Magnificat 2. María ¿la rueda de la fortuna?

Todos los pueblos de la antigua tierra conocida, de China a Roma, pasando por la India, Persia y Grecia, han divinizado de algún modo la rueda de la fortuna, una ruleta ciega, un bombo de lotería, que a unos eleva a otros abaja, de manera indiferente y ciega.

Pero, retomando y recreando, las tradiciones sapienciales y proféticas de Israel, María, la Madre de Jesús, se ha situado con enojo apasionado ante esa rueda, ha protestado, ha dicho que en su fondo se halla Dios, que va a establecer su justicia.

Éste es el tema central del Magnificat en el que María expone y anuncia el juicio ante esa rueda, un juicio de salvación para los pobres y humillados. Su prima, Isabel, le ha saludado:
«Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre» (Lc 1,42).

Como bendita de Dios y portadora del Salvador ha respondido ella, elevándose (elevando a Dios) sobre la Rueda de la Fortuna, que eleva a los unos, abajo a los otros. No hay fortuna-diosa, hay Dios verdadero que despliega su brazo de justicia:


Desplegó la fuerza de su brazo,
dispersó a los soberbios de corazón:

derribó del trono a los poderosos
y exaltó a los oprimidos,

a los hambrientos los colmó de bienes
y a los ricos los despidió vacíos
(Lc 1, 51-53.


Empecé a exponer ayer el tema. Lo seguiré tratando en los próximos días,ofreciendo así una visión mariana del Adviento, como tiempo de justicia y transformación social.

María, la Madre de Jesús, eleva su voz indignada contra la injusticia de aquellos que se aprovechan de la presunta rueda de la fortuna para oprimir a los demás. Buen día a todos.

Introducción. Palabra de María, palabra de Isabel (de Israel)

Esta palabra recoge la historia más honda de la sabiduría y la profecía Israelita, que interpreta la obra de Dios anuncia la llegada de su salvación. La gran tradición manuscrita del NT la presenta como palabra de María, que lleva en su seno a Jesús, aunque algunos manuscritos que parecen secundarios (a b l…) la ponen en boca Isabel.

Da lo mismo: Es palabra de María, es palabra compartida de María con su prima, es mensaje de mujeres que cantan y anuncian la llegada de la justicia de Dios en una tierra manchada de injusticia (movida por una rueda injusta). La tradición de la Iglesia la recuerda como palabra mesiánica elevada ante Dios a la caída de la tarde, cuando llega y se extiendo por la tierra la salvación de Dios.

No ha nacido todavía el Salvador, pero ya vive en las entrañas de María. No se ha expresado todavía el misterio plenamente, pero actúa ya de manera misteriosa en ella, a través de su palabra (cf. Lc 1,41.44). Desde la hondura de ese niño que se gesta en sus entrañas, María ha penetrado en la verdad de Dios (cf. Lc 2,19.51) y la expresa como canto de victoria, en estas fuertes palabras de inversión.

Este canto de María traza el camino exigente y jubiloso de Dios, anunciando su justicia. Sus palabras están formuladas en un tiempo de “pasado profética”: Ella mira y anuncia de manera anticipada aquello que va a realizarse muy pronto, el gran cambio de la historia, la inversión definitiva de la suerte de los hombres, la llegada de la justicia. Ordinariamente razonamos desde un plano de seguridad, defendiendo nuestras propias ventajas materiales y sociales. Así expresamos nuestro orgullo con razonamientos: pensamos desde el interés de nuestros propios privilegios.

Indignación profética

María, en cambio, proclama y pone en marcha el movimiento de cambio de la historia.Solemos presentarla como mujer frágil, signo de puro cariño interior; pues bien, aquí aparece como portadora de un mensaje de transformación total, de juicio y salvación. Nunca se habían dicho en la historia palabras más fuerte, hirientes, certeras. Son palabra de una revolucionaria total, que la Iglesia establecido no se atreve a proclamar de verdad, ni en sus documentos oficiales, ni en sus sermones de domingo.

Ciertamente, la llamamos “dulce Virgen María”, añadiendo que es vida, dulzura, esperanza nuestro. Pero olvidamos que es dulce siendo radical, que es portadora y signo de vida proclamando el cambio de las condiciones económicas y sociales de los hombres, diciendo que los ricos han de quedar vacíos y los poderosos deben descender de sus tronos, para que aprendan a vivir en humanidad y para que los pobres y oprimidos puedan elevarse.

Su palabra se eleva directamente en contra de los ricos, sin matizaciones (no se dicen sin buenos o malos), simplemente porque son ricos, y ahora, en estas condiciones, tienen que quedar vacios, para que pueden llenarse de bienes los pobres.

Su palabra se dirige directamente en contra de los poderosos, sin matizaciones (no se dicen si son buenos o malos, en sentido “espirtualista”, sino sólo que son poderosos), porque deben ser derribados de sus tronos, para que los oprimidos puedan exaltarse.


Son palabras radicales, sin matizaciones, puro evangelio sin glosa. Ella es mujer frágil en su pequeñez de gestante. Pero es fuerte pues la vida que lleva en sus entrañas le da fuerza para proclamar el triunfo de la Vida sobre el mundo, es decir, el triunfo de los oprimidos y los pobres.

Una palabra que viene de toda la historia de Israel

En su seno de mujer gestante se expresan y resuelven todos los problemas: brotan con fuerza inigualada las contradicciones que oscurecen la vida de los hombres. Ella, pobre sierva (cf. Lc 1,48), es la que puede ver más claro, sin ideologías ni racionalismos falsos, pues el mismo Dios la ha iluminado. La gestación no es tiempo de vergüenza (cf. Lc 1,24) ni de olvido de los hombres. Al contrario, el hijo de su seno la ha impulsado a desvelar los temas profundos de los que han tratado los sabios, profetas y videntes de su pueblo.

1. Su palabra de inversión (Lc 1,51-53) recoge un tema sapiencial que los doctores y letrados planteaban desde tiempos muy antiguos. ¿Por qué muda la fortuna? ¿por qué ascienden y descienden los caminos de los hombres? Esta experiencia de los cambios de la vida lleva a Dios o nos conduce a la desesperanza de un destino que parece burlarse de nosotros, sin que nada le interese nuestra vida. Pues bien, en este contexto de fortuna, donde parece que todo rueda sin sentido, ella afirma que los poderosos y los ricos deben ser derribados de sus tronos, para que se eleven y triunfen los pobres.

2. Su palabra anuncia el cumplimiento mesiánico, el gran cambio de la historia: Dios interviene directamente o a través del rey-mesías para transformar nuestra existencia ahora marcada por el hierro del pecado. Los pobres y los oprimidos (como en viejo Job) pueden salir del basurero, derribar de su trono a los podeosos/ricos y construir un orden nuevo donde exista comunión de amor y de piedad entre los hombres. Las palabras de María han de tomarse así como llamada a la esperanza en el camino de la historia.

3. Finalmente, esas palabras pueden entenderse desde el fondo del AT en linea de recreación escatológica: la historia no se puede cambiar; los males del mundo son insuperables. Por eso hay que aguantar sobre la tierra, padeciendo la injusticia, hasta que llegue la inversión ligada al fin del mundo. Así, el mensaje de María nos conduce hasta la meta de los tiempos, allí donde Dios mismo destruye el mundo viejo para recrearlo en su justicia. 9

((La investigación exegética apenas se ha fijado hasta el momento en esos planos de la inversión situada en perspectiva de AT. Por eso resulta poco crítico el trabajo, en otro aspecto fundamental, de E. Hamel, Le Magníficat et le renversement des situations: Greg 60 (1979) 55-84. Sobre la génesis y tradición del tema de la inversión ofrece una primera aproximación muy valiosa E. Lohmeyer, Matthäus, Göttingen 1967, 81-82)).


Tema sapiencial

Al fondo de Lc 1,51-53 hallamos el motivo secular de la fortuna que se mueve sin fin como una rueda, abajando lo de arriba y elevando lo de abajo en un camino siempre impredecible. Por eso, como dice el gran poeta medieval al referirse a los estados y riquezas:

«No les pidamos firmeza, pues que son de una señora que se muda.
Que bienes son de fortuna, que revuelve con su rueda presurosa,
la cual no puede ser una, ni ser estable, ni queda en una cosa»

(J. Manrique, A la muerte de su padre).

Significativamente, los valores que destaca este poema (estados y riqueza) son los mismos que mostraba el canto de María: el trono de los potentados, la abundancia de los ricos. A partir de esa experiencia del cambio de fortuna, que los sabios de los pueblos presentaron de mil formas, han surgido soluciones diferentes que a veces son opuestas y otras son complementarias.

En perspectiva de trascendimiento religioso, el AT de Israel, lo mismo que otros pueblos, ha mostrado que Dios es superior a la fortuna. Así se dice de Marduk, rey coronado entre los dioses, que «posee una sentencia irrevocable: ensalzar y humillar está en su mano» (Enuma Elis IV, 7-8). La propiedad de Dios es ésta: puede «matar y dar la vida» (2 Re 5,7). Por eso, el canto de Ana formulaba en frase lapidaria:

El Señor da la muerte y la vida,
hunde en el abismo y levanta;
da la riqueza y pobreza,
el Señor humilla y enaltece (1 Sam 2,6-7).


Tomadas en sí, estas palabras no transmiten una experiencia salvadora. Son, al contrario, la expresión de un Dios que actúa sin sentido, sin moral, sin meta: son reflejo de un poder inapelable que planea sobre personas y cosas. Sosteniendo el desorden y cambios de este mundo, los creyentes descubren la presencia superior de un Dios que se mantiene inmóvil, dueño de sí mismo, mientras mueve a voluntad (o a capricho) la rueda de fortuna de la tierra.


En ese mismo nivel de trascendimiento religioso se sitúan muchos textos del AT. Antes que ser fuente de vida que dirige la fortuna hacia un futuro salvador, Dios aparece como poderoso. Es «el que es», poder en sí, que no se encuentra sometido a nada, a nadie debe rendir cuenta de sus actos.

Dios por encima de la fortuna

Pienso que en esta línea han de entenderse muchos de los textos primordiales de su revelación, desde la palabra ante la zarza ardiendo («soy el que soy», Ex 3,14) hasta el mensaje original del Deuteroisaías: «Soy el primero, soy el último; fuera de mí no existe Dios» (Is 44,6).

«Soy el Señor y no hay otro:
artífice de la luz, creador de las tinieblas;
autor de la paz, creador de la desgracia» (Is 45,6-7).


En este primer plano, antes de salvar, Dios «es»: aparece ante el creyente como ser-poder originario, más allá del bien y el mal, por encima de la vida y de la muerte.

Esta experiencia religiosa sigue subyaciendo en toda la historia israelita.

-- Así lo muestran varios salmos: «Sólo Dios gobierna: a uno humilla, a otro ensalza» (Sal 75,8).
-- Así lo ha repetido el sabio, en gesto de prudencia: «bien y mal, vida y muerte, pobreza y riqueza: todo viene del Señor» (Eclo 11,14).
-- Así lo repite el desterrado, confesando desde el cautiverio: «Dios azota y se compadece; hunde en el abismo y saca de él; no hay quien escape de su mano» (Tob 13,2).
-- Los cristianos asumieron también esta visión, como lo indica Pablo (cf. Rom 9,13-23) y lo repite en forma clásica un autor antiguo: «tú enriqueces y empobreces; matas y das vida» (1 Clan 59,3).

(Cf. R. Otto, Das Heilige, München 1971, 13-55).

En su primer nivel esta palabra no aparece todavía como salvadora. Es simplemente la expresión de una experiencia religiosa que después podrá entenderse de formas distintas. Aquí sólo se afirma la grandeza de Dios. El hombre es muy pequeño, está en su mano y no separa en Dios el bien y mal, el surgimiento de la vida y el silencio de la muerte. Una cosa y otra brotan de ese mismo Dios que nos desborda: es creador y destructor, derriba y levanta, nos mata y da la vida.

((En este nivel se sitúa la poderosa experiencia de Dios transmitida en Bhagavad-Gita XI, 9-35. Sobre el carácter supramoral del Dios israelita en el principio de su manifestación histórica siguen siendo valiosas las observaciones de C. G. Jung, Respuesta a Job, México 1964, 15-62)).

Dios moral, salvación de los pobres

Pues bien, en un momento determinado, los creyentes descubrieron que Dios sólo es trascendente para bien. Tiene en sus manos vida y muerte, creación y destrucción, de tal manera que podría actuar por mero antojo, a su capricho. Sin embargo, «se limita» a sí mismo para el bien: está comprometido en la línea positiva de la vida. Eso significa que ahora guía de manera personal la rueda de fortuna, para encaminarla a lo que es bueno. Los acontecimientos de este mundo (muerte y vida, pobreza y abundancia, salud y enfermedad) reciben en sus manos un sentido: Dios dirige a los hombres en gesto de amor y actitud de respeto, en un camino abierto hacia el futuro de la plenitud humana.

Así lo ha descubierto la experiencia israelita: el mismo Dios que dice «soy el que soy», como indicando su poder ilimitado, se presenta como amigo y salvador de los esclavos (Ex 3). El mismo Dios que crea la luz y las tinieblas, la paz y las desgracias, se desvela como amigo y salvador de los judíos exiliados (cf. Is 45; Tob 13). La trascendencia original (que estaba por encima de bien-mal) recibe un contenido en la línea de lo bueno.


Sin estar obligado dar razones de su opción, Dios aparece ayudando a los pequeños y los fieles, en gesto de justicia creadora. Surge así una forma nueva de entender ya la inversión: Dios invierte la marcha de la historia. Dios transforma y remueve las fortunas de la tierra, para desvelar de esa manera su justicia y ayudar a los que estaban oprimidos en la tierra. La fortuna ya no es ciega, como antes parecía. No es tampoco caprichosa. Tiene ley, que es la justicia de Dios. Tiene un sentido, que es el bien para los pobres y los buenos. En esta línea, recogiendo una experiencia de siglos, el creyente israelita ha proclamado, en texto muy cercano al de María:

Dios derribó del trono a los soberbios
y en su lugar asentó a los oprimidos.
Dios arrancó las raíces de los pueblos
y en su lugar plantó a los oprimidos

(Eclo 10,14-15).

Estas palabras describen la experiencia secular del cambio en los reinados, del alzarse y perecer de los imperios. Apoyado en la memoria israelita, como testigo de una fe que dura siglos, como eslabón de una cadena que permanece mientras nacen y mueren las naciones, el sabio ha pretendido interpretar la historia. Sabe que el poder de los estados pasa y que terminan los imperios «por razón de la violencia y la soberbia» (y el dinero) (Eclo 10,8; cf. LXX).

Todo cambia y nada permanece dentro de la historia. Aquella misma riqueza que edifica a las naciones las acaba destruyendo. La misma soberbia que eleva a los tronos los derriba, en una especie de juego interminable. Pues bien, por encima de esa fortuna implacable del mundo, el sabio israelita ha descubierto la actuación de Dios como salvadora.

Este es el Dios que, mientras suben y bajan las naciones de la tierra, impulsadas por su propio egoísmo, dirige y eleva (planta) a los judíos, les instaura como pueblo para siempre. De esta forma surge un pueblo que camina más allá de los vaivenes de fortuna que dominan en el resto de la tierra. Por eso se podría decir que «stat Israel dum volvitur orbis», permanece y triunfa Israel mientras el orbe de la tierra gira y se alza de manera orgullosa y se destruye (Cf. J. L. Crenshaw, The Problem of Theodicy in Sirach. On Human Bondage: JBL 94 (1975) 47-64).


Una experiencia semejante la reflejan multitud de salmos y oraciones de Israel cuando nos muestran la presencia salvadora de Dios más allá de la rueda de fortuna. El salmista sabe que no existe salvación en la riqueza: «nadie se puede redimir por ella, ni pagar un rescate por la vida» (Sal 49,8). Lógicamente ha surgido así una especie de piedad de la pobreza, que destaca la presencia de Dios entre los pobres que son justos, pues se dice:

Los ricos empobrecen y pasan hambre,
los que temen al Señor no carecen de nada...
El Señor está cerca de los atribulados,
y salva a los abatidos (Sal 34,11.19).
Porque los malvados serán destruidos,
pero los que esperan en el Señor poseerán la tierra (Sal 37,9).



En esta línea han de entenderse aquellos textos que presentan la inversión de la fortuna como signo de la ayuda de Dios hacia los pobres y los justos: «tú salvas al pueblo afligido y humillas los ojos soberbios» (Sal 18,28). «El Señor sostiene a los humildes, humilla hasta el polvo a los malvados» (Sal 147,6). Esta experiencia es tan intensa que ha venido a reflejarse como un dicho popular (cf. Ez 21,31) que el mismo Jesús ha citado en su evangelio: «todo el que se eleva será humillado; y todo el que se humilla será elevado» (Lc 14,11; 18,14; Mt 23,12) (Estudia el tema E. Hamel, Le Magníficat et le Renversement des Situations: Greg 60 (1979) 65-66).

Largo me lo fiais. Un tema abierto

Sin embargo, esta experiencia sapiencial de la inversión como signo de presencia de Dios, que actúa en ayuda de los justos-oprimidos, no se puede universalizar de forma acrítica, como sabe muy bien la tradición religiosa de los pueblos y la reflexión creyente del AT, especialmente en Job y el Eclesiastés. Es un problema que E. Kant formulaba con fuerza en tiempos más recientes: no hay correlación entre bondad del hombre y dicha sobre el mundo.

Dicho de otra forma: no hay un Dios que en esta tierra recompense la justicia y castigue a los malvados. La justicia ha de esperarse en la vida venidera (Sobre este argumento se funda la Crítica de la Razón práctica, 1788).


Pero no todos esperan este «tan largo me lo fiáis» (Tirso de Molina) del juicio tras la muerte. Por eso buscan las señales de Dios sobre la tierra, presentando varias perspectivas y respuestas. Una primera respuesta la ofrece la tragedia de los griegos. Ellos conocían bien el tema de los cambios de fortuna:

‒ Dios exalta y humilla, abate y enaltece (Hesíodo, Los trabajos y los días 5-7)
‒ «A unos eleva de la nada, a otros derriba de la altura» (Euripides, Troyanas 612s).


Tan fuerte resultaba esta experiencia, tan intensa fue su llaga, que la vida se convierte para Grecia en una forma de tragedia: no tenemos más remedio que aceptar nuestro destino, interpretando así nuestro papel sobre la tierra.

El mismo Aristóteles, filósofo empeñado en razonar nuestra condición, ha definido la vida como «peripecia» (Poética 1452a): cambian y se invierten las suertes de los hombres sobre el mundo. Lógicamente, la existencia está marcada por un tipo de fatalidad que puede ser heroica, aunque casi siempre resulta destructora, pesimista. No tenemos más opción que resistir, soportando los vaivenes y los golpes de la vida ((Se han interesado por el tema E. Hamel, o.c., 58-60; J. Dupont, Le Beatitudini II, Roma 1977, 289-290; I. Gomá, El Magníficat. Cántico de salvación, Madrid 1982, 141)).

Pues bien, Job, educado en la experiencia moral israelita, no quiere limitarse a soportar. Pretende conocer. Sus consejeros le repiten la sentencia conocida:

-- «Dios levanta a los humildes y malogra el plan de los astutos» (cf. Job 5,11-18). Por eso quieren que cambie, que confiese la justicia del castigo que soporta: Dios le aceptará de nuevo, ofreciéndole su premio de dicha sobre el mundo (cf. Job 11,11-17).
-- Pero Job sostiene que su vida ha sido justa y que no debe (ni puede) convertirse para huir de su desgracia. En esta situación, por encima de la fácil respuesta sapiencial de los piadosos, ha descubierto un misterio superior que no se manifiesta externamente en la fortuna de la tierra. Por eso, allí donde Elifaz pretende convencerle repitiendo mil veces la palabra conocida sobre el Dios que «humilla a los arrogantes y salva a los humillados» (Job 22,29), el hombre religioso afirma:

Dios posee fuerza y eficacia,
suyos son el engañado y el que engaña...
Dios levanta pueblos y los arruina,
dilata naciones y las destierra (cf. Job 12,16.19).


De nuevo estamos al principio. Job nos ha enseñado a no aplicar sencillamente a Dios la moral de éxito del mundo. Sus piadosos adversarios no han logrado convencerle de que el mundo es justo. Por eso, las mudanzas e inversiones que suceden a lo largo de la historia no son signo decisivo de Dios, no son señal de su justicia ni expresión de su grandeza. Pues bien, a pesar de eso, Job admite a Dios: un Dios que no aparece en el triunfo de los fuertes, ni se expresa en la victoria mundana de los buenos, por hallarse más profundo y misterioso, en la existencia de los hombres. (Cf. J. Lévéque, Job et son Dieu. Essai d'exégése et de théologie biblique, Paris 1970)).


Una postura semejante aparece en el libro del Eclesiastés. Su autor experimenta las mudanzas de la vida, se halla dentro de una rueda de fortuna donde todo va cambiando, sube y baja, con el paso de los tiempos (cf. Ecl 1-2). De manera especial le ha impresionado la falta de sentido en la política: son muchos los ineptos que ocupan altos puestos, mientras los expertos viven como esclavos (cf. 10,5). Por eso, el misterio de Dios, que realmente existe y debe respetarse, no se identifica con el éxito del mundo.

«En tiempo de la prosperidad disfruta;
en tiempo de adversidad reflexiona.
Dios ha creado los contrarios
para que el hombre no pueda averiguar su fortuna» (Ecl 7,14).


Sobre esta ignorancia planea el misterio de Dios y de sus obras. Así lo ha precisado Job y el Eclesiastés, con palabra que no ha sido superada dentro del AT. Por eso, el gran mensaje de María, cuando dice que «Dios exaltó a los oprimidos y llenó de bienes a los hambrientos», no se puede interpretar en términos puramente sapienciales, como expresión de una experiencia de este mundo. Ciertamente, las palabras ya citadas del Eclo 10,14-15 y los salmos de los pobres que confían en Dios, pidiéndole su premio, han de tomarse con toda reverencia. Ellos transmiten la certeza de un Dios que hace justicia, concediendo su gracia a los pequeños. Pero esa justicia y esa gracia no se pueden entender a través de nuestra lógica. Por eso tenemos que avanzar, buscando un modo nuevo de entender al hombre.

Conclusión mariana.

María de Nazaret se ha situado en el centro de la rueda de la fortuna, que a unos eleva y a otros abaja, pero ha descubierto que hay Dios por encima de ella… y que ese Dios, que ha engendrado a su mesías, derribará a los poderosos de sus tronos y vaciará de su riqueza a los ricos, para que los pobres se sacien, para que los humillados se eleven.

Éste es el canto de la revolución más alta, que María ha retomado y recreado, partiendo de las tradiciones de su pueblo. Así aparece como cantora y promotora de la revolución fina de la historia de los hombres, en contra de la política económica y social que sigue dominando en nuestro mundo. Los que se dicen devotos de María (cristianos o no) y siguen defendiendo a ricos y poderosos, viven en la mentira: O se equivocan o son malos, que para el caso es lo mismo, pues debían saber lo que hacen (ella, María, se lo había dicho).
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