Los santos que nunca serán canonizados



León Felipe: un exiliado con su salmo a cuestas

No disputaré ya más con los canónigos ni los catedráticos
Me quedaré aquí en la calle...Soy el publicano que no sabe rezar. Llamadme publicano. Así me llama el arzobispo.
Y los líricos flecheros farisaicos que guardan el secreto de cómo se dispara el verso y la oración.

Llevaban todo la razón, querido poeta, querido profeta, querido desterrado que a ti mismo te llamabas León Felipe. Y no seré yo, como canónigo, el que te desmienta.
Aún más, como estudioso de la Biblia, te sigo dando la razón cuando escribes.

Me gusta remojar la palabra divina, amasarla de nuevo, ablandarla con el vaho de mi aliento, humedecer con mi saliva y con mi sangre el polvo seco de los Libros Sagrados y volver a hacer marchar los versículos quietos y paralíticos con el ritmo de mi corazón...

Comentar aquí, para este poeta, no es más que recordar, refrescar, ablandar, verificar, poner de pie otra vez el verso suyo antiguo que momificaron los escribas. Cristo vino a defender los derechos de la poesía contra la intrusión de los escribas, en este pleito terrible que dura todavía, como el de los Sofistas contra la Verdad.

En nuestra mejor tradición hispánica no podemos negar que lo más exquisito de la sensibilidad cristiana ha sido radicalmente (y a la postre)vehiculado por cauces anticlericales, a pesar del indudable pluralismo de lo clerical. Así se explica León Felipe siguiendo la tradición cuando confiesa:

El único aliento religioso que se conserva hoy vivo en España es el que se ha salvado en la copla popular. Mientras los púlpitos lo han ido secando todo en la lobreguez de las iglesias, lo que salió fuera, lo que se llevaron el campesino y la gente humilde y sencilla, de los ritos eclesiásticos, prendido a las capas y a los zagalejos como el aroma del incienso, floreció en el campo, se renovó en cada primavera, y hoy, cuando la Iglesia está muerta, la oración palpita sólo en la canción de la faena y el descanso. La poesía es lo que se salva siempre de todas las liturgias.

Si hubiera sobrevivido León Felipe, no habría salido de su gozoso asombro al comprobar que ¡por fin! el salmo volvía al templo, y que los púlpitos fueron de nuevo "manchados" con la auténtica palabra de Dios: por eso los que habían robado el salmo y habían secuestrado la Biblia no pudiron tolerar tamaña osadía y se dedicaron a multar y encarcelar a los audaces poetas-profetas que "blasfemaban" la cátedra sagrada el mismo género de blasfemia de la que había sido acusado Jesús ante el tribunal eclesiástico del sumo sacerdote Caifás.

Es muy difícil "canonizar", aunque sea de forma intencionadamente apócrifa; pero creo que bastará esta poesía de León Felipe para que nadie nos tache de temerarios:

He llegado al final...
¿Quién me ha traído hasta aquí?
¿Y por qué me han traído hasta aquí?
Yo no quería cantar...
Y ahora parece que éste era sólo mi destino:
cantar, rezar, gritar, llorar, blasfemar...
Y con una voz de publicano,
con una voz de energúmeno,
con una voz parda, rota, agria, irritante...
¿Y tengo que dejar todo esto escrito aquí...?

Lo dejaré como un pecador que escribe sus pecados
y se los dice a su hermano avergonzado.
Tal vez no sea más que un examen de conciencia
para hacer una buena confesión.
¡Pero Dios lo sabe todo!
Mas yo debo pensar que Dios no sabe nada.
Y alguien hay en el mundo que no sabe
que yo fui un pobre hombre que apenas pudo hablar

¡Ah, si hubiese podido hablar"!
Si ahora pudiese decir sencillamente...
Si pudiese empezar otra vez calladamente dicieno:
Yo me confieso, Señor...
Ten misericordea de mí.

Nuestro poeta-profeta no estuvo jamás encapsulado en un rígido fichero sociológico, ideológico o político. Fue sencillamente...eso: poeta y, como tal profeta. Fue un gran creyente, un gran cristiano, tambén difícilmente encasillable en alguna de las múltiples "sacristías" o "capillitas" que los hombres han creado para encerrar sacrílegamente a la luz cegadora de la Transfiguración en una "tienda de campaña".

Pero no pudo menos que lanzar a los cuatro vientos su gran denuncia profético-poética contra el farisaico juicio salomónico de todos los intentos de falsa reconciliación de los españoles. Por eso escribía: Muy callado, unos hombres dijeron: fueron leales a "la causa", ¡por "la causa del caudillo murieron"! Yo dije: no, no hay causas rojas ni blancas. Los caudillos no son más que pretextos.

Con 80 años, con un pie en la tumba, dijo su palabra definitiva: Las palabras se me van como palomas de un palomar deshauizado y viejo y sólo quiero que la última paloma, la última palabra, pegadiza y terca, que recuerde al morir sea ésta: Perdón.

Así murieron nuestros santos apócrifos.

Ver: José Mª González Ruiz: Los santos que
nunca serán canonizados

Planeta 1979
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