17.2.19. Bienaventuranzas, una marcha de paz

La mejor marcha de paz la ha proclamado Jesús (cf. Lc 6, 20-23) y lo ha recreado la iglesia primitiva en las bienaventuranzas, que no son sólo un programa espiritual (personal) de felicidad, sino también un proyecto social de pacificación. Ciertamente, las bienaventuranzas son de Jesús y de la Iglesia, pero, en sentido estricto, ellas no son cristinas en un plano confesional, sino que ofrecen un mensaje universal de plenitud y concordia, abierto a todas las confesiones religiosas.

Ellas trazan un principio y signo de felicidad: éste es el don y la tarea de la vida, ser felices, agradeciendo de esa forma la vida al Creador, y estableciendo así la paz en el mundo. Paradójicamente, ellas invierten los valores normales de un mundo que quiere triunfar a través de la riqueza, la saciedad, el gozo externo, situando la felicidad en un camino inverso, que culmina en la persecución:

– felices vosotros, los pobres, porque es vuestro el reino de Dios,
– felices los que ahora estáis hambrientos, porque habéis de ser saciados,
– felices los que ahora lloráis, porque vosotros reiréis
-- felices seréis cuando los hombres os odien, os separen e injurien…
(Lc 6, 20-22).


Ésta es, sin duda, la felicidad de un amor que actúa desde la pobreza (vinculada al hambre, llanto y persecución) y puede abrirse a la paz. Unas palabras parecidas podrían encontrarse en los capítulos finales de 1 Henoc, en Test XII Pat y en algunos textos rabínicos (y en las grandes religiones, como en el budismo).

Jesús llama felices a los pobres, especificados como hambrientos y llorosos, no por lo que son y lo que tienen (o les falta), en un sentido externo, sino porque se encuentran en manos de Dios, y porque (en medio de su situación de perseguidos) ellos son signo y principio del gran cambio de Dios, que se inicia con la llegada del Reino.

Ésta parece haber sido la enseñanza originaria de Jesús. Lógicamente, en ese contexto, como advertencia y principio de conversión, una Iglesia antigua ha debido añadir las antítesis: «Pero, ¡ay de vosotros los ricos, porque ya habéis recibido el consuelo! ¡ay de vosotros los ahora saciados..., ay de los que ahora reís!» (Lc 6, 24-25). El amor es gratuito, pero exigente; el camino de la paz implica un compromiso fuerte de transformación, en línea de pobreza.

Las bien- y malaventuranzas nos sitúan así ante una enseñanza normal del Antiguo Testamento, recogida también en el Magníficat (Lc 1, 46-55): Ante la inversión final, propia del Dios de la justicia y del destino, que transforma las suertes de hombres. Pero, bien miradas, en el conjunto del mensaje de Jesús, según san Lucas, en el contexto de la vida y mensaje Jesús, ellas deben entenderse básicamente en sentido positivo, aunque en el fondo ellas expresan (destacan) el riesgo de aquellos que asumen un camino opuesta (y pueden así destruir a los otros y destruirse a sí mismos).

He presentado ya el pasado 13 un comentario de la bienaventuranzas en el contexto de la liturgia del domingo (17.2.19). Ahora lo completo con las reflexiones que siguen. Buen domingo a todos.
Imagen 1: La paz está al principio, unos niños
Imagen 2: La paz está en camino, barco de paz (colegio de la Merced de Sarria)
Imagen 3: Luces de paz




Que son las bienaventuranzas

1. Las bienaventuranzas son una proclamación y presencia de amor: ellas expresan la certeza de que irrumpe el fin, de que ha llegado el Reino, como palabra de gracia. No exigen el cambio de los hombres, para así alcanzar a Dios, sino que empiezan hablando de Dios, para hacer así posible el cambio de los hombres, en la línea de aquella palabra de Jesús que dice «¡Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen! Porque os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis y no lo vieron, y oír lo que vosotros oís y no lo oyeron» (Mt 13, 16-17). Sólo porque Dios ama a los hombres se puede afirmar: ¡Dichosos, vosotros, los pobres...!

2. Las bienaventuranzas son palabra performativa: realizan lo que dicen. Ellas expresan el sentido de la obra de Jesús: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios... y a los pobres se les anuncia la buena noticia (Mc 11, 5-6). No son sentencia para el fin de los tiempos, ni expresión invisible de un reino espiritual, sino palabra creadora. Cuando proclama ¡dichosos vosotros los pobres...!, Jesús les está ofreciendo el reino, entendido como salud, pan compartido y esperanza de vida, en medio de la misma pequeñez y sufrimiento de la historia.

3. Las bienaventuranzas marcan un principio de pacificación humana. Todo es don de Dios, regalo de su vida y amor sobre la historia angustiosa y escindida de la tierra. Pero ese don se vuelve exigencia: quien recibe la gracia de Dios ha de convertirse en gracia para los demás. Si Dios fuera talión (¡ojo por ojo, diente por diente!) también nosotros podríamos portarnos en clave de talión, de juicio y lucha mutua; pero el Dios de gracia pide que seamos manantial de gracia. Ellas muestran que la paz sólo puede entenderse y conseguirse como “bienaventuranza” (paz interior), que se abre y expresa en forma de pacificación externa.


4. Las bienaventuranzas definen y trazan un camino de paz. Cierta apocalíptica judía (y cristiana) parece situar casi de forma paralela (simétrica) el premio y castigo finales, como suponiendo que Dios es neutral y que el resultado de la vida depende de la buena o mala acción de los hombres. Pues bien, en contra de eso, el Dios de Jesús no es neutral en esa línea, de manera que salvación y condena, bienaventuranza y ayes, no pueden colocarse en simetría. Como principio de amor, Dios se ha comprometido positivamente en favor de los hombres, ofreciendo vida a todos, abriendo un camino que ellos mismos pueden y deben recorrer: ¡El camino de la paz mesiánica!

La primera bienaventuranza es la más general, tanto por el sujeto (pobres: todos los oprimidos, tristes y/o enfermos del mundo) como por el predicado (se les ofrece el reino, el mundo nuevo). Al decir bienaventurados los pobres, Jesús hace una elección: los privilegiados de Dios son precisamente el desecho de la tierra.

Esa bienaventuranza primera se divide luego de manera que aparecen por un lado los hambrientos (pobreza más económica) y por otros los llorosos (pobreza más psíquica). La carencia se vuelve así expresión de necesidad radical. De manera correspondiente, el reino aparece también en dos señales: es hartura (más económica) y felicidad (más anímica).
Es evidente que allí donde se escucha la palabra de gracia de las bienaventuranzas de Jesús la vida humana puede y debe convertirse en expansión (explosión) de amor, es decir, en principio de pacificación: La paz es Reino (plenitud) para los pobres, hartura para los hambrientos, felicidad para los que lloran. El camino de la paz se expresa allí donde los hombres llevan hartura donde hay hambre, felicidad donde se esconde y triunfa la desdicha.

Un camino de pacificación. El texto de Mateo.

Retomando y recreando ese mensaje originario de Jesús (conservado por el texto Q, en Lc 6, 21-22), el evangelio de Mateo (Mt 5, 2-11), ha elaborado una “tabla general” de bienaventuranzas, desde el contexto y vida de su iglesia. No ha querido cambiar el mensaje y testimonio de Jesús, sino todo lo contrario, ha querido “elaborarlo”, para trazar así un camino de pacificación, que empieza por los pobres y culmina en los pacificadores (para situarnos igual que Lc 6, ante el tema de la persecución).

No puede ofrecer aquí un estudio técnico de los cambios y adaptaciones que ha debido realizar para Mateo para elaborar esta “tabla” de bienaventuranzas, siendo fiel al mensaje de Jesús y a la experiencia creadora de su iglesia. Sólo quiero indicar que ella ofrece el mejor y más profundo de todos los caminos de pacificación del cristianismo, en un contexto de diálogo con las restantes “filosofías” y religiones de la tierra.
Las bienaventuranzas no presentan un camino “excluyente”, no se oponen a otros programas de humanización pacificadora, sino que abren un proceso concreto de pacificación, desde los pobres. No dicen en principio lo que han de hacer los ricos, sino lo que son y han de hacer los pobres, abriendo un camino de vida (de Reino) que culmina en forma de paz:

1. Bienaventurados los pobres de espíritu (Mt 5, 3). Mateo ha puesto “pobres de espíritu” donde Lc 6, 20 decía simplemente “pobres”, no para negar el sentido “material” de la pobreza (cf. Mt 18, 1-14), sino para entenderla desde la visión total del evangelio, ampliando su sentido. El camino de la paz comienza con aquellos que son pobres por “necesidad” (si no se les ayuda y acoge no habrá nunca paz sobre la tierra: cf. Mt 25, 31-46). Pero en ese camino han de integrarse todos los hombres que quieren la paz, haciéndose “pobres de espíritu”.

Pobres de espíritu no son simplemente aquellos que siendo ricos son “sencillos” de corazón, pero se desentienden de los pobres reales de su entorno, sino aquellos que acogen (eligen) y viven la pobreza como medio de trasformación mesiánica. No son pobres por necesidad, sino por opción, poniéndose al servicio del Reino (es decir, de los más necesitados). Éstos son los que “se hacen” pobres porque quieren vivir según el evangelio, para trasformar de esa manera el mundo desde la pobreza. Para conseguir la paz hay que empezar por la pobreza.

2. Bienaventurados los que sufren (Mt 5,4). El evangelio de Lucas ponía los que lloran (hoi klaiontes), destacando quizá el llanto en sí (sin más connotaciones), el puro sufrimiento. Mateo pone hoi penthountes, que puede referirse más bien a los que “saben” sufrir, es decir, a los que aceptan el dolor como forma de maduración y medio para entender y ayudar a otros. Sólo aquellos que son capaces de sufrir pueden servir a los sufren, renunciando a su propia satisfacción inmediata por razón del bien ajeno.

Una cultura como la nuestra que no quiere sufrir (que se empeña en gozar, aunque sea a expensas de los otros), una cultura que no sabe desprenderse, aceptando las limitaciones de la vida, por fidelidad a la Vida que es Dios y para ayudar a los demás, se destruye a sí misma y destruye a los otros. No pueden ser “pacificadores” los que no saben sufrir, los que quieren vencer, triunfar y gozar a costa de todo. Así lo evoca el canto de Francisco de Asís cuando dice ¡felices los que sufren en paz con el dolor, porque les llega el tiempo de la consolación! Nadie lo ha dicho mejor que yo sepa, nadie lo ha vivido como él. Sin capacidad de renuncia y sufrimiento (al servicio de la vida de todos) no podrá haber paz en la tierra.

3. Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra (Mt 5, 5). Mansos son los que actúan sin imponerse, porque no tienen medios de poder violento (armas, dinero) o porque renuncian a ellos, para así actuar como personas, a través de la palabra y del amor ofrecido, recibido y compartido. Sólo estos mansos pueden ayudar de verdad a los violentos y transformarles así, desde su pobreza (que es más rica que todas las riquezas de este mundo), no para dominar a los demás (¡quizá para bien, según la propaganda del sistema), sino para que todos puedan vivir en libertad.

La paz no se consigue con más dinero o más ejército, con la toma de poder y el triunfo de algunos sobre otros, sino allí donde los hombres renuncian a la estrategia de la violencia armada y de la imposición económica, para así ofrecer y compartir la vida en humanidad. Jesús ha sido manso de esa forma y así ha podido decir: «Acercaos a mí todos los que estáis rendidos y abrumados, que yo os daré respiro. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde…» (Mt 11, 28-29). Este yugo de Jesús no es sólo de tipo espiritual, sino también económico y social: Es el yugo de los pobres que aceptan el Reino y son capaces de “curar” a los ricos que les acogen. Es el “yugo” que se convierte en vínculo de libertad y vida compartida, que es capaz de transformar la herencia de la tierra, que no será lugar de dominio para algunos, sino herencia de todos.

4. Bienaventurados los hambrientos y sedientos de justicia (Mt 5, 6). Ciertamente, son bienaventurados los hambrientos sin más, como ponía el texto de Lc 6, 20-22. Pero Mateo sabe que hay "hambrientos" mesiánicos, hambrientos de otro tipo de pan, no sólo para ellos, sino para todos los hombres, de manera que entregan su vida por los otros, cambiando de tal forma el mundo que puedan comer los necesitados de la tierra (cf. Mt 25, 31-46).

En el principio del camino activo de la paz están éstos hambrientos creativos, aquellos que habiendo descubierto la presencia de Dios en los necesitados se empeñan en ponerse a su servicio, buscando así la “justicia de Dios”, que es la redención y salvación de todos, como sabe el Antiguo Testamento, y como ha dicho de un modo ejemplar San Pablo, cuando habla de la “justificación” de los pecadores. No sólo de pan vive el hombre (cf. Mt 4, 4), sino de la palabra de Dios y del despliegue de su justicia liberadora. Éstos son los hambrientos de la paz, según el evangelio: Los buscan la justicia del amor, y no se cansan hasta que se instaure sobre el mundo. Éstos son lo que no descansan, hombres que tienen una “sed más grande”, que nada ni nadie puede saciar, sino el Dios de la paz, que se funda en la justicia, la paz en el mundo. Es evidente que entre ellos se sitúa Jesús, portador de la justicia del Reino sobre un mundo (cf. Mt 6, 33).

5. Bienaventurados los misericordiosos (Mt 5, 7). El hambre y sed de justicia se expresa en forma de “misericordia”, de manera que los mismos hambrientos del Reino aparecen como misericordiosos, en la línea del Dios de Israel a quien la Escritura presenta como "clemente y misericordioso, lento a la ira..." (Ex 34, 6-7). En ese contexto, el camino de la paz se identifica con el despliegue de la misericordia, que va más allá de la violencia y la venganza, de la lucha, la opresión y la condena.

En esa línea, el evangelio Mateo ha definido a Jesús como el Mesías misericordioso, Hijo de David que tiene piedad de los perdidos sobre el mundo (cf. Mt 9, 27; 20, 30-31; 25, 22. 31-46). Misericordia quiero y no sacrificio, dice Jesús, en nombre de Dios, definiendo así el sentido de su camino mesiánico de pacificación (Mt 9, 13; 12, 7; cf. Os 6, 6). Hay un tipo de “sacrificio” que se impone desde arriba, en forma de justicia impositiva (e incluso de castigo). El Dios de Jesús no quiere sacrificio, sino misericordia, amor activo. La misericordia convertida en principio de felicidad es el principio y motor da toda pacificación verdadera; ésta es la nota fundante del evangelio, el principio de todo amor cristiano, entendido de forma universal, como amor que se apiada, crea, ayuda, pacifica.

6. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5, 8). La limpieza constituye una experiencia esencial de un judaísmo centrado en la ley: es pureza de manos que se lavan de acuerdo con el rito, de observancias que se cumplen realizando lo mandado, en vestidos y comidas etc. Ésta es la pureza del cumplimiento de la ley, por encima de todo, caiga quien caiga, muera quien muera. Esa pureza, entendida sin amor ni limpieza de corazón, puede ponerse al servicio de las inquisiciones y de las purgas “políticas” (en la línea de los justos del “comité de salvación publica” de Robespierre en la Revolución Francesa: 1793).

Frente a la pureza de una Ley puesta al servicio de los fuertes y “justos” según el mundo (piadosos y cumplidores, pero sin corazón), que la utilizan para dominar a los demás, Jesús ha destacado la limpieza del corazón, abierta en forma solidaria a todos, especialmente a los expulsados del “buen orden social”. Así ha querido superar el orden de purezas judías, centradas en la exclusión de los leprosos o en la observancia del sábado (cf. Mc 1, 4-0-45; 2, 23-3, 6), en los tabúes de sangre y de sexo (cf. Mc 5) o las reglas de separación y comida (cf. Mc 7).

En contra de una pureza simplemente legal, el ha buscado la limpieza y transparencia mesiánica, hecha de cercanía de corazón y de apertura a los necesitados, desde los más pobres. Los limpios de corazón que “ven a Dios” son aquellos que saben “ver” el corazón de los demás, amándoles así como personas. En esa línea, Jesús ha buscado ante todo la limpieza del corazón, propia del amor, viniendo a presentarse como el limpio por excelencia, el hombre que sabe ver a los demás con los ojos del corazón, viendo así a Dios (porque ven limpiamente a los demás, en especial a los necesitados).

7 Bienaventurados los pacificadores, porque serán llamados hijos de Dios (Mt 5, 9). Algunos grupos judíos podrían haber proclamado la bienaventuranza de los guerreros de Dios que conquistar el reino del mundo (celotas); Jesús, en cambio, eleva aquí la bienaventuranza de aquellos que acogen y despliegan el Reino a través de caminos de paz, pues el Dios creador sólo actúa a través de la paz. Otros podían proclamar la bienaventuranza de los buenos sacerdotes que cumplen el ritual de sacrificios, o de los cumplidores de la ley... Pues bien, para Jesús, la bienaventuranza verdadera culmina allí donde los hombres, en la línea de todo lo anterior, son capaces de extender la paz del reino, regalando la vida por los otros en amor.

Ésta es la bienaventuranza séptima, que es en un sentido la definitiva, y desde aquí se deben retomar todas las anteriores, recibiendo su sentido. Casi todos los hombres desean llamarse “pacificadores”, pero desean serlo buscando más armas o dinero (como han puesto de relieve algunos Premios Nobel de la paz: Presidentes o ministros de asuntos exteriores de USA, políticos de Israel o Egipto…). Pues bien, según Jesús, la bienaventuranza de los pacificadores sólo puede proclamarse al final del camino anterior, que empieza por los pobres, los que lloran, los mandos, los hambrientos de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón…

Como sabe el Antiguo Testamento, muchos que dicen “paz, paz” están buscando en el fondo la guerra. No es posible hablar de paz sin asumir un camino de pobreza, y sin optar de un modo intenso por la justicia del Reino (cf. Is 32, 17).En esa línea se sitúa el camino de Cristo, como ha visto la tradición cristiana (él es nuestra paz: Ef 2, 14-15). Jesús es pacificador porque ama sin imponerse, desde los más pobres; es pacificador porque no responde a la violencia con violencia, porque es manso y limpio de corazón….

5. Bienaventurados los perseguidos por la justicia, bienaventurados seréis cuando os persigan, insulten y calumnien (Mt 5, 10,11). Al final de este camino de paz (que ha culminado en la 7ª bienaventuranza) no se encuentra el triunfo en este mundo, una estatua en la plaza, un premio entre los premios controlados por los grandes de la tierra. Quien asume el camino de la paz ha de estar dispuesto que le persigan aquellos que quieren controlar el mundo con sus armas y dinero.

Ciertamente, Jesús ofrece bienaventuranza (paz interior) y Reino de Dios (culminación amorosa de la historia), pero no triunfo externo, sino incluso persecución, porque este mundo (el de tiempos de Jesús y el de la actualidad, año 2011), sino estando dominado por principios de violencia establecida. Los violentos luchan entre sí por el control de los bienes de la tierra y de las personas, pero se unen todos en contra de aquellos que asumen un camino de pacificación no violenta, en amor, desde los pobres, como ha hecho Jesús.
Por eso, los que asumen y quieren recorrer el camino de la paz han de estar dispuestos a sufrir. Sólo pueden ser pacificadores los que son capaces de aguantar, en paz con el dolor, sin rebelarse contra Dios, sin descargar la violencia contra otros. En esta bienaventuranza emerge un Jesús dichoso, que sabe dar su vida allí donde le matan, regalándose a sí mismo, sin victimismo (como indica el “signo” de la eucaristía). Ciertamente, él no busca el dolor por el dolor, no se goza en la desdicha, sino todo lo contrario. Pero de tal forma le llena el amor del reino que es capaz de sufrir gozosamente, para bien de los demás, dejándose matar antes que traicionar su camino de dicha y felicidad.

Estas bienaventuranzas sólo tienen sentido allí donde los hombres y mujeres están dispuestos a sufrir por el Reino, pero en gesto de amor, expresando así un principio de felicidad más honda. Parece claro que, en su redacción actual, los evangelios están pensando en Jesús, justo sufriente, que ha entregado su vida a favor de los más pobres, siendo perseguido (cf. Mc 8, 31– 9, 1 par). Pero con Jesús han de sufrir también los que le siguen, en gesto de comunicación creadora, no de masoquismo. Esta formulación nos presenta a un Jesús dichoso en medio de la persecución: un Jesús que sabe dar la vida sin victimismo; que no busca el dolor por el dolor, pero que está dispuesto a sufrir gozosamente, para bien de los demás, dejándose matar por ellos antes que traicionarles (que negarles el camino del Reino).
Entendidas así, las bienaventuranzas no son sentencia sobre aquello que se cumplirá al fin de los tiempos, sino anuncio de salvación presente. No piden un cambio del hombre, para llegar hasta Dios, sino que se apoyan en el don de Dios, para promover de esa manera el cambio de los hombres. Por eso, en su raíz se encuentra la certeza de que Dios está viniendo: «¡Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen! Porque os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis y no lo vieron, y oír lo que vosotros oís y no lo oyeron» (Mt 13, 16-17). Sólo porque llega Dios, como principio de Reino, y porque algunos (Jesús y los suyos) lo instauran puede decirse: ¡Dichosos, vosotros, los pobres…! .

En esta línea, el camino de amor de Jesús se vuelve itinerario de dicha. El evangelio no es guía de pecadores sin más, ni tampoco de perdedores, como podría suponerse desde Mc 8, 31; 9,31, 10, 32-34 par, sino un itinerario de gozadores y pacificadores, de personas que saben ser felices desde el más hondo manantial de su existencia. Se ha dicho a veces que la religión es “praeparatio mortis”, preparación o meditación sobre la muerte. Nietzsche ha condenado a Jesús porque, a su juicio, el evangelio contradice los más hondos deseos y poderes de la vida. Pues bien, en contra de eso, leído desde las bienaventuranzas, el evangelio es guía de felicidad en el amor.

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