Pedir perdón

He hecho daño a alguien a quien estimo en lo más profundo. Una persona dulce, honesta, con los talentos a flor de piel y en una intensa y admirable búsqueda por encontrar su lugar en el mundo. Lo he hecho como suelen hacerse estas cosas: sin medir las consecuencias, destrozando la confianza, rompiendo los puentes que tanto trabajo cuestan construir, y son tan fáciles de explosionar en mil pedazos. Despreciando la libertad y la independencia del otro.

Cuando algo se quiebra, y más en aquellos aspectos que tocan el corazón, el alma, la fe, la intimidad... es muy difícil que vuelva a recuperarse. Se necesita una gran capacidad de perdón, y de amor, por parte del hummillado, para restaurar la confianza perdida. Y no depende de quien ha fallado, sino de la generosidad de la persona ofendida.

El culpable, como es mi caso, lo único que puede, y debe hacer, si realmente ama a quien ha hecho daño, es pedir perdón, sin buscar excusas, con la mayor humildad que sea posible. Profundizar en las razones que le han llevado a equivocarse de tal modo. Y no esperar que la petición tenga éxito. Pues el don del perdón no depende de quien lo pide, sino de quien tiene la grandeza de corazón de otorgarlo y, más allá, ofrecer la oportunidad de restablecer la confianza. El amor, si es verdadero, pasa por encima de cualquier error, por mayor que éste sea. Pero eso no entra dentro de las capacidades de quien yerra.

Lo lamento. Sé que he roto tu confianza, que he puesto en riesgo todo lo que estábamos construyendo. No puedo cambiar lo que ocurrió, no existe una máquina del tiempo que permita dar marcha atrás. Merezco tu silencio, tu ausencia, tu desdén. Te pido perdón. No quiero perderte. No quiero perdernos. Que Dios te bendiga.
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