"Fidentes" de Jesús, animales simbólicos (Pedro Zabala)

Pedro me envía un trabajo sobre LOS SÍMBOLOS Y SU VALOR, agudo y certero, como todos los suyos. Dos son sus temas:

a. El primero el sentido simbólico del hombre. El hombre es un ser de símbolos (y no sólo animal de realidades), como decía X. Zubiri. Los símbolos marcan para él el sentido y quinta-esencia de la realidad, y entre ellos han sido sobresalientes los dioses, y para nosotros el Dios de Jesús. Pero los símbolos corren el riesgo de secarse, y ya no hay (para muchos) más realidad que la peseta perdida y resucitada en forma de euro, que nos amenaza cada día en forma de estadísticas y pronósticos malditos.

b. El segundo tema es la definición del hombre como fidente. Retomando una idea de Bonet, Pedro afirma que el hombre es un un ser que vive de la fe (como sabía ya un profeta llamado Habacuc). No sé si en estos duros momentos somos ya fidentes, y si tenemos razones para ello, al menos en el campo social y económico... Pero no es posible ser "fidente" si el símbolo en el que debemos apoyarnos no de "fiar". Somos cristianos porque sabemos que Jesús "es digno de fe". Para que fuéramos "fidentes" en el campo económico, los que dirigen el mundo de la economía deberían darnos motivos para fiar.

Gracias por tu reflexión. Todo lo que sigue es tuyo, Pedro.

Pedro Zabala, Los símbolos y su valor

Algunos todavía creen que el paso del prehomínido al ser humano fue instantáneo o que nunca se dió, pues éste fue creado directamente por el Creador. Pero, por lo que conocemos desde hace tiempo, fue un largo proceso de salto cualitativo. No fue la fabricación de herramientas: útiles sencillos ya eran elaborados por nuestros parientes próximos, los primates. Sino el descubrimiento del lenguaje articulado y con él, la creación de símbolos para intentar explicarse a sí mismos, a la realidad circundante y al trasfondo último de la realidad lo que verdaderamente nos muestra que estamos ante seres humanos que, parcialmente han dejado atrás la pura animalidad, e iniciado el camino de la cultura. Las mismas palabras que componen un idioma no dejan de ser símbolos que aluden a una realidad, física o imaginada.

Cierto que en muchos pueblos primitivos designar una cosa, ponerle un nombre, equivale a asignarle una identidad, a poseerla. Mentalidad mágica, no abandonada del todo en pleno siglo XXI por muchas gentes. Son todos aquellos que se aferran a la literalidad del símbolo, que se detienen él, dándole un valor absoluto, sin trascenderlo hacia aquello que quiere significar. Se quedan absortos en el dedo que señala a la luna, sin alzar su mirada hacia ésta. Y por reacción hay quienes rechazan todo suerte de símbolos, han perdido su capacidad simbólica y exigen poder tocar empíricamente las cosas para aceptar su existencia. Símbolos los hay universales, comunes a todas las épocas y civilizaciones, como un alimento, una bebida, el agua o la luz. Y otros particulares de una concreta comunidad, como una bandera. Habrá quienes absolutizan el símbolo y piensan, que, una vez erguido, desaparece su realidad material y sólo queda lo significado por él. Mientras que quienes no lo compartan, en el último ejemplo el de la bandera, sólo verán en ella un trapo con unos colores más o menos estéticamente colocados.

Los símbolos se desarrollan en mitos. Suelen ser relatos, con cierta base histórica, elaborados muchos años después de cuando se supone que ocurrieron los hechos. Muchos sirven de base para explicar el origen de algún grupo. Otros son el mecanismo pedagógico empleado para transmitir una enseñanza. Nacieron y se transmitieron oralmente y en los pueblos que alcanzaron la cultura escrita se fijaron en forma de códices o libros con posterioridad. A cuenta de su interpretación y de las variantes con que han llegado a nuestros días, se ha desarrollado una ciencia, la hermenéutica. Lo que no puede hacerse, so pena de no comprenderlos en absoluto, es aceptarlos al pié de la letra o, la postura contraria de rechazarlos por considerarlos mentira. Mito no equivale a falsedad. Sensibilidad poética, conocimiento al menos mínimo del contexto en que fueron redactados, búsqueda de la intención de su autor o autores, e interpretación a la luz de la visión del mundo que tenemos en la actualidad son mecanismos necesarios para vivenciarlos. Suele decirse que cada generación recrea con su relectura esos viejos mitos que conforman la urdimbre intrahistórica de nuestra especie.

Parte importante de esos mitos están contenidos en lo que llamamos Libros Sagrados. En torno a ellos se han configurado las grandes religiones. Suelen tener en común la fascinación por una divinidad terrible, sedienta de sacrificios, y la configuración de una casta separada del resto de los mortales, quienes se atribuyen el poder de aplacar los furores divinos, interpretar el recto sentido del contenido de los Libros y dictar las reglas morales para la convivencia humana. Consideran los Libros o como dictados literalmente por el Supremo Ser o alguno de sus mensajeros, o escritos bajo una inspiración directa, venida desde arriba. Cada una de ellas, las que han superado el nivel de una religión tribal o de una comunidad política y aspiran a la universalidad, prometen la salvación en exclusiva y consideran falsas a las demás. O al menos, así ocurría hasta hace poco. Una de las más felices aportaciones, de las que no sean sacado, a mi juicio, todas las consecuencias, del Concilio Vaticano II son la defensa de la libertad religiosa y la afirmación de que en en las demás hay también semillas de salvación.

Después de la modernidad ilustrada, tenemos que repensar la misma idea de Revelación. A eso han ído muchas de las reflexiones de Torres Queiruga, ese teólogo hoy bajo sospecha jerárquica. Niega la noción de una elección arbitraria de Dios a favor de una persona o pueblo. Sostiene la oferta universal de salvación para todas las personas y todas las épocas. Si he entendido bien su idea de un despliegue evolutivo de la revelación en la historia, es la maduración progresiva de los seres humanos la que va permitiendo ir avanzando mejor en el acceso, siempre limitado, a la divinidad. Evolución que alcanzó su cota máxima en Jesús de Nazaret, el rostro humano de Dios, que nos mostró con su vida y sus palabras cómo su Abbá nos ama y nos da su Perdón incondicional, y nos interpela para que seamos agentes de reconciliación y de lucha por los excluídos de la sociedad.

La fe cristina arranca de la Resurrección de Jesús y y de la esperanza en la resurrección universal. ¿Cómo interpretarla?. Para unos, puede ser la simple revivificación del cadáver, Difícil de acepar hoy cuando sabemos que nuestra estructura físico-química, nuestras moléculas cambian cada cierto período de tiempo y que transformadas, han podido pertenecer o pertenecerán a otras personas. Hoy se prefiere hablarse de resurrección de la persona, cuyo soporte biológico es nuestro código genético que nos individualiza biológicamente y la memoria, inserta, química y eléctricamente, en nuestras neuronas y en las redes sinápticas entre ellas. Pero desconocemos cómo serán los resucitados, San Pablo hablaba de cuerpos espirituales. La pregunta de cuando se produce la resurrección, si en el momento de la muerte o después, carece de sentido. Saltar a la otra vida, es salirse del espacio-tiempo.

Fe es simplemente, como el origen etimológico de la palabra indica, fiarse. Jesús Bonet propone el neologismo latinizante de fidentes para los que se fían, Fidentes radicales en el Abbá de Jesús es lo que debemos ser sus seguidores. Creencias son las conceptualizaciones de esa fe, necesarias para mostrarla razonablemente, pero que deben ser relativas y nunca absolutizarse. Las creencias, dentro y fuera de una misma confesión religiosa, pueden ser válidas para quienes las profesan, si les ayudan a "fiarse". Pero reducir la fe a aceptar unas creencias, es rebajarla de postura existencial que compromete la vida a mera adhesión a unos supuestos dogmas que se creen inmutables, olvidando su condición de símbolos. Con el grave riesgo de intolerancia, intento de exclusión de las demás, pensamiento único. Eso es es ser crédulos, fanáticos llenos de miedo e ignorancia, que no se atrevan usar su propia razón, necesitando tener a quiénes les digan lo verdadero y lo falso, y que no se atreven a apostar por la confianza radical en Jesucristo y su Mensaje.
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