La Dios, crisis del hombre , hoy (2023) como en el Kohelet (IV a.C).

La crisis del hombre es Dios, como formuló Kant en torno al año 1800, en línea de conocimiento (razón pura) y de acción (razón práctica). A lomos de esa crisis seguimos hoy navegando, como supo de manera aún más profunda el Kohelet o Eclesiastés, predicador de la asamblea de Jerusalén en el siglo IV a.C.. Así lo han destacado dos libros recientes,uno de Víctor Morla y otro de Eleuterio R. Ruiz.  

Eclesiastés

El tema del Eclesiastés está en el fondo de la crisis actual (social y religiosa) de occidente.Así lo ponto de relieve en las reflexiones que siguen,  situadas en el contexto de esta semana de la Trinidad y divididas en tendrá dos partes. (a) La crisis actual. (b) La crisis de la Biblia, sido formulada en el Kohelet.  

 CRISIS DE DIOS EN OCCIDENTE

 Empezaré situándome en un contexto hispano, europeo, occidental 1963.  Hace unos  60 años, al fin del preconcilio, desde dentro del franquismo, parecíamos vivir en un mundo eterno de  verdad divina. Pasado un poco más de medio  el barco de nuestra vida política, cultural y  social parece navegar en un mar sin Dios.

  1. Inmersos en una ruptura religiosa.

En otro tiempo, la religión actuaba como de principio unificador del pen­samiento y de la vida social: todos los diversos aspectos de la realidad se hallaban como "entrelazados" y explicados (fundam­entados) en el fondo de una experiencia cristiana unificante. Por eso, la vida en su conjunto aparecía como cargada de sentido. Pues bien, la muerte de Dios (en sentido cultural) ha implicado una muerte de la unidad humana: por eso se dividen y se escinden sus diversos elementos:

¨Queda por un lado el mundo, sin explicación religiosa, como una realidad que parece estar regida por principios de fatalidad, de pura dialéctica vital o material. Dios no se desvela ya en el cosmos. El cosmos se conduce conforme a sus propias reglas y leyes de evolución material.

¨Por otra parte, la sociedad queda también como abandonada a sí misma, sin sanción divina. An­tes, la vida social aparecía como signo de Dios: expresión de una ley sacral que fundamental y dirige la convivencia entre los humanos. Esa ley se ha roto (se ha perdido). Los humanos ya no tienen más posibilidades de "encuentro y relación" que los que pueden establecer ellos mismos, por convenio (para utilidad del conjunto). En el fondo, lo que antes se llamaba "Dios" se iden­tifica ahora con la "razón social" (por no decir a veces la razón de estado). 

¨Queda, finalmente, el individuo, abandonado a su propia voluntad de ser, a su propio deseo de realización o a su fracaso. Antes, el individuo aparecía como "señal" de Dios. Podía cultivar unos valores transcendentes que le definían como individuo autónomo, distinto de todos los restantes individuos. . . con una respon­sabilidad ante Dios y ante los otros. Ahora, el individuo queda encerrado en su propia capacidad de gozo o de realización. 

  1. Ruptura cultural.

Durante un tiempo, la cultura parecía una siervade la religión. Por eso, muchos ­humanos que no lograban unificar su vida en plano religioso lo hacían en un plano filosófico, encontrando así un sentido a su existencia. En esta línea se ha movido el pensamiento racionalista e idealista de occidente, desde Descartes hasta Hegel o Marx: la misma filosofía ofrecía principios y modelos de existencia. Pero el pensamiento de Kant, llegado hasta el extremo, implica ya una especie de ruptura de la razón en tres niveles que resultan incapaces de encontrarse, incapaces de dialogar entre sí: 

¨Esta por un lado la razón pura teórica que funciona en el plano de la ciencia. En ese plano logra un tipo de verdad que se puede instrumentalizar en clave técnica, para el dominio del mundo. Esta razón instrumental y productiva ha crecido en los últimos siglos de una forma prodigiosa, de manera que los ­humanos han logrado dominar parceles de la realidad que antes les quedaban lejanas. Evidentemente, no hay lugar para Dios en ella. 

¨Por otra parte queda la razón práctica, abierta a los problemas de la moralidad y del encuentro entre los humanos. Conforme a los principios de Kant, temáticamente desarrollados, la moral no tiene nada que ver con la ciencia; la razón "comunicativa", que regula el encuentro entre los humanos, no tiene nada que ver con la razón instrumental de dominio del mundo. Así hemos venido a convertirnos en unos humanos que tenemos un inmenso poder para dominar el mundo (para producir) pero que no tenemos ninguna capacidad (o muy poca capacidad) para comunicarnos, para compartir la vida. Tampoco en este plano hay lugar para Dios

¨Finalmente, está la razón estética, abierta hacia el goce de la vida, que también se ha desligado de las dos anteriores. Lo que la tradición llamaba pulchrum (la belleza, el gozo)  aparece como totalmente inde­pendiente del bonum (moral) y del verum (ciencia). Tenemos por lo tanto a un humano dislocado, que sabe cosas. . . pero que no sabe articularlas, que no encuentra la unidad de sí mismo. El arte se ha independizado también de lo divino 

  1. Hay destellos de un de nuevo politeísmo, como de una forma locamente genial pensó Nietzsche y como luego ha sistematizado M. Weber. Politeísmo significa que estamos dominados o dirigidos por la fuerza de "diversos dioses" que parecen en lucha entre sí y que no podemos coordinarlos, no podemos ver su unidad profunda:

¨Como un Dios aparece la ciencia, pero como un Dios separado del resto de la vida. Sabemos dominar el mundo y producir bienes de consumo, pero no sabemos articular ese conocimiento dentro de un plan genérico de vida humana.

¨Otro Dios es la misma sociedad, o un tipo de política,  vista de formas diversas. Co­mo un Dios aparece el estado desde Hobbes, como expresión de un poder secularizado que mantiene a los humanos dominados. O en otras línes aparece como Dios un tipo de razón revolucionaria que intenta dirigirlo todo. Pero nos resulta difícil en este plano encontrar una visión humana abierta al diálogo mutuo, en la libertad.

¨Como un Dios aparece el "arte de vivir", quizá mejor, el gozo de vivir, tomado en sus formas más concretas: en lo erótico, en el disfrute económico etc. Desde el momento en que se pierde la unidad humana, desde el momento en que se desgajan otros aspec­tos de la realidad, la realidad del humano diviniza su propio poder erótico-económico. Estamos en eso que podríamos llamar la redivinización de los grandes poderes de la realidad: los dioses del sexo y de la embriaguez (Venus y Diónisos etc).

4. El tema no es sólo Dios, sino el desencanto social.

Se perci­bía el desencanto hace 50 años, pero ahora es general y quizá incide de manera más intensa en muchos jóvenes. Vamos a estudiarlo de un modo peculiar desde la situación española. Sus rasgos más salientes son, a mi juicio, los siguientes:

¨Desencanto político: los cambios políticos de los últimos años, que tanto prometían, parecen habernos dejado casi donde estába­mos; las utopías (ligadas en parte al marxismo) han perdido incidencia. Por eso nos cuesta creer en la política. Parece que la sociedad de estabiliza en una especie de dominio de los poderes fácticos (dinero, ansia de dominio, grupos partidistas) sin que haya un deseo eficaz de transformación social en profundidad, al servicio del humano.

 ¨ Desencanto religioso: las esperanzas de transformación reli­giosa y eclesial ligadas al Vaticano II parece que no se han cumplido. Mucha gente ha dejado y sigue dejando la reli­gión, o por lo menos la iglesia organi­zada, por simple cansan­cio o desinterés. La religión aparece sin fuerza (no hay profetas verdaderos);en otros casos aparece ligada al sistema, como institución que quiere defender sin más sus propios privilegios; en otros casos se la mira como un "jardín mágico" donde quedan pequeños restos de humanidad que ya ha sido superada por los cambios de los tiempos. Hay una "reserva religiosa" muerta y sin sentido en medio de un mundo sin religión.

¨ Desencanto ideológico: ya no creemos en las grandes "teo­rías". No es que se refuten, es que resbalan. Por eso casi nadie estudia "filosofía" en el sentido clásico del término. Ya no importa el saber, porque el saber no va solucionar ningún pro­blema clave de la vida.

¨Desencanto social y económico: parecía que la economía iba a resolver casi todos los problemas;pero los problemas siguen. Por otra parte, junto a los adelantos materiales ha crecido también el paro. ­Mucha gente se encuentra preocupada (casi angustiada) por la falta de trabajo. Otros viven bien con lo que tienen, pero se despreoc­upan de los demás.

  1. Han surgido diversas teorías del desencanto, que algunos vinculan con autores como Lyotard, Vattimo, Derrida, Bau­dri­llard, Rorty etc. Al lado de ellos se podrían citar relatos de al­gunos novelistas famosos como Eco, Kundera etc. En todos ellos, en medio de las diferencias, se podrían encontrar estos rasgos com­unes, que definen eso que podríamos llamar postmodernidad:

¨El convencimiento de que la modernidad ha fracasado. Ha fraca­sado el intento racional, ilustrado, de explicar de un modo unitario la realidad y de resolver técnica o politicamente los grandes problemas de la humanidad. Ni el capitalismo, ni el marxismo han cumplido sus promesas: no han logrado ofrecer felicidad al ser humano, ni han creado justicia sobre el mundo­. Aho­ra, sobre las ruinas de los viejos ideales, ya no podemos creer en nada. Por eso, la postmodernidad es el pensamiento del realis­mo desencantado. En otro tiempo quedó superado el "encantamiento religioso" que tenía a los humanos como sometidos al poder de lo sagrado. Ahora se ha roto el "encantamiento racional": ya no creemos en el poder de una razón que resuelva los problemas de lo humano. Ese desencantamiento es múltiple:

-- No se cree en las ideologías del progreso burgués, pues llevan a una especie de inhumanidad de los privilegiados, dejando al margen a una mayoría de la sociedad.

  • No se cree en la racionalidad del marxismo y de otros pensamientos revolucionarios porque ellos se muestran fracasados: no han logrado mejorar la vida de los humanos, conducen a las dictaduras.

-- No se cree en la racionalidad nacional de los estados. ­Ciertamente, los viejos estados nacionales tienen un sentido histórico, pero nadie se siente vinculado por dentro a ellos (con excepción de algún fanático fascista). Vivimos con la sensación de que hemos perdido la patria sobre el mundo.

¨Sólo conocemos "retazos", fragmentos de la realidad. Ha muerto la "ra­zón", interpretada antes como "diosa", verdad plena, y no quedan más que "pequeñas razones", pequeñas verdades que son muy limitadas y que valen solamente en un espacio diminuto de nuestra realidad (en plano de ciencia, en nivel de pequeño grupo etc). En la línea del segundo Wittgenstein, parece que solamente existen diferentes "juegos" de lenguaje, separados los unos de los otros. Estamos en eso que Vattimo llamaba el campo de "la razón débil".

- Este es el triunfo del fragmento: hay pequeñas cosas que tienen sentido, dentro de un conjunto de realidad sin sen­tido. Por eso, hemos perdido el todo y nos quedan sólo algunos valores aislados en los que podemos fijarnos por un momento, sin darles más importancia. . . porque pasan. Se ha fragmentado el espacio y el tiempo: no hay un orden de sentido para el conjunto de la realidad.

. Sólo existe, por tanto, una ontología débil o quizá mejor un conjunto de ontologías débiles: cada cosa queda aislada en sí, produce en breve brillo de placer o de gozo en un momento, pero luego desaparece, como los viejos dioses del instante. Esos instantes de sacralidad, de brillo, de sentido, son los únicos que pueden valer en nuestra vida. No hay nada más allá de esos fugaces momentos de gozo estético, interior o material.

¨Hay una tendencia al neoindividualismo (tipo Lipovetsky): mientras el mundo y la historia ruedan, sin solución, sólo queda el recurso a lo inmediato, a los pequeños placeres del momento, a las pequeñas verdades, limitadas al espacio de mi vida. Cada humano vuelve a encontrarse cerrado en sí mismo, en una vida donde parece que sólo queda lugar para el placer inmediato.

- Individualismo significa alejamiento. Cada humano se en­cuentra en el fondo encerrado en sí mismo. En ese sentido hay como una vuelta el existencialismo de Heidegger, pero sin su tragedia, sin su fuerza ontológica. Hay un existen­cialismo sin angustia, porque la angustia sería una especie de protesta contra lo que existe, un deseo de que existiera algo distinto. Y ya no hay deseos grandes. Hay quizá una resignación a la vida.

- Hay un individualismo fácil, sin grandes tragedias. Las tragedias se dan cuando uno lucha contra el destino. En esta perspectiva no merece la pena luchar contra el destino: somos lo que somos y estamos donde estamos. No es posible ser más ni desear más.

¨De ahí puede pasarse pronto a un neovitalismo (fabricado con retazos de filosofía de Nietzsche): por eso se exalta la vita­lidad, en formas muy diversas, desde el plano erótico hasta el nivel de la voluntad de poder, en una clave que a veces nos acerca al neofascismo.

-- Vitalismo sería gozo de la vida, en los planes antiguos más concretos de erotismo y de gozo de la naturaleza. En ese plano de la búsqueda e emociones intensas el humano se siente durante un tiempo con "sentido" en la realidad.

-- Vitalismo sería acentuación de los poderes no racionales de la vida. No se trata de pensar y calcular. Se trata de dejar que el mismo instinto nos conduzca, sin regularlo desde fuera, sin imponerle un tipo de dirección, un tipo de exigencia externa.

 ¨Referencia religiosa. En una medida considerable el postmoder­nismo viene a presentarse como postcristianismo, al menos en el sentido de las grandes iglesias. En algunos casos se podría hablar de vuelta al paganismo: quizá deba hablarse de un retor­no a la sacraliza­ción original del cosmos (¿Nietzsche? ¿Hei­degger?). En otros casos se puede hablar de religio­sidad sin fe… De todas formas, es evidente que en esta pers­pectiva, el Dios cristiano tradicional aparece como muerto. Aquí se podrá hablar sólo de una religiosidad distinta: natural, li­bre (¿salva­je?), experiencial etc. 

5. Algunos buscan soluciones duras, neoconservadores a la fuerza.

Lógicamente, en esta línea, en la que inciden elemen­tos culturales, sociales y nacionalistas, se ha venido a suscitar una tendencia a la seguridad: el sistema capitalismo de occidente quiere asegurar de nuevo sus conquistas (indudables en el plano de la libertad formal), para justificar de nuevo su camino. De esa forma se rechaza la postmodernidad, para empalmar de nuevo con la ilustra­ción capitalista de occidente. Co­mo represen­tantes clave de este línea podríamos citar a grandes sociólogos americanos como P. Ber­ger, D. Bell, M. Novak etc. Elementos clave de esa tendencia son, a mi juicio, los siguientes:

- Ciertamente, hay una corrección social del capitalismo: estos neo-conservadores quieren corregir el libre juego del mercado, ­ha­ciendo que la producción queda repartirse más en el conjunto del sistema.

  • Eso implica una mayor participación del estado (o de los estados) en la gestión económica. Crece por tanto el poder de lo funcionarios sociales (de la burocracia del sistema), que­dando menos espacio para los capitalistas clásicos.

- Se acentúa el poder de la tecnocracia, que constituye la nueva clase dirigente (sobre el capitalismo clásico). El poder supre­mo es la información, en el amplio sentido de la palabra. Los dueños de la información (plano de ciencia) se hacen de alguna forma dueños del sistema (en colaboración con los burócratas de la política). De esa forma se instaura el poder de eso que se ha solido llamar la tecno-burocracia.

  • Se quiere mantener el estado de producción (progreso) y bie­nestar de occidente, de manera que resulta necesario el creci­miento del sistema (para lo cual tienen que quedar fuera del sistema el tercero y cuarto mundo, en situación de neode­pen­dencia o neoesclavitud).
  • Lógicamente, para defender este nuevo crecimiento capitalista, muchos han buscado el apoyo de lo religioso. Esta actitud que puede hallarse difusa en países de tradición "anticlerical" (como Italia y España) resulta evidente en países como Estados Unidos (y quizá Inglaterra, Alemania etc.). Para que el sistema capita­lista neoconservador funcione es necesario que obtenga el respaldo de las "religiones del progreso" (del judeocris­tianis­mo): sólo si hay un tipo de "fe cuasi religiosa en el sistema" el sistema puede funcionar; si no hay "fe" en eso que se llaman las virtudes del progreso (austeridad, trabajo, ahorro etc) no puede haber progreso. Estamos dentro de aquello que M. Weber estudió genial­men­te al fijar las relaciones entre puritanismo protes­tante y surgimien­to del capitalismo.

 6. Ante el riesgo de un fundamentalismo impuesto

no sólo en el islam y en ciertas formas de religión muy vinculada a una cultura (en la India), sino en el mismo cristianismo. El fenómeno es comprensible: son muchos los que tienen miedo a los cambios sociales, culturales, religiosos. Les parece que para mantener el orden resulta indispensable un tipo de "imposición" sacral. Por eso, las religiones (y de un modo especial el cristianismo católico) pueden tender a cerrarse en sí mismas, en un tipo de fe sin razonamiento, de uniformidad social sin verdadera libertad.

¨ El Dios fundamentalista es un Señor que aparece lleno de seguridad, como alguien a quien se conoce bien y que puede exigir de sus devotos un comportamiento regulado, uniforme, en plano intelectual y social.

¨ La religión fundamentalista suele estar guiada por el miedo más que por la libertad, como si Dios fuera un "valor" que debe conservarse a la fuerza y como si a los humanos se les debiera ayudar a mantenerse religiosos, para bien de ellos mismos.

¨ Toda nuestra reflexión bíblica y teológica, lo mismo que nuestro análisis cultural, quiere situarse más allá del fundamentalismo. La experiencia de Dios se mostrará en todo lo que sigue como llamada a la libertad, al amor mutuo sin imposiciones. 

  ECLESIASTÉS (KOHELET), UNA CRISIS ANTIGUA (AÑO 300 A.C.)

El libro del Eclesiastés

 El libro del Eclesiastés, que significa "varón de la asamblea, en hebreo Kohelet, ofrece el más duro testimonio de la crisis israelita de dios. Parece rota la fe antigua que guiaba a los hebreos a través de los caminos de la alianza. El humano queda en solitario ante su Dios, sin otro interrogante que el cansancio, sin más gozo que el que pueden ofrecerle los pequeños placeres de una vida en la que nada ni nadie puede responder a sus dolores.   

Yo, Eclesiastés, he sido rey de Israel en Jerusalén…. Hablé en mi corazón: ¡adelante, voy a probarte en el placer! ¡disfruta la dicha!. Traté de regalar mi cuerpo con el vino, emprendí mis grandes obras, construí palacios, planté viñas, hice huertos y jardines y los llené de toda suerte de frutales. Tuve siervos y siervas. Poseía servidumbre. ­También atesoré el oro y la plata, tributo de reyes y provincias. . De cuanto me pedían los ojos nada les negué, ni rehusé a mi corazón gozo ninguno (2, 1-10).

 Estos son los dones que al hombre pueden hacerle dichoso: poder, salud y dinero; belleza y placer, dominio sobre el mundo. Esto son los bienes que han buscado por siglos y milenios los varones y mujeres de la tierra. Los mismos hebreos oprimidos que dejaron Egipto (en éxodo fundante) salieron en busca de estas cosas. ¿No tendían la promesa, el éxodo y la alianza hacia un estado en que los humanos pudieran disfrutar de las fortunas de la tierra, go­zando así del gozo y la grandeza de la tierra?

Pero ha llegado el momento de la crisis y lo viejos hebreos oprimidos descubren que tampoco el goce de la tierra y de la vida por sí misma resulta suficiente. No basta la riqueza que da el mundo dentro de la historia; resultan incapaces de dar felicidad auténtica los bienes y fortunas de una vida en la que todo rueda hacia la muerte. Por eso, el más rico de los humanos de la tierra, el Eclesiastés, varón privilegiado que preside la asamblea de los humanos, acaba siendo un ser infortunado.

Esto no quiere decir que la riqueza sea mala, que los dones de la tierra (pan y vino, amigos, posesiones) deban evitarse. Pero el "sabio" verdadero busca más. Así ha buscado el Eclesiastés, repre­sentante de la asamblea israelita, dedicando el tiempo de su vida a conocer y probar todas las cosas (cf 1, 12-13). Al final, su conclusión ha sido esta: 

Todo es vanidad y perseguir al viento (2, 11)

He observado cuanto pasa bajo el sol

y he visto que todo es vanidad y perseguir al viento (1, 14).

 Esta es la experiencia final del humano que ha llegado, desde el fondo del placer y la fortuna de la tierra, hasta el nivel radical del desencanto: "vanidad de vanidades, todo vanidad" (1, 2). El dolor se convertía para Job en fuego de protesta. El gozo de la tierra se ha mostrado para Eclesiastés campo de angustia: "vanidad de vanidades, todo es un absurdo".

En un momento determinado, el humano que ha salido a conquistar el mundo para descubrir y realizar su propia realidad humana se da cuenta de que el mundo con sus bienes no le basta. No le basta lo que tiene y todo se termina convirtiendo en espejismo de un deseo diferente. Busca otra cosa y al buscar advierte que, en su entorno, al mundo de placer que él anhelaba se convierte en espacio de injusticia. ¿Dónde se halla Dios en todo eso?

El mundo de Dios en el el Eclesiastés.

Lo primero que sorprende es el agrio pesimismo de su vida. Pues bien, este es pesimismo con razones y deriva de la misma experien­cia de la historia: buscamos el placer y descubrimos (realizamos) sólo gestos de injusticia:

 Volví mi vista y descubrí las violencias que se hacen bajo el sol. Escuché el llanto del oprimido que no tiene ya quien le consuele. Y advertí que el poder se encuentra en manos opresoras, sin que nadie se preocupe ahora de hacer justicia al oprimido (4, 1-2).

 Eclesiastés, el humano que ha venido a escudriñar los caminos de Israel, ha descubierto que no hay orden de Dios sobre la tierra. No existe la justicia, ni la ayuda al oprimido. Parece que vivimos en un mundo donde todo viene a estar reglamentado por las leyes de la fuerza. Triunfa la violencia y la fortuna en los afortuna­dos. Mien­tras tanto padecen los pequeños:

De todo he visto en mis fugaces días: justos que mueren en toda su justicia, impíos que envejecen en su misma iniqui­dad. El humano domina sobre el humano a fin de hacerle daño. Por eso se venera a los impíos (7, 15; 8, 9-10).

 La experiencia le ha mostrado que no existe una sanción moral. No puede hablarse del influjo de Dios como justicia en la existen­cia. Han perdido su valor las leyes viejas: no hay premio para los buenos, ni castigo para los males. Parece que Dios planea indiferen­te por encima de la rueda de la vida, sin que nada le interese:

 He visto que los justos y los sabios y sus obras están en manos de Dios y los humanos ya no saben si son objeto de amor o de odio. Por eso todo es un absurdo. Todo da lo mismo: la misma es la suerte que corren el justo y el injusto, el bueno y el malo, el puro y el impuro, el que humano religioso y el que no practica religión. Lo mismo que al humano de bien pasa al malhechor; como el que jura es el odia el juramento. Esto es lo malo de todo lo que pasa bajo el sol: que haya un destino común para todos; y por eso el corazón del humano se halla lleno de maldad. Hay locura en sus corazones mientras viven, y después llega la muerte (9, 1-4).

 Duras son ciertamente estas palabras: ciertamente, Dios planea como un simple espectador sobre la rueda de fortuna de la historia; por eso ya no importa la vida de los humanos, no hay frontera o división que nos ayude a distinguir lo bueno de lo malo. Dios no tiene un rostro personal; se ha convertido en una especie de símbolo de fuerza sin conciencia, de fatalidad sin vida. Mientras tanto el humano sufre: en vano se fatiga, sin rumbo camina.

Al llegar a este final tenemos la impresión de que la historia de Israel se ha liquidado ¿Dónde queda ya la alianza y las promesas? ¿es cierto que Dios nos ha librado en el éxodo de Egipto? Pues bien, sobre el vacío que produce esa pérdida de Dios parece que necesitaríamos un éxodo distinto: tenemos que salir de la opresión (la situación) en la que todos nos hallamos perdi­dos, angustiados, destruidos sobre el mundo.

En un determinado plano, encontraremos que el Eclesiastés, humano de asamblea, ha descubier­to que existe algo que tiene un poco de sentido: ¡el conocer! Por lo menos el sabio advierte lo que hace. "Tiene los ojos en la frente, mientras que el necio camino en la tiniebla" (2, 14). Pero, ­si volvemos a mirar con más rigor descubriremos que esa misma ventaja del sabio resulta al final ilusoria, tampoco la sabiduría salva al humano sobre el mundo:

 Vi también que la suerte de los dos (del necio y del sabio) es la misma. Entonces dije: "también yo correré la suerte del que es necio ¿por qué pues hacerme sabio? ¿qué provecho sacaré de todo ello?". Y advertí que también eso es vanidad, porque ni del sabio ni del necio se hará memoria eterna, sino que , pasado un tiempo, todo se acaba olvidando. Muere, pues, el sabio igual que el necio. Por eso aborrecí la vida, al ver que todo bajo el sol es un absurdo, es perseguir al viento (2, 15-17).

 Llegamos de esta forma hasta el final de eso que pudiéramos llamar el proceso de desconstrucción de la realidad. Por siglos y milenios los humanos han querido descubrir su realidad, fijar un norte en el rumbo de su vida. Así han trazado normas de conducta que venido a convertirse en base de la sabiduría. Pues bien, al discernirlo todo, el sabio advierte que al final todo se confunde, todo da lo mismo:

¨Necedad (=vanidad) resulta el gozo que suscitan los placeres, pues al fin terminan siendo insuficientes. "Vi que todo es vanidad, un perseguir el viento" (2, 11). El hastío lo ha inundado todo, de manera que nada merece nuestro esfuerzo. La misma riqueza de la tierra se convierte en un "empacho", porque el rico sólo come su riqueza (su pan) "entre congojas y tinieblas, entre rabia y llanto" (cf 5, 14-15). Creciendo los bienes crecen las preocupaciones. Aumentando los placeres se multiplica el cansancio, de modo que se llega hasta la náusea (cf 5, 9).

¨Necedad resulta el mismo conocimiento. ¿Para qué saber si es que nada se resuelve con razones? Además "creciendo el saber crece el dolor" (1, 18). Por eso, en un determinado sentido sería mejor el ignorarlo todo, pasar en la incons­ciencia por la vida, como sombra que va y viene sin que nada le preocupe.

¨Finalmente, es vanidad el afán de la justicia, porque el humano no sabe si merece la pena el observarla. Escudriña el justo sobre el mundo, en los caminos de la vida, y no descubre norma alguna que pudiera guiarle, dirigirle. Todas las leyes que los humanos han trazado dentro de la historia acaban siendo su entender convencionales, carecen de sentido y permanencia.

 No es que Eclesiastés condena la existencia como mala, no es que la rechace por perversa. El problema está en que no tiene senti­do. No tiene sentido la vida sobre el mundo, porque no hay señales que distingan lo bueno de lo malo, la vida de la muerte, el amor de la condena. Se ha perdido el norte y todo da mismo. Estamos en una especie de "paraíso" original pero invertido (en contra del Gen 2-3). En este nuevo paraíso ya no existe el árbol de lo bueno y de lo malo, de manera que los humanos ya no saben cómo tienen que portarse.

Estos son los presupuestos, esta es la tarea: cómo organizar la vida allí donde no existen la principios para organizarla. Ecle­siastés es el humano que corriendo ya por todos los caminos de este mundo ha descubierto que el mundo se ha quedado sin un Dios a quien podamos entender de modo intramundano, como signo y sentido del misterio de la vida. Pues bien, allí donde no hay Dios sólo nos queda como signo final el gran proceso del eterno retorno de las cosas:

 Una generación va, otra generación viene. Pero la tierra permanece para siempre. Sale el sol y el sol se pone; corre a su lugar para salir de allí otra vez. Sopla el viento y gira al norte; gira que te gira sigue el viento y así vuelve a girar. Todos los ríos van al mar y el mar nunca se llena; del lugar donde los ríos van, de allí surgen de nuevo. Todas las cosas dan fastidio.

Se cansa el ojo de mirar, el oído se cansa de oir. Lo que fué eso será. Lo que se hizo eso se hará. Nada nuevo hay bajo el sol. Si de alguna cosa puede asegurarse "mira, es nuevo", aún eso ya existía en los tiempos que pasaron. No hay recuerdo de lo antiguo, como no habrá un día memoria de lo nuevo, para aquellos que vengan después (1, 4-11).

 Todo gira en el camino del mundo y de la historia y así todo se olvida. Falta, como ya hemos dicho, el sentido de totalidad, la visión de una existen­cia donde pueda distinguirse, precisarse, las acciones. Por eso no se puede hablar de Dios dentro del mundo e interpretarlo así como elemento del sistema. Dios rompe el sistema, no encaja entre las cosas. Lógicamente, si miramos con hondura hacia aquello que existe sobre el mundo encontraremos que no puede ya haber Dios sobre la tierra (dentro de la histo­ria).

En este sentido, el Eclesiastés aparece como defensor de un tipo de ateismo metodol­ógico: el mundo se ha cerrado sobre sí y ya no aparece como signo de un misterio transcendente. Y con esto hemos planteado ya el tema siguiente.

Dios debe haber, pero es como si no hubiera

Nuestro libro es, según eso, un testimonio de ateísmo, en el nivel del cosmos y la historia. Todo sucede en ese plano como si Dios no existiera. E­so significa que debemos superar todos los ídolos del cosmos, de la historia y de la misma realidad humana:

¨Hay según eso un ateísmo cósmico. En un primer nivel, el mundo no aparece ya como lugar de Dios; es un espacio en el que todo sucede conforme a los principios del eterno retorno de las cosas. En ese plano de vientos y de mares, de agua, fuego y tierra, el humano viene a desvelarse como un elemento que está inmerso en la gran rueda de fortuna de la vida. ­Pues bien, ese círculo en que todo nace y gira no es divino. Lógicamente, Dios no puede verse ya en el plano de la naturaleza.

¨Hay un ateísmo histórico.Si no es divino el mundo en el que estamos tampoco son divinas nuestras obras, la historia que nosotros mismos construimos y tejemos en el tiempo. Por eso es imposible que los humanos quieran definir su vida partiendo de sus propias creaciones. En ese plano hay que decir que todas nuestras obras pasan y terminan, de diluyen y se olvidan con el tiempo (o como el tiempo). Lógicamente, Dios transciende los caminos de la creación política, no se identifica con aquello que los humanos pueden ir haciendo sobre el mundo.

¨Hay, finalmente, un ateísmo antropológico. Aceptemos lo anterior, que no es divino el mundo donde el humano mora, ni tampoco es divina nuestra historia­. Pe­ro ¿no podrá afirmar­se que nosotros mismos somos dioses? Normal­mente, las religiones de la interiori­dad (hinduismo y budismo , lo mismo que el espirit­ualismo helénico tardío) tienden a divinizar de alguna forma la verdad interna de los humanos: su atmán originario, la hondura del nirvana, el espíritu eterno. ­Pues bien, en contra de eso, en la línea de la tradición israelita, el Ecle­siastés afirmará con toda fuerza que el humano no es divino. "El humano y la bestia comparten una misma suerte. ­Muere el uno como el otro y ambos tienen el mismo hálito de vida. En nada aventaja el humano a la bestia pues todo es vanidad. Los dos caminan a la misma meta: salieron del polvo y hacia el polvo vuelven. ¿Quién sabe si el aliento de vida de los humanos sube hacia la altura y si el aliento de vida de la bestia baja hacia la tierra?" (3, 19-21).

 De esta forma hemos llegado hasta el nivel más hondo de eso que podríamos llamar proceso de purificación de Dios de la Escritu­ra israelita: debemos superar todo el nivel de las acciones y los ídolos que existen en el mundo, como son naturaleza, histo­ria, huma­ni­dad. Sólo allí se rom­pen, donde quiebren y se pueden superar los planos anteriores puede hablarse ya de Dios, de manifestación de su misterio y verdadera teología.

En un primer momento, ese proceso de ruptura de Dios (desdivini­zación) resulta tan intenso y doloroso, que el Eclesiastés, que en algún sentido sigue amando los goces y placeres de la vida, siente que todas sus certezas se derrumban ¿Cómo se podrá vivir sin Dios? ¿Cómo se puede soportar una existencia que se encuentra de antemano condenada? Pues bien, en esa situación en la que el viejo Dios pierde sentido, el Eclesiastés quiere vivir y así lo dice con toda claridad. De esa forma nos conduce hasta el lugar de una paradoja, hacia ese plano donde la existencia del humano se halla de algún modo dividida.

Este es, a mi entender, el tema clave. Nosotros, occidentales, acos­tumbrados a la claridad de una razón cartesiana, sentimos a veces la dificultad de admitir esta experiencia paradójica, la unión del gozo del la vida y del profundo desencanto. Pues bien, el Eclesias­tés no ha visto oposición (contradicción) entre esos planos. Así lo indicaremos, poniendo el uno frente al otro y destacando en un tercer lugar el sentido de la experiencia de Dios como apertura del humano hacia el un nivel superior de gratuidad y misterio.

Vivir a pesar de que parece que no existe Dios que actúe

A pesar de todo, la vida es. gozo de Dios y con gozo debe cultivarse, por encima de todas las crisis y las pruebas. El humano ha quedado sin Dios en el mundo, sin Dios en la historia, pe­ro tiene la vida y, decide vivirla, a pesar de todo, me­suradamente, pero con gozo. Por eso, en contra de todas las posibles tentaciones de condena total o de rechazo, ­ha terminado aceptando la existencia:

 No existe para el humano algo mejor que comer y beber, go­zar de su trabajo (2, 24; 3, 12-13). Es bueno comer, beber y disfrutar en medio de tantos afanes. También el haber recibido de Dios las riquezas y hacienda en don divi­no. . . (5, 17-19).

Vete, come alegremente tu pan y bebe tu vino con alegre corazón porque se agrada Dios con tu fortuna. Vístete en todo tiempo de blancas vestiduras y no falte el ungüento en tu cabeza. Goza de la vida con tu amada compañera todos los días de tu rápida existencia. . . porque esa es tu porción en esta vida entre todos los trabajos que padeces bajo el sol. Cuanto tu mano pueda hacer hazlo alegremen­te, porque no hay en el sepulcro al tú vas ni obra, ni razón, ni ciencia, ni sabiduría (9, 7-10).

Este canto a la vida constituye el principio de la teodicea de Eclesiastés. En el fondo de todos los problemas, la vida sigue teniendo un sentido. Tiene un gran valor el gozo sobrio, mesurado, ­la felicidad pequeña, la alegría fugaz, en medio de una vida que parece azotada por todos los vientos destructores. Nuestro autor ha perdido el sentido de la totali­dad, la visión salvadora de la naturaleza y de la historia lo mismo que una comprensión divina de su vida pero conserva su capacidad para disfrutar de los pequeños valores que ofrece esa vida en medio de la tierra. En este aspecto, podemos afirmar­ que ha descubierto y cultivado eso que algunos llaman el gozo de la finitud, la alegría limitada pero intensa de una vida que sigue siendo bella en sus limitacio­nes.

Apostar por la vida en un mundo de muerte

 Cesa el gozo, se diluye la alegría de un camino abierto a la experiencia sosegada y bondadosa de las cosas (descanso y comida, amistad y trabajo) y viene a desvelarse  el rostro  duro de una vida de mundo. Pues bien, a pesar de ello, debemos optar por la vida, como si Dios existiera y fuera bueno. No es Dios quien nos hace. Somos nosotros en el fondo los que hacemos a Dios, hacemos que venga, hacemos que exista.  Ciertamente, en un primer plano solo hay muerte

 Tornéme y vi las violencias que se hacen bajo el sol. . . y proclamé dichosos a los muertos que se han ido; más dichosos que los vivos que existen todavía. Pero más dichosos aún a los que nunca fueron y no vieron lo malo que se hace bajo el sol (4, 1-3).

Estas palabras parecen blasfemia y, sin embargo, no lo son. Ellas reflejan, en el fondo, una nostalgia inmensa por la vida verdadera. Son un grito que el varón de la asamblea, Eclesiastés, ha levantado ante la altura de un misterio que parece que no quiere responder­le. En ese aspecto, en el fondo de la misma tristeza viene a plantearse la pregunta de la misma vida, en forma de llamada por Dios, como todavía indicaremos. Desde ese fondo han de entenderse las palabras que siguen:

 Mejor es entrar en una casa en luto que en un hogar en fiesta. . . Mejor es la tristeza que la risa. . . Mejor el fin de una cosa que el principio (7, 2. 3. 8).

 Parece que el mundo ha sido creado para morir y, sin embargo, el humano vive. Su destino consiste en terminar y consumir­se. De esa forma, toda la existencia se condensa en la fatiga del trabajo inútil, como noria que da vueltas y no logra sacar agua del pozo, como pozo que se excava y nunca llega a la vena de las aguas. Pero en el fondo de ese gesto de luto, el mismo sufrimiento de los humanos viene a levantarse frente a Dios a modo de pregun­ta.

El humano es una especie de contradicción: es gozo de la vida y es tristeza, es camino creador y es la fatiga donde acaban todas nuestras creaciones. Por eso no se puede encontrar una respuesta que resuelva en su raíz nuestro problema. Cerrar los ojos sería quedar sólo en el llanto. Engaño sería fijarse solamente en la alegría. En el centro de la contradicción, en forma de problema viviente, emerge nuestra vida, como una pregunta por Dios. Y con esto planteamos el tercer aspecto del análisis que ofrecer el Eclesiastés.

En el fondo de la contradicción humana está el problema por Dios. Quizá pudiéramos decir que está en el fondo de la tragico­media o, mejor, del drama humano. No es comedia la vida; pero tampoco es una pura tragedia. Es lugar de cruce, campo donde vienen a encontrarse los caminos. Por eso el autor puede decir:

 Una misma es la suerte de todos ¡la muerte. Pero mientras uno vive hay esperanza. Que mejor es perro vivo que león que ha muerto. Pues los vivos saben que han de morir, más el muerto nada sabe y ya no espera recompensa, habiéndose perdido su memoria. Amor, odio, envidia: para ellos todo ha terminado. Ya no participan en aquello que pasa bajo el sol (9, 4-6).

 Bajo el sol se desarrolla ese camino misterioso de la vida que llamamos ahora drama. Parece que en el fondo todo está velado por un tipo de nostalgia, de tristeza. Pero es una nostalgia que puede ser amable, moderada. Quizá debiéramos decir que nuestra vida se convierte en una especie de obra de arte:

 No quieras ser demasiado justo ni demasiado sabio ¿para qué quieres destruirte? No hagas mucho mal, no seas insensato ¿para qué pretende morir antes de tiempo? (7, 16-17).

Pedirle mucho a la existencia es malo. Buscar a Dios con ansiedad desesperada no es tampoco conveniente. Pero tampoco tiene algún sentido el arrojarse hacia aquello que es perverso. El ansia de placer y de dinero terminan destruyendo la existencia ¿Qué nos queda? Queda todo o, mejor dicho, sólo ahora emerge todo ¡sigue abierta nuestra misma realidad como pregunta! Ella hace que el humano sea más que un círculo cerrado sobre el mundo, sobre su propia realidad, sobre su historia.

Por eso nos sigue valiendo el mensaje del Eclesiastés, como mensaje de sobriedad y de finura, de honestidad en medio de otras voces más solemnes de la tierra. Con su mismo gesto de búsqueda nos dice que es preciso mantenernos en la búsqueda, más allá del dolor y la alegría relativa de la vida.

Dios no se define como la alegría en sí. Tampoco es la tristeza de la muerte. No es círculo del cosmos donde todo acaba por curvarse y gira sin cesar sobre su centro. No es tampoco el ideal de nuestra historia, ni la hondura de mi propia realidad existen­cial humana. ¿Quién es Dios entonces?

Negativamente es fácil contestar: Dios es lo contrario a lo que nosotros construimos o inventamos como ídolos. En este aspecto, el Ecle­siastés ha realizado el más radical de los procesos de desmitolo­gización que puedan darse sobre el mundo. Pero positiva­mente resulta más difícil decir decir quién es Dios tras la muerte de los dioses.

 Quizá pudiéramos decir que Dios viene a mostrarse como el principio de la digni­dad par los humanos: nos impulsa a preguntar, manteniendo siempre la mesura, la grandeza de la propia vida, en medio de la prueba. D­ios es igual­mente una hondura de misterio: en ese aspecto, nuestro autor tiene la certeza de que hay algo que le sobrepasa, hay alguien que sostiene, alienta y da sentido desde el fondo a nuestra vida. Por eso se mantiene vigilante en medio de la prueba:

 Alégrate mozo en tu mocedad. . . Pero ten presente que de todo esto te pedirá cuentas Dios (11, 9). En los días de tu juventud acuérdate de tu Hacedor antes de que vengan días malos. . . y torne el polvo a la tierra que antes era y retorne a Dios el Espíritu que Dios le ha dado (12, 1. 5).

Esta pudiera ser su última palabra. No es quizá palabra muy teológica, pero resulta muy significativa: vivimos sobre un mundo rodeado de ignorancia; apenas sabemos lo que implica nuestra vida. Pero al fondo de ella alienta una presencia superior de realidad que nos funda­menta y sobrepasa. Esto es Dios, aquel Dios que está en el fondo de todo el proceso de búsqueda del Eclesias­tés.

La Palabra se hizo carne

Quizá pudiéramos definir a Dios como sentido de la vida en una vida que parece carente de sentido: es potencial y verdad de nuestra propia transcendencia, pero no fuera, sino dentro de la misma humanidad, como dirá con su vida Jesucristo.

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