¿Existen los ángeles? ¿Cómo existe el Diablo? Respuesta de Jesús

Ayer presenté una larga postal sobre los ángeles y al Diablo. Y me ha escrito Francisco, preguntándome:

Pero ¿existen de verdad los ángeles y el diablo? ¿Por qué no respondes de un modo sencillo con un sí o con un no?

Sencillamente, no puedo responder de esa manera, a pesar de que he escrito cientos de páginas sobre el tema... Tampoco Jesús respondió con un sí o con un no, sino que hizo algo mucho más profundo: Luchó contra lo demoníaco, que expresar el sentido de Dios (el sentido de lo angélico) en el mundo.

Por eso:

a. No puedo decir si los ángeles y el Diablo existen, como existe esta casa o el río Guadalquivir… o como existes tú, Francisco? No, los ángeles y el Diablo no son cosas que podamos meter dentro las coordenadas cartesianas… de un modo material, sino que forman parte de nuestra propia vida humana, en relación de presencia o ausencia de Dios, en un contexto de bien o de mal...

b. Pero tampoco puede decir que no existen, en contra de lo que algunos llaman la desmitologización racionalista. Ciertamente, existe lo angélico, espacio superior de gracia que nos inunda y desborda. Existe lo demoníaco… pero de un modo distinto.


c. Quizá la misma palabra realidad (de res, cosa) y la palabra exsistencia (de estar fuera…) son al fin muy problemáticas. Quizá esos «seres» (ángeles, demonio) no tengan realidad cósmica, no sean eso que algunos han llamado «entes a la mano» (utensilios) o «entes a los ojos» (ideas). En este campo la teología no ha dado todavía sus pasos decisivos.

d. Por otra parte, debo añadir que resulta plenamente ambiguo, por no decir equivocado, empeñarse en llamar a los ángeles y al Diablo realidades personales. Es difícil que podamos llamarles personas, en el sentido en que decimos que Dios es personal, o que somos personas los seres humanos…. Pienso que acaba siendo una osadía el decir que los ángeles y el Diablo son personas.

Lo más que podríamos hacer es situar a los ángeles en el ámbito de lo personal (personalizante) y concluir en el Diablo (lo demoníaco) existe en el plano de lo antipersonal. Unos y otros, ángeles y Diablo, “son”, en un sentido extenso: Ellos forman parte del gran drama de la historia de Dios con los hombres. Con esto nos basta. El sentido más exacto de su realidad o existencia suscita tales dificultades y preguntas que aquí no podemos ni siquiera plantearlas.

Por eso, en vez de decir si los ángeles y el diablo existen… quiero volver a presentar lo que dice de ellos Jesús, en los evangelios sinópticos y en el evangelio de Juan

Imagen 1. Ángeles niños de Rafael Sanzio (de la Madonna Sixtina, 1513/4)
Imagen 2: R. Bellver, el Ángel Caído, parque del Retiro, Madrid (1877)


1. EVANGELIOS SINÓPTICOS: JESÚS Y EL DIABLO

DENTRO de lo que podríamos llamar el campo del Jesús histórico, los ángeles ocupan un lugar más bien modesto. Jesús no ofrece nada que se pueda comparar con las especulaciones angelológicas de la literatura apocalíptica. Le importa el reino de Dios y en un lugar fundamental de su mensaje afirma que ni aún los ángeles conocen (=pueden dominar) su día y hora (Mc 13, 32; Mt 24, 36). De todas formas, moviéndose quizá en la línea de cierta exégesis rabínica, Jesús afirma que los ángeles de Dios sostienen y protegen a los más pequeños de este mundo (Mt 18,10), añadiendo que en el Reino, los salvados no estarán ya sometidos al poder del sexo, como pasa en esta tierra: serán como ángeles de Dios (Mc 12, 25; Mt 22,30).

En este campo, la novedad de Jesús se manifiesta en eso que podríamos llamar el comienzo de una cristologización (o, quizá mejor, mesianización) de lo angélico. Es básico aquel texto que dice: «A quien me confiese delante de los hombres, el Hijo del Hombre le confesará delante de los ángeles de Dios» (Lc 12,8; redacción más cristológica, sin ángeles, en Mt 10,32-33).

Los ángeles forman la corte de gloria y de juicio de Dios. En calidad de tales deben asumir el testimonio de Jesús, ratificado por el Hijo del Hombre, que muy pronto acabará identificándose con el mismo Jesucristo. Pues bien, en esta línea, los ángeles del juicio tienden a convertirse en compañeros y servidores del Hijo del Hombre que viene (Mc 13,27; 8,38; Lc 9,26). De esa forma, y perteneciendo a Dios, ellos vienen a presentarse como ejecutores de la obra del Hijo del Hombre: están al servicio de Jesús. No es extraño que la tradición cristiana (cf. Mt 16,27; 24,31) acabe presentándolos como ángeles «del Hijo del Hombre».

Papel más importante realizan en la vida de Jesús el Diablo y sus demonios. Lo demoníaco está ahí. No se teoriza en torno a su origen. Tampoco se discuten sus formas de existencia. El Diablo aparece como un momento concreto de la existencia del hombre caído, enfermo, aplastado por la vida. Es significativo el hecho de que Jesús no trate del Diablo y sus demonios en un campo cosmológico. No le importa la visión del mundo en general. Lo ocupan los hombres caídos, oprimidos, de su propio entorno. Es en ellos, precisamente en ellos, donde encuentra al adversario: diabólico es aquello que destruye la existencia de los hombres. Por eso la actuación de Jesús se explícita por medio de exorcismos.

Los exorcismos, que quizá en su origen fueron prácticas apotropaicas destinadas a conjurar el poder adversario de los espíritus, vienen a ser para Jesús un tipo de praxis radical del reino: Por ellos quiere ayudar al hombre, haciéndole que pueda ser humano, vivir en libertad, desarrollarse con salud, desplegar el poder de su existencia.

Por eso, demoníaco es lo impuro (cf. Mc 3,11; 5,2; 7,25, etc.), lo que al hombre le impide realizarse en transparencia. Es demoníaca la enfermedad, entendida como sujeción, impotencia, incapacidad de ver, de andar, de comunicarse con los otros. Es demoníaca sobre todo una especie de locura más o menos cercana a la epilepsia; ella saca al hombre fuera de sí, le pone en manos de una especie de necesidad que le domina. Pues bien, ayudando a estos hombres y haciendo posible que ellos «sean», Jesús abre el camino del reino. Esa actuación no es un sencillo gesto higiénico, ni efecto de un puro humanismo bondadoso.

Al enfrentarse con lo demoníaco, Jesús plantea la batalla al Diablo como tal, es decir, al principio originario de lo malo. Así lo supone Lc 10,18 cuando interpreta la verdad de los exorcismos diciendo: «He visto a Satán caer del cielo como un rayo». Así lo ha desarrollado de manera explícita Mt 12,22-32.

Ciertas personas de Israel acusan a Jesús de estar haciendo algo satánico: libera a unos pequeños, insignificantes, endemoniados para engañar mejor al pueblo, separándolo de la ley y poniéndolo en manos del Diablo, el poder antidivino (cf. Mt 9,34; 12,24 y par). Jesús vendría a ser una especie de encarnación de Satán, un demonio principal, infinitamente más peligroso que todos los demonios de los ciegos, cojos y epilépticos. Pues bien, Jesús responde de una forma decidida y programática: «si expulso a los demonios con la fuerza del Espíritu de Dios, esto significa que el reino de Dios está llegando hasta vosotros. (Mt 12,28; cf. Le 11,20). Esta sentencia, dentro del contexto de la actuación de Jesús, reflejada en el conjunto del pasaje (Mt 12,22-32), implica lo siguiente:

a) Los exorcismos de Jesús han de entenderse como signo y lugar de advenimiento del reino de Dios, que se expresa y actúa precisamente en un mundo dominado por lo diabólico, es decir, por la enfermedad y la opresión interhumana.

b) Jesús no es emisario de Satán, sino enviado de Dios; por eso tiene un poder que es superior, el mismo poder de lo divino, de forma que él aparece como “dedo” de Dios, portador del Espíritu Santo, no para imponerse y destruir, sino para crear vida humana.

c) Satán ya está vencido. Era el fuerte. Dominaba la casa de este mundo. Ahora ha llegado uno más fuerte y le ha quitado sus poderes (/Mt/12/29-30); Dios mismo actúa por Jesús y está expresando y realizando su obra sobre el mundo.

De esta forma alcanzamos la primera gran certeza. El Diablo se expresa en la enfermedad y la caída del hombre sobre el mundo. Por eso, lo diabólico se encuentra ahí mismo, en la ceguera, en la parálisis, la angustia de los hombres. Contra ese Diablo no combaten ya los ángeles del cielo, sino el hombre Jesús y sus discípulos (cf. Mt 10,8 par).

Ellos luchan contra el Diablo y sus demonios desde la pequeñez de la tierra, en un camino que se abre y les abre hacia la nueva humanidad, en gesto de liberación, de gracia y esperanza. Ese camino ha sido ya básicamente recorrido por Jesús, a través de un itinerario liberador que culmina en su muerte. Por eso, los primeros creyentes han interpretado su vida y, sobre todo, su muerte y su pascua como momento clave liberación, es decir, de superación de lo diabólico.

Todos los textos del Nuevo Testamento retoman, de formas distintas y complementarias, esa batalla y victoria de Jesús contra el Diablo,
que aparece condensada de forma genial, en el relato de las tentaciones (Mc 1, 12-13; Mt 4; Lc 4). Esos textos nos sitúan ante el Christus Victor, el Cristo vencedor en la gran batalla de la historia humana contra el Diablo. Así lo iremos viendo en los Evangelio sinópticos y en Juan, en Pablo y en el Apocalipsis de Juan.

LA VISIÓN DEL EVANGELIO DE JUAN

– Identidad del Diablo.

Quizá ningún pasaje del Nuevo Testamento refleje con mayor nitidez el contenido original de lo diabólico. El Diablo es la mentira y es la muerte. Así aparece como el asesino, el homicida, ya desde el principio, desde Adán y Eva en el Edén, desde Caín y Abel en la primera tierra (cf. 1 Jn 3,8: «peca desde el principio»). Ese principio es el que viene a desvelarse cuando los judíos pretenden matar a Jesús y finalmente le matan.

El Diablo es también el mentiroso y padre de la mentira: destruye la realidad del hombre, la desquicia, en un ocultamiento que impide descubrir el sentido de Dios, tal como Jesús lo manifiesta. Ahora si que se desvela la verdad: no es endemoniado Jesús, sino la muchedumbre que le acusa, que rechaza su verdad y que le mata. Para comprender este pasaje resulta absolutamente necesario unir estos aspectos, la muerte y la mentira. No son momentos separables, sino rasgos de un mismo proceso de caída, facetas de un mismo derrumbamiento diabólico.

El Diablo es la violencia universal que se desata ya desde el principio y llega hasta Jesús; la violencia del asesinato interhumano, la lucha de todos contra todos que parece ser el fundamento de la historia. Pues bien, precisamente esa violencia es la mentira: enmascara el sentido de Dios, incapacita para descubrir la verdad de la existencia.
Puede preguntarse: ¿existe el Diablo? Ciertamente existe. ¿Dónde? Desde el principio de la historia. El hombre viene de Dios, pero ha surgido en un principio en el que brota pronto, también, el homicidio y la mentira. De esa forma, el hombre nace en un estado de lucha, ocultamiento y muerte. Es ahí donde encontramos lo diabólico.

De esta forma, el evangelio de Juan, que parecía un texto gnóstico de liberación puramente interior, se convierte en proclama de transformación integral que se introduce en las mismas relaciones interhumanas: Jesús ha desvelado el mecanismo de violencia y de mentira en el que estamos asentados. De esta forma nos hace capaces de entenderlo y superarlo.

Sólo así, reconociendo nuestra base de homicidio y asumiendo nuestro engaño, podemos abrirnos al camino de Jesús que es «entrega gratuita de la vida», amor mutuo, superación de la violencia. Vencer al Diablo significa ir suscitando, en gratuidad y entrega radicales, un orden que no sea de mentira y de violencia (de homicidio). Es lo que Jesús ha realizado en su camino, es lo que suscita con su muerte y con su pascua.

Ésta es la traducción que Juan ofrece de los exorcismos. No se trata simplemente de curar a unos enfermos. Jesús ha realizado una especie de exorcismo universal: nos capacita para vivir en libertad, rompiendo toda imposición, en el amor de una verdad que supera al homicidio del principio. Ese exorcismo se traduce en una actitud de cambio universal, de gratuidad, de entrega de la vida por los otros, de pura y absoluta no violencia. Por eso se puede afirmar que por la muerte de Jesús se ha derrotado y destruido aquel «príncipe del mundo» que tenia a los hombres sometidos (cf. Jn 12,31; 16,11)



Conclusiones

LA PALABRA del Nuevo Testamento resulta tan extensa y multiforme que no puede resumirse en ningún tipo de doctrina unitaria sobre ángeles y Diablo. No hay una, sino varias angelologías y satanologías. Pensamos que resulta vano querer unificarlas. Por eso, propiamente hablando no ofrecemos conclusiones. De todas formas, hay algo que resulta común y puede presentarse como fundamento de un trabajo más extenso sobre el tema.

1 Ángeles y Diablo pierden su posible independencia y sólo pueden entenderse en relación a Jesucristo y a la vida de los hombres: son expresión de su venida y de su gloria, son la fuerza que se opone al triunfo de su gracia sobre el mundo. Todo intento de entenderlos o estudiarlos desde fuera de Jesús carece de sentido para los creyentes.

2 La angelología del Nuevo Testamento resulta escasa y tanteante. El Ángel del Señor (Malak Yahvéh) o los ángeles de Dios siguen cumpliendo funciones de servicio y alabanza que resultan conocidas desde el mismo Antiguo Testamento. La novedad en el hecho de que ahora esas funciones se vuelven cada vez más secundarias: en el centro del misterio surge el Cristo con su Espíritu. Por eso, el Evangelio de Juan puede prescindir casi de los ángeles; la tradición paulina los sitúa en el espacio de la lucha del cosmos contra Cristo. Por su parte, el Apocalipsis, tan conservador al señalar los aspectos cósmicos y laudatorios del mundo angélico, tiende a identificar su función con el misterio del Espíritu en la Iglesia. En esta misma perspectiva se podrían reinterpretar los pasajes del Paráclito en Juan.

3 Más explícito resulta el lugar de lo satánico, visto al contraluz de la presencia y actuación del Cristo. En este aspecto, el Nuevo Testamento ofrece una precisa y clara demonología que se puede condensar en dos rasgos.

a. Siendo contrario a Jesucristo, el Diablo es lo antihumano:
es aquello que destruye al hombre (tradición de la historia de Jesús), llevándole a un círculo de homicidio y de mentira (Juan), condenándole a la opresión del poder y al engaño universales (Apocalipsis de Juan).

b. Pero, siendo poderoso, el Diablo pertenece al puro campo de la historia, es decir, no forma parte de Dios. Pero no es historia que se salva, como la de Cristo y aquellos que le acogen, sino historia que se desmorona y se destruye, condenándose a si misma en eso que pudiéramos llamar “infierno”.
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