A Dios, Aitor

Me pesa no haberte dado un abrazo el domingo pasado, a la salida de la misa en nuestra iglesita de Arroa Behea. Tú venías de Azpeitia en domingos alternos a celebrar con nosotros –quince o veinte personas– la memoria de Jesús, a escuchar su evangelio siempre interpelante y consolador, a rezar juntos las oraciones de siempre, a compartir el pan del esfuerzo y de la esperanza, el pan de la eucaristía, el santo pan de Jesús, mientras cantábamos los mismos cantos de comunión que cuando éramos niños hace cuarenta años. Ninguno de nosotros esperábamos de ti palabras brillantes –¿quién no está ya cansado de palabras brillantes?–.

Simplemente, tú venías, y nos sentíamos menos solos, y era como si fuéramos una sola familia, y lo somos en verdad. Y hasta las estatuas del retablo y de las paredes blancas, la Virgen del Carmen, Francisco de Asís, Antonio de Padua… –hasta doce estatuas, tan bellas en su sencillez, tan vivas– parecían agradecer la compañía. Pero tú, que venías a acompañarnos, tal vez te sentías muy solo.

Me pesa no haberte puesto la mano en el hombro, o sin hacer nada ni decirte nada, no sé cómo, pero haber aliviado tu tristeza. ¡Cuánta tristeza había en el fondo de tus ojos, después de la misa, cuando saliste al porche, ese porche cálido y entrañable de la iglesita de Arroa! Solo te escuché una palabra: “frío”, mientras tus manos sacaban lentamente de los bolsillos del abrigo los guantes y el gorro. Y no sé si te referías al frío de la mañana o a la fría noche de tu corazón. ¡Cuánta angustia en tu rostro y en tus manos! Y nadie supimos aliviarte, a ti que habías venido a aliviarnos.

Al día siguiente, lunes, supe de tu trágica decisión final. Y lloré de pena por ti, por mí, por todos. Ahora descansas, Aitor, y eso nos alivia, es el único alivio. Pero la pena no se va, y ¡cómo echo de menos que el domingo pasado, en vez de leernos con voz apagada, sin levantar la mirada, tu última homilía en la iglesita de Arroa, hubieses dejado de lado todos tus papeles, hasta el misal y el mismo Evangelio, que nos hubieras dirigido tu mirada triste y nos hubieras dicho con voz entrecortada: “Me siento muy mal. ¡No puedo más”!

Tú hubieras podido romper a llorar sin rubor, sin censuras, y nosotros también. No sé si hubiéramos logrado consolarnos los unos a los otros, pues eso no siempre está en nuestras manos, pero no dudo de que hubiera sido tu mejor homilía. Como las discípulas llorosas y los discípulos atribulados, hubiéramos palpado en tu dolor las cinco llagas de Jesús, la carne herida de Dios. Y, aunque no hubiéramos terminado la misa, hubiera sido nuestra mejor eucaristía, pues ¿qué otra cosa es la eucaristía sino comulgar con el Cuerpo llagado de Jesús en todos los cuerpos llagados, y presentir y pregustar en todas las heridas la gloria del Reino, la mesa de la Pascua?

Aitor, por muchas razones que comprendo muy bien, no pudiste dejar de lado tus papeles, bajarte del altar, bajarte del ambón, romper a llorar o a gritar y sentarte con nosotros en la iglesita de Arroa. Habías aprendido, seguramente desde niño, mucho antes de ir al seminario, que eso era indigno de un sacerdote, que tú debías ser encarnación del Cristo perfecto y, por lo tanto, intachable y fuerte, liberado de la carne, cabeza y modelo de una comunidad, ella sí sujeta a las debilidades y los deseos de la carne.

Quizás, en el fondo, por eso fuiste al seminario. Ahora tenías 36 años –¡Dios mío, qué son hoy 36 años!–, pero llevabas encima siglos y siglos de peso muerto clerical. El papel de sacerdote se te había vuelto una enorme losa de piedra muerta (es un decir, pues la piedra nunca está muerta). El papel y la losa del sacerdocio te impedían interrumpir la misa y realizar la auténtica presencia real de Jesús –la humanidad samaritana– u obrar la única transustanciación verdadera –de la angustia solitaria en confianza fraterna–.

El sacerdocio te prohibía juntarte a nosotros y decirnos sin más: “Quiero morir, porque no puedo vivir”. ¿Acaso es eso menos humano, menos divino? ¿Pero cómo podías tú mirarlo así, Aitor, si tantos siglos de ideología clerical te impedían ser libre, ser de carne, ser uno más, ser frágil, y ser fuerte precisamente en la fragilidad reconocida? Supongo que el peso del sacerdocio clerical no ha sido en tu vida y en tu muerte el único factor, pero no tengo duda de que ha sido un factor importante, tal vez decisivo.

Hermanos de la jerarquía católica, en nombre de Aitor y en nombre de Jesús os pedimos –somos multitud–: Liberad a la Iglesia de ese inmenso peso muerto clerical de mil ochocientos años. Digo bien mil ochocientos años, y no dos mil, porque Jesús no fue sacerdote, no fue clérigo, ni quiso sacerdotes clérigos en su movimiento. Jesús sí se permitió ser de carne humana, y se permitió infringir, se permitió compartir la vida y la mesa de gente condenada como pecadora, hasta ser llamado “amigo de publicanos ladrones y pecadoras despreciables”. Jesús sí se permitió sentir angustia y reconocer ante sus compañeros y compañeras: “Mi alma está triste hasta la muerte. Quisiera morir”.

Eso también es humano y, por lo tanto, divino. Y en la cruz se permitió gritar su desesperación, y ahí también se revela Dios, sobre todo ahí, acompañando la desesperación y haciéndola suya. Hermanos de la jerarquía católica, predicáis a menudo contra la cultura de la muerte, pero reconoced que también el sistema clerical que hemos heredado está lleno de muerte: de culpas y miedos que ahogan, de poderes y de leyes que matan.

Y no digáis que nadie puede disponer de su vida, porque Dios nos ha hecho responsables de nuestra vida y de nuestra muerte. No declaréis contrario a la voluntad divina el que alguien se quite la vida cuando no puede vivirla como Dios quiere, porque Dios no puede querer que vivamos torturados, y cuando no podamos liberarnos de la angustia de otra forma, quiere que la muerte nos libere.

Todos hemos escuchado al comienzo de esta Cuaresma: “Convertíos y creed en el Evangelio”. Sí, creed también vosotros en el evangelio más que en todas las leyes y doctrinas. Liberadnos de tanto peso muerto, de tanto peso mortal. Reconciliaos con la condición humana. Reconciliaos con el no saber, con el no poder, con el no tener. Reconciliaos con la libertad. Reconciliaos con la carne, con la encarnación. Os lo pedimos en nombre de Jesús y en la memoria de Aitor.

Adiós, Aitor. Tú ya eres libre. Tú vives y descansas ya enteramente en Dios, nosotros estamos aún en camino y no pocas veces creemos perdernos. Mientras tu peso muerto caía, Dios iba contigo al abismo y te conducía al paraíso. Como está escrito en el salmo 114: “Me envolvían redes de muerte, / me alcanzaron los lazos del abismo, / caí en tristeza y angustia. / Pero Dios arrancó mi alma de la muerte, / mis ojos de las lágrimas, / mis pies de la caída. / Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida”.

Tú has dejado atrás todas las angustias, nosotros combatimos aún con ellas. Acompáñanos ahora a nosotros, mejor de lo que nosotros lo hicimos contigo. Acompaña a tus hermanos, consuela a tu pobre padre, hace tres meses viudo de tu madre y ahora huérfano de ti. Que guarden tu memoria con ternura y honor. También en Arroa guardaremos tu memoria con ternura y honor, y la celebraremos cada domingo junto con la memoria de Jesús. Y esa será la forma de que tú nos guardes. Guárdanos en la Memoria que todo lo ama, crea y recrea. Guárdanos en el Misterio de la Vida, de la Compasión, en el que tú eres ya presente, y nosotros aún esperanza. Adiós, Aitor. A Dios.

José Arregi


Para orar

Dios viene junto al que sufre. Está con el que sufre. Como un amigo al que nada aparta, al que nadie hace huir de miedo. Pues el sufrimiento de los demás produce miedo: vuelve miedoso o agresivo, da ganas de matar o de matarse, de salvarse o de salvar.
Estar ahí, quedarse ahí, y de tal modo que el que sufre no necesita ocultarse a sí mismo, o encerrarse o tener miedo de sí mismo y de lo que lee en la mirada del testigo de su sufrimiento. Y de tal modo que ve que alguien viene para algo, para explicarle lo que debería hacer, o pedirle cuentas, o darle lecciones.
Sino para estar con él. Para ser lo que es y para que él sea lo que es. ¡Oh sufrimiento, oh muerte, oh hombre, “si supieras el don de Dios”...! Si supieras qué insólita victoria sobre el sufrimiento y la muerte representa esta muerte de Jesús, este hecho de que lo-que-Dios-dice-de-sí-mismo haya conocido tan humanamente el sufrimiento y la muerte…
Alguien está contigo. Alguien puede estar contigo. Tú no eres para él un enemigo porque seas desgraciado y mortal. Tú no serás expulsado o condenado porque seas víctima del sufrimiento y de la muerte. No tienes por qué tener vergüenza de lo que eres. De sentirte mal por lo que eres. Un hombre. Ecce homo.

(Jacques Pohier)
Volver arriba