Ser es amar Amor que mueve las estrellas

Grados de ser, grados de amor

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El  amor es enigmático. Un día te descubres elevada, por encima de las nubes y sientes que tu vida mora más arriba que las tristes pequeñeces, miserias y ansiedades de la tierra. Pero luego vuelves al punto de partida, miras hacia ti y descubres que eres mundo: Tierra y viento, pasión vital y marea imperturbable, sosiego y tormenta, ruptura y equilibrio, deseo apasionado y desencanto. Quizá yo “siento” más que tú el poder de la naturaleza en el fondo de mi vida, pero tú también lo sientes; sabes que en tu cuerpo y en tu alma se condensan las mareas de la tierra, los poderes de los astros. Por eso sientes que amar es ajustarse a lo que existe, acompasar tu movimiento, y descubrirte parte del gran todo, como seguiré indicando: l. Somos mundo; 2. amor de mundo; 3. más que mundo; 4. Aunque seamos creadores de nosotros sí mismos; 5. Conclusión, amor en  dualidad.[1]

Somo

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s mundo.

Tú también me has dicho que te sientes mundo y que no quieres dominarlo desde fuera, sino introducirte en la marea de la vida, como algunos ecologistas amigos que sabemos. Me has dicho también que el occidente ha dado primacía a un pensamiento racional de tipo dominador, dirigido a la producción y consumo de bienes: Interesa conocer el mundo, estructurarlo en un esquema de teoría, organizarlo y dominarlo, para convertirlo en objeto de trabajo y en cantera de bienes materiales.

Quien se deja dominar por ese tipo de cultura no ama al mundo ni lo siente como suyo, sino que lo utiliza y manipula. Tú, en cambio, quieres sentirte mundo y amarlo, sin negar tampoco del todo la ciencia moderna. En ese sentido, has querido conservar en parte una actitud que algunos llamarían arcaica y otros ecologista, pero que tú llamas simplemente “humana”. Ciertamente, sabes que el mundo está al servicio de los hombres, pero no es esclavo de ellos, sino que forma parte del amor primero del amante que pueden elevar su voz diciendo: “Mi Amado, las montañas…” (Juan de la Cruz), “hermano Sol, hermana Luna, hermana madre tierra” (Francisco de Asís).

En este contexto podemos recuperar los valores de un tipo de experiencia filosófico/religiosa que ha sido más desarrollada por las religiones cósmicas (que han sacralizado de alguna forma el mundo), y por algunos sistemas sagrados de oriente, como puede ser el Tao. Nosotros, occidentales, hemos superado de algún modo el nivel de esas religiones, pero ellas nos recuerdan la raíz de nuestra vida. Si no empiezas sintiendo el valor sagrado de la naturaleza (átomo y estrella, monte y ribera, verano e invierno, pájaro y planta…) no podrás sentir y amar ya nada. Por eso, en el comienzo del amor está el gozo del mundo, como en muchas religiones.

Esas religiones suponen que el cosmos está vivo: Que alienta y sufre, que se despliega y comparte su vida con nosotros. Los hombres seguimos viviendo en un tipo de fusión profunda con el cosmos, y así compartimos su latido profundo. Esto lo sabía mejor el hombre antiguo, que se descubría penetrado y poseído, dirigido y potenciado por la fuerza y efusión del cosmos. En ese sentido, tú también eres antigua y pagana, y sabes que el amor te llega a través de las estrellas. Pero eso te resulta quizá insuficiente. En algún momento has podido sentir horror ante el cosmos: Su frío destino parece aplastarte. Así lo sintieron también muchos hombres antiguos, que pensaron que el mundo era una cárcel donde estaban encerrados. Por eso surgieron religiones (budismo, platonismo) que decían que el hombre es más que mundo.

 Amor de mundo: una ley natural.

Ciertamente, tú valoras la importancia de tu vida personal: Te sitúas frente al mundo y te descubres superior, pensando que el amor implica “quererte y valorarte” a ti misma, buscando un “dios” más alto. Pero, al mismo tiempo, formas parte del mundo, de manera que sigues pensando que el amor ha de ser “natural”, deseo de integrarse en la naturaleza.

Ésta es una experiencia que ha sido desarrollada por algunos filósofos de Grecia y asumida después por la escolástica cristiana. Pues bien, partiendo de la Física de Aristóteles más que de la Biblia, los escolásticos conciben al hombre (y, de un modo especial, a la mujer) desde la perspectiva del cosmos: Tiene una esencia o ley “natural” que se debe respetar, forma parte de un orden de conjunto al que debe someterse. Por eso, el amor está supeditado, sobre todo en el plano sexual, a los principios y normas de la naturaleza.

Sin duda, aquellos escolásticos sabían que la naturaleza es conflictiva, está llena de fuerzas que entrechocan, pero tiene un equilibrio que debe mantenerse. Por eso, conforme a los principios de la vida, hombres y mujeres han de someterse a las normas de la naturaleza, respetando sus ritmos biológicos, sin romperlos de manera caprichosa, sin cambiarlos ni alterarlos. Pues bien, este principio que puede parecer algo teórico tiene grandes consecuencias prácticas, que siguen influyendo en los documentos del Magisterio católico. En esa línea, los papas afirman que los hombres y mujeres deben respetar los ciclos de la fecundidad natural, rechazando, por ejemplos, los anticonceptivos y los preservativos, con otros medios de encuentro sexual que no sean “naturales”, porque la naturaleza constituye un todo sagrado.

Como seguiremos viendo, ésta es una concepción naturalista, que no viene de la Biblia, sino de Aristóteles, que concebía el “eros” (cf. cap. 27) como la fuerza que mantiene en cohesión y en unidad el cosmos (en esa línea se mantiene todavía Dante, Paraíso, XXXIII, 145). Ciertamente, la escolástica interpreta a Dios como principio y creador del mundo (trascendente), pero sigue tomando sus “leyes” como expresión de una voluntad divina que debe aceptarse: por eso, el amor ha de ser natural, ha de ajustarse a los ritmos biológicos.

No todos los escolásticos lo vieron así, como destacó hace tiempo P. Rousselot (1878-1915), que distinguió dos teorías de amor que se dieron a lo largo de la edad media: 1. El amor extático era un “salir de sí”, un movimiento que pone al hombre o mujer en manos de Dios o la persona amada, trascendiendo las posibles leyes de la naturaleza. 2. El amor físico era lo contrario: la afirmación de la naturaleza humana, la forma en que el hombre asumía y cumplía las leyes de su realidad, tal como había sido creada por Dios.

En el primer caso, el amor aparecía como una tensión vital, un proceso de entrega y salida de sí, algo que desborda y sobrepasa las leyes de la naturaleza. En el segundo, era una forma de equilibrio natural, conforme a los principios y leyes de la vida: Un apetito, una forma de encontrarse uno a sí mismo y realizarse, según naturaleza. Por eso, más que la apertura al otro en cuanto tal (éxtasis, trascendencia), importa la sujeción de todos (uno y otro) a las leyes de la naturaleza, que se expresa en nuestra vida. En un caso (amor extático), hombres y mujeres son “más” que naturaleza, y el amor es precisamente signo de ese “más”, libertad personal, que nos impulsa a buscar nuestro ser sobre aquello que somos (nuestra esencia natural). En el otro (amor físico), hombres y mujeres somos ante todo naturaleza, de manera que amar es “someterse” a ellas, incluso en sus ritmos biológicos de fecundidad.

 Esa dualidad se ha seguido manteniendo y se expresa en el Magisterio de la iglesia católica, que admite el amor extático en el plano de la mística, pero tiende a sacralizar un tipo de amor “natural” en las relaciones afectivas de hombres y mujeres (cf. C. Doctrina de la fe, Donum Vitae 1987). Muchos pensamos que esa opción, situada en un plano de amor natural, es limitada y debe revisarse, no sólo en perspectiva de éxtasis cristiano (amor personal), sino desde la misma visión de la naturaleza.

 Amor es más que mundo, riesgo de pecado.

Si estuviéramos sometidos a la naturaleza en el amor nos hallaríamos condenados a buscarnos sin cesar a nosotros mismos en un mundo que nos domina, sometidos a sus normas, sin independencia. En esa línea, de hecho, el hombre ha buscado la forma de ser y pensar, de sentir y amar por sí mismo, corriendo así el riesgo de caer en eso que, en línea cristiana, podría llamarse pecado, es decir, ruptura de la armonía: Desde el momento en que un hombre se busca a sí mismo (su bien particular) frente al todo corre el riesgo de enfrentarse con los otros, entra en pecado.

Torrente Ballester (1910-1999) ha recreado en esa línea el mito del Don Juan (Barcelona 1975), volviendo al tema del pecado (cf. Gen 3). Había en el principio un paraíso, imaginado como plena transparencia del hombre con el cosmos, en un mundo abierto a lo divino: Dios, hombres y mundo integraban un orden de armonía “natural”, de tal manera que la existencia era una música amorosa que llenaba y elevaba en unidad a cada uno de los seres. Abierta por el mundo hacia los hombres y elevada por el hombre a lo divino, la llama del amor enriquecía, potenciaba, ennoblecía a todos los vivientes. Pero un día Adán y Eva quisieron ser autónomos: dejaron de escuchar la voz del universo y se miraron uno al otro en solitario, como dioses que no quieren seguir siendo una pequeña parcela del todo, y se abrazaron, encerrados en lo humano:

Y unos momentos después un enorme gemido salió de todas las creaturas, animales, vegetales y minerales... En la selva, el león, de repente, saltó sobre una vaca pacífica y la devoró. En el aire, el cóndor se abatió sobre una paloma... Nació la ponzoña en la lengua de las sierpes y el aguijón de los insectos... (pág. 287).

Cesó de esta manera la armonía con el cosmos, surgió el hombre que ahora somos, en autonomía rota. El hombre es, según eso, un viviente libre y conflictivo, solitario y creador, dueño de sí, frente al mundo, en unidad amorosa pero “egoísta” (hombre-mujer). Antes, era sólo naturaleza: una parte del mundo, no se conocía. Ahora, en cambio, hombre y mujer son libertad de amor: pueden amarse ellos mismos, frente a todo lo que existe, asumiendo de esa forma el riesgo de existir como personas. Ese es un riesgo de gracia.

Entendido así, el “pecado original” es la primera “gracia” humana, el nacimiento del hombre y la mujer, como independientes y vinculados, libres y creadores, dentro de un mundo que ahora, por primera vez, ellos descubren lleno de conflictos. Los conflictos existían ya, pero los “vivientes” no los veían, porque no se veían a sí mismos, no sabían lo que es libertad. Ahora los ven, se ven a sí mismo, y así nacen como humanos, varón y mujer, a través del acto sexual (acto de amor), con sus rasgos de posible pecado y de gracia.

– En ese amor se manifestó la primera gracia personal: Fue posible la libertad humana, el don de la vida, la intimidad del hombre y la mujer, el primer secreto del amor en mundo arriesgado, como la misma vida humana. Entendido así, ese “pecado” fue necesario par que naciera el hombre, fue un pecado bueno.

– Pero aquel amor fue un riesgo, el comienzo de una forma distinta de guerra. Los leones ya mataban cabras y los cóndores palomas, pero dentro de un equilibrio cósmico conforme a la armonía de la vida. Pero ahora, los hombres y mujeres que se encierran en amor de libertad, pueden empezar a matarse entre sí de manera distinta (por puro egoísmo) y a matar sin más los animales, leones y cabras, cóndores y palomas, en guerra de exterminio sin fin.

Entendido así, el amor es gracia y es riesgo. En este contexto puedo retomar el argumento del amor físico y extático. Antes sólo había amor físico: Hombres y mujeres formaban parte de la gran armonía cósmica, que era bella, pero sin alma y libertad, sin autonomía. Pues bien, en un momento dado, Adán y Eva han descubierto que tienen algo especial, se han encerrado para crear su amor a solas, para así crearse, como seres distintos de todo el universo. Su amor ya no es algo puramente natural, dentro de un mundo dominado por un Rey León entendido como gran naturaleza armónica. Adán y Eva han introducido su “éxtasis” de amor y vida en esa armonía anterior: Han subido de nivel; han descubierto que el amor no es puro engendramiento (dejarse llevar por el celo instintivo así copular y engendrar), a la vista de todos, sino un modo de encontrarse en su verdad como personas. Por eso se separan para amarse, sin más ley que darse gozo y gozarse una al otro.

 Esta es una parte de la gran “ruptura humana”. Adán y Eva han roto la armonía pre-humana de una naturaleza sin interioridad y han empezado a tener un “dentro”, cada uno en el otro (y en sí mismo). Así se han buscado, simplemente por buscarse, no ya como polos de una dualidad sexual cósmica, sino como personas, uno en (y con) el otro, con la riqueza y riesgo que ello implica (con el riesgo del pecado), pero iniciando una aventura de vida que está abierta también hacia la gracia.

Aunque seamos creadores de nosotros mismos.

Plantas, animales y estrellas eran “ya”, no tenían que hacerse a sí mismos. Los hombres, en cambio, no eran: no habían nacido todavía, no se conocían. Sólo al encerrarse en amor y al descubrirse uno al otro (mirándose a los ojos, no imponiéndose el uno sobre el otro) se descubren como humanos, encontrando y reconociendo cada uno su grandeza por el otro. Sin duda, has comenzado a nacer por el mundo (a través de los padres, como diré después). Pero sólo has nacido del todo cuando ha habido otra persona que  te ha dicho “tú”, te amo. Puedes decir “yo” porque otro dice “tú”, en encuentro de amor; puedes cerrarse así en un encuentro de amor egoísta (como suponía T. Ballester), pero puedes abrirte también a la gracia de un amor generoso.

            Ninguna de las cosas del mundo te ha dicho “tú”, ninguna ha podido engendrarte. Sólo cuando otro te ha dicho “tú” descubierto que eres, y has podido salir al mundo y descubrirlo como mundo. Esto significa que el amor (la vida) es creación: Auténtica «poesía» (poiesis). 1. Amar es recibir, acogerte como don del otro, de aquel que te ama. Ya no eres naturaleza, sino que has nacido por gracia: Aquellos que te aman te han creado libremente, te han llamado y te mantienen en la vida porque quieren que tú seas. 2. Amar es cultivar lo que te han dado y modelarlo de tal forma que tú vengas a ser dueña de tu vida. Hablo ya de mí y sigo diciendo que sólo soy persona en la medida en que me vuelvo responsable de mi ser y me realizo en gesto de apertura hacia los otros. 3. Finalmente, amar es dar lo que uno tiene y darse así en persona por los otros.

De esa forma soy más que naturaleza. La naturaleza no crea, sino que simplemente despliega. Ella no sabe decir “tú”, no puede llamarme a la vida personal, ni darme autonomía. Por eso, en el proceso del cosmos sólo existen, aparecen y se esconden seres sin conciencia, coimplicados en un mismo equilibrio de poderes inconscientes. La persona, con su interioridad, sólo puede surgir cuando hay dos seres que se miran y separan y se dicen “tú” uno al otro. La vida humana no es un simple proceso natural, es resultado de la gracia creadora de otros seres personales que me llaman, es efecto de mi propia opción, de mi respuesta. Elevándonos sobre la naturaleza (sin abandonarla), a través de un proceso genético de nacimiento y educación, los hombres surgen al amor (que es libertad), por amor de otras personas (pero con riesgo de volverse egoístas). Así nos creamos, dándonos gratuitamente amor, nos educamos en responsabilidad, quedamos remitidos a nuestra propia vida.

Ciertamente, la “creación” propia de Dios tiene algo especial, como seguiremos viendo, pero ella se parece a la «creación de amor» entre los hombres. Crear es dar vida: Regalar lo que somos, haciendo que otros sean, para compartir así la vida. Crear es hacer que surjan “otros” que sean distintos, respetarles y ayudarles a serlo, amándoles de manera gratuita, exigente, esperanzada. El amor es creador y sólo entiende plenamente su poder aquel que, superado el proceso de un cosmos que se expande sin saberlo, es capaz de asumir libremente su existencia, como regalo de otros, de sus padres, de su amado, y regalarla luego, a fin de que otros sean.

Conclusión, amor en dualidad.

Los dualismos naturales resultan limitados: cielo y tierra, muerte y vida, macho y hembra, noche y día, materia y forma... Estrictamente hablando, son sólo expresiones polares de un conjunto superior, momentos de un proceso en el que todo al final se identifica. Pero cuando surge el hombre es distinto: Cada ser humano es absoluto, valioso por sí mismo, independiente. Pues bien, sólo un ser humano puede dialogar y dialoga con otros humanos. Sólo unas personas pueden crear otras personas. De esa manera nace la dualidad: Un ser humano y otro ser humano, diferentes pero unidos en diálogo de encuentro; un hombre y una mujer, polarmente separados por el sexo (y sobre todo por su valor como personas) absolutamente alejados y, sin embargo, cercanos en su amor, unidos de una forma total, como personas.

En este contexto surge el amor. Ya no tratas de buscar tu propia perfección en el conjunto de las cosas; lo que sientes, lo que quieres es algo más concreto y elevado, lleno de riqueza. Sólo puedes encontrar tu perfección en la del otro, sólo puedes ser independiente dejando que otro sea independiente, para gozar de su presencia. Descubres así que, al lado de tu naturaleza que anhela su propia plenitud a través del amor físico, emerge tu persona que se goza al descubrir otra persona, compartiendo con ella la vida.

En este plano, amar es ser de forma «extática», saliendo de ti misma y encontrándote en el otro: Amar es darse, es difundirse, salir de sí y morir, para hallarse en otro. Tu existencia vale en la medida en que ha encontrado otra existencia, para ser en ella, viviendo sin vivir en ti, como dirían los místicos (Teresa de Jesús, Juan de la Cruz). Vives porque hay otro a quien das la vida y que la ha dado, para que la encuentres en él.

Lo que he dicho debería bastarte para ver cómo el amor desborda el plano natural y se sitúa en un nivel de encuentro entre personas, de manera que la vida se convierte en don y la existencia en gracia compartida. En esa línea sólo puedo añadir que el amor es trascen­dencia, superar el equilibrio de las fuerzas naturales, ser persona en libertad, ofreciendo la vida y compartiéndola con otro.

       El hombre se transciende cuando ama: Deja de ser mundo y es persona; se libera de la ley, de los poderes naturales y empieza a ser en (ser) libertad, con su amado y sus amigos, sus hermanos. Sólo en esa trascendencia, al fondo de la entrega mutua, se puede hablar de una presencia superior de amor, en diálogo y entrega, en gracia. Ciertamente, como voy diciendo, el amor tiene un momen­to de naturaleza: Es impulso del hombre que anhela su realización cósmica, su bien natural sobre el mundo. Pero tiene también un momento «extático» o gratuito: siendo dueño de sí mismo, el hombre puede entregarse a los demás en libertad. Esos dos niveles se vinculan y potencian. Si quebramos la base natural nos convertimos en fantasmas, incapaces de recibir el regalo de la vida y realizarnos como gracia. Si negamos nuestra libertad nos sumergimos de nuevo en un abismo de potencias ciegas. Sólo en este desequilibrio de naturaleza y gracia, necesidad y creatividad, riesgo de pecado y santidad, apetito y entrega, somos personas, en gesto de amor.

[1] J. J. Buytendijk, La mujer. Naturale­za, apariencia, existencia, Madrid 1970; V. M. Capdevila, Elamor natural en relación con la caridad según la doctrina de santo Tomás, Gerona 1964; S. de Beauvoir, Elsegundo sexo I-II, Buenos Aires 1970/1972; W. Jäger, Paideia, FCE, México 1995; R. Larrañeta, Una moral de felicidad, Salamanca 1979; J. Mouroux, Sentido cristiano del hombre, Madrid 1972, 47-105; X. Pikaza, Persona y amor, Estudios, Madrid 1970; El desafío ecológico, PPC, Madrid 2004; P. Rousselot, Pour l’histoire du probléme de l'amour au moyen age,Münster 1908; M. Scheler, Esencia y formas de la simpatía. Buenos Aires 1957.

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