Domingo del Bautismo, Bautismo cristiano

En el principio del envío de Jesús (y en sus comunidades galileo/nazoreas) no parece que haya habido lugar para el bautismo. Eso significa que hubo una primera misión mesiánica sin un signo propio de pertenencia o identificación ritual, de manera que la palabra clave para los seguidores de Jesús: «Decid: el Reino de Dios se ha acercado, sanad enfermos, echad fuera demonios...» (Mt 10, 7- 8).

Pero hubo después y sigue habiendo, como sabe Pablo y ratifica de manera universal el evangelio de Mateo, una segunda misión que está marcada por un signo de pertenencia especial: «Bautizad en el nombre del Padre…» (Mt 28, 16-20). Entre ambas se inscribe una larga experiencia de despliegue cristiano, marcada por el surgimiento y expansión del bautismo, en el que influyen diversos elementos:

a. El recuerdo (y recuperación) del signo de Juan Bautista dentro de la Iglesia… La iglesia asume los signos de purificación del judaísmo, que Jesús había en gran parte superado. El hecho de que Jesús dejara de bautizar, mientras que la iglesia posterior bautiza implica un cambio muy importante dentro de la comunidad

b. La experiencia pentecostal del bautismo en (o con) el Espíritu Santo, propia de las comunidades helenistas, a partir de Jerusalén. El recuerdo y presencia de Jesús se expresa en forma de vivencia pentecostal, como recoge el texto Hechos 2.

c. Una interpretación pascual de la muerte de Jesús como principio de una nueva experiencia de muerte y renacimiento, que puede expresarse en el rito del bautismo de los cristianos (Rom 6, 3). Más que como rito de purificación, para perdón de los pecados, el bautismo viene a presentarse como rito de inmersión en Jesús…, como una experiencia de transformación personal.

d. El recuerdo de Jesús como aquel que bautiza en Espíritu Santo (cf. Mc 1, 8 par). En las reflexiones que siguen condensamos estos cuatro rasgos en dos: tratamos primero del paso del bautismo de Juan al de Jesús; exponemos después los rasgos principales del bautismo mesiánico en la iglesia.


1. Del bautismo de Juan al bautismo de Jesús.

El signo de «entrada» en el pueblo israelita era la circuncisión. Pero en tiempos de Jesús existían numerosos ritos bautismales de purificación, que marcaban de un modo más inmediato la piedad de los creyentes. La misma Ley pedía lavatorios y bautismos, para que los sacerdotes se purificaran al comienzo y fin de sus ritos, siguiendo el ejemplo de Aarón (Lev 8, 6; cf. 16, 4.24.26-28). Los bautismos eran también un medio de purificación para los que habían contraído alguna mancha ritual, por lepra (Lev 14, 8-9; cf. 2 Rey 5, 14) o emisiones sexuales (cf. Lev 14, 16-24).

En el tiempo de Jesús, los fariseos estaban empezando a cumplir los ritos de purificaciones y bautismos que, en principio, el libro del Levítico había propuesto sólo para los sacerdotes. Algunos grupos, especialmente interesados por la pureza, como los de Qumrán tenían ceremonias diarias de bautismos (cf. 1Q 5, 11-14) y Marcos ha puesto de relieve la importancia que daban al tema: «Porque los fariseos y todos los judíos, aferrándose a la tradición de los ancianos, si no se lavan muchas veces las manos, no comen. Y si no se lavan cuando vuelven de la plaza no comen. Y ellos han tomado para observar muchas otras cosas, como los lavamientos (bautismo) de los vasos de beber y de los jarros, y de los utensilios de metal y de las camas» (Mc 7, 2-4).

Juan Bautista había dado al bautismo un carácter profético de preparación y purificación ante el juicio, como he puesto de relieve en Historia de Jesús (Verbo Divino, Estella 2013, cap. 4), donde he presentado ya el tema del bautismo de Jesús, que la tradición cristiana ha interpretado como unción mesiánica o nuevo nacimiento por obra del Espíritu Santo (cf. Mc 1, 9-11). De un modo consecuente, esa tradición ha puesto en boca de Juan Bautista la distinción entre los dos bautismos: uno de agua para penitencia, en línea de preparación y de promesa (el suyo); otro de Espíritu Santo para introducir a los hombres y mujeres en la fuerza y vida de Dios (el de Jesús) (cf. Mc 1, 8).

En un primer momento, ese bautismo en el Espíritu podía interpretarse también en un sentido judicial, tomando el espíritu en sentido fuerte, como huracán o viento de la gran siega de Dios, unido al hacha que corta los trocos secos y al fuego que quema la paja y la leña (cf. Mt 3, 10-11). Lucas ha mantenido el tema (Lc 3, 16-17), pero lo ha recreado en el libro de los Hechos, interpretando el bautismo de espíritu (viento de Dios) y de fuego (juicio de Dios) en la línea de la iglesia, como si el mismo Jesús resucitado hubiera bautizado a los creyentes: «Recibiréis el poder del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta lo último de la tierra» (Hch 1, 8). Eso significa que Jesús ha cumplida la promesa de Juan Bautista, ofreciendo a la Iglesia su bautismo (Lc 3, 16; cf. Mc 1, 8; Jn 7, 39 y 20, 22).

Pero el bautismo de la Iglesia no es sólo en Espíritu Santo, sino también con agua y, de esa forma, se vincula (y vincula a los creyentes) con el signo de Juan Bautista y también con los primeros momentos del ministerio de Jesús (cuando él se bautizó y bautizaba en el Jordán). Ciertamente, la Iglesia ha proyectado su teología en el relato antiguo (Mc 1, 9-11 par), pero no ha querido ni ha podido borrar la memoria histórica del bautismo de Jesús, que inició su tarea (su plenitud mesiánica) después de haber sido iniciado por Juan en el agua del juicio de Dios, descubriendo que allí donde este mundo termina (muerte) empieza el mundo verdadero.

Ciertamente, en un primer momento, Jesús acompañó quizá a Juan, bautizando él también a los penitentes que venían a buscarle (cf. Jn 3, 22; 4, 1-2). Pero después se separó de Juan y dejó de practicar ese bautismo, para anunciar e instaurar el reino de Dios con sus exorcismos, su enseñanza y sus comidas compartidas, hasta subir a Jerusalén. Por eso, todo intento de clausurar el bautismo de Jesús en el nivel de Juan Bautista, como ritual de juicio y penitencia, significa ignorar su sentido. Sin referencia a la muerte y resurrección de Jesús no se puede hablar de su bautismo (en un plano de Iglesia).

En ese contexto podemos añadir que las primeras comunidades galileas, probablemente, no bautizaban, sino que su signo principal eran los exorcismos. Pero en un momento dado ellas han vuelto a bautizar, (posiblemente en Jerusalén y no en Galilea; a partir de los helenistas y no de Santiago, el hermano del Señor) y lo han en nombre de Jesús, recordando su muerte. Ese gesto empieza pareciendo extraño, pues (a diferencia de Juan) el mensaje y proyecto de Jesús no incluía elementos bautismales, sino que se centraba en la llegada del Reino de Dios (sin bautismo previo). Pues bien, reinterpretado desde una comprensión pascual de la muerte de Jesús (la misma muerte es principio de vida), el bautismo se ha extendido pronto en las iglesias, viniendo a convertirse en un rito esencial de los seguidores de Jesús.

Todo nos permite suponer que los cristianos helenistas introdujeron el bautismo ya en Jerusalén
(en nombre de Jesús), no sólo por la conveniencia de tener un rito distintivo, sino también porque vincularon el bautismo con la muerte de Jesús (como indicará Pablo en Rom 6, 4). En el bautismo cristiano ha influido el recuerdo del mensaje y figura de Juan Bautista, al principio de la historia de Jesús, sino sobre todo la muerte de Jesús, entendida como un tipo de bautismo (Mc 10, 38-39), lo mismo que la experiencia de Pentecostés, entendida como bautismo en el Espíritu Santo (cf. Mc 1, 8).


De esa manera, la iglesia ha tomado una opción trascendental. No sabemos quién la tomó, ni cuándo. Lucas supone que fue Pedro, el primer día de pascua (cf. Hch 3, 38); pero es más probable que fueran los helenistas los que empezaran a bautizar, más tarde, al reinterpretar la muerte de Jesús como signo salvador. Tampoco sabemos si al principio se bautizaban en agua todos los que confesaban su fe en Jesús o si en algunos grupos bastaba el bautismo en el Espíritu, como experiencia de renovación interior.

Tampoco sabemos si se bautizaba en todas las comunidades (por ejemplo, en Antioquía) o sólo en algunas. Sea como fuere, lo cierto es que el bautismo en agua se hizo pronto un signo clave de pertenencia cristiana, como la atestigua Pablo (cf. 1 Cor 1, 17; Rom 6, 4) y lo ratifican sus discípulos (cf. Col 2, 12; Ef 4, 5).

En esa línea, el bautismo ha venido a convertirse en la primera institución visible de los seguidores de Jesús. Conocemos las dificultades de la iglesia con la circuncisión (cf. Hch 15; Gal 1-2), pero parece que no hubo oposición al bautismo, entendido como afirmación social y escatológica, signo de la salvación ya realizada en Cristo. El bautismo ha mantenido a los creyentes en continuidad con los discípulos de Juan Bautista y con aquellos judíos, que realizaban ritos semejantes. Pero, al mismo tiempo, ha expresado y expandido la nueva experiencia de la muerte y pascua de Jesús, en cuyo nombre se bautizan sus fieles (cf. 1 Cor 1, 13; Hch 8, 16). De esa forma ha venido a presentarse como experiencia de muerte y nuevo nacimiento (cf. Rom 6, 4).

2. Bautismo cristiano, una experiencia mesiánica.

El bautismo de la iglesia constituye un acontecimiento creyente, de solidaridad con Jesús, de vinculación en su destino de muerte y de resurrección. Es un bautismo único (que sólo se realiza una vez), como el de Juan, en contra de las purificaciones bautismales de otros grupos judíos, antiguos y actuales. Así aparece como signo escatológico y pascual. Por un lado mantiene a los creyentes en continuidad con Juan y los judíos que lo efectuaban; pero, al mismo tiempo, expresa y expande la nueva experiencia de la muerte y pascua de Jesús, en cuyo nombre se bautizan.

El bautismo es, al mismo tiempo, un signo de iniciación y demarcación. Quienes lo reciben nacen de nuevo, insertándose en la muerte y resurrección de Jesús y de esa forma se distinguen y definen a sí mismos, como indicará muy pronto la fórmula trinitaria (en el nombre del Padre, Hijo y Espíritu: Mt 28, 16-20). De esa forma (estén circuncidados o no, sean judíos o gentiles), se convierten en miembros de una comunidad mesiánica, en la que se han insertado. Por eso, el bautismo es, al mismo tiempo, un signo de universalidad, que supera la división de estados sociales y de sexos, como sabe la proclamación de Gal 3, 28 («ya no hay judío ni gentil, macho ni hembra...»), que es probablemente una fórmula bautismal.

La circuncisión discriminaba, pues era un signo en la carne, propio (no exclusivo) de judíos y varones; por eso establecía distinciones en la comunidad, pues, en algún sentido, sólo los varones circuncidados aparecían como plenamente judíos. Por el contrario, el bautismo es igual para judíos y gentiles, para varones y mujeres, para libres y esclavos, como signo de una identidad más alta, que vincula a los hombres y mujeres con Jesús y su Reino, sin necesidad de una “marca” corporal.

‒- ((Así lo ha puesto especialmente de relieve T. Wiley, Pablo de Tarso y las primeras cristianas gentiles, Sígueme, Salamanca 2007. El bautismo enmarca así la paradoja de la institución cristiana, que es universal y creadora, lo mismo que el agua, que todos los hombres y mujeres emplean para lavarse y beber. Conserva el recuerdo del pecado (es para perdón), pero expresa y despliega el nuevo nacimiento en perdón e igualdad para todos, hombres y mujeres (en contra de la circuncisión, que es sólo para hombres).


Del origen de los tiempos llega este signo de muerte y de vida, de fecundidad cristiana. El bautizado, hombre o mujer, recibe el signo del agua de Dios, por el que se expresa la muerte de Jesús, que ahora aparece como principio universal de vida. El signo de Juan estaba vinculado a su persona y sólo él podía realizarlo. El de Jesús se abre a todos los humanos (cf. Ef 4, 5). Por eso, la iglesia no ha creado una institución de bautistas (cf. 1 Cor 1, 14-17), ni ha reservado su aplicación a los presbíteros u obispos, sino que todos pueden bautizar, de manera que son celebrantes, ministros de la liturgia cristiana de la vida)).

Junto a los exorcismos (que marcan la tensión liberadora del mensaje de Jesús) y al lado de la eucaristía (que expresa su identidad), la colación del bautismo constituye el elemento básico de la nueva historia cristiana. No es un signo de preparación para el fin del mundo, sino que ratifica y expresa el nuevo nacimiento realizado ya en Jesús y acogido por los fieles. No es la señal de un grupo de separados, que se aíslan del mundo, sino el signo de unas personas que quieren integrarse en el camino de la vida, desde el agua universal, como al principio de la creación (cuando todas las cosas surgieron del agua, por medio del Espíritu; cf. Gen 1, 1-2).

La circuncisión puede separar a unos de otros (a hombres de mujeres), a unos pueblos de otros pueblos (como vio pronto la comunidad cristiana, que no quiso imponerla a todos los creyentes). Además, ella vinculada sólo a los varones, como un signo corporal que no puede aplicarse a las mujeres.

Frente a eso, el bautismo es un signo espiritual (que no queda fijado en una marca del cuerpo), siendo, al mismo tiempo, un acontecimiento total de la persona, la experiencia corporal y social, interior y exterior, de haber muerto y de renacer con Cristo, como Cristo, en la nueva comunidad de los creyentes.

Desde ese fondo, el bautismo se puede distinguir de los exorcismos, pero sigue vinculado con ellos. Los exorcismos son una terapia, el bautismo es un rito de pertenencia, pero un rito «terapéutico», que marca la libertad del hombre y/o de la mujer sobre todos los poderes de opresión. El exorcismo no puede ni debe aplicar a todos. El bautismo puede aplicarse a todos, apareciendo pronto como signo universal de libertad, más aún, como auténtico exorcismo, como expresión de la lucha contra lo satánico

Conclusión

En ese sentido, siendo institución abierta a todos los que creen en Jesús, el bautismo cristiano ha venido a presentarse como una experiencia carismática de superación de la ley y de la muerte, que mantenía a los hombres sometidos, una experiencia de inserción en el amor que Jesus ha proclamado y expresado en su vida. Desde ese fondo se vinculan, como ha dicho Juan evangelista, el bautismo en agua y el bautismo en el Espíritu (cf. Jn 3, 5), añadiendo que los cristianos son aquellos que se bautizan «en el nombre de Jesús», identificándose con él, por encima de todas las restantes diferencias.

Quizá podamos añadir que el bautismo en nombre de Jesús ha sido una experiencia desencadenante, un redescubrimiento del poder creador de la nueva vida que proviene de Jesús. De esa forma, los nuevos cristianos lo vieron como una experiencia de iniciación y de renacimiento que marcaba la existencia de aquellos que se vinculan a Jesús. Esa experiencia real, con intervención comunitaria, en desnudez ante Dios y ante los otros, marca un nuevo comienzo de humanidad (como supone Gal 3, 28). A partir de aquí, se puede afirmar que la Iglesia es la comunidad de los que renacen a la Vida por Jesús, formando así un cuerpo, como dice una fórmula tardía, que recoge todo un camino de vida de la Iglesia: «Hay un solo cuerpo y un solo Espíritu, así como habéis sido llamados a una sola esperanza de vuestro llamamiento. Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, quien es sobre todos, a través de todos y en todos» (Ef 4, 4-6).


Sobre el trasfondo y sentido del bautismo

G. Bachelard, El agua y los sueños, FEC, México 1993;
C. K. Barret, El Espíritu Santo en la tradición sinóptica, Sec. Trinitario, Salamanca 1978;
G. Barth, El Bautismo en el tiempo del cristianismo primitivo (BEB 60), Sígueme, Salamanca 1986, 25-40;
M. A. Chevallier, Aliento de Dios, el Espíritu Santo en el Nuevo Testamento I, Sec. Trinitario, Salamanca 1982;
J. D. G. Dunn, Baptism in the Holy Spirit (SBT 15), SCM, London 1970;
Jesús y el Espíritu Santo, Secretariado Trinitario, Salamanca 1981;
H. Mühlen, El Espíritu Santo en la iglesia, Sec. Trinitario, Salamanca 1998;
X. Pikaza, Trinidad y comunidad cristiana, Sec. Trinitario, Salamanca 1990, 81-114, 173-198;
E. Schweizer, El Espíritu Santo, Sígueme, Salamanca 1984;
H. Stegemann, Los esenios, Qumrán, Juan Bautista y Jesús, Trotta, Madrid 1996, 212-252.
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