Familia: Amor para ser y nacer, patria para compartir, casa para acoger

Culmina hoy el Encuentro Mundial de Familias cristianas de Dublín (22-26 de agosto) en un clima marcado por un fuerte cambio, tanto en perspectiva de misión clerical como de autoconciencia de la Iglesia, fundada en Jesús para reunir a todos los dispersos y perdidos, en la línea de Jn 11,52 y Mt 25,31-46.

Ésta es una misión difícil, pero apasionante, en un tiempo en que parece que la Iglesia católica (universal) ha terminado por perder a todos, perdiendo al fin a las familias:


-- Se dice que en el siglo XVIII perdió a los intelectuales,
-- en el XIX a los trabajadores,
-- en el XX a las mujeres
-- y en este XXI a las familias.



Pues bien, ha llegado la hora de invertir el camino, empezando por la familia, como indicaré en las reflexiones que siguen.

La Iglesia había sido por siglos la “depositaria” del orden familiar: Había casado a las parejas, bautizado en su seno a los niños, enterrado en el Dios de la vida a los muertos… Pero está llegando un tiempo en que no casa, bautiza ni entierra. Pues bien, ha de hacerlo, pero de otra forma.

Por eso, esa “mala noticia” (acaba un tipo de familia), puede y debe convertirse en buena noticia, pues la Iglesia ha de aprender y empezar a cumplir de verdad su finalidad que consiste, según el texto del título, tomado de Jn 11, 52: Ella ha venido para acoger y vincular en uno a todos los perdidos y dispersos de la tierra: huérfanos, viudas y extranjeros, expulsados, distintos y encarcelados etc.



Éste es un buen momento (desde Dublín 2018) para retomar el sentido y tarea no sólo de las pequeñas familias, sino de la gran “familia mesiánica/cristiana de los hijos de Dios”, que son todos los hombres y mujeres de la tierra, conforma ese pasaje de Jn 11,52.

La familia eclesial no está sólo dentro, sino fuera de la iglesia, pues todos “son sus hijos”, hijos de Dios, hermanos de evangelio. Así quiero destacarlo en las reflexiones que siguen (tomadas de las conclusiones de mi libro sobre la familia), que parten de algunos principios generales, fundados en una lectura de la Biblia, para retomar y rehacer desde su base, el ideal y camino de la gran familia de los hijos de Dios en Cristo.

La iglesia ha descubierto muy pronto (a los pocos años de morir Jesús) que sus hermanos (familia) no son sólo los que cumplen la voluntad de Dios (sus compañeros en la tarea del Reino), sino de un modo especial los pobres y enfermos, los excluidos, sin casa y familia, como ha puesto de relieve Mt 25,31-46.

Ciertamente, Jesús ha valorado la “fidelidad esponsal”, como ha puesto de relieve Mc 10, 2-11 par, un texto clave en su visión de la familia; pero, al mismo tiempo (y en un sentido antes que esa misma fidelidad), Jesús ha valorado en carácter abierto de su familia mesiánica, en la que se incluyen de un modo especial los niños sin espacio familiar concreto, los enfermos y distintos de la sociedad.

En esa línea, la familia de Jesús está formada por todos los pobres y excluidos del mundo, y de un modo especial por aquellos que cumplen, con él y como él, la voluntad del Dios Padre universal... para formar su familia universal de buscadores de Dios.


ALGUNOS PRINCIPIOS

1) La familia, institución histórica.


Ciertamente, tiene un elemento natural, vinculado a la estructura de la naturaleza y de la vida, con la dualidad sexual (varón y mujer) y el hecho de que el hombre es un ser natal que proviene de otros hombres, no sólo en un plano biológico, sino (y sobre todo) cultural, a través de la palabra que le ofrecen y en la que le inician otros seres humanos.

A pesar del predominio del patriarcalismo y de la existencia de la poligamia, la Biblia ha dado primacía al matrimonio monogámico y duradero (para toda la vida). Por su parte, los hijos no son una “obra” fabricada, sino que nacen por generación creadora de los padres, en un mundo y camino en el que todos los hombres y mujeres somos hermanos, por encima de toda patria, economía o ideología

2. En un proceso carnal y espiritual


Una larga tradición cristiano-helenista, defensora de la oposición entre materia y espíritu, ha tendido a separar el sexo y la palabra, el amor “carnal” y espiritual. Pero esa oposición no es sólo antibíblica (contraria al Antiguo Testamento), sino también anticristiana. Ciertamente, la familia no es sólo sexo/carne, en el más noble sentido, sino que ella es también palabra y pensamiento, experiencia radical de apertura a la verdad más honda del propio ser humano, en vinculación a todos los seres humanos.

3. Espacio de libertad e igualdad personal

El descubrimiento de la libertad ha sido quizá el más largo y complejo de la Biblia, que en muchos momentos ha tendido a tomar el sexo y matrimonio como algo que ha de hacerse por necesidad (algo propio de la clase baja o de tropa). Pues bien, en contra de eso, la Biblia ha descubierto a lo largo de más de un milenio la libertad radical del ser humano, para casarse o no casarse, en un camino muy concreto de pequeña unidad matrimonial y de apertura a todos los hombres y mujeres, empezando por los dispersos y expulsados de Jn 11,52.

Volviendo a la raíz de Gen 1-2, con el Cantar de los Cantares y el mensaje de Jesús y Pablo, debemos reforzar la igualdad radical del varón y mujer, no en forma de dignidad personal, sino de complementariedad, pues cuanto más se diferencia más iguales son, valorándolos como personas. Así pasamos del plano de la naturaleza al de la dignidad personal, descubriendo que la diferencia sexual y las otras diferencias de género y persona están al servicio de la mayor igualdad y de la comunión entre todos los hombres y mujeres distintos de la tierra.

4. Amor es palabra, la esencia dialogal de toda familia.

La familia nace y se expande de esa forma en un espacio de palabra compartida que los padres y/o los educadores ofrecen al niño que así nace de un modo personal. Se podría pensar que en los primeros años el niño recibe sólo la palabra de los padres y/o de algunos pocos familiares y educadores, pero a través de ella le llega la voz y la cultura de todo un pueblo, que se expresa en el idioma. Por eso, lo que suscita y define a la familia es la hondura de palabra que cada uno de sus miembros ofrece, recibe y comparte.

El matrimonio sólo tiene sentido allí donde abre un espacio en el que cada esposo madure en humanidad, de forma que su amor mutuo (común), expresado en forma de palabra dialogada, sea principio de paternidad-maternidad, al servicio del surgimiento y despliegue de nuevos seres humanos. En esa línea, el matrimonio es una promesa de vida compartida y regalada: Varón y mujer son los únicos seres que pueden prometerse vida (com-prometerse) desde Dios, es decir, uno con el otro, creando una realidad más alta, algo que antes no había, y que no es la mera suma de dos, pues los casados no son ya lo que antes eran, sino que tienen una nueva realidad de tipo dual, una vida más alta, siendo principio común de vida.

Sin duda, puede haber otras uniones temporales o definitivas muy dignas, aunque sin capacidad de engendrar nuevas personas, como sabe Jesús al hablar de los eunucos (Mt 19, 12): uniones de amigos o amigas, del mismo o diverso sexo, comunidades religiosa, parejas homo- y/o hétero-sexuales, y su valor dependerá de la “palabra” de comunión que susciten y desarrollen, y también de la vida que desplieguen en compromiso de amor (aunque no tengan hijos). La dignidad de esas uniones no dependerá de leyes estatales (aunque cierta regulación social puede ser importante), sino de la humanidad que ellas logren compartir y expresar.


2. ALGUNOS ELEMENTOS FUNDAMENTALES


1. Una relación al mismo tiempo íntima y social.


El mundo moderno ha tendido a dividir dos espacios, con dos tipos de moralidad y dos formas de conducta. (a) Por un lado ha situado a las familias (el mundo de la vida), que se vuelven cada vez más pequeñas, limitadas a los padres y a los hijos (mientras son menores), y en ese contexto ha buscado formas de conducta marcadas por la gratuidad, en línea intimista. (b) Por otro lado ha situado el mundo externo, dominado por relaciones estructuradas en forma de sistema, con leyes objetivas, dictadas por el capitalismo.
Esa división tiene un valor, pero debe superarse.

(a) El mayor bien de la sociedad son las familias, pues sólo ellas “engendran” (crean) el valor social supremo, que son las personas.
(b) Las familias no son algo meramente privado, pues sin ellas (sin amor íntimo, sin creación de nuevos seres humanos) no puede haber sociedad.
(c) El sistema puede “fabricar” cosas ingentes (bombas atómicas y empresas, drones y bancos, ejércitos y estados…), pero no puede engendrar personas, y sin ellas todas sus producciones carecen de sentido, pues sin familia el sistema muere.

2. Sexo y matrimonio, experiencia de vida comunicación.

En otro tiempo, en un contexto más sacral, dominado por leyes matrimoniales puritanas, parecía que el sexo estaba sólo al servicio del buen “honor” familiar y del engendramiento de hijos legítimos, como si no fuera más que un medio. Ahora, en cambio, volvemos a descubrir su potencial originario, en sus diversas formas, y eso no solo es bueno, sino muy bueno, signo de salud humana y de confianza.

Es bueno el sexo” entendido como atracción primera, no sólo físico/biológica, sino también personal, y puede abrirse a diversas formas de vinculación matrimonial, y así debemos entenderlo como iniciación humana y expresión de libertad, en un contexto de autonomía personal, en diálogo y respeto mutuo, sin imposición de unos sobre otros, sin manipulación de niños o pequeños.

3. Relaciones de pareja, (es decir) matrimonios

Ciertamente, no todas las vinculaciones son equivalentes, sino que es privilegiada la relación duradera entre dos personas que se prometen fidelidad y permanencia, pues sólo en ella tiene pleno sentido el nacimiento de los niños y se hace posible la pervivencia humana.

Pero han de valorarse también otras “parejas de hecho” quizá sin pretensión de permanencia “eterna”, pero en diálogo de amor. Son parejas que a veces se mantienen en privado (“en el armario”), de manera que cada miembro actúa hacia fuera como si fuera soltero; pero pueden hacerse también públicas y buscar incluso el matrimonio.

Están básicamente pensadas para el enriquecimiento personal de sus miembros, y pueden ser de tipo hetero- u homo-sexual. Algunos piensan que no deben llamarse matrimonio en el sentido clásico de la palabra; sea como fuere, ellas pueden y deben ser reguladas y protegidas por ley, si sus componentes y el grupo social lo quiere. Son en principio un valor, pues todo compromiso de unión y toda unión fáctica entre personas es buena, si tiene buenos fines (el enriquecimiento personal, la maduración social).

4. Nudo central de las relaciones, un espacio abierto

La familia es un encuentro (diálogo vital) de dos personas que se comprometen a compartir y unificar la historia de sus vidas, a través de la atracción que sienten uno por el otro y, en especial, por la palabra/promesa de convivencia que se ofrecen, condensando y actualizando en su relación toda la vida y la cultura de la sociedad a la que pertenecen. Sólo ese tipo de relación puede convertirse normalmente en espacio de surgimiento y creación de nuevas personas, a lo largo de un proceso relativamente largo de maduración, que se extiende no sólo en los años de formación básica del niño (de seis a nueve años), sino hasta su plena independencia (que según la Biblia se alcanza cuando ellos se casan, dejan a los padres y crean una nueva familia: cf. Gen 2, 24-25). Esto supone que por principios de comunicación personal y de educación de los hijos, un matrimonio “generador” (con hijos) ha de durar básicamente para siempre, al menos hasta que los hijos puedan vivir por sí mismos (o se casen), pues de lo contrario impide su recto crecimiento.

5. Componentes básicos.

‒ Gratuidad. Paradójicamente, siendo espacio de vinculación erótico-sexual por excelencia, la familia viene a presentarse, al mismo tiempo, como lugar de gratuidad o generosidad, que se expresa no sólo en el regalo de la vida que ofrece cada uno a su pareja, sino en el regalo aún más hondo que ofrecen ambos juntos a los hijos. Allí donde el eros se hace ágape (sin dejar de ser eros) surge la auténtica familia. Hombre y mujeres existimos porque otros nos han dado la vida, en gesto de atracción y generosidad personal.

‒ Reciprocidad.
Los elementos anteriores se completan y vinculan en forma de relación o comunión estable, que no es simplemente la adición de dos que siguen estando separados (dos individuos que se suman), sino una nueva “realidad”, una identidad más alta. El mayor de todos los dones de familia es descubrir que el otro puede y quiere responderme, de manera que el “yo doy” (me doy) se convierte en “yo recibo” (acojo el don del otro, me dejo amar), surgiendo así un nosotros real, que es la familia.

‒ Creatividad. Conforme al relato que está al fondo de Jn 11, 52, Jesús fue ajusticiado porque su proyecto de familia resultaba en el fondo inaceptable para soldados romanos y sacerdotes judíos, es decir, porque su forma de entender y expandir las relaciones. En ese contexto resulta absolutamente necesario recuperar las conexiones que Jesús ha trazado entre el mundo privado de la pequeña familia y el mundo social, para no caer en la situación actual de esquizofrenia, con dos morales distintas, una para las familias regidas por principios (al menos ideales) de generosidad, y otra para el conjunto social, que ha caído en manos de una dura guerra por el poder capitalista. Sólo allí donde la familia sea lugar de creatividad, de forma que sus principios se expandan al conjunto social se podrá hablar de humanidad real.

6. Celibato “por el Reino”.

Para ser buen casado y ser buen “familiar”, cada hombre o mujer tiene que descubrir primero la riqueza de su propio “celibato”, es decir, su capacidad de vivir solo. Cada hombre o mujer es “todo el Reino”, en apertura a los demás, a los más pequeños, los expulsados de todas las familias actuales (leprosos, eunucos…). Eso significa que un hombre o mujer no se tienen que vincular a entre sí básicamente por carencia (para buscar aquello que le falta, en un nivel de puro eros), sino que lo hace por superabundancia, es decir, por generosidad (en el plano del ágape).

En este contexto es posible el celibato por el “reino de los cielos”, no por privación o por miedo de relacionarse con los demás, sino por amor libre y generoso, como supone el dicho de los eunucos (cf. Mt 19, 12). Ese celibato por el Reino no implica ausencia de familia, sino descubrimiento y creación de una nueva forma de familia, no por represión del sexo (cosa que sería negativa), sino por elevación, al servicio del evangelio (de la buena nueva de Jesús a los pobres). En esa línea han surgido las diversas congregaciones de la vida religiosa que han sido, hasta el momento actual, los mayores “laboratorios” de familias no matrimoniales del mundo cristiano. Estoy convencido de que las familias de este tipo tienen un largo futuro (un gran cometido) en la experiencia y despliegue futuro del cristianismo y de la humanidad.

7. Matrimonio por el Reino.

Pudiendo ser y vivir cada uno como célibe, muchos optan por vivir su relación humana de un modo privilegiado en unión de matrimonio, de forma que podemos hablar con Jesús de “matrimonio por el Reino de los cielos”, que no se entiende en modo alguno como estado inferior (de tropa, en la línea ya citada de san Josémaría Escivá), sino como estado superior de Reino.

En esa línea, el matrimonio por el Reino ha de ser espacio de experiencia del Reino de Dios, lugar donde se expresa y encarna su amor, revelado en Cristo, como ha visto de formas distintas Efesios y el Apocalipsis. Entendido así, el matrimonio es un sacramento del misterio de Cristo, en forma integral, no puramente interior como pensaba la Gnosis. El Reino se expresa y expande, según eso, en el mismo amor de los esposos como tales, y en el fruto de ese amor, abierto de manera generosa hacia los hijos o/y hacia el resto de la Iglesia y, en especial, hacia los necesitados.

8. Hijos, creación de Dios y presencia de Reino


Jesús no ha impulsado directamente la generación de nuevos hijos (no ha dicho a los hombres y mujeres como tenerlos y cuidarlos bien en pequeña pareja), pero ha puesto de relieve la responsabilidad y tarea de los padres por los hijos (sobre todo en el evangelio de Marcos, donde los padres son médicos y sanadores de sus propios hijos). En ese nivel resulta fundamental la experiencia en la que se afirma que los hijos nacen “de los padres y de Dios”, pero añadiendo que los padre y Dios no se suman como si estuvieran separados, sino que Dios actúa a través de los padre, despertando de esa forma su presencia en la vida de cada uno de los seres humanos.

La teología antigua afirmaba que Dios “sigue creando almas” y que cada concepción y nacimiento es una nueva obra suyo: Dios crea un alma nueva y la introduce en un cuerpo humano “formado” a partir de los padres. Hoy podemos decir esa “verdad” de otra manera: Desde su nivel divino, Dios crea (engendra) a cada nuevo ser humano en/con los padres, por medio de su Espíritu (cf. tema de Jesús, cap. 12).

9. Signo trinitario, generación y comunión.

La generación humana tiene, según eso, un elemento biológico, vinculado a la atracción y amor sexual, y un aspecto histórico-cultural. En principio, al nacer, cada niño resulta casi intercambiable con los restantes niños (a pesar de algunos cambios de pigmentación y de ciertas diferencias genéticas). La gran diferencia de los niños comienza tras nacer, a partir de la acogida y educación que le ofrecen los padres. En esa línea, puedo hablar de una especie de “genética trinitaria” (en la línea de Jn 1, 11-14):

‒ Cada niño brota del deseo de la vida, es decir, del gran “eros” de una humanidad que se expande y despliega a sí misma. En este momento, podemos afirmar que cada niño nace de la gran naturaleza, enriquecida e impulsada por un movimiento “erótico” de creatividad.
‒ Pero, al mismo tiempo, el ser humano nace de la generosidad de los padres, es decir, del amor entendido como “ágape”, don de sí mismo. Por eso decimos que cada niño es “hijo” de Dios, que le llama a la vida con su palabra a través de los padres, que no se añaden a Dios desde fuera, sino que son el mismo Dios actuante en forma humana.
‒ Cada ser humano nace en un contexto de comunión, no es hijo de alguien que está solo (hombre o mujer), porque la soledad no puede engendrar a un nuevo ser humano, pues no podría transmitirle la palabra, que es siempre compartida. La generación humana sólo es posible a través de la palabra compartida y dialogada, pues engendrar humanamente es abrir una nueva “ventana” de Dios para el diálogo, es decir, para el Espíritu Santo, utilizando un lenguaje trinitario.


10. Fidelidad matrimonial, divorcio para bien del matrimonio.

En principio, el matrimonio es un compromiso de dos personas, que quieren vivir en amor fecundo, por encima del “dictado” del puro dinero, en igualdad dialogal, sin dominio del hombre sobre la mujer. Entendido así, es una vocación, una llamada al encuentro renovado de unos seres que, al conocerse progresivamente, descubren su verdad, cada uno en el otro. Ésta es una vocación de Reino, que los esposos han de actualizar en cada momento, una experiencia que la Iglesia debe potenciar y ensayar entre los creyentes, abriéndola a todos los hombres y mujeres, pero sin imponerla.

La fidelidad en el amor no es ley, sino descubrimiento y tarea de amor, en gesto de entrega personal, que los profetas de Israel destacaron al vincular el monoteísmo con la monogamia. Por eso, el acento no puede ponerse en el rechazo jurídico del divorcio, sino en la afirmación gozosa del amor mutuo, entendido y vivido en forma de experiencia permanente de fidelidad, como sabe la tradición cristiana. Pero cuando, de hecho, la Iglesia descubre que no existe ya el matrimonio, por ruptura profunda y duradera del compromiso personal, ella puede y debe seguir acompañando a los esposos cristianos, sin obligarles a mantener un matrimonio roto. En ese plano siguen siendo normativas las respuestas de Mateo (divorcio real por porneia) y de Pablo (divorcio por infidelidad de uno).

11. Pa/maternidad responsable.

Ciertamente, según la Biblia, el nacimiento de un hijo está en manos de la naturaleza, pero dirigida y personalizada por los padres. Por eso, en principio, es bueno (¡muy bueno!) que ellos puedan regular el proceso de la concepción y la primera gestación, para así tener los hijos que decidan en conciencia, y se comprometan a educar de un modo responsable. De esa manera, al separar (al menos en un plano) el ejercicio de la sexualidad y el nacimiento de los hijos se ha dado un gran paso en el despliegue humano (personal) de la vida. Los padres ya no están en manos de la pura naturaleza, sino que son responsables de ellos mismos y de los hijos que quieran tener. Esa responsabilidad resulta esencial, como sabe el evangelio, cuando destaca la “fe” de los padres para el crecimiento y salud de los hijos (cf. cap. 9).

12. Natalidad,elección personal

Éste es un problema médico y antropológico moderno, planteado y formulado en la segunda mitad del siglo XX por el papa Pablo VI, en su encíclica Humanae Vitae (1968), donde rechaza el uso de los anticonceptivos químicos y de otros medios físicos (preservativos), que se empezaban a emplear normalmente para evitar que la mujer quedara encinta. Esa encíclica, y la doctrina posterior de la Iglesia Católica mantiene hasta el día de hoy (2018) la misma doctrina, y sólo acepta como válidos los métodos “naturales” de anti-concepción, vinculados al cálculo de los días no fecundos de la mujer, entre una menstruación y otra.

Esta doctrina tiene sus valores, pues quiere que el “amor total” entre un hombre y una mujer esté siempre abierto al don de la vida, pero la mayoría de los cristianos católicos no la han aceptado, porque piensan que ella interpreta a la naturaleza de forma prehumana (en un plano biológico), en vez de insistir en el valor personal de la concepción, vinculada a la palabra (libertad y voluntad) de los esposos). En ese nivel, el tema físico/químico de los anticonceptivos o medios de regulación de la natalidad queda en segundo plano.

No queremos negar la importancia suma de la paternidad (cosa que he dejado clara en este libro), sino situarla en un plano de amor y palabra (decisión personal) de los padres. El encuentro sexual queda así liberado de los miedos que le han dominado (de sus consecuencias puramente “naturales”), para convertirse en signo y ejercicio de un amor liberado, que ha de abrirse a la generación de nuevos hijos cuando los padres quieran (por voluntad, no por necesidad). Pienso que en este campo la doctrina de la iglesia debe ser replanteada.

13 Aborto y nacimientos no deseados.

En sí mismo, éste es un tema muy distinto del anterior, pues no se trata de evitar una posible concepción, sino de interrumpir un embarazo ya iniciado, antes del nacimiento del niño, con el riesgo de matar a una persona en el vientre de su madre. En este campo, la doctrina de la Iglesia católica es tajante, siguiendo el “espíritu” de la Biblia (que no se pronuncia de manera directa sobre el tema), aunque la doctrina de los antiguos judíos y cristianos resulta conocida (cf. Didajé, cap. 9). Por eso, en principio, debería evitarse por todos los medios posibles la interrupción del embarazo (insistiendo en la educación sexual, en el uso de los anticonceptivos etc.). Pero, dicho eso, deben añadirse algunas consideraciones generales (más que unas leyes estrictas), dejando el tema legal en manos de la sociedad civil:

‒ Según la experiencia bíblica, la aportación de la Iglesia no consiste en promover la implantación de unas leyes civiles (para que condenen un tipo de aborto, cosa que en un plano pueden y deben hacer, según las circunstancias), sino en educar a los cristianos, y en ofrecer a todos unos principios de madurez personal y de conocimiento por el que puedan evitarse todos los verdaderos abortos.

‒ Hay que distinguir casos y casos, apelando a la ciencia (biología y antropología), para precisar el momento en que el óvulo fecundado empieza a ser viable, como sujeto nuevo, individualizado, de manera que se pueda afirmar que, en un plano receptivo, estamos ya ante una nueva persona. Ese momento no se puede fijar con métodos religiosos o filosóficos, sino por la medicina y antropología. Es radicalmente distinto un aborto antes o después de la individualización del feto como persona.

‒ La iglesia debe empezar respetando a los que abortan, sin condenarles por principio, sin cerrarse en las acusaciones, pero insistiendo en su opción a favor de la vida, conforme a la doctrina expresa de Jesús. Ésta es su tarea: Ofrecer a los creyentes un camino de amor maduro y responsable, de manera que sea hermoso el despliegue maduro de la vida (libremente, sin imposiciones externas), procurando abrir espacios donde ella valga mucho, se valore por encima del capital y de todos los restantes bienes de este mundo, de manera que niños puedan ser y sean acogidos amorosamente.

14. Deseo de amor, educación por la palabra.


‒ Queremos que el amor aumente, en su plano natural y cultural. En esa línea debemos potenciar el sexo como experiencia de afirmación de la vida, pero sin dejarlo en un plano puramente físico, de excitación biológica, sino procurando que ascienda al nivel del encuentro personal, entendido y realizado como proceso de maduración compartida de dos seres humanos (en principio un hombre y una mujer, pero sin excluir el amor homosexual), sin imposiciones exteriores, de manera que sean ellos mismos los que descubran en su vida el despliegue de la Vida de Dios.

‒ Queremos que crezca la unión inter-personal, y que se despliegue como poder supremo de la historia, en línea de enamoramiento duradero, abierto a un diálogo cada vez más profundo. Sólo un amor así, intensamente cultivado en el nivel de la palabra (comunicación integral) hace posible el despliegue maduro de la vida. Vivido en esa línea, el amor no es objeto de ninguna ley (es anterior a todas ellas), pero los cristianos pueden y deben expresarlo en formas de comunicación sacramental dentro de la Iglesia.

‒ Sólo en ese fondo puede darse una verdadera “educación” humana, que se abre y expresa a través de los años de nacimiento personal del niño en el “útero viviente” de la familia donde se va gestando y madurando en amor y palabra. Ésta es quizá la mayor enseñanza de los relatos de la concepción virginal de Jesús, en los que se despliega el más hondo sentido de la maternidad de María, en el nivel de la palabra; así podemos evocar y recuperar también la paternidad de José, sabiendo que lo más importante no es lo genético (semen masculino), sino el don de la palabra, la educación que se extiende a lo largo de doce años (hasta que Jesús asume su independencia personal; cf. Lc 2, 41-52.

15. Revolución de la familia, familia universal (para reunir a todos en uno…)

Nos hallamos en un momento clave como no ha existido quizá desde el neolítico (hace unos 10.000), cuando los hombres empezaron a dominar de una manera sistemática la naturaleza, organizando cultivos, domesticando animales, reuniéndose en ciudades… De aquel tiempo provienen las nuevas religiones patriarcales, con el tipo de conocimiento y ciencia que ha guiado nuestra vida hasta el presente. Pero ahora ya no bastan las respuestas que empezaron a darse por entonces a los temas de la familia y de la vida, como sabe y anticipa de algún modo Biblia, cuya propuesta he venido recogiendo en este libro.

Estamos superando ya un estadio cósmico-biológico de la humanidad y del conocimiento, que había culminado en el pensamiento racional de Grecia y en la ciencia moderna. Lo que ahora empieza es totalmente distinto, una etapa de la humanidad que ha de fundarse en la palabra personal: Hombres y mujeres estamos descubriendo con Jesús nuestro “fondo divino”, pero no en un plano cósmico-biológico (como el de los dioses antiguos del neolítico), sino a través de la palabra, que nos hace creadores de lo que somos y de lo que podemos “engendrar” suscitando nueva vida humana.

Hasta ahora, básicamente, hemos creado familia por impulso de la naturaleza, y hemos terminado cayendo en manos de la idolatría de un capital anti-humano. Ahora debemos crearla libremente, por nuestra palabra, en amor gratuito, liberándonos de la imposición del capital absolutizado. Somos responsables de Dios sobre la tierra, estamos llamados a crear su familia, con Cristo y desde Cristo (hijo de Dios), vinculando en uno a todos los hombres y mujeres de la tierra, como sabe y dice el evangelio (Jn 11, 52).

Volver arriba