Jesús resucitado, comunicación transpersonal

No dice soy el que soy, sino soy los que sois vosotros

A tumba abierta – MunDandy
Según el NT, el testimonio clave de la resurrección han sido "apariciones", como  presencia trans‒personal de Jesús (en línea de transcendimiento y culminación, no de negación de la persona), en clave de fe (de acogida y comunicación creadora), no de imposición física.

En la última "postal" de RD presenté una tabla o mapa de apariciones. A partir de ella quiero elaborar hoy una reflexión teológica (antrpológica) sobre su contenido, diciendo que  Jesús ha entregado su vida por los demás, y lo ha hecho de tal forma que ha podido mostrarse ante ellos (en ellos) vivo tras la muerte, como presencia y poder de vida, iniciando en (por) ellos un tipo más alto de existencia humana (es decir, una mutación mesiánica).

Comunión trans-personal. No esencia sino co-esencia

   Trans-personal no significa im-personal (no personal), ni siquiera supra-personal (más allá de la persona), sino  co-personal, como ha puesto de relieve san Pablo cuando afirma que con-vivimos con Jesús. Hemos muerto con él, con él resucitamos, en él y por el somos...  Este ser-en-Cristo es la experiencia más alta de la pascua.     

La tumba abierta dice al universo. Oración - Acompasando

   El Dios de Jesús ya no dice soy-el-que-soy (como el Dios de Ex 3,14), sino soy-los-que-somos: Soy en vosotros, sois en mí... y así vivimos-nos movemos y somos (Hch 17, 28). Según eso, la Pascua de Jesús es la experiencia radical de la vida de Dios en nosotros (de nuestra vida en Dios), en forma de comunión-comunicación, de pre-sencia (no de pura esencia). En ese sentido, Jesús puede afirmar "mi vida sois vosotros".

Por eso, la vida en Jesús es re-surrección, morir para nacer y naciendo en los otros, en el fondo de este gran proceso cósmico que se entiende ahora a modo de comunicación de vida, desde abajo y desde arriba, desde los más pobres  y desde el Dios de la riqueza suma, como saben y dicen de formas distintas Pablo y Mateo 25,31-46. 

Resurrección en la muerte. Los cristianos, unos mutantes     

Jesús ha muerto dando su vida por los demás (por el Reino de Dios), y lo ha hecho de tal forma que ha podido mostrarse ante ellos (en ellos) como nueva y más alta forma de presencia en forma de comunicación (trans-)personal. Sus apariciones no son imaginaciones de algo que externamente no se ve, sino sentimiento y certeza radical de la presencia de aquel que ha vivido y muerto regalando su vida, como vida de Dios, como principio de renacimiento, un modo superior de entender (experimentar) el pasado y de comprometerse en el presente, desde el don de Dios en Jesús, en forma de mutación antropológica.

Cábala, Astrología Cabalística, Interpretación de Sueños ...

Desde ese fondo pascual, la vida cristiana es una experiencia de renacimiento, la certeza vital de unos hombres y mujeres que se sienten/saben ya resucitados, tras haber pasado de la muerte a la vida, es decir, de una vida que es muerte (pues desemboca en ella) a la muerte que es vida en el Reino de Dios.

En un sentido, las apariciones que Pablo ha recogido de forma oficial en 1 Cor 15, 3-7, podrían entenderse como simples visiones (manifestaciones) sobrenaturales de unos entes superiores, favorables o desfavorables (dioses, difuntos, demonios…), un tema que encontramos en muchas religiones. Pero, desde la perspectiva marcada por el Antiguo Testamento, esas apariciones han de entenderse como expresión de un modelo más alto de vida, en línea de mutación humana y comunicación transpersonal.

Con-templar,  ver en la hondura. Conoceremos como somos conocidos 

Con-templar...es ver de forma sagrada, ver en forma de templo..., descubrir a Jesús y descubrirnos en Jesús como templo de Dios. En esa misma línea se puede hablar de con-siderar: Ver como en un mundo más alto de "estrellas", de vivientes que compartimos la luz.

No se trata de “ver” en sentido externo (como en un espejo, un momento, para pasar a otra cosa, como dice la Carta de Santiago),  sino de vivir de un modo pleno (de renacer desde Cristo), superando/cumpliendo el camino anterior, iniciando una forma superior de marcha vital, de comunicación que comienza precisamente ahora, con la resurrección de Jesús[1]. Así dice 1 Cor 13 que ahora vemos sólo en parte, pero entonces, en la plena resurrección, veremos  y conoceremos como somos conocidos.

 ‒ “Ver” a Jesús resucitado, descubrir su presencia. Sus seguidores saben y afirman que ellos mismos son él, es decir, que él vive en ellos y que ellos forman parte de su vida, pues son el mismo Jesús renacido, presente, mesiánico. En ese sentido, la visión‒presencia de alguien que han muerto tras haber dado la vida a (por) aquellos que les siguen forma el arquetipo o símbolo central de una humanidad, que nace y vive en (de) aquellos que mueren, en un mundo donde nada ni nadie acaba totalmente, sino que todo deja huella y sigue siendo (existiendo) al transformarse, no en línea de eterno retorno de lo que ya era (nada se crea, nada se destruye, sino que se transforma), sino de creación de lo que ha de ser.

Otras realidades se transforman de manera que son intercambiables. Lo hombres, en cambio, no son intercambiable, pues cada uno es único en sí, por aquello que ha recibido y realizado. Cada uno de los seres humanos es único, pero todos pueden habitar y habitan unos en los otros, destruyéndose o dándose la vida. En esa línea ha vivido y ha muerto Jesús por los demás, pero de tal forma que sus discípulos descubren y proclaman que él vive en ellos, haciéndoles ser lo que son, unos resucitados.

                   Desde ese fondo ha de entenderse la novedad de Jesús, su mutación pascual, centrada en el hecho de que algunos de sus seguidores han descubierto y confiesa que él vive (ha resucitado en ellos), de manera que pueden afirmar que ellos mismos son Jesús, Palabra de Dios, que habita en ellos (cf. Gal 2,20‒21). Las religiones “son”, en general, una experiencia de identificación con la vida y destino de la divinidad como tal. Pues bien, el cristianismo constituye una experiencia de identificación vital con Jesús, enviado‒mesías de Dios, que habita en aquellos que le acogen.

 ‒ El cristianismo es la aparición (presencia) de Jesús en aquellos que le ven (acogen), reviviendo su experiencia y destino de muerte y resurrección. Los cristianos afirman, en esa línea, que el mismo Jesús, Hijo de Dios, que ha vivido y muerto por el Reino, revive (resucita) como Vida de Dios en sus propias vidas. El cristianismo es, según eso, la experiencia de la vida de Dios que “es” al darse en los demás (resucitando en ellos) y haciendo así que ellos resuciten, habitando en un nivel de vida superior, compartida en amor.

El problema de ciertos cristianos está en el hecho de haber “cosificado” esa experiencia, destacando el “triunfo de Jesús” en sí (como si fuera emperador o sacerdote por encima de los otros), tendiendo a separarle y colocarle sobre una peana o altar, en vez de descubrirle en ellos mismos, sabiendo que el altar son ellos mismos, los resucitados, los creyentes, con los pobres y excluidos de la tierra por los que él vivió y murió. Ciertamente, en un sentido, Jesús ha resucitado en sí; pero en otro sentido debemos confesar que él lo ha hecho en los creyentes, de forma que ellos (nosotros somos) son su resurrección.

Jesús no se muestra (no existe) con el cuerpo anterior (no lleva a los suyos al pasado), pero tampoco actúa como espíritu incorpóreo en los creyentes (en línea gnóstica), sino que está presente  (vive) como realidad e impulso de vida universal, resucitada, de forma que su “cuerpo” real son aquellos que aceptan y agradecen su presencia, pues en ellos vive y resucita, no para negarles a ellos, sino para resucitarles a la vida verdadera, pues por (en) él todos y cada uno de los hombres son (somos) resurrección, Dios como promesa y principio de nueva humanidad.

Resucitar, ser cuerpo

Por eso, el “cuerpo” de Jesús no es sólo el suyo, de individuo separado, sino el de aquellos que confían y viven en él, como ha puesto de relieve san Pablo en su experiencia y teología de la identidad cristiana, que no es de tipo imaginario, sino mesiánico, corporalidad como presencia de unos en otros, y de todos en Jesús, que es “cuerpo” siendo palabra de Dios encarnada en la historia (cf. Jn 1, 14).  

                   Esta manifestación de Jesús no es objeto de una experiencia “visionaria”, como en muchas apariciones de difuntos, de tipo onírico, psíquico o mental, en sueño o vigilia, en un nivel de vida en el mundo, sino una experiencia radical de recreación, sabiendo así que él mismo (el Selbst o Sí mismo divino de la vida humana) habita en los hombres, y los hombres en él, de un modo trans‒personal (no im‒personal) unos en otros. En esa línea, para centrar el tema, es bueno recordar el tema del Dios que habla a Moisés desde la zarza y diciendo ¡Soy el que Soy! (Ex 3, 14).

                   Desde la experiencia de la zarza ardiente y la revelación del nombre de Yahvé, la Biblia había sido muy reacia a las apariciones, pensando que ellas tienden a confundir al Dios invisible con una imagen visible de dioses paganos. Ciertamente, los relatos antiguos hablaban de visiones: Adán veía y conversaba con Dios en el paraíso (Gen 2-3), también Abraham le veía (Gen 12, 7; 17, 1), con Jacob (Gen 36, 1.9) y Moisés (cf. Ex 3, 2. 16; 24, 10…). Pero esas visiones terminaron con el establecimiento de la Ley (a partir de Ex 19‒20 y Ex 24. 34). Por eso, en tiempos posteriores, desde los profetas, los judíos en general no hablaban de ver a Dios, sino de escuchar y cumplir su palabra (cf. Dt 4, 12-17): Los judíos no han hablado de ver a Dios, sino de

Cuando entres en la tierra que Yahvé tu Dios va a darte… no haya entre los tuyos adivino, ni observador de nubes (=astrólogo), hechicero, convocador de espíritu, sabedor de oráculos, ni evocador de muertos. Porque quien practica tales cosas es abominable… (cf. Dt 18, 9-15)[2].

En esa línea, el judaísmo no ha sido religión de videntes mágicos, ni de evocadores espiritistas, sino de oyentes (=cumplidores) de la Palabra, y desde ese fondo ha de entenderse la novedad de los cristianos que, sin dejar de ser buenos judíos, de un modo sorprendente, aparecen como personas que ven a Jesús (le sienten, le proclaman) tras (y por) la muerte como vivo.  Esta visión/revelación de Jesús no ha de entenderse como aparición de un muerto en una tumba venerable, como la del Rey David, sepultado con honor y gloria en Jerusalén (cf. Hech 2, 29), ni como apariencia de un espíritu-fantasma, que actúa a través de personajes especiales, que son así capaces de realizar prodigios (cf. Mc 6, 14-16). Al contrario, la vida de Jesús resucitado se expresa en la transformación de los creyentes, es decir, de aquellos que acogen su presencia[3].

Así comienza el cristianismo...

                   De un modo consecuente, los relatos de las “apariciones” no insisten en el aspecto visionario de la experiencia de Jesús (que puede variar y varía en cada caso), sino en la realidad personal de Jesús, mesías o presencia humana de Dios, que vive en ellos. La pascua cristiana constituye, según eso, el despliegue de un nivel distinto de realidad, no la imaginaria de un muerto, o de un posible espíritu (en contra de Dt 18, 11), ni la revelación de la Ley eterna (cf. Ex 3. 19-34), sino la presencia personal del crucificado en la vida de aquellos que le acogen, de forma que él vive en ellos.

                   Lógicamente, esos relatos de apariciones (cf. Mt 28,1-10. 16‒20; Jn 20,11-18; 1 Cor 15,3-8 etc.) no deben entenderse de un modo objetivo externo, como si quisieran transmitir el protocolo de unas experiencias concretas, sino como mutación de la vida humana en Cristo, en línea de muerte y resurrección, tal como ha sido percibida (acogida, recreada) en sus discípulos y creyentes. En esa línea, los primeros cristianos ofrecían el testimonio de una nueva forma de presencia de Dios (y de los hombres) en Jesús, algo que nunca se había vivido de esa forma, pues no existe (que sepamos) ningún fundador o personaje histórico (¡y menos un condenado a muerte en cruz!) que haya sido “experimentado” no sólo como vivo tras su muerte, sino como presencia humana del Dios trascendente y principio de resurrección para los hombres

   Así comienza el cristianismo: En un momento dado, algunos discípulos de Jesús creyeron (sintieron, supieron) que él vivía/actuaba en ellos, capacitándoles para superar un tipo de muerte, es decir, del pecado, de forma que, en sentido estricto, ya no eran ellos los que vivían, sino Jesús quien “les vivía” (les hacía vivir), haciéndoles presencia (Palabra) de Dios (Gal 2, 20). De esa manera, los discípulos de Jesús se descubrieron animados por su mismo Espíritu, sabiéndose portadores de su experiencia, iniciando un proceso desencadenante de vida pascual que es hasta hoy (año 2021) el principio fundante de la iglesia cristiana, como experiencia de vida transpersonal que supera la muerte[4].

Historia de Jesús

NOTAS

[1] Cf. M. Barker, The Risen Lord. The Jesus of History as the Christ of Faith, Clark, Edinburgh, 1996; X. Léon-Dufour, Resurrección de Jesús y mensaje pascual, Sígueme, Salamanca 1973; A. Torres Queiruga, Repensar la resurrección, Trotta, Madrid 2003.

[2] El judaísmo ha rechazado el “supermercado de visiones” (con evocación de muertos y observación de espíritus: Dt 18, 11) para insistir en la presencia salvadora de Jesús. Pues bien, en esa línea, de un modo paradójico, el NT apela a la “visión” (revelación) de Jesús como vivo tras (en) su muerte. La teología del AT se centra a en la “visión” de Yahvé en la Zarza Ardiente, vinculada a la revelación del Nombre, de forma que Dios aparece como “aquel que actúa” (=está presente), pero sin identificarse con nada, en pura trascendencia. La del NT se condensa en la revelación pascual de Jesús crucificado que “vive” en la vida de sus fieles; no se trata, pues, de la simple visión de un muerto, pues muchos han visto (dicen haber visto) a difuntos que hablan, revelándoles secretos o tareas sobre el mundo (cf. Hech 23, 9), sino de la experiencia radical de presencia y mutación mesiánica de Jesús en la vida de los hombres.

[3] Los primeros cristianos no eran más influenciables que nosotros (su judaísmo de fondo les hacía rechazar las experiencias visionarias). Creían en visiones, como la que supone Jesús cuando afirma, en sentido simbólico que ha visto a Satanás caer como un astro del cielo (Lc 10, 18), pero no fundaban en ellas su novedad cristiana, como muestran los evangelios, que no son textos de visiones de Jesús, sino reinterpretaciones pascuales de su vida.

[4] Las primeras revelaciones pascuales forman parte de la vida (historia) de los cristianos (Pedro y los Doce, Magdalena y Pablo…), que se descubren habitados y transformados por Jesús, como seres que renacen con él a un tipo de vida habitada, animada, por el Espíritu de Dios en Cristo.

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