"Jesús es redentor no como varón, sino como ser humano" Día de la mujer: No hay varón “y” mujer, todos sois uno en Cristo

Marta y María: dos mujeres y Jesús
Marta y María: dos mujeres y Jesús

La mujer en el cristianismo y en el principio de las religiones

Jesús realiza con ellas algo mucho más importante: las acepta y acoge allí donde se encuentran y, uniéndolas a todos los varones oprimidos o necesitados, las sitúa en camino de reino

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Entre los temas que hoy día producen más retórica y más nerviosismo destaca el de la relación hombre-mujer,
en clave de eso que suele llamarse confusamente “ideología de género”. Por poner dos ejemplos,  ese tema estuvo al fondo del Sínodo de la Amazonia, y sigue  estando discutido en el Parlamente de España.

Esta mañana de víspera del día de la mujer (7.3.20) me habían invitado para para un coloquio en directo de RNE, pero no he podido participar pues tenía otro compromiso. Pero, llegada la tarde, y sentado en calma ante el PC he querido redactar dos ideas básicas sobre tema, tomadas de trabajos que vengo escribiendo sobre el tema (cf. imágenes)

      Mi aportación consta de dos partes. (1) Hombre y mujer en el cristianismo. (2) Hombre y mujer en el comienzo de las religiones. La mayor parte de los lectores pueden quedarse con la primera. La segunda es quizá para especialistas.Ésta son algunas de mis aportaciones de fondo:  

  1. El evangelio no pretende sacralizar las condiciones de vida de una  sociedad ordenada en clave de poder, sino  todo lo contrario.
  2. Jesús se ha situado al reverso de la sociedad establecida, con niños, pobres, enfermos, pecadores, para iniciar un camino anti-patriarcal (su dios ABBA no es padre-patriarca en sentido tradicional).
  3. Los “doce” enviados de Jesús varones  retoman pero invierten el símbolo de los patriarcas de Israel. Por eso, todo intento de perpetuarlo dogmática o eclesialmente  resulta anti‒evangélico.
  4. Los credos (Nicea y Calcedonia) no  definen a Jesús como hombre‒varón (anêr) sino como ser humano, persona (anthropos). Jesús no es redentor (presencia encarnada de Dios) como varón frente a un mundo concebido como femenino, sino como ser humano.   

1) HOMBRE Y MUJER EN EL CRISTIANISMO

Para comprender hombre y mujer en las religiones

  1. Jesús.

 Como profeta apocalíptico ha anunciado la llegada del reino de Dios y ha realizado sus señales sobre el mundo; sabe que en el viejo orden social hay opresiones de unos sobre otros; pero ese orden antiguo ha terminado y ahora los hombres (varones y mujeres) pueden renacer desde la gracia de Dios para una vida liberada, gratuita. Lógicamente, para recibir el don del reino de Dios hay que superar las viejas estructuras de opresión (padre y la madre entendidos en su forma judía), hay que romper la estructura dominante y bien jerarquizada de este mundo viejo. Recordemos algunas palabras:

 Dejar herma­nos y hermanas, padre y madre, casa y campo (Mc 10, 29). Superar un tipo de familia y estructura social (Lc 14, 15-24; 18, 19). Estar dispuesto a perderlo todo y "odiarse hasta a sí mismo" (Mc 8, 34-35; Lc 14, 26).

 Esos textos transmiten una fuerte experiencia de ruptura. El evangelio no pretende sacralizar las condiciones de vida de una ciudad (sociedad) patriarcalista donde todo se encuentra estructurado conforme a unas funciones que Dios mismo habría fundado (avalado) de antemano, sino todo lo contrario. En contra de una tradición estamental y clasista, propia de aquellos que defienden como cosa de Dios lo que ahora existe (la función dominadora de los padres y varones), hallamos en Jesús una llamada a la creatividad personal, tanto de hombre como de mujeres. Por eso pide que sus fieles rompan la red de relacione anteriores. Los que escuchan el mensaje del reino han de librarse de todos los esquemas de un pasado impositivo. Por eso, cuando alguien se acerca y pide déjame enterrar primero a mi padre, Jesús responde en forma lapidaria: sígueme y deja que los muertos entierren a sus muertos (Mt 8, 22).

El padre al que un judío ha de enterrar (mantener como autoridad hasta que muera) es el signo del dominio patriarcal: es la tradición que viene desde atrás, que se expande y se mantiene por generaciones, avalando así como sagrado el orden existente (donde imponen su dominio los varones). Pues bien, en contra de eso, Jesús ha iniciado un movimiento renovador de liberación mesiánica. Lógicamente, para ello ha de rasgar las ataduras anteriores, poniendo a todos los humanos (varones y mujeres) ante el campo de su nuevo nacimiento (cf Mc 9, 33-37 par;10, 13-16 par). Precisamente aquí viene a fundarse la nueva perspec­tiva mesiánica del Cristo, superando así la vieja escisión patriar­calista que divide a varones y mujeres.

El padre/patriarca varón define la estructura sacral y social de un tipo de sociedad israelita. Evidentemente, no se trata aquí del padre en cuanto persona débil y necesitada del apoyo de los hijos (como indica bien la tradición que se halla al fondo de Mc 7, 6-13). El padre a quien se debe dejar, con las leyes de su mundo de muertos, es el signo y principio de un poder que se impone desde arriba: es el varón dominador, el jefe genealógico, el señor de la familia que mantiene sometidos a la mujer y a los hijos.

Romper con ese padre significa estar dispuesto a crear una familia de hermanos y hermanas que se sientan en corro, alrededor de Jesús, para escuchar, dialogar y cumplir juntos la voluntad de dios (Mc 3, 31-35). De manera sorprendente y significativa, en esa nueva familia hay buen lugar para hermanos y hermanas (varones y mujeres) y madres (donadoras de vida), pero no para los padres entendidos al modo israelita, patriarcal, impositivo (el mismo fenómeno se repite en Mc 10, 29-30 par).

Este hueco, esta falta del padre, resulta fundamental en la visión de la nueva familia mesiánica, en las funciones de varones y mujeres. El padre antiguo tiene que perder su función y convertirse en hermano/hermana (o madre) para hacerse cristiano. Sobre ese hueco, con una función muy distinta de protección liberadora y de creatividad gratificante, emerge el Padre de los cielo que convierte a todos los hombres y mujeres en hermanos (Mt, 23-8-9)[1].

Así nos situamos ya de lleno ante eso que podemos llamar la inversión del evangelio. El orden actual del este mundo, impositivo, sexista, dominador, se sostiene a partir de la defensa de unas funciones establecidas de forma jerárquica y marginadora : vale el padre sobre el hijo, el varón sobre la mujer, el rico sobre el pobre, el bueno sobre el malo, el sano sobre el enfermo etc.

Pues bien, en gesto expresamente provocativo, Jesús invierte esa estructura de valores: llama bienaventurados a los pobres, cura a los enfermos, ofrece el reino a los que el orden consagrado considera como pecadores.

Desde ese fondo de inversión ha de entenderse su actitud ante los niños. Dentro del orden normal de la sociedad, para defender lo establecido (tradicionalistas, fariseos) o para derrocarlo por la fuerza (revolucionarios, celotas) los niños interesan menos o se toman como secundarios. Los que importan, los que valen, son los grandes, poderosos, triunfadores (en línea de tradición o de revolución). Pues bien, en contra de eso, en gesto que es directamente provocativo, Jesús muestra y dice que los más importantes son los niños: precisamente aquellos que están en manos de los otros, que no tienen fuerza por sí mismos y se encuentran a merced de los demás en su camino. Es evidente que aquí no importa el sexo (niños o niñas). Ellos importan en cuanto humanos y humanos en necesidad. Así han de interpretarse Mc 9, 33-37 y 10, 13-15, que explicitan esa inversión central del Evangelio.

En esta perspectiva de inversión mesiánica adquieren importancia especial junto a los niños otros tipos de personas que están necesitadas. Estos son a mi entender los más patentes: los pobres frente a los ricos, los enfermos frente a los sanos y los pecadores frente a los justos. La actitud de Jesús con cada uno de estos tipos de personas es distinta; su creatividad y amor actúa en cada caso de formas diferentes. Pero en todos se descubre un mismo tipo de inversión o cambio escatológico en la línea de Lc 1, 51-53 y 6, 20-21.

Quizá tipo de análisis simplista nos llevaría a decir que las mujeres aparecen ante Jesús en la línea de los necesitados anteriores, formando así una especie de clase especial de oprimidos (junto a los niños, pobres, enfermos y pecadores). Por eso habría que amarlas de manera peculiar, en gesto de protección bondadosa y en el fondo esclavizante: deberíamos amar a las mujeres de un modo condescendiente, como a seres. Pues bien, en contra de eso, Jesús las ama (las escucha y acoge, dialoga con ellas) como con personas libres, capaces de entender y acoger todo el Evangelio de Dios, por lo menos igual que los varones. Ciertamente, ellas se hallaban más subordinadas que los varones, y en los gestos y palabras de Jesús puede encontrarse un cuidado peculiar por valorarlas. Pero, en general, debemos añadir que Jesús no se ha ocupado de ellas sólo de manera compasiva, como un pretendido superior se ocupa de los inferiores. Jesús las respeta y valora en igualdad personal, lo mismo que a los varones. Pero recordemos algunos textos y tradiciones:

- Jesús hace camino con varones y mujeres, separándo­se así de los rabinos de Israel que solamente acogían a varones.Conforme a los rabinos las mujeres eran incapaces de entender la Ley y de explicarla. Este dato es perfecta­mente comprensible en una sociedad patriarcalista donde sólo los varones se encontraban socialmente "liberados" para el "ocio" de la ley, para el estudio de las Santas Escrituras. Pues bien, Jesús no ha querido instaurar un movimiento de letrados, expertos en la ciencia sagrada. Busca el mundo nuevo del hombre (ser humano) liberado para el reino. Para eso le valen igualmente los varones y mujeres. Ambos aparecen como iguales ante el don de Dios y de su gracia. Por eso las mujeres pueden seguirle y le siguen como miembros de derecho pleno dentro de su grupo. Jsús no ha fundado una escuela de expertos varones que se aíslan para el cultivo de la ley; él ha enseñado en una especie de universidad abierta, en la escuela superior donde varones y mujeres, niños y mayores, pueden escucharle, entenderle y seguirle.

En aquella sociedad patriarcalista (en sentido familiar, so­cial y religioso) Jesús condena ante todo el pecado propio de los varones. A la luz del evangelio es claro que son ante todo los varones patriarcalistas quienes rechazan más a Dios al oponerse al "derecho y gracia" de los pobres. En este sentido más profundo, podemos afirmar que Jesús ha venido a destruir las obras del varón (no las de la mujer, como dirá más tarde una tradición partidista que encontramos en los gnósticos). Prácticamente son siempre las obras del varón patriarcalista (orgulloso, dominador) las que impiden la llegada del reino. Pero, al lado de esos varones opresores hay otros que se encuentran oprimidos; también a ellos ofrece Jesucristo el reino.

Finalmente, Jesús parece haber situado en un mismo plano de opresión y debilidad de varones y mujeres, al vincular en su gesto de perdón a publicanos y prostitutas (cf Mt 21, 31). Unos y otros parecían obligados a vender su cuerpo (mujeres) o su honestidad económica (varones) al servicio de una sociedad machista que les oprime y utiliza para despreciarles después. Los dos grupos se encuentran vinculados ante Jesús por una misma situación de pecado social; los dos están unidos en un mismo camino de gracia, abierto al Dios que les perdona y les acoge a los hombres. 

Titulo

 En esta perspectiva descubrimos eso que pudiera llamarse la soberanía del evangelio. Ciertamente, Jesús no es un reformador social que acepta en parte lo que existe para cambiarlo después o mejorarlo. Los reformadores pactan siempre porque quieren partir de algo "bueno" (fuerte) que ya existe; por eso acaban siendo detallistas, legalistas, distinguiendo lo que se debe aceptar y lo que debe rechazarse. Jesús, en cambio, actúa como profeta escatológico: no se ha puesto a reformar el mundo para mejorarlo; no se ocupa de cambiar detalles; anuncia algo más hondo, más definitivo, el fin del mundo viejo. Esto nos sitúa en el centro del evangelio. Para decirlo en terminología de Mc 2, 18-22: Jesús no viene a remendar con paño nuevo el viejo manto israelita; por eso no le vale el odre viejo de la ley para poner allí su vino nuevo. Como enviado escatológico de Dios anuncia el fin del mundo viejo, ofreciendo ya los signos y principios de su reino, en actitud de nueva creación (cf Mc 2, 18-22).

Pero volvamos al tema principal. Sabemos, por un lado, que el gesto de Jesús es inversivo: inicia su camino de liberación precisamente en el reverso de la sociedad establecida (con los niños, pobres, enfermos, pecadores) para cambiar el orden de la historia y así abarcar a todos, en transformación mesiánica. Pues bien, llegando al final de su camino, más que reformador o inversivo, Jesús es creativo. No se reduce a llamar bienaventuradas a las mujeres (como dice a los pobres); ni afirma que ellas son primeras en el reino (como hace con os niños) etc. Jesús realiza con ellas algo mucho más importante: las acepta y acoge allí donde se encuentran y, uniéndolas a todos los varones oprimidos o necesitados, las sitúa en camino de reino.

Esta es precisamente su creación, la verdad y fuerza de su reino. No enfrenta a las mujeres contra los varones: no las envilece ni enaltece en forma falsa. Las acoge como son y las respeta (las valora) en su misma condición de personas que se encuentran abiertas hacia el reino. En esta perspectiva se podría (y quizá se debería) aplicar a las mujeres el texto más famoso en que Jesús define el seguimiento. Supongamos que una mujer dice a Jesús:(permíteme que entierre primero a mi marido! (cf Mt 8, 21). ¿Qué le dirá Jesús? ¡Tú sígueme y deja que la vieja sociedad (tu marido patriarcalista) entierre a sus muertos! Es evidente que la seguidora de Jesús queda liberada de un matrimonio entendido como sometimiento al marido. Pero en un segundo momento el mismo evangelio capacita a varones y mujeres (ambos por igual) para suscitar una fidelidad personal definitiva (cf Mc 10, 1-12) que no se funda ya en el poder del varón ni se sostiene por imposición de uno sobre otro sino que brota de la palabra de Dios y de la libertad gozosa, creadora, compartida, de varones y mujeres[2].

 Jesús libera a la mujer de la esclavitud (o servidumbre) de un varón considerado como dueño por naturaleza. De esa forma las sitúa como libres, para que así puedan realizarse desde el reino y para el reino, en su verdad más radical, como personas. Esta es la respuesta de Jesús en su carácter creativo (y no meramente inversivo). Un día, le piden que conforme a los principios de la vieja ley decida quién será tras la muerte el propietario de una mujer que estuvo casada con siete varones. Jesús responde superando el nivel de la pregunta: este mundo viejo es campo de "dominio" donde una mujer puede aparecer como propiedad del marido. En contra de eso, el reino es lugar de libertad donde los hombres (varones y mujeres) no se pueden tomar ya como objeto o cosa poseída. En esta perspec­tiva, la mujer queda liberada del dominio del marido, siendo ya persona autónoma y distinta, "como los ángeles del cielo", pero no sólo cuando acabe el mundo sino en el mismo centro de este mundo, entendido en todo el evangelio como lugar y espacio donde se revela y se realiza el reino (cf Mc 12, 18-27).

Jesús no ha venido como reformador legalista, sino que ha ofrecido los principios de una transformación fundamental en la que vienen a quedar ya transcendidos los principios de la antigua sociedad patriarcal. De esa forma ha roto toda forma de dominio del varón sobre la mujer, iniciando un camino de reino donde cada uno (varón o mujer) vale por su misma libertad personal y sólo en liber­tad puede vincularse verdaderamente con el otro.

En esta misma perspectiva adquiere su sentido el texto acerca del eunuco (Mt 19, 12) que ha de interpretarse sobre el fondo de ruptura ya indicada del patriarcalismo. Si para seguir a Jesús el discípulo tiene que dejar al padre y a la madre (cf Mt 19, 29 par) ellos dejan de ser elementos decisivos en la comprensión del ser humano. La renuncia al matrimonio por el reino viene a presentarse como signo de la libertad suprema de varones y mujeres: ya no están determinados por el lugar en que les pone el sexo; no están obligados a casarse por naturaleza; pueden vivir y viven ya la libertad del reino, desde el mismo centro de este mundo.

Sólo allí donde el matrimonio deja de ser obligatorio puede presentare como radicalmente valioso, en plano de elección y libertad, de encuentro personal y gratuidad. Libre son varón y mujer para vivir en celibato desde el reino, en amor abierto a todos los miembros de la comunidad y hacia los pobres. Libres son para casarse, en gratuidad y gozo compartido, formando una familia que supera el patriarcalismo: el dominio sobre la mujer, la autoridad impositiva sobre los hijos. Desde ahora, varones y mujeres, se definen desde el reino: en libertad, en igualdad, en capacidad de comunión gratuita (sea esponsal, sea celibataria). Todo intento de legislar de nuevo sobre el matrimonio o celibato desde imperativos de patriarcalismo (de autoridad social, de prestigio y poder) va en contra del evangelio.

Desde descubrimos mejor la relación que Mt 19, 1-12 ha establecido entre matrimonio indisoluble y celibato por el reino de los cielos. En ambos casos encontramos una misma libertad personal y una misma apertura en el amor para varones y mujeres. Ese amor sólo es posible en libertad originaria, allí donde la esposa no aparece como objeto de dominio del esposo, allí donde los célibes se vuelven eunucos "por el reino" (y no por naturaleza o imposición de otros hombres). Sólo en opción personal, allí donde varones y mujeres pueden desplegarse y se despliegan desde el fondo de sí mismos, adquieren su sentido matrimonio y celibato.

- Hay un momento de profundidad liberadora. Varones y mujeres, casados y célibes, han de fundar su vida en esta experiencia creadora: como creyentes de Jesús descubren que su vida se halla cimentada y arraigada sobre el don del reino; así se saben liberados, recreados. Por eso ya no tienen que afanarse por ganar o conquistar su salvación por medio de acciones, de ejercicios exteriores o razones.

- Hay un momento de universalización. Estando liberada desde el reino y existiendo ya en sí misma (en gesto personal de plenitud) la vida de los discípulos del Cristo se halla abierta en el amor a todos los varones o mujeres que viven desde el reino o que desean alcanzarlo. Así se abre el amor, así se expande, rompiendo las barreras anteriores de la vida y haciendo a los creyentes capaces de un encuentro universal con todos los humanos (especialmente con los más necesitados).

- Hay finalmente un momento de concreción que viene dado por la misma realidad de nuestra vida (limitada) y por la urgencia del amor que, abriéndose a todos, se concreta en algunos especiales. Así pueden distinguirse diferentes "mediaciones" en el campo y camino del reino: sólo a través de ellas se alcanza la universalidad a la que aspira el Cristo.

En el primer momento de liberación o profundización no hay diferencia fundamental para los cristianos. Todos, célibes y casados, han debido cultivar esta experiencia de arraigo fundante en Jesucristo y en el don del reino. La posibilidad del celibato libera al cristiano de la necesidad del matrimonio y viceversa. El celibato ofrece fuerte luz sobre el matrimonio que aparece también como expresión de un don de Dios y como experiencia de libertad gozosa, creadora, compartida, de un varón y una mujer dentro de la comunidad cristiana. Por su parte, el matrimonio ofrece también luz sobre el celibato: lo que importa no es la renuncia negativa al gozo de la unión dual ni al placer del sexo; lo que define el celibato es la capacidad de ir suscitando un amor abierto, liberado, desde el reino[3].

Celibato y matrimonio se convierte así en gestos que son complementarios para varones y mujeres. Sólo puede ser verdaderamente libre en su amor de matrimonio aquella mujer que pudiera no casarse porque es dueña de sí misma para vivir en celibato o para buscar en libertad el matrimonio. De forma semejante, sólo puede vivir en libertad y amor con su mujer aquel varón que pudiera no casarse (que no necesita dominar a la mujer o poseerla sexualmente para afirmarse así como valioso). De una forma complementaria, sólo pueden ser auténticos célibes por el reino aquellos que pudieran casarse en libertad (no son eunucos por naturaleza o por imposición): el celibato es para ellos una forma de acoger la gracia de Dios y de afirmarse desde el reino.

Significativamente, al llegar a este nivel, descubrimos que no existe ya desigualdad entre varones y mujeres. Unos y otras valen como personas: en su propia autonomía creadora. Sólo libremente, de manera personal, pueden vincularse unos a los otros, sea en amor de matrimonio, sea en actitud de celibato. En esta perspectiva ha de entenderse toda la moral de Jesús en el sermón de la montaña: su visión del ser humano como ser que vive en ámbito de gracia. Pienso que a veces, al buscar y precisar como con lupa los detalles del "sermón antropológico" del Cristo, se ha olvidado algo que es obvio y evidente:

- Dentro del Sermón de la Montaña o de los textos con él emparen­tados, Jesús no ha distinguido las funciones de varones y mujeres. Este no es un dato accidental, detalle del que luego pueda prescindirse. Los textos morales de aquel tiempo (de judíos, estoicos, incluso las tablas de deberes domésticos de la iglesia postpaulina: Col 3, 18-4, 1: Ef 5, 22-6, 9; 1 Ped 3, 1-7 etc), están llenas de mandatos propios de varones y mandatos de mujeres. De esa forma ofrecen tablas de preceptos familiares donde todo está reglamentado para el varón y la mujer (especialmente para la mujer) Es sorprendente y luminoso, es evangélico y creador el hecho de que Jesús ignore (o no postule) tales distinciones A su juicio no existe una segunda moral especificamente de mujeres, propia y exclusiva para ellas sino que hay una misma para todos, varones y mujeres. En otras palabras, dentro del Evangelio resulta impensable, carece de sentido un texto tan fundamental como el orden tercero de la Mishna (Nashim) que trata básicamente de las mujeres

- La exigencia moral del sermón de la montaña no es un apéndice accidental o tardío que se deba añadir a una vida eclesial ya formada donde se hallan prefijados los deberes de varones y mujeres. Con su llamada creadora de reino (de gratuidad, perdón, renuncia a la violencia, vida compartida. . . ), Jesús está ofreciendo las bases de la nueva humanidad; está suscitando aquello que pudiéramos llamar la nueva creación, donde no existen ya varones y mujeres como distin­tos ante Dios sino personas abiertas para el reino[4].

Para nosotros, los cristianos, las funciones del varón y la mujer, en cuanto seres personales, han de entenderse y formularse preci­samente a partir del sermón de la montaña. Pues bien, en este plano, conforme al evangelio no se puede hablar de ninguna distinción entre el varón y la mujer. Ambos son iguales desde el reino y para el reino. Todo intento de crear dos moralidades o de justificar la superioridad del varón, reservando para él funciones personales, cristianas, especiales cuyo acceso está vedado a las mujeres me parece contrario al evangelio: es un retorno más atrás del Sermón de la Montaña[5]. 

ABBÁ - IMMÁ - HISTORIA DE DIOS EN LA BIBLIA-PIKAZA, XABIER-9788428830881

3) Principio de la iglesia. Reflexión dogmática.

 En contra de la perspectiva anterior podrían presentarse y a veces se presentan dos objeciones fundamentales: Jesús ha elegido solamente a los varones como apóstoles y ha invocado a Dios con el nombre masculino de Padre (Abba). De esa forma ha vuelto a introducir dentro de su movimiento religioso los principios patriarcales. Pienso que la elección de los doce varones es un signo de la creatividad de Jesús que, apoyándose en el mismo camino de la historia israelita, viene a superarla desde dentro: en aquel contexto social los apóstoles debían ser ser y han sido varones para actualizar de esa manera el signo de los viejos patriarcas de Israel; pero la función que ejercen no es ya masculina sino humana:

- Siendo varones simbolizan a los viejos padres de Israel (los hijos de Jacob), los Doce de Jesús se presentan como signo del Israel escatológico (doce tribus), mostrándose también como expresión de la nueva humanidad reconciliada (cf Mt 19, 28 y par). Para mantenerse en continuidad con los "generadores" de Israel, tendrán que ser varones. Pero, sig­nificativamente, la función que ellos realizan ya no es masculina: el Cristo no les quiere ya para que ejerzan su tarea como "padres biológicos" sino para que sean expresión del poder de la palabra (del reino) que convoca en unidad a todos los dispersos. Por eso, siendo realmente varones, desde la tradición de Israel y quizá también desde las mismas condiciones sociales de aquel tiempo, ellos reali­zan una función que ya no es propia ni exclusiva del sexo masculino. Por eso, todo intento de perpetuar dogmática o eclesialmente el sexo mascu­lino de los apóstoles de Jesús, haciéndolo normativo para los ministros posteriores de la iglesia, me parece una vuelta al judaísmo, pues convierte en condición esencial de apostolado algo que fue exclusivo de los primeros apóstoles: ser signo de los doce patriarcas generadores de Israel.  Ee signo se ha cumplido y superado ya en la pascuas; pretender que ministros posteriores de la iglesia ser varones significa olvidar ()traiciones?) la novedad personalizante del evangelio y rejudaizar peligrosamente el movimiento de Jesús .

- Conforme al recuerdo y testimonio de la iglesia, los Doce enviados testigos prepascuales del Cristo han fracasado de algún modo, de manera que la iglesia ano puede fundarse exclusivamente en ellos. En la prueba final sólo han seguido a Cristo las mujeres, simbolizadas en una especial que le ha ungido para la muerte (Mc 14, 3-9) y concretadas en aquellas que dan testimonio de su entierro y de la tumba abierta (cf Mc 15, 40-47; 16, 1-8 par). Ciertamente, la experiencia pascual de los apóstoles varones que, ante la manifestación de Jesús vencen la antigua incredulidad, es también fundamental en el principio de la iglesia, como sabe 1 Cor 15, 1-8. Pero ella no puede separarse de la experiencia y misión de las mujeres, como sabe el mismo texto crucial de Hech 1, 14. Sólo la necesidad, por otra parte comprensible, de la predicación del mensaje a los judíos hará que se deje un poco al margen la función de las mujeres en el surgimiento y estructura primera de la iglesia. [6].

 Como estamos indicando, Je­sús se ha situado en el nivel original de la experiencia humana, allí donde se igualan ante el reino varones y mujeres. Pero, al mismo tiempo, como representante de una sociedad que ha sido patriarcalista invoca a su Dios con el término de Padre, en las diversas situaciones que la tradición cristiana ha recordado, manteniendo a veces la palabra original aramea de Abba, padrecito. En un primer momento, esa manera de aludir a Dios parece sancionar el patriarcalismo israelita , ratificando el aspecto masculino de Dios. Pero si analizamos los datos con mayor profundidad, descubriremos que a través del mismo símbolo paterno Jesús ha mantenido y expresado la misma visión suprasexual de Dios a que aludimos al hablar del Sermón de la Montaña.

- Dios no es un padre al lado de una madre, de manera qu no tiene rasgos masculinos como opuestos a los femeninos. Es padre en el sentido de principio de vida transcendente y creadora de tal forma que asume rasgos que ordinariamente concebimos como maternales.

- Ante ese Padre Dios todos (varones y mujeres) aparecen como niños, en palabra de profundo simbolismo (Mc 9, 33-37;10, 13-16). Por eso, le podemos presentar como un padre materno: lleno de cercanía, de cariño y de cuidado. De esa forma asume y ratifica la honda experiencia profética: cuando Israel era niño yo le amé (Os 11, 1) y supera la escisión moderna (o patriarcalista) del varón y la mujer: Jesús nos lleva al lugar de la presencia creadora de Dios y nos capacita para realizarnos como humanos (seres personales) desde el Padre-Madre de los cielos.

- Jesús ha destacado los aspectos de ley y cercanía, de autoridad y amor profundo de ese Padre, vinculando así los rasgos de lo masculino y femenino que en la tradición suelen hallarse separados. Sin perder su transcendencia , no olvidando sus aspectos creadores (Dios le envía, le señala su tarea), el Padre se presenta para Cristo como aquel en quien se puede confiar y se confía en el momento de la entrega. De esa forma, tanto como Padre-ley es Madre-amor que le r funda y ecibe en su regazo creador de vida por la muerte. Lógicamente, Jn 19, 25-27 ha puesto ante la cruz de Jesús la figura de su madre de este mundo como signo del Dios Padre de los cielos.

- El misterio de Dios como Padre sólo adquiere para Cristo su sentido en la experiencia de la Pascua. Así lo indica Pablo cuando viene a definir a Dios como "aquel que ha resucitado a su Hijo (Jesús) de entre los muertos" (Rom 1, 3;4, 24). De esa forma, en un proceso que ahora no podemos detallar, Dios ha recibido para los cristianos el nombre radical de Padre en ámbito de pascua: es aquel que ha resucitado a Cristo de los muertos (Cf Flp 2, 9-11). Esto sitúa la paternidad de Dios en un nivel suprasexual, más allá de las diferencias humanas de lo masculino y femenino.

 A partir de aquí se pueden plantear y se plantean varias conse­cuencias de tipo dogmático que vienen a ponernos en el centro de la reflexión cristiana: el carácter masculino de Jesús, como Hijo de Dios, y el posible sentido sexual de la trinidad. Trataremos de ambos temas de una forma puramente indicativa.

Sin duda alguna, Jesús en cuanto humano ha sido varón, como también ha sido judío, palestino, semita del siglo I, etc etc. Este dato de su masculinidad pertenece al "factum" de la revelación y como tal tiene un sentido que debemos aceptar, dentro de la historia. Pero no podemos convertirlo en principio de dogmática. Recordemos, de una vez y para siempre, que en la definición fundante del dogma de la Iglesia, Jesús no está fijado o precisado como varón sino como hombre (es decir, un ser humano):

- El Credo de Nicea-Constantinopla dice que Jesucristo, Unigénito de Dios se ha encarnado (sarkothenta), se ha humanizado (enanthrôpesanta), sin que en ninguno de esos casos se destaque o acentúe su aspecto masculino (Denz 150).

- De manera semejante, la definición de Calcedonia afirma que Jesús es perfecto en su humanidad (en anthrôpoteti) añadiendo que consta de alma y cuerpo (como ser humano pleno), siendo así consubstan­cial con nosotros. Tampoco aquí se alude a su sexo masculino (Denz 301-302).

 Esto significa que la masculinidad de Jesús, como dato histórico y social, no ha tenido para los concilios fundantes de la iglesia ninguna importancia dogmática, a pesar de lo que algunos teólogos quisieran afirmar en nuestro tiempo. Jesús no ha sido nuestro salvador y redentor por el hecho de su sexo masculino (en cuanto vir, varón), sino por la unidad y transcurso entero de su vida humana (nacimiento, mensaje, entrega y muerte) manifestada ante los ojos de la iglesia como revelación definitiva del Hijo eterno de Dios en nuestra historia. En otras palabras, Jesús es redentor en cuanto homo (ser humano) y no en cuanto vir (varón).

En el plano trinitario, Jesús como Hijo de Dios no es masculino ni es tampoco femenino. Ciertamente, la iglesia, manteniéndose en la línea de la historia de la salvación, ha conservado (y presumiblemente conservará en el futuro, al menos en dimensión litúrgica) los símbolos masculinos para referirse a las dos primeras personas trinitarias (llamándolas Padre e Hijo). Sin embargo, admitido eso, debemos añadir dos observaciones complementarias: 

Tanto el Padre como el Hijo, en plano trinitario, han perdido casi todo su carácter de simbólica sexual. El Padre ya no es Padre en relación (oposición) con la posible madre. Por eso, hablando estrictamente, ya no es Padre masculino sino principio original (suprasexual) de vida. Lógicamente, el simbolismo utilizado en esta caso debería ser materno, como han visto casi todas las religiones antiguas: el Dios primero es la Gran Madre. Pues bien, para evitar el riesgo de una maternidad englobante, que parecía amenazara la trans­cendencia de Dios, Jesús y la iglesia han preferido hablar de Padre, empleando de esa forma un lenguaje paradójico que debe aparecer como acicate para que nosotros transcendamos el plano natural del simbolismo materno (y aún paterno). Desde el nivel significante de lo masculino las palabras primordiales de la trinidad nos llevan a un significado suprasexual, a la raiz de la persona.

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- Al situar en el principio de la Trinidad (de Dios) la relación del Padre con el Hijo, el dogma cristiana nos conduce al interior de la gran paradoja divina. En sentido inmediato, conforme a la experiencia sacral casi constante de los pueblos, las figuras divinas primigenias debían ser el Padre y Madre. Ellos vendrían luego a presentarse como principio de toda la existencia (del Hijo divino). Pues bien, en el misterio de Dios no hay "hierogamia". El dogma ha superado de esa forma el esquema de polaridad sexual: la unión primera no es aquella que vincula padre y madre como realidaes polares incompletas. La unión primera vincula a un Padre y un Hijo que, recibiendo nombres masculinos, aparecen como realidades completas, personales, igualmente valiosas para varones y mujeres.   

 Los símbolos usados a este plano nos hacen penetrar en la gran paradoja divina: sirven para que nosotros superemos aquello que nos parecía normal: el plano en que los sexos parecen oponerse y se completan como realidades deficientes. Completo y perfecto es el Padre en su divinidad y, sin embargo, desde su plenitud "engendra" ((símbolo materno!) al Hijo. Completo es el Hijo y sin embargo, en cuanto tal, todo lo que tiene lo tiene como "recibido" ((de nuevo un símbolo que suele suponerse femenino!). Ahora vemos que ni el dar (engendrar) es masculino ni el recibir (acoger) es femenino. A ese nivel, dar y recibir son realidades personales, antes de la división de lo masculino y femenino. Jesús ha sido un varón. Pero no es varón por ser Hijo de Dios (en su nivel eterno), ni su realidad masculina determina su obra mesiánica.

Jesús no es redentor (expresión de la transcendencia de Dios) como varón frente a un mundo concebido como femenino. Por eso, aunque utilice con toda sobriedad el signo de las bodas finales (cf Mc 2, 18-19) no ha venido a presentarse nunca como esposo varón de las bodas. Ese tema será propio de una tradición posterior, que ha desarrollado con lógica de Antiguo Testamento y cierto misticismo la escuela de Pablo (Ef). En su raiz personal y su acción mesiánica, Jesús no puede interpretarse salvadoramente como masculino. Sólo por exigencia social de aquel momento, en la línea de los profetas de Israel, para cumplir su come­tido en una sociedad patriarcalista, era conveniente ((no necesario!) que él se presentara (o encarnara) en forma masculina. Pero una vez que ha realizado su camino descubrimos que su vida y mensaje no se definen a por sus rasgos masculinos sino por su entrega (tan femenina como masculina) al servicio de todos los humanos. 

2. AMPLIACIÓN. HOMBRE‒MUJER EN EL COMIENZO DE LA RELIGIÒN

Hombre y mujer, dos símbolos de Dios del único Dios

 Hay otras huellas de Dios en los hombres, pero la primera es su mismo nacimiento, cuando ellos despiertan a la vida y la van configurando a través de unos padres, que troquelan (configuran) su experiencia y su conocimiento. En esa línea, el hombre se define como persona que nace de personas polares (complementarias), de las que recibe no sólo vida biológica, sino palabra y amor, la tarea de hacerse a sí mismo (sin contar ahora la aportación de hermanos, amigos y compañeros).

En un momento dado, los homínidos (humanos) no se limitan a procrear nuevos vivientes, en sentido biológico, sino que han comenzado a engendrar (crear) otros seres personales, a través de un largo proceso de iniciación y educación, haciéndose madres (padres) de unos hijos a quienes dan nombre (un yo) propio, actuando así como presencia o mediación de Dios. En este contexto se sitúa nuestra confesión (creo en el Padre, el Hijo y el Espíritu), que es paradójica pues no habla de Madre-Padre-Hijo, sino de Padre-Hijo, poniendo al Espíritu Santo en lugar de la Madre.

‒ En el principio debía estar la madre, pues ella es objeto de experiencia inmediata, sin necesidad de argumentos o demostraciones, por ser engendradora del hijo a quien no sólo ha dado a luz ante testigos (comadrona, familiares), sino que ha recibido y cuidado de un modo concreto, despertándole a la palabra y al amor. La madre es el primer conocimiento, pues de ella dependen los hijos, que a partir de ella conocen y entienden al padre y al resto de los hombres. En ese sentido, el ser humano es alguien que nace de una madre. El padre debía ser la segunda persona, y el hijo la tercera. Pero el símbolo trinitario empieza con padre-hijo y sin madre.

‒ Madre y padre no son iguales (intercambiables), de manera que uno no puede realizar la función del otro, pues, como he dicho, al principio está la madre. Y sin embargo ambos son valiosos y se complementan, siendo de algún modo necesarios para que el hijo pueda nacer, crecer y educarse en salud, en relación fecunda, en igualdad dentro de la desigualdad (de padre y madre). Ellos, los padres, son el fundamento de la vida humana, un símbolo dual, dos personas, que se vinculan y marcan la riqueza, complejidad y unidad de la vida humana.

Pues bien, la confesión trinitaria de los cristianos ha interpretado esa dualidad de forma selectiva y paradójica: Prescinde de la madre (a la que deja en silencio, quizá como algo ya sabido) para empezar hablando del padre, a quien vincula con el Hijo y, al fin, con el Espíritu de vida. Éste es el punto de partida del itinerario, que empieza paradójicamente diciendo “creo en Dios Padre”. 

Madre, evidencia primera.

            En su origen, parece que ella es todo, como diosa de la que va emergiendo y madurando el niño, al que engendra, acoge, cuida, dándole su cuerpo (pecho) y ofreciéndole cariño y palabra… Pero la madre humana es ya naturaleza personalizada, con historia y cultura, de forma que los niños inician por ella un camino de maduración por la palabra, en sentido humano y religioso.

            Nadie tiene que decir al niño quién es su madre, y el niño no tiene que hacer demostraciones para conocerla, sino que la entiende (la acoge y se deja transformar por ella) de un modo simbólico y real, en la raíz de su experiencia, pues de ella depende para alimentarse y limpiarse, y para acoger e interpretar la realidad. Sin la presencia personal y la educación intensa de la madre (o de quien la sustituya) el niño es inviable. Por eso, en un nivel de fantasía infantil ella aparece como numinosa: No es un objeto entre otros, sino origen y referencia de todos los objetos.

            Lógicamente, ella es el símbolo más hondo para aquellos a quienes sustenta y educa, es iniciadora de vida, primer conocimiento, pero de tal forma que, en un momento dado, con su misma autoridad, ella se retira de algún modo, poniendo a su hijo ante otro ser humano, y diciéndole: ¡Ése es tu padre, has de escucharle! Sólo cuando ella separa al niño y le pone ante otros seres (en especial ante un padre) empieza la historia verdaderamente humana. La madre engendra, acoge y personaliza así al hijo, abriéndole así ante el padre y otros seres personales (hermanos, parientes, vecinos)[7].

Los animales no tienen madre personal, sino engendradora.Los hombres, en cambio, necesitan una madre personal, pues sólo por ella nacen al amor y a la palabra, abriéndose hacia otros, desde el padre, en relación con los hermanos. Así decimos que los hombres no brotan sin más de la tierra, o de la potencia generante (de la naturaleza), sino de otras personas, que les acogen y educan, les quieren y ofrecen espacio de amor (una historia), y así nacen cuando sus engendradores (plano animal) se vuelven padres (plano humano), abriendo ante ellos un camino personal de vida.

            Pues bien, en ese principio, en el cruce entre naturaleza y vida personal, está la madre, que configura la imaginación y sentimiento de los hijos, abriéndoles a la primera experiencia. Ella es, como he dicho, mater (naturaleza, materia), pero naturaleza humanizada, que se transciende a sí misma, pues a través de ella se expresa la cultura (amor y palabra), en colaboración con el padre. Lógicamente, ella ha sido venerada desde antiguo, como símbolo divino, en clave de engendramiento personal, Vida que transmite vida humana (no simple biología). En este contexto se puede evocar la gran crisis de la madre divina en la raíz de nuestra historia:

‒ Madre diosa. Es signo central del Dios cósmico, fecundidad de la naturaleza (physis, de phyein, dar a luz y brotar). Por eso, muchos mitos conservan el recuerdo de un tiempo originario en que ella era fuente y sentido de la vida, no como persona indidualizada, sino como maternidad cósmica en la que estamos implantados, suelo fecundo del que brotamos.En ese sentido, hombre es aquel que nace de madre... para hacerse así persona, con otras personas (en especial desde el padre).

‒ Crisis. Cerrada en sí, esta madre-cósmica ha podido parecer peligrosapara unos hijos que van volviéndose mayores, y sienten que ella les subyuga, impidiendo que crezcan y se independicen. Por eso ha sido normal que una cultura posterior (patriarcalista) margine a la madre, optando por matarla simbólicamente, como muestra el mito babilonio de Marduk, del que trataremos. De todas formas, como he dicho, la misma madre personal humana concede independencia al niño para que pueda abrirse al padre y a los otros seres humanos.

Recuperación. No se puede rechazar (matar) totalmente a la madre, pues si fuera así la misma vida se destruiría. Por eso es necesario que ella reaparezca con rasgos personales, vinculada al padre, para que los dos, iguales en dignidad, distintos en función, fundamenten la vida de los hijos. La verdadera relación humana es por tanto tríadica, pues la relación de madre e hijo queda enriquecida por el padre, y la de la madre con el padre ratificada por el hijo.

El signo de la madre debe superar por tanto el plano de la pura naturaleza prehumana, para convertirse, con el padre, en símbolo creador, en un plano cultural y religiosa, no como engendradora, sino como persona. Los animales no tienen madre, sino engendradora. Los humanos, en cambio, tienen madre y padre. No han nacido, sin más, de la tierra, o de la potencia generante (física) del mundo, sino de una persona, que les acoge y educa, les ama y sitúa en una historia, con padre y hermanos. El paso de engendradora a madre es el principio de toda humanización.

En un sentido, la madre primera no necesitaba a su lado a un padre, y así la vemos con el niño en brazos, como naturaleza sagrada, dadora de vida, vientre en gestación, pechos fecundos, fuente de realidad que se difunde y expande, como don de sí, como signo divino originario. Pues bien, lógicamente, a fin de culminar su tarea de un modo personal, haciendo posible que el hijo se vuelva independiente, ella ha necesitado (y ha puesto a su lado) la figura del padre. Se ha dicho que está más cerca de la naturaleza. Es más, algunos pueblos han supuesto que ella es la única potencia vital, portadora de esperma o semilla de vida, pues el varón es un elemento secundario en el proceso de la vida humana. Pero tanto la madre como el padre son naturaleza y cultura Desde ese fondo podremos situar el tema de la Trinidad[8].

Padre, un tema de fe. Creer por la madre

Su origen y despliegue simbólico parece posterior al de la madre (de la que depende), pues ella misma dice al niño: ¡Ése es tu padre! Pero en un momento posterior, las culturas triunfadoras han tendido a invertir esa experiencia, priorizando al padre y afirmando que la madre es sólo un útero/instrumento donde el padre pone su semilla. En esa línea, superando el posible matriarcado antiguo, ha surgido una cultura patriarcal de tipo dominador e ideológico:

‒ Falso presupuesto: semen masculino. En un momento dado, las culturas patriarcales, que han determinado la historia de oriente y occidente (de China y la India, hasta Israel y Grecia), se han atrevido a decir que “Dios es padre”, tendiendo a pensar que la mujer, antes concebida como principio de generación, tiene sólo una función receptiva (es ánfora, útero): No es principio de vida, no engendra, sino que recoge el semen del varón, para madurarlo en su seno por un tiempo y educarlo tras el nacimiento. El varón sería forma, la mujer materia; el varón siembra, la mujer recibe; el varón crea, la mujer cuida.

‒ Signo de dominio masculino. No sabemos si existió un matriarcado político y religioso, pero ha existido y sigue existiendo, de algún modo, un ordenamiento patriarcal donde la pretendida prioridad del semen masculino lleva al surgimiento de una sociedad dominada por varones, que dirigen y “protegen” a las mujeres como su bien más alto, pues les dan placer y acogen-cuidan a sus hijos. Así, relegando a las mujeres a la casa, los varones han podido suscitar un mundo de violencia madurado a su servicio.

‒ Ideología religiosa: dioses paternos. Las ideologías surgen y se expanden para justificar una determinada ventaja social o económica, de forma que podemos decir que dioses padres patriarcales, han nacido para justificar la novedad y ventaja del varón, tomado como dueño de la vida. La religión de la diosa podía anclarnos en el fantasma de una madre impersonal. La religión de los dioses padres nos deja en manos de poderes violentos y guerreros.

Este paso de lo materno a lo paterno tiene un fondo ideológico (al servicio del poder), y ha cristalizado de un modo social, transformando la forma de entender y sentir el proceso y estructura de la vida, en clave de imposición: La realidad se ha dividido en dos polos, uno masculino y otro femenino, jerárquicamente organizados: Uno activo, otro receptivo; uno espiritual, otro material, uno capaz de ordenar, otro obligado a obedecer. En este contexto se puede hablar del riesgo de un tipo de patriarcado que enmascara la realidad para dominar sobre ella. Hubiera sido necesario un diálogo en igualdad, pero ha surgido una humanidad que parece acomplejada, dominada, dividida.

‒ Varón acomplejado. Las genealogías sacrales de Israel y la filosofía griega han ratificado la superioridad del varón, pero en el fondo de ese dictamen late, al parecer, un complejo de inferioridad: Los varones nunca han estado convencidos de su poder generador (de que los hijos son suyos) y por eso han empleado la violencia para defenderlos y para defenderse. Frente a la dudosa teoría de Freud (quien afirmaba que las mujeres estaban acomplejadas por su carencia de pene), queremos destacar así el complejo mayor de in-definición de los varones, que no están nunca seguros de sí mismos (de su paternidad) y que, por eso, deber alardear de ella, dominando a la mujer con medios físicos y legales.

Mujer dominada. En el estado matriarcal, la mujer era principio de vida y poder engendrador. Ahora, al convertirse en instrumento del padre, para engendrar a los hijos y cuidarlos, ella ocupa un lugar subordinado. Lógicamente ha de ir virgen al matrimonio, pues sólo así el marido está seguro de su fidelidad, y sabe que los hijos son suyos. Por eso, la sociedad patriarcal no castiga el adulterio de la mujer, sino el del varón, no por pecado sexual (pues no se prohíbe que ella obtenga placer por sí misma o con otras mujeres del posible harén del esposo), sino por atentado contra la autoridad paterna. Sólo así, vigilando a las mujeres, los varones saben (¡creen saber!) que son padres de sus hijos.

‒ Hijos divididos. Todos los niños (varones y mujeres) empiezan en manos de la madre, que les alimenta con su leche y les cuida mientras son pequeños, al servicio de los varones, pero llegada la pubertad ellos se separan. Las mujeres (hijas) siguen bajo la custodia de las madres hasta el matrimonio, sin más formación que la adecuada para repetir el cielo vital y convertirse en madres. Los varones (hijos) son arrancados del cuidado materno y reciben una “segunda formación” masculina, que les capacita para sus deberes especiales de guerreros/padres, para dirigir y dominar (proteger) a las mujeres que les han engendrado y/o cuidado.

En esa línea ha triunfado la visión del varón-padre patriarca, con poder “divino” frente a la mujer y los hijos, y para superarla será necesario un cambio cultural y religioso, que nos permita pasar del patriarca al padre, compañero de la madre y responsable de los hijos, recuperando los rasgos maternos de Dios, como han hecho los profetas (Oseas, Jeremías, Tercer Isaías) y Jesús. Sólo así, superando milenios de manipulación patriarcal, podremos recuperar la palabra “padre” y aplicarla al Dios de Jesús.

Diosa, símbolos femeninos

He presentado los dos símbolos (madre y padre), y así puedo evocarlos a lo largo de la historia de las religiones, recogiendo en línea progresiva (evolutiva) algunos elementos que nos permitan situar mejor los temas, de un modo general, como trasfondo de todo lo que sigue, para interpretar así el “símbolo” cristiano: ¡Creo en Dios Padre…! En ese contexto diré que, cuando la Biblia prohíbe las imágenes, lo hace pensando, sobre todo, en las figuras femeninas de Dios, más ricas y atrayentes que las masculinas[9]:

‒ Gran Madre, pura maternidad. Es un símbolo clave de la historia que ha representado a Dios desde el neolítico como mujer en gestación, “gran Venus”, amplio seno, caderas abundantes, vientre y pechos, casi sin rostro (identidad) y sin manos (no importa lo que hace). Es la Divinidad generadora, madre-materia, gestando y alimentado a los hijos. Esta imagen de la mujer-madre-diosa no representa todo lo divino (como seguiré indicando), pero está en el fondo de una exaltación del proceso de la vida, que nos vincula al cósmico del que procedemos y en el que nacemos y morimos, apareciendo como así como absoluto originario[10].

‒ Madre Asesinada. Esta imagen aparece después de la anterior, para indicar el rechazo que ha podido suscitar una figura dominante, a la que sus mismos hijos matan, como evoca la “historia” de Tiamat, Gran Madre de Mesopotamia, cuyos hijos estaban encerrados en su seno engendrador. Pues bien, en un momento dado, ellos se sintieron oprimidos y se alzaron, y el más audaz, Marduk, derrotó y descuartizó a su madre, y con su cadáver construyó este mundo. La nueva cultura humana habría nacido, según eso, cuando los hijos mataron a la madre, en asesinato/matricidio, que ellos interpretaron como un acto libertador, independizándose de ella, para organizarse como “fratría” en libertad, o para caer de nuevo bajo el poder de un padre aún más violento que la madre[11].

‒ Madre desposada, matrimonio y fraternidad. Diversas culturas vinculan al Padre con la Madre, como símbolos complementarios, Señor y Señora de la dualidad (cultura náhuatl de México). Pero, normalmente esa primera pareja suele aparecer en muchas religiones como divinidad “jubilada” y ociosa, que ha perdido su poder y permanece arriba, separada del conflicto y batallas de la historia. Éste símbolo es antiguo (y parece superado), pero ha seguido influyendo de varias maneras, a veces con predominio del esposo, pero a veces también con igualdad entre ambos. Es un símbolo muy positivo, pero debe precisarse con cuidado, pues puede faltarle hondura personal, ya que tomados en sentido radical (como pura pareja), dios y diosa son sólo engendradores, “en el principio de las aguas”, es decir, del proceso de la vida, como muestra el mito cananeo al hablar de El y Ashera. En este contexto de dualidad (dios y diosa) pueden introducirse también otras variantes en una línea de comunión interpersonal, como la Trinidad, donde hay comunión originaria entre Padre e Hijo (no entre padre y madre)[12].

‒ Madre con Hijo, mujer Reina (Isis). Este signo aparece también en muchos pueblos, tanto en el cercano oriente como en Egipto, donde emerge Isis (o una diosa equivalente) con el hijo divino. El padre (Osiris) ha desaparecido o está bajo tierra, de manera que ella ocupa el centro divino, con signos lunares (es diosa de la noche), con el niño en brazos o sobre sus rodillas, ofreciendo un testimonio persistente del valor de la mujer sagrada, que se hace importante por ser madre, Señora y Diosa (en hebreo Gebîra). La mujer no importa como esposa (las esposas pueden ser intercambiables), sino como Madre de un Hijo importante.En esta perspectiva, aún vigente en ciertas culturas patriarcales (en especial entre los árabes), la mujer carece en sí de identidad, pero se vuelve grande por su hijo... De todas formas, en el principio y centro de la comunión trinitaria cristiana no está una madre divina con hijo, sino el Padre con el Hijo Jesucristo, rompiendo así el modelo tradicional[13].

‒ Madre con Hija, Deméter sufriente. Este signo puede unirse al anterior, pero en una perspectiva exclusivamente femenina: La culminación o plenitud de la Gran Diosa no es aquí un Hijo rey, sino otra mujer, hija suya. Deméter, reina y diosa de la tierra, ha engendrado con Zeus, su esposo y hermano, una hija querida, Perséfone, a la que Hades, dios del subsuelo, ha raptado para hacerla suya. Deméter la busca, llora por ella y lucha incansable hasta encontrarla y llevarla consigo. Las dos mujeres forman una preciosa pareja divina, madre e hija, unidas y defendiéndose, en un mundo de duros varones, entre los que destaca el padre Zeus que desoye el gemido de Deméter, y el tío Hades que rapta a su sobrina. Pero ellas luchan y consiguen “liberarse” al menos por un tiempo del año: La madre podrá disfrutar con su hija seis meses, mientras que los otros seis meses tendrá que dejarla en manos del raptor-esposo. Frente al Padre y el Hijo de la Trinidad se eleva aquí la madre con su hija, marcando el itinerario de una historia de mujeres[14].

‒ ¿Simple mujer? Diosa sin niño ni esposo. En principio, la religión más antigua de Grecia habría tenido un carácter materno, como la de Egipto (su figura dominante sería Deméter, gran madre).Pero en un momento dado, superando ese nivel, los creadores de la religión olímpica, habrían venerado la belleza y vida femenina, simbolizada en una serie de diosas sin consorte estricto, en la línea de Anat (diosa cananea) y de Isthar de Babilonia. Así aparecen en Grecia Atenea, Artemisa y Afrodita, una trinidad femenina, en la que cada una simboliza y preside un campo de la realidad: Atenea es la sabiduría y el orden ciudadano; Artemisa es la naturaleza; Afrodita, el amor... Ellas son independientes, sin un marido que las domine, en un mundo dominado por varones. En esta línea, algunos teólogos modernos han querido presentar al Espíritu Santo como mujer en general, o con rasgos de María, la Virgen inmaculada[15].

 Éstas son algunas figuras sagradas femeninas, en las que aparece la diosa como esposa junto al padre (Ashera), como madre con el Hijo Rey en brazos (Isis) o defendiendo a la hija perseguida (Deméter) etc. La función de esta diosa, que presenta también otros rasgos, tiene elementos positivos, pero ella ha debido ser y ha sido recreada en perspectiva bíblica, de manera que sólo así ha podido ser integrada (aunque en otro plano) por la Trinidad cristiana[16].

Dios, símbolos masculinos

El Padre Dios, que en general acaba dominando, suele ser un hijo rebelde que asume el poder de la Madre (diosa originaria, signo de la tierra) a la que vence, para ocupar el poder más alto, dominando no sólo a la madre vencida, sino al mundo entero. De esa forma, en un momento dado, él termina siendo el centro de la divinidad. Éstas son algunas de las formas en las que aparece:

‒ Padre viejo, príncipe consorte. Suele empezar siendo esposo subordinado de la Diosa Madre, de la que recibe parte de su poder. Así en Mesopotamia, donde Apsu (dios de las aguas dulces) depende de Tiamat (diosa del abismo marino), y en Grecia, donde Urano-Cielo es hijo y esposo subordinado de Gea-Tierra. Lo mismo sucede en el contexto cananeo pre-israelita, donde los dioses masculinos se sitúan a un plano más animal, como poderes de la vida (toro), subordinados a la diosa Ashera, de la que provienen. En un primer momento, este Dios esposo subordinado más que padre, carece de auténtico poder y autonomía, y así permanece velado, en segundo plano, tras la madre diosa[17]. En esa línea, para confesar “creo en Dios Padre…”, los cristianos han de realizar una profunda reelaboración del símbolo paterno.

‒ Hijo violento y victorioso, asesinato del Padre. El Dios masculino que preside el nuevo panteón no suele ser el padre antiguo, subordinado básicamente a la madre, sino un nuevo Dios, un Hijo fuerte, que no es “padre” engendrador, sino guerrero que domina a la naturaleza sacral (y a la misma madre), para hacerse Dios o Señor supremo (tomando después rasgos de Padre). Así aparece y se eleva Marduk, que mata a su madre Tiamat en Mesopotamia, y también Cronos-tiempo, que castra a su padre Urano-cieloenvidioso (en Grecia), y sobre todo Zeus, Dios olímpico, que vence y domina a su padre (Cronos), arrebatándole su reino y haciéndose Padre de dioses y hombres, no sólo por la guerra, sino por un nuevo tipo de engendramiento, entendido de forma militar, por una guerra que fuente y matriz de la experiencia religiosa. Desde ese fondo han entendido algunos al mismo Yahvé, Dios de Israel, y en ese contexto situaremos al Dios Padre cristiano, pero insistiendo en que el Hijo Jesús no le mata, sino que reconcilia a los hombres con él[18].

‒ Retorno del Padre, dioses patriarcales. En la línea del símbolo anterior, para vivir en armonía y no matarse unos a otros, los hijos violentos tuvieron que recuperar simbólicamente la figura del padre asesinado, de manera que uno de ellos asumió, en general, su poder, tomando sus rasgos, pero en otro plano (dialogando con los otros dioses y diosas, sus hermanos inferiores). De esa forma, el fantasma del asesinado (padre animalesco) retorna y se impone en la mente de los asesinos (hombres o dioses), como ha destacado Freud, que aplica este esquema al surgimiento de la religión (Totem y Tabú) y en especial del judaísmo (Moisés y el Monoteísmo). Entendidos así, los dioses patriarcales (y en especial Yahvé) serían un signo (retorno simbólico) del Padre asesinado. El modelo trinitario del cristianismo habría aceptado ese esquema para transformarlo poderosamente, pues el Hijo de Dios (Jesús) no mata al Padre para ocupar su lugar, sino para cumplir su voluntad y extender su Reino, como iré indicando[19].

‒ Cesan los dioses, queda el patriarcalismo.La gran revolución vinculada al “tiempo eje”, entre el VII y IV a.C., ha tendido a superar, al menos en un plano teórico (filosófico), el modelo de los dioses patriarcales del politeísmo, pero en general el trasfondo patriarcal ha permanecido (en China y Roma, India y Persia, Israel y Grecia…). De un modo u otro lo divino se ha vinculado con el cielo, polo paterno y masculino de la realidad, representada por el rey y el orden del Estado. En cierto sentido, la tierra madre y la mujer siguen siendo divinas (forman parte del cosmos sagrado); pero su divinidad resulta derivada, dentro del orden total presidido por un Dios superior, que se concibe de forma masculina. Hemos superado el politeísmo, con sus esquemas míticos de religión y pensamiento, pero la realidad sigue estando dominada por un dios masculino[20].

Esta visión de Dios (padre, patriarca) parece más pobre que la femenina, porque en su misma realidad el símbolo paterno está en principio menos elaborado que el materno, a pesar de lo que ha podido afirmar la crítica freudiana. Las diosas reflejan mejor la potencialidad sagrada del cosmos, mientras que los dioses proyectan hacia lo divino un tipo de poder que ellos nunca han logrado conseguir del todo. Éste es un motivo que ha de ser desarrollado de una forma paradójica, a partir (o a pesar) de los signos paternos del Dios trinitario de los cristianos (¡creo en Dios Padre!)[21].

En el principio parece estar por tanto Gran Madre, pues la religión más antigua era materna, con las limitaciones que esa imagen podía tener. Pero la religión de las culturas triunfadoras ha tendido al patriarcalismo, hasta el día de hoy, pues concede supremacía a Dios Padre (poder sexual, realeza, violencia), motivando (o permitiendo) el sometimiento de las mujeres. Desde ese fondo estudiaremos con cierto detalle la novedad del Dios de la Biblia, comentando para ello algunos textos de dioses y diosas de su entorno[22].

 NOTAS

 [1]El último trabajo que conozco sobre el tema es el de S-C. Barton, Discipleship and family ties in Mark and Matthew, SNTS, MS 89, Cambridge UP 1994, con amplia bibliografía, dedicada sobre todo al análisis literario y sociológico de Mc

[2] Conforme a una costumbre patriarcal, sancionada por la ley israelita (de Moisés), a través del matrimonio el varón se convertiría en dueño de la esposa, de manera que podía utilizarla a su servicio o despedirla, con sólo darle un billete (libelo) de repudio. Pues bien, Jesús responde que esa autoridad del varón es consecuencia del pecado o dureza de los hombres (varones) y va en contra de la voluntad de Dios. Significativamente acude a la palabra del principio (Gen 1, 27) donde varón y mujer aparecían como iguales e independientes en encuentro de amor. Por eso, el matrimonio deja de ser acto de dominio del uno sobre el otro y viene a convertirse en signo de un amor personal indisoluble, fundado en la libertad de los consortes (Mc 10, 1-12).

[3] Quizá podamos distinguir algo más estos dos caminos. El matrimonio acentúa la concreción del amor (compromiso de fidelidad esposo-esposa, fecundidad paterna) para alcanzar así el momento final de universalidad. Conforme a la palabra original de la creación (Mt 19, 8), los esposos se concentran en sí mismos y en los hijos, para abrirse desde ellos y con ellos hacia el resto de los hombre y mujeres, en gesto de servicio y comunión universal, conforme al don del reino. El celibato acentúa la universalidad para así venir a las concreciones del amor comunitario y eclesial, en el servicio del reino: al no casarse, los célibes pueden vivir más de inmediato la exigencia de universalidad del amor; pero a fin de realizar la verdad de ese amor deben concretarlo, formando comunidades afectivas que habrá que precisar en cada caso, en gesto de servicio a los necesitados.

[4]Hay un tipo de pretendido pensamiento ()de ascendencia griega?) que se empeña en hablar de una doble naturaleza humana, distinguiendo en ella al varón y la mujer, como seres ontológicamente distintos. Sólo en un segundo momento, sobre la base de esa naturaleza antecedente, la gracia de Jesús vendría a presentarse como culminación que no destruye esa escisión o dualismo natural (del varón o la mujer) sino que la sanciona y ratifica sobrenaturalmente. Es claro que a un nivel se puede hablar de naturaleza huaman asculina, femenina) aunque luego resulte muy difícil de fijala. Sin embargo, la realidad más honda del ser humano (varón o mujer), tal como aparece en el evangelio de Jesús, no se define a ese nivel sino a nivel de gracia y de persona. Pues bien, a ese nivel de realización personal, en clave de gracia y responsabilidad, la división del ser humano en varón y mujer resulta secundaria.

[5] Justificación general de las afirmaciones anteriores en El evangelio. Vida y Pascua de Jesús, Sígueme, Salamanca 1993.

[6] Desde esta perspectiva ha interpretado la función de los Doce (apóstoles) en Mc: cf Para vivir el Evangelio. Lectura de Marcos, EVD, Estella 1995.

[7] La madre, vinculada al engendramiento, parece hallarse al principio de toda experiencia religiosa, como símbolo primero, útero del que nacemos y al que retornamos por la muerte, de manera que no seríamos lo que somos si ella no siguiera estando en nuestro principio. En este contexto, la figura del padre tiene menos importancia.

[8] La madre es principio de vida, pero puede volverse pavorosa para muchos. En este libro pongo de relieve su aspecto positivo, aunque referida al padre, como he destacado en Hombre y Mujer en las Religiones, Estella 1997; El fenómeno religioso, Madrid 1999. Cf. E. Neumann, Storia delle origini della coscienza, Roma 1978; La grande madre. Fenomenologia delle configurazioni femminili dell'inconscio, Roma 1981; R. Hamerton-Kelly, God the Father, Philadelphia 1979. Durante milenios se ha podido suponer que la madre es la única potencia vital (mujer-diosa, portadora del esperma o semilla), de manera que el padre/varón resulta marginal en el proceso de la vida. Pero el despliegue personal de la vida humana exige dos principios polares y complementarios, madre-padre, mujer-varón, como iré mostrando.

[9] Sobre las diosas en el entorno de Israel, cf. O. Keel y Ch. Uehlinger, Göttinnen, Götter und Gottessymbole, Freiburg im Breisgau 2001; O. Keel y S. Schroer, Eva – Mutter alles Lebendigen: Frauen- und Göttinnenidole aus dem Alten Orient, Freiburg/Schweiz 1983; U. Winter, Frau und Göttin. Exegetische und ikonographische Studien zum weiblichen Gottesbild im Alten Israel und in dessen Umwelt Freiburg/Schweiz 1983. Cf. también M. Stone, When God was a Woman, New York 1976; M. Gimbutas, The Civilization of the Goddess: The World of Old Europe, San Francisco 1991.

[10] He presentado el tema en Hombre y mujer en las religiones, Estella 1986, 39-86. Cf. también Amiga de Dios. Mensaje mariano del Nuevo Testamento, Madrid 1996, 214-258.

[11] Cf. Hombre y mujer 87-101. Los cristianos no han “matado” a la Madre divina (como hacía Marduk de Babilonia), sino que han situado en el cielo a María, madre de Jesús, interpretada simbólicamente como Reina cósmica.

[12] Sobre el fondo mariano del temaen La Madre de Jesús, Salamanca 1991. Cf. S. Benko, The Virgin Goddess. Studies in the Pagan and Christian Roots of Mariology, Leiden 1993; L. Boff, El rostro materno de Dios, Madrid 1981; J. García Paredes, Mariología, Madrid 1995, 157-190; E. Neumann, La Grande Madre, Roma 1981.

[13] Sobre Isis, Hombre y mujer 145-166. Cf. también S. Bartina, Mitos astrales en la Biblia, EE 43 (1968) 327-344; R. E. Brown, El nacimiento del Mesías, Madrid 1982; S. Blanco (y otros), María del Evangelio I: Mateo, EphMar 53 (1993) 9-80; S. Muñoz Iglesias, Los evangelios de la infancia IV. Nacimiento e infancia de Jesús en San Mateo, Madrid 1990.

[14] Texto del mito en T. W. Allen (ed.), The Homeric Hymns, Oxford 1936, en J. Humbert, Homère. Hymnes, Paris 1967 y en A. Bernabé, Himnos Homéricos, Madrid 1988, 43-84.Cf. N. J. Richardson, The Homeric Hymn to Demeter, Oxford 1974; A. Álvarez de M., Las Religiones Mistéricas, Madrid 1961, 54-74.

[15] Ese simbolismo es bueno (junto a un Dios varón aparece una diosa mujer), pero debe matizarse pues, en sentido estricto, el Dios trinitario no es varón ni mujer. Sobre la representación del Espíritu Santo como mujer cf. F. Boespflug, Dieu dans l'art. Sollicitudini Nostrae de Benoit XIV (1745) et l'affaire Crescence de Kaufbeuren, Paris 1984. He desarrollado el tema en Hombre y mujer en las religiones, Estella 1986,95-102, 108-112, 133-139 y en Enchiridion Trinitatis, Salamanca 2005,225-229. Sobre los dioses griegos, cf. W. F. Otto, Los dioses de Grecia Buenos Aires 1973; La naturaleza de los mitos griegos, Barcelona 1992. Recopilación de mitos en R. Graves, Los mitos griegos I-II, Madrid 1995; P. Grimal, Diccionario de mitología griega y romana, Barcelona 1993.

[16] H. Küng, ¿Existe Dios?, Madrid 2004, y H. Urs von Balthasar, “El camino de acceso a la realidad de Dios”, MS II, I, Madrid 1969 interpretan a Dios como fuente de confianza radical, en línea materna. Superando la visión cartesiana (pienso, luego existo), ellos colocan como base de la vida una confianza (fe), fundada en un Dios entendido como madre, actus purus amoris,actividad absoluta de amor. A. Vergote, Psicología religiosa, Madrid 1973, 210-212 ha insistido en la importancia de experiencia de placer materno (humano).

[17] R. Graves, La diosa blanca, Madrid 1978, ha elaborado una historia de la “decadencia” femenina, desde el matriarcado hasta el predominio creciente de lo masculino; con las religiones monoteístas (surgidas del judaísmo).

[18] Para madurar en libertad, los primeros seres humanos (homínidos) tendrían que matar al padre violento del que procedían, de tal forma que al principio no estaría el amor engendrador, sino la guerra, como he destacado en El Señor de los ejércitos. Historia y teología de la guerra, Madrid 1997. Cf. R. Girard, La violencia y lo sagrado, Barcelona 1983; El misterio de nuestro mundo, Salamanca 1982; El chivo expiatorio, Barcelona 1986. Heráclito, Fragmentos 80 y 53 afirmaba que “la guerra es común a todas las cosas... Ella es padre y rey de todo: a unos los hace dioses y a otros hombres, a unos esclavos y a otros libres". A lo largo de este libro iré mostrando las limitaciones de esa hipótesis: A pesar de su importancia, la violencia no es lo primero.

[19] Los dioses patriarcales han sido criticados por los profetas de Israel y por algunos filósofos griegos (como Anaximes), siendo también superados por otras religiones surgidas tras el tiempo eje (siglos VIII-IV), en Persia, India y China. Éstos eran sus rasgos principales (a) Dominan por la muerte. Antes, en el tiempo de la madre, lo divino era potencia engendradora; ahora es imposición. Estos dioses se imponen por la muerte: Actúan y triunfan con violencia, son signo de guerra, el poder del más fuerte. (b) Representan el Cielo superior. Así actúan por el Rayo (cetro de realeza, signo de tormenta) y por la lluvia, y establecen una estructura sexual jerárquica: El cielo arriba y superior, la tierra abajo y subordinada... (c) Son signo de imposición sexual, y puedes estar representados por varón excitado (violento, violador) que conquista y posee a las mujeres, engendrando a través de ellas, que aparecen como campo-tierra donde se introduce la semilla para que germine. (d) Son reyes: toman el poder. El predominio masculino se encuentra asociado a la guerra. Más que engendrar y nacer, importa triunfar. Por eso, el Dios del Cielo, vencedor de la serpiente de la tierra, se eleva sobre los restantes dioses, como patrono de la guerra, protector de los soldados.

[20] Cf. M. Douglas, Cómo piensan las instituciones, Madrid 1996, 59-63, 79-84.

[21] El símbolo paterno (masculino) parece haber entrado actualmente en crisis.Hemos superado, o estamos superando, la visión de una sociedad jerárquica, donde el padre/varón domina sobre la mujer. La vieja sociedad patriarcalista, con sus dioses varones, está siendo (debe ser) sustituida por una igualdad compartida (partnership) entre varones y mujeres.

[22] Cf. V.H. Catalá. La expresión de lo divino en las religiones no cristianas, Madrid 1972; L. Cencillo, Mito, semántica y realidad, Madrid 1970; J. Martín Velasco,“Dios como Padre en la historia de las religiones”, en Dios es Padre, Estudios Trinitarios, Salamanca 1991, 17-43; M. Meslin, L'experience humaine du divin. Fondements d'une anthropologie religieuse, Paris 1988; R. Pettazzoni, Dio. L'essere celeste nelle credenze dei popoli primitivi, Roma 1922; X. Pikaza, Dios como Espíritu y persona. Salamanca 1989, 25-56, 161-188. N. Söderblom, Der lebendige Gott im Zeugnis der Religionsgeschichte, München 1966; G. Widengren, Fenomenología de la religión, Madrid 1976, 83-116.

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