Curso de Mateo (/4). Del hambre a la cárcel: camino de infierno, esperanza de  pascua

  Termino con la “tabla” del juicio de Mt 25, 31-46 el curso que he venido impartiendo  en la Universidad Uniminuto (Bogotá) evocando los seis riesgos de la historia  que empiezan por el hambre y acaban en la carcel de una muerte sin salida.

Ése es el “infierno” de la historia al que Jesús ha “descendido” para liberar a los  condenados por hambre y sed, exilio y desnudez, enfermedad y cárcel,de según el Credo Romano más antiguo de la iglesia.

El hombre puede destruirse, convirtiendo este mundo en infierno; pero Dios se ha encarnado por Jesús en ese infierno para abrir con su muerte un camino de salvación para los ya condenados.

Xabier Pikaza, invitado especial de la I Semana Internacional de Estudios  Bíblicos en Colombia

Un retablo de la historia humana

 ‒ Mt 25, 31-46  la primera tabla social (universal) de los derechos humanos que son ante todo los derechos de los pobres (hambrientos, encarcelados), no en sentido formal, como en la Revolución francesa (libertad, igualdad, fraternidad), sino en una línea concreta de  presencia, ayuda y asistencia del conjunto social (=dar de comer, visitar al encarcelado).    

Esos derechos suscitan unos deberes correspondientes, que se fundan en la gracia y compromiso básico de reconocer, acoger y ayudar al mismo Dios que está presente en los necesitados. En esa línea, el deber fundamental no es el de honrar a los poderosos, sino el de atender, acoger y cuidar a los necesitados. Esos sufrimientos (con el deber que suscitan de ayudar a los necesitados) eran en tiempo de Jesús y siguen siendo en nuestro tiempo (2023) los sufrimientos y dolores  de la humanidad en un contexto y circunstancia de pobreza.[1].

Estas seis necesidades no son en principio de tipo religioso ni de estructura eclesial (el problema de fondo no es la falta de evangelización estricta, de buena religión o sacramentos…), sino de tipo humano, en el sentido básico del término. La iglesia cristiana, comprometida a cumplir estas “obras” (dar de comer, acoger al extranjero, visitar al encarcelado…), según el evangelio, ha de ponerse ante todo al servicio de la humanidad necesitada, por encima de un pueblo concreto (Israel, Antiguo Testamento), no para negarlo, sino para universalizar su aportación, o por encima de la misma iglesia, como institución creyente, tampoco aquí para negarla, sino para indicar mejor el sentido universal de su experiencia de Dios y su tarea de servicio humano. 

Formación de calidad sobre el evangelio de Mateo con Xabier Pikaza -  Actualidad - Editorial Verbo Divino

‒ Son obras abiertas a todos los pueblos, es decir, a todas las unidades sociales, entendidas en forma cultural o social, cada uno de esos pueblos con su propia identidad, conforme a una visión común del Antiguo Testamento, que divide a los hombres y mujeres en lenguas y naciones (no en imperios, estados o clases sociales), para vincularlos después desde las necesidades de cada uno de los hombres. Significativamente, este pasaje deja a un lado las grandes unidades políticas (imperios, estados, reino…) que, a su entender son secundarias, para situarnos ante los pueblos, entendidos como unidades culturales y sociales de convivencia.

Pero después tampoco los pueblos como tales importan, pues en contra de las grandes diatribas de los mensajes proféticos contra los estados-pueblos (cf. Ez 25-32), aquí esos estados-pueblos  desaparecen inmediatamente, de manera que ante el juez final quedan sólo hombres concretos, de cualquier pueblo o nación. Esas necesidades son las que vinculan a todos los pueblos y las que suscitan una serie de “obras”. 

Éstas obras  están estructuradas de un modo creciente, entre el hambre y el encarcelamiento. Es muy importante poner de relieve el orden progresivo, como si formaran una “cadena”, es decir, un proceso o progreso que va desde el hambre a la cárcel, que aparece como culminación de todos los males de la historia humana. Resulta fundamental tener en cuenta este ordenamiento, pues nos permite descubrir que la cárcel no nace de sí mismo, sino que, según Mt 25, 31-45, es la consecuencia y culminación de un tipo de males que empiezan con el hambre y terminan con la cárcel. 

UNIMINUTO realizará II Semana de Estudios Bíblicos centrada en el Evangelio  de Mateo – Minutos De Amor

  1. Tuve hambre y me disteis de comer (Mt 25, 35)

 En principio, el hambre es una necesidad material, y parece fácilmente remediable, pues la tierra ofrece mucho alimento, y el hombre actual sabe producir, de manera que hay comida suficiente para todos. Pero de hecho los hombres concretos no saben o no quieren compartir la comida (los bienes), de forma que unos tienen pan sobrante y otros mueren por falta de alimento. Por eso, aunque el hambre tiene varias raíces(escasez de recursos, desgracias, subdesarrollo de algunos colectivos...), en sentido más profundo, ella proviene de dos principales: el egoísmo de algunos y la injusticia del sistema social.

Ya en el II aC, Daniel 7 presentaba a los imperios como bestias que destruyen y matan..., comiendo la vida los pobres, y lo que era entonces cierto lo seguía siendo en tiempos de Mateo y sigue siéndolo en la actualidad, pues los sistemas económico/sociales actúan de hecho como bestias que triunfan (engordan, se imponen) sobre el sacrificio y muerte de los hambrientos. Ciertamente, la Biblia no contiene códigos legales para resolver técnicamente el tema, pero ha señalado los territorios del hambre, con una guía básica para superarla[2]:

Éxodo, rebelión de los hambrientos. La historia bíblica empieza resaltando la abundancia de la tierra (Gen 1), un paraíso, regalo de Dios y objeto del cuidado/trabajo de los hombres (Gen 2). Pero la necesidad apareció muy pronto: “Hubo entonces hambre en la tierra y descendió Abrahán a Egipto para vivir allí, porque era mucha el hambre en la tierra” (Gen 12,10). Ese pasaje supone que (a diferencia de lo que pasaba entre las tribus trashumantes y los cananeos) los egipcios habían logrado racionalizar la producción y reparto de alimentos, de forma que así podían vender “pan” a los necesitados. Por eso los hijos de Jacob (“descendientes” de Abraham) “bajaron” a Egipto en busca de comida, pues tenían hambre, pero fueron esclavizados por los amos de la tierra, viniendo a convertirse en siervos de un sistema opresor que les utilizaba para construir grandes obras de seguridad nacional (cf. Gen 37-41; Ex 1-2).

‒ Ciertamente, el evangelio sabe que no sólo de pan material vive el hombre, pues antes que el pan se encuentra la Palabra (cf. Mt 4, 1-4 par.), pero sin pan no se vive. Así responde Jesús al Diablo tentador, que puede producir pan material, pero no quiere compartirlo, pues pone el mismo pan (lo pone todo) al servicio de la destrucción humana. Ese pan del Diablo se parece al de un sistema económico, que produce mucho, pero no alimenta a todos, sino a sus privilegiados (y a los que necesita para producir y vender sus productos), dejando morir a otros muchos. Para que los hombres compartan el pan han de aprender a compartir la vida, como lo había visto Pablo, al afirmar que la verdad del evangelio es “synesthiein” (comer juntos: Gal 2, 5.14), no que cada uno coma en su mesa (saciando su necesidad, sin ocuparse de los otros), sino  compartiendo el pan y la palabra, es decir, la humanidad[3].

                En el principio del camino que lleva a la cárcel está el tema del hambre, que ha de plantearse desde tres perspectivas, sin contar con el tema de limitación de recursos, especialmente en zonas de carencia o de superpoblación:

‒ Podemos hablar del hambre de muchos como consecuencia de la acumulación de los ricos (de personas y grupos particulares, de sistemas estatales, de un tipo de capitalismo…), que se apoderan de los bienes del conjunto, haciendo que una mayoría de personas sufran necesidad.

Puede hablarse también de la  reacción de los ladrones, que quieren apoderarse de los bienes o riquezas de otros, y en general de los bienes del sistema, apelando para ello a un tipo de robo individual o de  violencia organizada, como sabe el evangelio cuando sitúa a los ladrones junto a la riqueza (Mt 6, 19-20).

Está finalmente reacción de los sistemas de poder organizado (los estados), que entienden la justicia en forma de garantía de la propiedad particular y tienden a ponerse de parte de los ricos, encarcelando de esa forma a los ladrones, queriendo resolver un problema de fondo (estructural) con medio puramente coactivos.

Ciertamente, hay otros temas y cuestiones en el fondo del hambre, como principio de un camino que, en su forma actual, desemboca en la cárcel. Pero es evidente que sin una transformación económica, si no se empieza replanteando y resolviendo el tema del hambre es imposible resolver el de la cárcel. En el principio de un camino de libertad, tal como lo ha propuesto Jesús, se encuentra el don y la exigencia (la experiencia concreta) de comer juntos, compartiendo panes y peces, a campo abierto, sin expulsiones ni exclusiones, como muestran los relatos de las multiplicaciones (cf. Mc 6, 35-44; 8, 1-9 par).

Así lo ha resaltado de un modo espléndido San Pablo, al afirmar que la verdad del evangelio consiste en “comer juntos”(Gal 2, 5.14). No se trata de que cada uno coma en su mesa (saciando su necesidad en privado, sin ocuparse de los otros), sino de hacerlo juntos, compartiendo el pan y la palabra, es decir, la humanidad, como ha puesto también de relieve la carta de Santiago (2, 14-16, cf. 1 Jn 3, 13.17).

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Ciertamente, la Iglesia de Jesús no es una simple institución económica, sino un proyecto de transformación mesiánica, con un hondo mensaje de liberación personal, pero ella no puede cumplir su misión sin un fuerte compromiso social de justicia, a fin de que los hambrientos puedan comer de manera que el Mesías de Dios diga al final  “tuve hambre y me disteis de comer”. Sólo creando condiciones en las que todos puedan comer (sólo compartiendo la comida con los pobres) se iniciará un camino de redención, que puede culminar en la superación de la cárcel.

Éste no es sólo un camino de los ricos “que dan de comer a los pobres”, manteniendo en su forma actual el orden existente, sino un camino de transformación de conjunto, que ha de empezar por los mismos hambrientos, que (según las bienaventuranzas) pueden abrir y abren con Jesús un proyecto de comunión universal, para todos los hombres. No se trata pues sólo de que los ricos empiecen dando de comer a los pobres desde arriba, sino de que todos empiecen a compartir lo que tienen, empezando por los mismos pobres[4].

 2. Tuve sed y me disteis de beber (Mt 25,35).

  El agua era (y sigue siendo) tan urgente y necesaria como el pan, pues en zonas y tiempos de sequía el mayor riesgo para el hombre es la falta de bebida, como así aparece indicarlo Mt 10, 42: “Aquel que os diere de beber un vaso de agua, no quedará sin recompensa”. Conforme, al conjunto de la Biblia, Dios ofrece el agua, para que los hombres la compartan, en un plano de conjunto, donde se vinculan el aspecto material y espiritual, físico y social[5].

Con ese convencimiento ha elaborado el evangelio de Juan su tradición social y mística del agua, en una serie de textos escalonados, que  empiezan por la Bodas de Caná, donde Jesús transforma el agua de las purificaciones en vino del Reino (cf. Jn 2, 1-11), siguiendo por la conversación con Nicodemo, al que asegura que debe renacer del agua y del espíritu (Jn 3, 3-5), para añadir, ante el pozo de Siquem, que el mismo Jesús ofrecerá a los hombres un agua que “salta” hasta la vida eterna (cf. Jn 4, 13-14) y culminar en la palabra del templo: “Quien tiene sed que venga a mí; y que beba aquel que cree en mí; pues… ríos de agua viva brotarán de su seno” (Jn 7, 37-39).

Estos pasajes nos sitúan ante la mística del agua, en línea de elevación. Pues bien, para que pueda entenderse y realizarse ese nivel más alto de culminación humana debemos empezar por el agua humilde de Mt 25, donde Jesús dice “tuve sed y me disteis de beber…”. Sólo allí donde todos los hombres y mujeres puedan beber con dignidad y vivir con higiene, en un mundo donde se comparte el agua de la vida (necesaria para el campo y para producir los alimentos)  podrá decirse que comienza el Reino, en la línea de los viejos textos de los profetas y los salmos de Israel donde la bendición mesiánica se entiende en clave de lluvia abundante para el campo y de compartida[6].

Ciertamente, el agua tiene otros sentidos, pero la primera bendición de Dios, la más importante, es aquella que debemos dar a los pobres, compartiéndola con ellos, para así vivir en hermandad. Sólo partiendo del agua podemos hablar de otras obras de misericordia: Vestir al desnudo, acoger al extranjero… Lo más espiritual (Espíritu de Dios) se identifica con el don material del agua (bebida para los necesitados). Mientras todos los hombres y mujeres no tengan acceso al agua, en igualdad y justicia, no se puede hablar de fraternidad humana.

En ese contexto se debe recordar la falta de agua y de higiene de los inmensos suburbios de las grandes ciudades modernas, en América, en Asia, en África, sin servicios sociales, sin presencia del Estado, en un contexto de miseria general. Algunos de esos suburbios (favelas, barrios miseria…) se están convirtiendo en cárceles de vida indigna, sin higiene ni seguridad, sin programa educativo ni sanitario, sin otra perspectiva de futuro que un tipo de mendicidad, quizá de robo… Sin atención a este problema, sin compartir el agua, como primero de los bienes (es decir, sin una transformación real de las condiciones de vida de cientos de miles de hacinados de los suburbios del mundo, es decir, sin un programa y proyecto de comunidad integral y re-educación) no puede resolverse el tema final de la cárcel, que es el resultado de una vida hecha de enfrentamientos y de miserias sociales[7].

Dios preso – Secretariado Trinitario

 3. Fui extranjero y me acogisteis (Mt 25,35).

 Acoger se dice en griego synagô, recibir, reunir en un grupo. De la misma raíz proviene la palabra sinagoga, reunión o comunidad, en sentido social. Pues bien, en ese contexto, Jesús pide que acojamos en nuestro grupo (asamblea) a los extraños (xenoi), en gesto de hospitalidad integral, es decir, humana, en el sentido espiritual y social. No se trata de recibir sólo a los demás (a los extranjeros) en una iglesia entendida en línea espiritualista, sin más vínculos que un tipo de oración aislada de la vida, ni tampoco de ofrecer unos servicios sociales desde un plano superior (desde fuera), sino de acoger en comunidad, compartiendo la propia vida con los marginados y extranjeros.

En esa línea, este pasaje de juicio supone que, de un modo individual o en grupo, los seguidores de Jesús han de hallarse  dispuestos a recibir a los xenoi o extranjeros, los que han sido expulsados de (o no integrados) en la comunidad mayoritaria. Entendido así, Mt 25, 31-46 eleva una propuesta de grandes consecuencias para una iglesia, que no puede encerrarse como grupo/secta separada, para algunos “fieles propios” (los miembros oficiales) sino que ha de abrirse a los de fuera,  no para perder su identidad, para enraizarla y expandir, ofreciendo a los extranjeros un espacio de vida física y social, una casa, en el sentido radical de ese término.

No se trata pues sólo de no rechazar (de ser tolerantes, de respetar, no matar), sino de recibir a los xenoi o extranjeros en la comunión vital de los creyentes, en un tiempo como el de Jesús en el que los no integrados corrían el riesgo de la exclusión social y física (de la muerte), pues era muy difícil vivir sin grupo (patria), sin espacio de humanidad.

Estos xenoi provenían de otros lugares, con otras culturas, pues habían debido abandonar su tierra, casi siempre por razones de paz y de comida, para vivir en entornos económicos, culturales y sociales extraños, en ambientes casi siempre adversos. Solían ser pobres y así en general carecían no sólo de bienes económicos, sino también personales y afectivos. Lógicamente, ellos formaban parte de los estratos socialmente menos reconocidos (valorados) de la población, condenados al ostracismo y rechazados como peligrosos, en una sociedad estamental donde ser extranjero significaba carecer de un espacio social reconocido (apareciendo además casi siempre como fuente de riesgos, de robos etc.). Por eso, al decir “fui xenos y (no) me acogisteis”, el texto piensa ante todo en una iglesia o comunión creyente que ha de ser casa para los sin casa (como dice 1 Pedro) [8].

A lo largo de la Edad Media, en un contexto que parecía más estructurado, los extranjeros se entendían en general como transeúntes y peregrinos ocasionales, a quien se podía y debía recibir en monasterios y albergues ocasionales. Hoy sabemos que no se trata sólo de peregrinos, sino que este pasaje ha de aplicarse a grupos social y culturalmente no integrados a quienes la comunidad (entendida aquí como sinagoga) ha de abrir un espacio de acogida.

No se trata de extranjeros poderosos que han dejado su hogar antiguo para así triunfar (por armas o dinero), en lugares nuevos sino más bien de aquellos pobres que no son bien acogidos ni en su lugar de origen, ni en su lugar de destino (en caso de que tengan un destino, y no sean de hecho apátridas permanente). Entre ellos están hoy las grandes masas de emigrantes que vienen a países ricos, huyendo del hambre o la muerte, siendo con frecuencia rechazados. Por ellos dice Jesús: Soy extranjero y me (o no me) acogéis.  

Es evidente que la iglesia no puede sustituir la responsabilidad política de la sociedad. Más aún, es posible que una emigración indiscriminada y una apertura indistinta a los extranjeros puede resultar poco eficaz, e incluso peligrosa, a no ser que venga acompañada por una transformación general del conjunto de los pueblos. Pero, desde un punto de vista cristiano (conforme a la palabra de Jesús “fui extranjero y no me acogisteis”) la solución no está en cerrar fronteras sino en abrir espacios de colaboración y acogida, poniendo tierra y bienes al servicio de todos los hombres, de manera que nadie tenga que salir por fuerza y todos puedan hacerlo, si quieren, pues el mundo es hogar de comunión universal.

La patria del cristiano es el diálogo y la acogida, abierta con y por Jesús a los más necesitados. Sobre un tipo de derechos estatales, por encima de las imposiciones de tipo nacional o militar, los cristianos creemos en la palabra, esto es, en la comunicación y en la acogida mutua. Significativamente, una parte considerable de los encarcelados de ciertos países más ricos (entre ellos España) provienen de otros países: Son emigrantes pobres, indocumentados, sin papeles…Por eso, el problema de las cárceles está internamente vinculado a la falta de acogida social.

Por otra parte, al lado de las cárceles oficiales se han elevado (se están elevando) otro tipo de lugares de encerramiento que son a veces más dañinos, más siniestros: Los campos de concentración, los campamentos de refugiados, los centros de internamiento de extranjeros (CIES)… De esa manera, junto a las cárceles oficiales (organizadas y dirigidas por Estados “legales”) se extienden y multiplican un tipo de cárceles clandestinas, quizá más peligrosas que las estatales. Y junto a ellos (en su origen) están los grupos de expulsados, los que van de un lado y de otro, los que se arriesgan y a veces mueren en “pateras”, los que viven encerrados tras grandes muros de separación, los que son objeto de trata de “blancas” (o de negras), encarcelados de hecho en manos de mafias que se aprovechan de su necesidad. 

Este problema de los extranjeros ofrece, sin duda, una propuesta abierta a todos, pero Mt 25 piensa de manera especial en los cristianos, que debían (deben) ofrecer a los extraños un espacio de vida, una casa, como sucedía al principio de la Iglesia. Sólo en esta línea puede resolverse en realidad el tema de la cárcel, concebida como institución originaria de expulsión. No puede hablarse en modo alguno de “visita” a los encarcelados si no se empieza acogiendo a los extranjeros, en un mundo donde todos pueden y deben ser acogidos en espacios de comunión fraterna[9].

 4. Estaba desnudo y me vestisteis (Mt 25,36)

                El vestido definía al hombre por su situación social y oficio. En esa línea habla la Biblia de la armadura de Goliat (1 Sam 17, 4-6. 38-39), y de los ornamentos sagrados del Sumo Sacerdote, descritos de manera minuciosa en Ex 28, pues ellos sirven para ensalzar y sacralizar al ministro del culto: «Harás vestiduras sagradas para tu hermano Aarón, que le den gloria y esplendor…, y para consagrarlo, a fin de que me sirva como sacerdote. Las vestiduras que le harán son las siguientes: pectoral, efod, túnica, vestido a cuadros, turbante y cinturón… para él y para sus hijos, a fin de que me sirvan como sacerdotes» (Ex 28, 1-4).

Esas vestiduras ricas de culto marcan una distancia entre los sacerdotes y el resto de los creyentes, ratificando así las jerarquías sacrales y sociales. Pues bien, al lado de ellas, el Éxodo ha puesto de relieve el valor sagrado de la vestidura de los pobres, que nadie puede usurpar a perpetuidad: “Si tomas en prenda el manto de tu prójimo, se lo devolverás a la puesta del sol, pues no tiene vestido para cubrir su cuerpo y para acostarse? Cuando clame a mí, yo le oiré; porque soy misericordioso (hanun)” (cf. Ex 22, 26).

Este vestido no es objeto de culto, sino de protección para los más necesitados, como ha puesto de relieve la tradición bíblica, al decir que la religión verdadera (ayuno), consiste en vestir al desnudo, ayudándole a vivir en dignidad (Is 68, 7). En ese contexto, desnudez significa exclusión, de manera que los desnudos aparecen como pobres de los pobres, aquellos que no tienen dignidad reconocida, ni derecho, apareciendo sin embargo (¡por eso!) como signo supremo del reino de Dios.

En ese contexto, de un modo muy significativo, Mt 25 retoma la experiencia de Is 58, 7 para quien la verdadera religión (ayuno) se expresa vistiendo (es decir, ayudando) a los desnudos y marginados. En esa línea avanza Ezequiel, cuando dice lo que ha de hacer el justo: “No robar, alimentar al hambriento, vestir al desnudo, no prestar con usura…” (Ez 18, 7.16; cf. Job 22, 6).

Según eso, desnudo no es sólo (ni ante todo) quien no tiene ropa, sino aquel que está excluido, humillado, oprimido por otros, pues carece de la dignidad y lugar social que le ofrece el vestido. El desnudo es un extranjero en su propio país y en su tierra, aquel que no ha podido lograr que se reconozca su dignidad, o ha sido expulsado del orden social.

Se trata, por tanto, de vestir en sentido externo. Por eso, quien tiene ropa sobrante (capa de rey, manto de sacerdote, túnica de labrador) y no viste al desnudo es un ladrón, merecedor del juicio (como supone Juan Bautista: Lc 3, 11).

Pero se trata, sobre todo, de vestir en un sentido integral, creando espacios de dignidad, de cultura compartida, formas de vida en las que nadie sea en principio  excluido, rechazado.

Desde ese fondo ha retomado Jesús la tradición de Israel sobre el vestido, como ratifica de un modo evangélico Sant 2, 13-15, al oponerse a la fe sin obras de aquellos que dicen confiar en Dios, pero desatienden al hambriento y desprecian (marginan) al desnudo (al que lleva un vestido miserable). Vestirse uno a sí mismo por ostentación es pecado. Vestir al desnudo por solidaridad y justicia es signo esencial (y realidad) de salvación.   

En esa línea, en sentido radical, desnudo no es aquel que no tiene ropa material, sino el que va “mal vestido”, en sentido físico y personal, el marginado, humillado y oprimido, hombre o mujer sin defensa, a merced de los otros, rebajado, rechazado, sin derecho (cf. Sant 2, 2-3). El extranjero carecía de protección social, no tenía sinagoga, y era por eso muy pobre. Pero más pobre es aún el desnudo, pues carece de protección personal y dignidad, pudiendo ser manipulado, en un plano sexual, laboral y social.

Desnudo es, según eso, el que no tiene derecho, ni dignidad, hallándose por tanto a merced de los demás. Especialmente desnudas en ese plano están las mujeres de la trata sexual, los niños y niñas robados y prostituidos, y en sentido más amplio todos aquellos que carecen de defensa o protección, corriendo siempre el riesgo de ser utilizados, destruidos, encarcelados. Estos desnudos son los más “seguros” candidatos a la cárcel, pues viven a la intemperie, sin cobertura social ni jurídica, personal ni económica, a merced de las propias necesidades y de la violencia del ambiente, apareciendo, así como contrarios a los valores de la sociedad establecida.

Expresión y consecuencia de esa “desnudez” termina siendo en muchos casos el llamado “sistema penitenciario”, que procura encerrar a los desnudos, como si fueran culpables de su pobreza social,  para mantener así un tipo de orden al servicio de los privilegiados del sistema Pues bien, quien no viste al desnudo es para la Biblia un ladrón, merecedor del juicio. 

 5. Estuve enfermo y vinisteis a mí (Mt 25, 36) y cuidasteis de mi (Mt 25, 32).

Puede mantenerse la traducción usual (y no me visitasteis…), pero, tomada en sentido estricto (limitado), ella resulta imprecisa y acaba siendo falsa, pues no se trata de “hacer visitas” ocasionales a los enfermos, como a parientes lejanos, sino de cuidarles de un modo eficaz. Ese es el sentido de la palabra aquí empleada (epikeptomai), que significa cuidar, “preocuparse por”, organizar las cosas para el bien de los enfermos, como supone el término hebreo que está al fondo (paqad) y el griego ya citado, del que deriva la palabra clave de la iglesia posterior: episcopos, obispo, el que anima y coordina la vida de la comunidad (siendo signo de la presencia de Dios en la Iglesia).

Pues bien, conforme a este pasaje, el hombre o mujer más importante en la Iglesia no es el “episcopos” (obispo) posterior sino el enfermo y necesitado a cuyo servicio ha de ponerse el mismo obispo que le visita y cuida; más aún, en esa línea, todos los cristianos son “obispos”, responsables unos de los otros. En ese fondo aparece con nitidez el “crescendo” de estas “obras de diaconía”, que nos llevan de lo que parece más externo (hambre/sed) a lo realmente humano (acoger al extranjero, vestir al desnudo…), para crear de esa manera una comunidad de atención y solicitud a favor de los demás, y en especial de los débiles/enfermos, una comunidad de acogida, cuidado y madurez, pues sin ella el hombre acaba siendo un oprimido, utilizado por los otros o condenado a la cárcel[10].

La iglesia de Mateo no es un simple hospital para morir, sino una casa para vivir en compañía, superando el miedo, la opresión y la violencia, como quiso Jesús, mesías de la salud. A Jesús no le importaba el origen social o personal de las dolencias (cosa que ha de verse en otro plano), pero sabía que toda enfermedad tiene un aspecto social (depende de la forma de relacionarnos con los otros), y otro que puede llamarse espiritual (pues puede no sólo destruir al ser humano, sino impulsarle a poner su vida al servicio de los otros), iniciando a partir de aquí un programa de visita y sanación de los enfermos, una medicina de presencia curadora[11]. Pues bien, en este contexto se pueden distinguir de un modo inicial cuatro tipos de enfermedades:

 ‒ Hay enfermedades que derivan del hambre y sed. Ellas dominan en países del tercer mundo, y se extienden también en nuestra sociedad capitalista (en sus bolsas de pobreza). Hambre y enfermedad van unidas, como sabe el relato de los jinetes del Ap 6, 1-7. Por eso, la primera forma de visitar a los enfermos consiste en crear una cultura de salud, que empieza en el hogar o familia, que se expresa en los grupos sociales y que culmina en una “política” sanitaria al servicio de todos.

Hay enfermedades más relacionada con el exilio y desnudez, con la violencia social, la falta de cariño y el desfondamiento personal, en línea psicológica. Muchos exilados y desnudos terminan enfermos, con dificultad de adaptación y malestar interior, sin ternura ni raíces, con propensión a la violencia. Pues bien, al situarse ante esos enfermos, el conjunto social pierde su humanidad si no les atiende, convirtiéndose en un campo de lucha de todos contra todos. Por eso visitar a los enfermos implica superar las condiciones de exilio en que muchos de ellos viven (malviven) y enferman, no solamente en el sentido de que pueden sufrir algunas enfermedades, sino de que son radicalmente enfermos.

 ‒ Hay enfermedades propias de la cultura del bienestar, ligadas al hastío de la vida y a la falta sentido. Ellas pueden hallarse vinculadas a problemas genéticos, pero casi siempre tienen un origen familiar y social. La “buena” y rica sociedad de occidente ha logrado altas cotas de bienestar sanitario, pero también ha visto aumentar sus dolencias, sobre todo psíquicas. Nuestra cultura ha resuelto grandes problemas, pero no ha logrado dar sentido (=salud) a las personas. Ha crecido el poder material, pero han aumentado también  las bolsas de pobreza material, social, humana.

Significativamente entre los que sufren esos males el texto no presenta de una manera expresa a los esclavos, ancianos o moribundos, ni a los huérfanos o viudas, ni a los marginados sexuales ni a los impuros religiosos, los publicanos o prostitutas…, sino que se limita a evocar seis tipos de hombres o mujeres sometidos a necesidades generales de tipo universal, que son como un compendio de todas las necesidades y opresiones de los hombresEn esa línea, la cárcel ha venido a convertirse en una especia de “enfermatorio” del conjunto social. No es sólo la dolencia de unos individuos particulares, sino del conjunto social. Es la expresión de una inmensa patología económico-política y socio-cultural de la humanidad en su conjunto, y de los estados políticos en particular (pues son ellos los que gestionan las cárceles).

Lógicamente, para curar esa enfermedad es necesario empezar por el principio (dar de comer, acoger…) y terminar convirtiendo las cárceles que de hecho existen en un tipo  de hospitales, donde se cumpla la palabra de Jesús: “Estuve enfermo y me visitasteis...”, en el sentido de acompañar y cuidar de.

Mt 25, 31-46 insiste según eso en un tipo de medicina de presencia, en la línea de las obras anteriores de misericordia, pues el gesto y tarea de ofrecer “sinagogê” (comunidad) a los extranjeros y vestido (dignidad) a los desnudos ha de culminar en un tipo de opción a favor de los enfermos. Sólo quien sabe acompañarles, quien les acoge/visita y les ofrece su ánimo en la vida puede ser testigo del Reino de Jesús, que vino a “liberar a los encarcelados” (Lc 4, 18-19), es decir, a crear un mundo en el que ya no sea necesario un tipo de cárcel como el nuestro.

En este contexto han surgido y han de seguir diversos movimientos sanitarios (de superación de la cárcel) en un contexto de Iglesia. Es grande la obra realizada, pero actualmente nos hallamos en un momento clave, en el que resultan necesarias nuevas iniciativas e ideales:

 ‒ Los grandes monasterios fueron desde antiguo hospitales que  acogían y cuidaban a los enfermos. A partir de la Edad Media han surgido en la iglesia muchas instituciones religiosas al servicio de los enfermos: desde los Camilos y Hospitalarios de San Juan de Dios (siglo XVI), pasando por las Hijas de la Caridad (siglo XVII), hasta cientos de congregaciones actuales, sobre todo femeninas (como la de Santa Teresa de Calcuta) dedicadas al cuidado de enfermos y moribundos.

La Iglesia ha sido pionera, y sigue siendo ejemplar en este campo sanitario, y el cuidado y visita de los enfermos está entre sus rasgos distintivos, es un signo de la presencia de Dios entre los hombres. Ésta no es sólo una obra de misericordia en el sentido limitado del término, sino una obra de justicia y servicio humano, como he puesto de relieve en el capítulo anterior. Pero este trabajo especializado de algunos no puede traducirse en el desinterés del resto de la comunidad cristiana, pues éste ha de ser un  compromiso de todos los cristianos.

  Entre hospitales y cárceles existe una fuerte relación pues, como he dicho, gran parte de los encarcelados son enfermos, y como tales han de ser tratados, al menos desde una perspectiva cristiana. De todas formas, la cárcel es más que un sanatorio, pues hay encarcelados que no son simplemente hambrientos, sedientos, extranjeros, desnudos, ni enfermos… sino personas que han violado las normas originarias de la conducta: son ladrones, asesinos… ¿Qué significa la cárcel para ellos?

 6. Estuve en la cárcel y vinisteis a mi (25, 36) y cuidasteis de mi (Mt 25, 43).

 En el contexto de Jesús y de la primera iglesia, en el mundo judío y el imperio romano, en tiempos de Mateo (hacia el 85 d.C.), los encarcelados solían ser personas que estaban en prisión por poco tiempo, en espera de juicio, por algún “delito” social o político, en espera de ser liberados o condenados a muerte. En ese contexto, el Evangelio de Mateo ha citado varios tipos de persecución en contra de los cristianos, por motivos de fe o compromiso religioso (desde Mt 5, 11-12 hasta 23, 34-36 y 24, 9-14). Pero nuestro pasaje (Mt 25, 31-46) no habla ya de cristianos encarcelados a causa de su fe, sino de un  abanico más amplio de personas (cristianas o no) mantenidas en prisión, por diversas causas personales y sociales, institucionales e individuales.

En ese sentido resulta significativo el hecho de que Mt 25, 31-46 presente al final de su lista de necesidades humanas los encarcelados, tras los hambrientos-sedientos-extranjeros-desnudos-enfermos, como para indicar que en ellos se condensan y culminan todos los males de la sociedad, que son signo de la presencia de Dios sobre la tierra. Y sigue siendo significativo el hecho de que no les presente en modo alguno como culpables (pero tampoco como inocentes), sino simplemente como “detenidos”, es decir, como personas que está bajo custodia o confinamiento (en phylakê), sin añadir ningún tipo de reflexión moralista, judicial o social[12].

Pues bien, estos encarcelados, a quienes la sociedad encierra (expulsa) como peligrosos, culminando con ellos el camino que empieza con el hambre y sed y sigue con el exilio, desnudez y enfermedad, son para Jesús una especie de piedra angular de la comunidad mesiánica, en la línea del cimiento del reino que es el mismo Hijo de Dios que ha sido expulsado de la “viña” (de la buena sociedad) y condenado a muerte, pues no cabe en el edificio de la sociedad dominante (cf. 21, 43).

Sin duda, algunos encarcelados pueden representar un peligro para la vida de los demás (por perturbación psíquica o tendencias agresivas/homicidas insuperables) social, y no es sensato que queden sin más en libertad. Pero en conjunto, de hecho, la mayoría de los encarcelados actuales no van en contra de los valores humanos como tales, sino de este tipo de sociedad, de manera que resulta necesario un proceso de cambio social para superar la cárcel, sin olvidar, al mismo tiempo, la obra de presencia y ayuda a los encarcelados concretos.

Por eso, en este contexto, Jesús quiere ofrecer a los encarcelados una presencia humana de cuidado (¡como obra que se hace a Dios!), pidiendo a sus discípulos que se ocupen de ellos (estrictamente hablando, que les acojan y cuiden). La transformación de la sociedad resulta inseparable de la atención a los encarcelados reales.

 En un sentido más personal, la opresión más fuerte del ser humano puede ser la enfermedad, vejez y muerte de cada uno, como han puesto de relieve Buda y el Budismo, al insistir en la transformación personal de cada uno, superando sus deseos que conducen al sufrimiento. Pero en un plano social, conforme a la dinámica de la Biblia hebrea y a la experiencia de Jesús, tal como ha sido condensada en Mt 25, 31-46, la necesidad y dolor más alto se expresa en los encarcelados (y en las víctimas que ellos mismos han podido producir, quizá matando, robando…).

Al situarse ante ellos, Jesús no defiende ni condena el posible pecado moral de esos encarcelados, ni instituye una dinámica de tipo judicial, para saber si son o no culpables (cf. Mt 7, 1), para que así respondan a la justicia del mundo, sino que asume su dolencia y pide a la comunidad que se ocupe de ellos, que les visite y cuide, en un gesto mesiánico de solidaridad salvadora.

En un nivel externo, ese gesto de ayuda a los encarcelados parece oponerse a la a la sentencia final de este pasaje. Por un lado, Jesús pide a sus seguidores que visiten/atiendan a los encarcelados (no que les condenen). Pues bien, desde ese presupuesto: ¿Cómo podrá decir, al fin, a los de la izquierda que vayan al fuego, esto es, a la cárcel “eterna” (25, 41.46), sin visitarles ni ayudarle, a los que no han ayudado/visitado a los encarcelados?

A partir de todo lo anterior se plantea la gran pegunta: ¿Puede Dios condenar al infierno final a los “injustos” (es decir, a la cárcel eterna) si él manda a los hombres que no condenen a los encarcelados, sino que les ayuden? En ese contexto, Mt 25,31-46 plantea un tema que resulta teóricamente insoluble, pues nos sitúa ante el misterio del mal, con la posibilidad de una “destrucción eterna” de los malvados, es decir, de aquellos que no ayudan a los otros.

Por un lado, Jesús pide a los suyos que visiten/ayuden a los encarcelados,  no que les “castiguen” ni que les condenan para siempre. En esa línea, los cristianos están llamados no sólo a perdonar en un sentido espiritual a los encarcelados (en el caso de que ellos sean son culpables), sino también a cuidarse de ellos, a ayudarles humanamente en gesto de visita/atención y recuperación, ofreciéndoles el perdón de Dios y el principio de una posible conversión. Eso significa que los cristianos no quieren “condenar” a nadie, mandándole a un tipo de “infierno” que es ya irrecuperable, sino que han de entender la cárcel como espacio de ayuda a los necesitados y como lugar de terapia para los culpables.

Pero al mismo tiempo, Jesús eleva su palabra contra aquellos que no ayudan a los encarcelados, amenazándoles con el “fuego eterno”, es decir, con la condena sin fin (con un infierno entendido como cárcel total y para siempre). De esa forma, da la impresión de que el mismo Dios (que ha de ser todo bondad, el que sufre en los que sufren) no cumple aquello que él pide a los hombres. (a) Por un lado, él pide a los hombres que perdonen y ayuden siempre, y que lo hagan de un modo especial con los encarcelados. (b) Pero él, en cambio, al final de la vida no ayuda a los que mueren “en pecado”, creando una especie de cárcel eterna e inmensa (sin salida) para aquellos que no ayudan (no han ayudado) a los encarcelados.

Mt 25, 31-46  sabe que las cárceles de este mundo son  obra de los hombres, no de Dios, de manera que ese Dios de Jesús pide a los creyentes que ayuden a los encarcelados (que les atiendan, que les perdonen). Por eso, en un sentido radical, conforme al espíritu de Mt 25, 31-46 no ha podido crear el infierno (la cárcel suprema), sino que ha venido a superarlo (es decir, a evitarlo).

En esa línea, Mt 25, 31-46 sabe que la cárcel final, es decir, el mismo infierno es obra de los hombres, no de Dios, que quiere eliminarlo (y que para eso ha enviado a su Hijo Jesucristo al mundo), pero que, por otro lado, ha dejado a los hombres en manos de su propia opción, de manera que aquellos que no ayudan/sirven a los demás quedan sometidos al poder de propia muerte, esto es, del mal que ellos mismos han creado.

 ‒ Dios tiene que dejar “abierta” la posibilidad del infierno, respetando así la libertad de los hombres. En ese sentido, el tema de la cárcel y el infierno nos deja en manos de la gran paradoja de Dios (que es la paradoja de la vida social). Cuando Jesús dice a los injustos “que vayan al fuego eterno” da la impresión de que está suponiendo que “ni Dios puede ayudar” a esos injustos, dejándoles bajo el poder de un tipo de “talión escatológico” (de un castigo final), que estaría por encima del mismo Dios, que aparece así como un espectador externo.

Pero esta visión del Dios que sería como un “espectador” que deja a los hombres en manos de su maldad no puede ser la última palabra, pues el mismo juez que dice “estuve en la cárcel y me (o no me) visitasteis…” podría y debería seguir diciendo “estoy en el infierno, para liberar a los encarcelados…”. Se trata, sin duda, del Dios que según la tradición (y la palabra del Credo Romano) ha bajado a los infiernos, a la gran cárcel de la historia humana, para liberar a los que estaban allí sometidos, es decir, para abrir al fin todas las cárceles.

Entendido así, el texto (Mt 25, 31-46) nos deja en manos de la gran paradoja de la historia. Por un lado, el Dios de Jesús (Jesús-Dios) se hace presente en los que sufren (hambrientos, sedientos…), y de un modo especial en los encarcelados, en los que culmina esta lista de los males, y así quiere ayudarles (liberarles de su perdición). Pero, al mismo tiempo, ese Dios es Dios de libertad y no pueda cambiar (liberar del infierno) a los hombres por la fuerza.

‒ Éste es, por un lado, el Dios del poder-supremo que entra (se encarna) en el lugar de mayor miseria de la humanidad (la cárcel), invitándonos a seguirle, desde allí. Éste es el Dios que libera a los encarcelados (Lc 4, 18-19), el Dios que perdona a los pecadores. En esa línea no se puede hablar de una cárcel para siempre, no se puede hablar de infierno.

Pero éste es, al mismo tiempo,  el Dios de la suprema libertad,  que tiene que indicar el hombre el riesgo en que se encuentra, advirtiéndole que puede destruirse a sí mismo si no ayuda a los encarcelados. Éste es el Dios que ha de “avisar” a los hombres, diciéndoles que pueden condenarse, si no cumplen las obras de Mt 25,31-46, si no dan de comer al hambriento, acogen al extranjero y visitan a los encarcelados.

Significativamente, Mt 25, 31-46 sólo habla del infierno (es decir, de la cárcel eterna) como “aviso” para aquellos que no ayudan a los encarcelados, de manera que aquellos que no dan de comer ni acogen ni ayudan a los presos pueden acabar destruyéndose a sí mismos. Ciertamente, el Dios de Jesús no quiere en modo alguno la cárcel, y por eso se ha encarnado en los encarcelados para liberarles, pero, precisamente por eso, puede elevar su amenaza en contra de aquellos que no visitan y ayudan a los encarcelados, diciéndoles que pueden destruirse a sí mismos. 

El cristiano acepta en un sentido el orden judicial como expresión de justicia intra-mundana (cf. Rom 13,1-7). Eso significa que no quiere convertirse en guerrillero, para tomar por asalto la cárcel y liberar con violencia a los presos (como podría suponer una lectura sesgada de Lc 4, 18-19: He venido a liberar a los presos. Eso significa que Jesús se (nos) introduce en el contexto de la justicia carcelaria que actualmente existe, dentro del orden actual de la sociedad, pero invirtiendo de algún modo su tendencia, poniéndose al servicio de los encarcelados (para bien de toda la sociedad).

 ‒ Según eso, el cristiano quiere transformar las cárceles actuales, pero no destruyéndolas en sentido violento (con otra violencia que sería también opresora), sino convirtiéndolas en lugar de humanización, no de castigo. En esa línea, el cristiano visita a los encarcelados (es decir, va a ellos y les cuida: estaba encarcelado y vinisteis a mí: 15, 37.39), a fin de ocuparse de ellos (es decir, de visitarles y servirles: 25, 43-44), porque sabe que el sistema judicial en sí resulta insuficiente, no libera al ser humano, sino que se limita a controlar una violencia que parece incontrolada (o a-social) con otro tipo de violencia controlada. Por eso, aceptando en un plano la cárcel, el cristiano quiere superarla.

 ‒ Este principio cristiano (visitar/cuidar a los encarcelados) está abierto hacia (debe conducir a) la superación del sistema carcelario, convirtiendo las medidas de prisión (encerramiento físico) en un medio para la transformación personal y social de los presos, en la línea de la práctica penitencial de la Iglesia en los siglos IV-VII d.C. El cristiano quiere crear formas eficaces y misericordiosas de re-educación de los culpables (sin necesidad de este tipo prisión externa), de manera que sólo algunos especialmente “peligrosos” podrían (quizá deberían) quedar físicamente encerrados. Éste es, un deseo humanista, pero de fondo cristiano, que ha de aplicarse en los próximos decenios, para que la condena de los culpables no se expresa en forma de venganza, sino como ofrecimiento de una oportunidad de transformación humana.

 NOTAW

[1] Significativamente entre los que sufren esos males el texto no presenta de una manera expresa a los esclavos, ancianos o moribundos, ni a los huérfanos o viudas, ni a los marginados sexuales ni a los impuros religiosos, los publicanos o prostitutas…, sino que se limita a evocar seis tipos de hombres o mujeres sometidos a necesidades generales de tipo universal, que son como un compendio de todas las necesidades y opresiones de los hombres. En Hermanos de Jesúsy servidores de los más pequeños,  Sígueme, Salamanca 1884 he relacionado de esos “males” con otros que aparecen en la Biblia y en los pueblos del entorno (Egipto, Mesopotamia, Siria…). Cf. Entrañable Dios. Las obras de misericordia, Verbo Divino, Estella 2016.

[2] Siendo la primera y más dura de las necesidades, la pobreza material (hambre y sed) debería ser también la más fácil de solucionar, pues la tierra puede ofrecer alimento para todos. Al menos en occidente, hemos aprendido a producir, pero no a compartir, de formas que muchos pasan hambre (14, 13-21; 15, 32-38).

[3] En esa línea, en perspectiva distinta a la de Pablo, pero con una misma inspiración, ha formulado Santiago esta experiencia: “Hermanos míos, ¿de qué aprovechará si alguien dice que tiene fe… y no da al hambriento…?” (cf. Sant 2, 14-16, cf. 1 Jn 3, 13.17). Así lo ha destacado Mateo cuando presenta aquí al hambre como primera de las necesidades.   

[4] He puesto de relieve el tema en La historia de Jesús, Verbo Divino, Estella  2013, desarrollando la experiencia básica cristiana, que está al fondo dicho tradicional “los pobres os evangelizan”, que en nuestro contexto se puede traducir diciendo “los encarcelados os liberan”.

[5] En nuestro tiempo (20237) el agua empieza a ser causa de conflicto entre pueblos y naciones, pues sin ella no hay agricultura, ni vida, en zonas de secano. Por eso, dar de beber al sediento no es sólo ofrecerle un vaso de agua, sino posibilidades de acceso al agua como alimento, cuidado de la casa y riego para los campos.

[6] Así lo indica Dt 11, 14; 28, 12; Is 30, 23; Jer 5, 24; Sal 68, 9 etc. Sólo puede darse “humanidad” (misericordia y justicia) si se respeta el derecho de todos al agua, como Francisco Papa ha destacado en su encíclica Laudato Si (https://laudatosi.com/watch ), 2015, 27-30, recordando los miles y millones de personas que padecen e incluso mueren por falta de ella: “Un problema particularmente serio es el de la calidad del agua disponible para los pobres, que provoca muchas muertes todos los días. Entre los pobres son frecuentes enfermedades relacionadas con el agua, incluidas las causadas por microorganismos y por sustancias químicas… Mientras se deteriora constantemente la calidad del agua disponible, en algunos lugares avanza la tendencia a privatizar este recurso escaso, convertido en mercancía que se regula por las leyes del mercado”. El Papa insiste en el riesgo de la lucha por el agua, situándonos incluso ante la posibilidad de que estalle pronto una guerra apocalíptica: “Una mayor escasez de agua provocará el aumento del costo de los alimentos y de distintos productos que dependen de su uso. Algunos estudios han alertado sobre la posibilidad de sufrir una escasez aguda de agua dentro de pocas décadas si no se actúa con urgencia. Los impactos ambientales podrían afectar a miles de millones de personas, pero es previsible que el control del agua por parte de grandes empresas mundiales se convierta en una de las principales fuentes de conflictos de este siglo” (LS 31).

[7] El Papa Francisco está insistiendo en las exigencias, posibilidades y riesgos de la misión cristiana en las nuevas ciudades. Cf.   C. M. Galli,  Dios vive en la ciudad, Agapea, Buenos Aires 2014.

[8] Cf. J. H. Elliott, Un hogar para los que no tienen patria ni hogar. Estudio crítico social de la Carta primera de Pedro y de su situación y estrategia, Verbo Divino, Estella 1995

[9] En la Edad Media, y al comienzo de la Edad Moderna, dentro de una sociedad masivamente cristiana, esta palabra (fue extranjero y me acogisteis…) vino a interpretarse como exigencia de acoger en concreto a los caminantes y/o peregrinos, pues peregrinos eran muchos de los que entones carecían de morada. En esa línea, las órdenes monásticas consideraron la hospitalidad como deber sagrado, y así San Benito decía que los monjes habían de recibir y tratar a los huéspedes y peregrinos, sobre todo pobres, como al mismo Cristo.  

       Esta obra nos sitúa ante un tema de máxima importancia, en el que se decide el futuro de nuestra sociedad, e incluso de la vida humana, en un momento de grandes migraciones y cambios sociales. Es evidente que la iglesia no puede sustituir la responsabilidad política de la sociedad. Pero, desde un punto de vista cristiano (conforme a esta obra de misericordia) la solución no está en cerrar fronteras sino en abrir espacios de colaboración y acogida, poniendo tierra y bienes al servicio de todos los seres humanos. La patria del cristiano es el diálogo y la acogida, abierta con y por Jesús a los más necesitados. Sobre los derechos estatales y las imposiciones de tipo nacional o militar, los cristianos creen en la palabra, esto es, en la comunicación y la acogida mutua (sinagoga), de manera que la Iglesia sea casa para los sin casa.

[10] Al fondo de esta palabra hay dos elementos principales. (a) El enfermo es presencia de Dios, expresión de su cuidado por los hombres. (b) Los seguidores de Jesús han de ayudar (=visitar) a los enfermos, ofreciéndoles un camino de salud (salvación y ánimo) con su presencia humana (reconocimiento personal) y su servicio sanitario. Los enfermos se hacen signo de Dios para nosotros en la medida en que les acogemos y asistimos, dejándonos interpelar por ellos y acompañándoles con un gesto fuerte de solidaridad comprometida.

Éste fue el primer servicio mesiánico de Jesús, que no vino a juzgar, sino a curar (acompañar) a los enfermos. No vino a condenar, sino a perdonar. Por eso, su signo preferido fue y sigue siendo la sanación: acompañar al ser humano, ayudándole a que viva. La sociedad racional moderna, con su medicina científica, ha curado y cura muchas enfermedades, y su aportación resulta imprescindible, pero ella corre el riesgo de olvidar a los problemas más hondos de la vida, creando además nuevas dolencias y marginaciones. En contra de eso, Jesús ha establecido un movimiento de inversión mesiánica en cuyo corazón emergen como privilegiados precisamente aquellos que no son rentables, de manera que debemos pasar del principio-rentabilidad al principio-gratuidad, pues los primeros (privilegiados) de Dios son precisamente los enfermos. 

[11] Las enfermedades, y en particular la vejez, con la muerte, forman parte de la estructura de la vida humana. En este contexto, a diferencia de 11, 2-5, Mt 25, 31-46 no pide ni exige curar a los enfermos, sino cuidarles, para prevenir de alguna forma la misma enfermedad. La rica sociedad de occidente ha logrado altas cotas de bienestar sanitario, pero también ha visto aumentar sus dolencias, sobre todo psíquicas; en esa línea, cuidar a los enfermos significa ofrecerles unas condiciones distintas de vida, en fraternidad. El cuidado de los enfermos no es sólo un motivo de meditación (liberación) interna, como pudo haber sido en Buda, sino que ha de expresarse a modo de compromiso de presencia personal y social, de acompañamiento y, si es posible, de curación. Lo que importa es que la enfermedad no venza, ni oprima o angustie, sino que unos y otros (enfermos y sanos) puedan acogerse, acompañarse y ayudarse mutuamente, en camino de Reino.

[12] Como he venido indicando en todo lo anterior, en la actualidad, los encarcelados suelen ser son personas socialmente oprimidas, en plano psicológico y familiar, y en su mayoría provienen de situaciones de marginación económica, racial o cultural, sin posibilidades de insertarse en la estructura normal de la sociedad. En ese contexto, Mt 25, 31-46 no empieza programando un cambio externo de la sociedad (¡aunque en el fondo lo implique!), sino ofreciendo un espacio de comunión humana a los mismos presos.

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