El año pasado fue “El evangelio de Judas”, este año puede ser el documental de James Cameron “The Lost Tomb of Jesus” (La Tumba Perdida de Jesús). Cameron probaría que hubo una “tumba perdida y encontrada” de Jesús, con los restos de Jesús y de su madre (María) y de su esposa (Magdalena) y de su hijo (Judas).
Pues bien, esa tumba, que los arqueólogos e historiadores conocían ya desde hace tiempo, sin relacionarla para nada con Jesús de Nazaret, puede convertirse en una serpiente engañosa de primavera, un culebrón tejido por la fantasía caliente y la publicidad interesada de desenterradores de fortunas. Por eso será bueno volver a la posible tumba de Jesús, conforme al testimonio más antiguo (cf. “La nueva figura de Jesús”, Verbo Divino, Estella 2003). En los días siguientes presentaré otros aspectos del tema.
Jesús y la tradición de las tumbas
La tradición cristiana vincula a Juan Bautista con una tumba-memorial (mnemeion) que sus discípulos alzaron en su honor (cf. Mc 6, 29). Jesús, en cambio, no ha sido nunca venerado en una tumba, ni él ni su familia. La memoria de Jesús no se ha vinculado a un monumento, con unos restos mortales que recuerdan su pasado y anticipan su Reino futuro, sino con su mensaje de Reino y con el “cuerpo” de sus seguidores, que forman la Iglesia, como atestigua San Pablo pocos años después de la muerte de aquel a quien considera Cristo. En ese sentido, los cristianos parten de un "menos" (no tienen ni siquiera el consuelo de la tumba). Pues bien, por un proceso sorprendente de creatividad, ellos han descubierto que ese menos significa un "más": ellos “tienen” a Jesús, pero de un modo distinto.
Para evocar mejor la novedad de la experiencia cristiana podemos recordar dos pasajes escandalosos y reveladores del evangelio de Jesús.
– Deja que los muertos entierren a los muertos... Un hombre prometió seguir a Jesús, pidiéndole "déjame que vaya primero y entierre a mi padre; pero Jesús le dijo: deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete y anuncia el Reino de Dios" (Lc 9, 59-60; cf. Mt 8, 21-22: "tú sígueme"). Quien se compromete a seguir a Jesús, pero sólo tras haber enterrado a su padre se sitúa dentro de eso que hemos llamado religión de los antepasados, donde unos muertos aparecen como signo primordial de vida divina para sus descendientes. Jesús rompe ese contexto y sitúa el anuncio del Reino (en Mt el seguimiento) antes que el culto a los buenos muertos, culto que sigue centrando a los hombres en los valores de este mundo (de la buena familia).
– ¡Ay de vosotros que edificáis los sepulcros de los profeta! Vuestros padres los asesinaros y vosotros les edificáis monumentos, mostrando así que sois sus hijos... (cf. Mt 23, 29-32; Lc 11, 47-48). Este pasaje, formulado en su tenor actual por la iglesia (documento Q), recoge una experiencia originaria de Jesús: la construcción de sepulcros forma parte de una dinámica de poder, que es propia de aquellos que asesinan a los profetas (o a otro tipo de víctimas) y de aquellos que, fingiendo protestar contra los asesinos, siguen aprovechándose de los asesinados, edificando monumentos a su propio orgullo o pre-potencia.
Es evidente, que un Jesús que protesta así contra los constructores violentos de tumbas (que utilizan a las víctimas propias o ajenas para su provecho), no ha podido desear que le construyan una tumba, ni ha comprado en Jerusalén una parcela donde puedan enterrarle. Por su parte, una iglesia que transmite esta palabra no puede buscar su identidad sobre la tumba del profeta asesinado. En ese contexto, es lógico que Jesús no tuviera tumba, de manera que nadie pudo acudir al monumento para mantener su memoria a través de un culto funerario, con cadáver o sin cadáver. Nadie pudo rechazar tampoco su memoria, abriendo un sepulcro y diciendo: ¡este es Jesús, a quien pensáis resucitado! El recuerdo de Jesús se encuentra unido con un hueco o vacío: sus discípulos no le enterrar su cadáver, ni supieron donde había sido sepultado o, si lo supieron, no pudieron encontrarlo, porque se trataba de una fosa común de ajusticiados.
La tumba de Jesús, el sentido de un cadáver
Nosotros, racionalistas del siglo XXI, damos mucha importancia al tema de la tumba de Jesús y del destino físico de su cadáver: ¿Se pudrió en una fosa común que la iglesia desconocía o a la que no tenía acceso? ¿Desapareció del sepulcro por la acción de Dios o por robo de los hombres?. Por eso buscamos ansiosamente unos posibles datos históricos, para afirmar o negar el valor de la pascua cristiana. Solemos pensar que si un día se hallara el cadáver de Jesús la fe cristiana acabaría y destruiría nuestra fe. Pues bien, en contra de eso, estoy convencido de que no podrá encontrarse nunca el cadáver de Jesús, pues él no tuvo una tumba ni entierro “honorable”, sino que quedó en una fosa común de ajusticiados, esperando la resurrección final. Aunque por una casualidad encontráramos un día sus huesos en una fosa común no podríamos saber que son los suyos, pues no podrían distinguirse de los huesos de otros condenados y expulsados de la turbulenta historia judía de aquel tiempo. Por otra parte, en este contexto, debemos añadir que los primeros cristianos no dieron importancia a ese tema y hablaron de la resurrección de Jesús (1 Cor 15, 3-9), sin interesarse por la suerte física de su cadáver.
Había, en el judaísmo y cristianismo de aquel tiempo formas diversas de entender la resurrección y la supervivencia de los muertos y no todas exigían la desaparición física del cadáver. Sin duda, la antropología básica era en general unitaria (no separaba cuerpo y alma como realidades disociables). Pero esa unidad no se entendía de una forma que hoy llamaríamos materialista. El mensaje pascual de los primeros cristianos no implica la desaparición física del cadáver de Jesús, de manera que el tema de su tumba, común o particular, abierta o sin abrir, llena o vacía, resulta para ellos secundario. Ciertamente, ese motivo aparece relativamente pronto, en la segunda generación cristiana (en Mc 16), y es posible que refleje tradiciones que tuvieron su importancia para la comunidad de Jerusalén, en relación, sobre todo, con la experiencia pascual de unas mujeres, que quisieron buscar la tumba de Jesús. Pero la gran tradición de Pablo y los apóstoles primeros (helenistas o galileos) no lo cita, de manera que debemos afirmar que no es apostólico (ni forma parte del credo de la iglesia).
De todas formas, ese tema ha recibido después gran importancia y puede servirnos de guía para situar algunos elementos de la historia pascual, fijando la nueva figura de Jesús con cierta detención exegética. La intención de fondo de los textos (a partir de Mc 16) no era mostrar que la tumba en sí estaba vacía (y que el cadáver de Jesús había desaparecido físicamente), sino rechazar un posible culto a la tumba, que parece haber surgido en la comunidad de Jerusalén. Así los estudiaremos, de manera esquemática pero minuciosa, sin buscar soluciones históricas (imposibles en esta cuestión), ni fijar confesiones cristianas (innecesarias).
La afirmación cristiana de la pascua está vinculada a las apariciones, es decir, al encuentro personal con Jesús. El deseo de probar la resurrección apelando al milagro físico de una tumba vacía, va en contra de lo que podemos llamr el Conocimiento de la vida de Jesús, la experiencia de su muerte. De todas formas, los relatos sobre la tumba constituyen un valioso espejo donde se refleja una importante tradición cristiana, como veremos siguiendo un esquema convencional: tradición antigua, redacción de Marcos, otros evangelios, conclusiones teológicas.
La tradición más antigua es muy sobria y sólo dice que Jesús “fue enterrado” (1 Cor 15, 4, ratificando de esa forma su muerte. Como veremos pronto, algunos cristianos posteriores han querido saber dónde se hallaba su tumba, suponiendo que debía ser "honorable", como las que hacían construir los hombres ricos de Jerusalén (y que nosotros podemos admirar todavía en el entorno de la ciudad). Pero hemos indicado ya la reticencia ante ese tema de las tumbas (Mt 8,21-22; cf. Mt 23, 29-33). Por otra parte, en contra del deseo de encontrar la tumba de Jesús se viene elevando desde antiguo un argumento sólido: los romanos solían dejar que los ajusticiados públicos quedaran sobre el patíbulo, para escarmiento, o los arrojaban a una fosa común donde se consumían, sin cultos funerarios, también para escarmiento de otros posibles malhechores. Sobre esa base, muchos investigadores protestantes y católicos vienen afirmando que Jesús no fue enterrado con honor, sino abandonado por los romanos a las aves y fieras carroñeras o arrojado en una tumba común, un pudridero para condenados, al que ningún hombre puro podía acercarse.
A pesar de su valor, este argumento no es decisivo, pues se ha conservado en el entorno de Jerusalén la tumba honrosa de un hombre a quien crucificaron, al parecer los romanos, en tiempos cercanos a Jesús, lo cual implica que podían entregar el cadáver de un ajusticiado a familiares o amigos. Pero Jesús no tenía una familia capaz de pedir su cadáver y sus discípulos se habían dispersado o (como en el caso de las mujeres) no estaban en situación de reivindicarlo Por eso, el cadáver de Jesús se habría descompuesto en la fosa común e impura de los condenados.
El entierro de Jesús
En el contexto anterior se inscribe y entiende otro argumento, que aparece en el texto de Juan y parece en principio fiable: Pilato estaría dispuesto a dejar en la cruz los cuerpos Jesús y sus compañeros ajusticiados, para escarmiento duradero de quienes se acercaran por aquel camino a la ciudad. Pero los judíos (=autoridades de Jerusalén) le pidieron que los enterrara, pues los cuerpos o cadáveres de los ajusticiados manchaban la tierra y corrompían la ciudad, sobre todo en un tiempo de fiesta como Pascua (cf. Jn 19, 31-37). Parece que Hech 13, 29 se inscribe en esa misma línea, cuando afirma que 'los judíos bajaron a Jesús de la cruz y lo enterraron'. Según eso, habrían sido judíos los que enterraron a Jesús, con permiso de Pilatos (o de los romanos), por razones de pureza ritual. Conforme a esos textos, valorando las diversas posibilidades, pueden trazarse tres hipótesis:
1. Los sacerdotes judíos pidieron a Pilatos que bajara de la cruz a los tres ajusticiados, de manera que fueron los mismos romanos quienes los enterraron, en alguna fosa común o cementerio para condenados, junto a la colina de la crucifixión, llamada Gólgota o Lugar de Calavera (cf. Mc 15, 22; Lc 23, 33), quizá porque se encontraba allí la fosa con cuerpos o cráneos desnudos de los ajusticiados. Es evidente que los discípulos (varones o mujeres) no pudieron abrir después esa fosa para identificar el cadáver de Jesús y rescatarlo, dándole un entierro adecuado, pues estaba bajo jurisdiccional romana y contenía muchos cuerpos. 2. Los sacerdotes pidieron los cadáveres y ellos mismos los enterraron con prisa, antes que llegara el sábado pascual, sin unción ni ceremonia funerarias, en un lugar propio de ajusticiados e impuros, de manera que ni ellos ni los discípulos pudieron luego identificar y separar los tres últimos cadáveres, para enterrar con honor el de Jesús. Ciertamente, ese cementerio era un lugar público, pero horrendo, y nadie podía acercarse a los cuerpos allí arrojados. Por otra parte, los cristianos no necesitaban conocer la tumba de Jesús, ya que pensaban que volvería muy pronto. Sólo más tarde, algunos sintieron el deseo de conocerla. 3. Hubo una tumba noble. La tradición de Mc 15, 42-15, 8 y la histórica evangélica posterior suponen que hubo un judío honorable, llamado José de Arimatea, que pidió el cuerpo de Jesús (no el de los otros dos ajusticiados). Él lo enterró en un sepulcro puro, excavado en la roca, como seguiremos indicando. Esta tercera hipótesis resulta, en principio, la más inverosímil, pues parece que creada ad hoc por los cristianos, para simbolizar la experiencia pascual, interesándose sólo por Jesús y no por sus compañeros de suplicio. Además, según ella, José no habría enterrado a Jesús para evitar la impureza de un cadáver pudriéndose a la entrada de la ciudad, sino por un cariño o respeto especial a su persona.
La última hipótesis (entierro y tumba particular, con José de Arimatea), se ha impuesto después en la iglesia, como seguiremos indicando. De ser histórica, ella significaría que Jesús había tenido amigos muy influyentes en el mismo cuerpo social superior de Jerusalén, capaces de pedir su cadáver a Pilatos, para enterrarlo de prisa, pero con honor, en un sepulcro noble y bien concreto, un sepulcro al que fueron después las mujeres que habían observado las cosas de lejos, para realizar las unciones y llantos funerarios, encontrándolo vacío (Mc 16, 1-8). Esta hipótesis no es imposible, de manera que, en principio, no podemos excluirla (a veces lo más inverosímil es lo que sucede), pero ella suscita muchos problemas: ¿Qué pasa con los otros dos cadáveres de los ajusticiados con Jesús? ¿Por qué no interviene después José de Arimatea o el dueño de la tumba, como testigo del entierro y de la ausencia del cadáver, en la tradición de las mujeres? ¿Por qué no se apela a José de Arimatea o a Nicodemo para decidir después los problemas que surgieron en torno a la posibilidad de que hubiera robado el cadáver de Jesús?
Estas y otras preguntas siguen siendo difíciles de responder, por el simple hecho de que los relatos del “entierro de Jesús” tienen en los evangelios un sentido simbólico-teológico más que histórico, en el sentido historicista. Jesús fue uno de los muchos “incómodos” judíos que fue asesinado y enterrado en una fosa común, con miles y miles de ajusticiados, un hombre sin tumba honorable (y sin deseos de tenerla). Los miembros de la primera comunidad cristiana no mostraron interés por honrar la tumba de Jesús, venerando su cadáver, sino todo lo contrario: ellos destacaron la “ausencia” de cadáver, vinculada a la presencia de la Palabra de su mensaje, del Perfume de su vida que llena la “casa” de sus seguidores, como ha puesto de relieve el texto programático de la unción de Betania (Mc 14, 3-9).
Una primera conclusión.
Aquí no quiero valorar en un plano arqueológic el tema de la tumba de Talbiot, que los investigadores profesiones han conocido y estudiado ya desde hace tiempo, sin llegar (ni por asomo) a las conclusiones de J. Cameron. Cietamente, la forma y nombres de esa tumba pueden ayudarnos a entender mejor algunas costumbres y ritos funerarios de los judíos ricos de aquel tiempo (que podían costearse una tumba cerca de Jerusalén), pero no tienen nada que ver con Jesús y su familia (que venían de Galilea y que eran pobres). Las supuestas relaciones afectivas de Jesús con María Magdalena y la existencia de un hijo común, llamado Judas, van más allá de todo lo que permite la fantasía histórica (y de todo lo que puede deducirse de esa tumba). Por supuesto, James Cameron y su grupo pueden hacer una “película ficción” con esos temas, pero todo intento de presentar su ficción como “documental” va en contra de todos los principios de la seriedad histórica (de tipo literario y arqueológico).
Ciertamente, Jesús pudo tener “amores” con Magdalena. Más aún, ellos pudieron tener hijos, pues casi todo es posible bajo el sol y casi todo se repite. Pero querer probarlo con los textos de la Biblia y con los datos de la Arqueología es no sólo una ficción, sino que puede ser un modo “deshonesto” de ganar dinero (como, según parece, quieren ganarlo los vecinos de Talpiot, deseando que se levante en su entorno un santuario, revalorizando los terrenos).
La fe en Jesús como Hijo de Dios pertenece al espacio más íntimo de la identidad creyente y del anuncio del evangelio. Más aún, la fe en Jesús y la historia de su movimiento está vinculada a
es decir, de una ausencia de cadáver. Por eso, buscar una tumba (vacía o llena, individual o familiar) para probar (o rechazar) de esa manera el testimonio cristiano es algo que carece no sólo de credibilidad histórica, sino de sentido cristiano.
Desde el punto de vista de la historia, lo cierto es que Jesús fue enterrado por extraños y que unas mujeres de su grupo no lograron después encontrar su cadáver. Sobre ese fondo se cierne el silencio de la tradición más antigua de Pablo y de los demás testimonios primitivos del Nuevo Testamento, hasta que llega un testigo extraordinario de la segunda generación cristiana, llamado Marcos. Pero de eso seguiremos hablando mañana.