentaban la alegría de la comunión y de la solidaridad.

Mons. Sanz Montes ha agradecido la seguridad y protección que tenemos en España, y no cabe duda de que debemos valorarla. Pero también es cierto que no basta con policías y fuerzas del orden para garantizar la vida digna. La verdadera seguridad nace de que todos tengan pan en la mesa, techo bajo el que dormir, tierra que cultivar, justicia que defender. Mientras haya niños que mueren de hambre, jóvenes asesinados por el crimen organizado, mujeres víctimas de feminicidio o comunidades desplazadas por los poderes económicos, el miedo seguirá siendo la sombra que lo envuelve todo.

Marcha en Chiapas por la muerte del padre Marcelo Pérez
Marcha en Chiapas por la muerte del padre Marcelo Pérez

Por eso, tal vez la experiencia del arzobispo pueda ser ocasión para comprender que el miedo que él sintió es el mismo que sienten diariamente millones de pobres en el mundo. La diferencia es que para él fue un episodio, un mal rato que terminó cuando explicó quién era y a dónde iba. Para los campesinos, para los indígenas, para los migrantes, para los niños y adolescentes de México y de tantos países, ese miedo no se va nunca. Es una amenaza constante, un horizonte cerrado, una vida marcada por la incertidumbre.

El Evangelio nos recuerda con fuerza que Jesús se puso siempre del lado de los pobres y de los que sufren. “Tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, estuve preso y me visitaste” (Mt 25, 35-36). No es una invitación espiritual abstracta, es un mandato concreto: mirar a los pobres como hermanos, como sacramento vivo de Cristo. Y es también una advertencia: la indiferencia frente a su sufrimiento es negación del propio Evangelio.

Hoy vivimos en un mundo donde los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. Donde algunos acumulan fortunas que nunca podrán gastar mientras otros no tienen ni un trozo de pan para sus hijos. Esa desigualdad no solo es inmoral, es también fuente de violencia. Porque cuando la vida se convierte en una lucha por sobrevivir, cuando se arranca la esperanza del corazón de los pueblos, surgen las armas, los cárteles, las mafias, los abusos, las guerras silenciosas que desgarran las comunidades.

La experiencia de miedo del arzobispo debería conducirnos a una convicción clara: la verdadera seguridad no vendrá nunca de las armas, sino de la justicia social. El miedo de un obispo en un viaje puede abrirle los ojos al miedo de millones que no tienen salida. Y de ese descubrimiento puede nacer una voz profética, una palabra evangélica que denuncie la raíz de la violencia: la pobreza y la exclusión generadas por un sistema que privilegia a unos pocos y condena a las mayorías.

En España, damos gracias por la seguridad que tenemos, pero no olvidemos que la seguridad sin justicia es solo un espejismo. Porque de poco sirve estar protegidos por las fuerzas del orden si no nos comprometemos en cambiar las estructuras que producen hambre, desigualdad y marginación.

Ojalá que el arzobispo de Oviedo, marcado por el susto de aquel encuentro con encapuchados armados, descubra en ese miedo una llamada del Evangelio: ponerse más cerca de los pobres, comprender sus luchas, defender sus derechos, levantar la voz contra quienes acumulan riquezas a costa de su dolor. Porque solo así podremos anunciar con verdad al Dios de la vida, al Dios que multiplica el pan para todos, al Dios que nos invita a compartir y no a acumular.

El miedo de un instante puede convertirse en la semilla de una conversión. Que ese sea el fruto de este episodio: una Iglesia que no tema mirar de frente la pobreza y denunciar la injusticia, que no se conforme con la seguridad de los uniformes, sino que abrace la seguridad del amor compartido y de la justicia realizada.

Etiquetas

Volver arriba