María es Misericordia. 1. Vida, Dulzura, Esperanza nuestra (Salve)

María, la Madre de Jesús, ha sido para los cristianos (católicos) un signo clave de la misericordia de Dios, que se expresa a través de dos "rostros" (dos imágenes y textos) principales:

-- Magnificat: María expresa y canta la misericordia transformadora, que derriba del trono a los potentados y eleva a los humillados, que sacia a los hambrientos y despide vacíos a los ricos...

-- Salve..., reina y madre de misericordia. María es el signo clave de la misericordia íntima de Dios, que consuela, anima, da esperanza a los "desterrados hijos de Eva".

Ambas expresiones de la misericordia de María se completan, como acabo de señalar en el Encuentro de Formadores Mercedarios en Poio (imagen final), lugar donde por decenios, sábado tas sábado, se ha cantado una de las salves más emocionantes y liberadoras del entorno (imagen).

Por eso he querido presentar los dos temas.


-- Hoy la Salve, el canto de la misericordia entrañable de la Madre de Jesús, desde una larga y profunda tradición cristiana

-- Mañana y pasado el del Magnificat, que es el Canto de la misma María, la mujer liberadora, culminando el camino de las grandes mujeres de la historia de Israel (Myrim, Ana, Débora...). No en la Biblia palabra más "fuerte" que la esas mujeres fuertes, que anticipan y anuncian (promueven) la llegada del Dios liberador, que derriba del trono a los potentados y eleva a los oprimidos.

Sigo, como el dicho, texto de nuestro libro (de Pagola y mío) sobre Las obras de Misericordia.

Imagen 1 María de la Misericordia (Merced) (Cuadro de Vicente López)
2. Salve de Poio, en torno al año 1970
3. Libro sobre la Misericordia (de donde está tomado el tema).
4. Salve de Poio, en torno al año 1950


Dos oraciones, misericordia íntima, misericordia social
(Tomado de Pagola-Pikaza, Obras de misericordia... pag. 178-188)


La experiencia cristiana (católica) de la misericordia se ha expresado por María, madre de Jesús, como ha mostrado ya su canto (Magnificat), un texto clave de la revelación liberadora de Dios en la Biblia (cf. cap. 2,2).

Pero la piedad popular católica ha insistido más en la oración de la Salve, una antífona mariana, del siglo XII d.C., que interpreta a la Madre de Jesús como signo y compendio de la misericordia de Dios y de su Hijo Jesucristo.
Significativamente, los católicos no hemos popularizado una antífona/canto de la misericordia de Dios o de su Hijo Jesucristo (y del Espíritu Santo, Consolador-Paráclito), pero hemos cantado y cantamos más bien a María, Madre de Jesús, como rostro y presencia (garantía) de su misericordia.

Cientos de millones de católicos cantan o rezan la Salve como oración suprema de la misericordia de Dios, revelada por María. Es como si tuvieran miedo de un Dios a quien conciben lejano y justiciero, y no pudieran confiar tampoco en Cristo al que contemplan como juez airado (Mt 25, 31-46), debiendo refugiarse en María, que así aparece como expresión humana de la misericordia divina.

Esta oración atribuye a María una misericordia que pertenece en principio a Dios y a Cristo, presentándola así como Icono del misterio, según la tradición de la iglesia oriental, que le llama Odiguitria o Guía (odegeo) para entrar en lo divino. Ella ha consolado y sigue consolando a millones de sufrientes de la tierra que buscan por ella un consuelo en el Dios de Jesucristo.

Esta oración puede y debe completarse con una catequesis más profunda de la misericordia de Dios y de sus obras, como este libro ha destacado, pero ha sido un motivo de consuelo para millones de orantes desconsolados. Ciertamente, ella parece algo alejada de la inspiración bíblica, que vengo destacando en este libro, suponiendo supone que Dios está alejado, y que sólo podemos acercarnos a él por la Puerta de María, que cumple una función que es propia del Espíritu Paráclito.

Pero el Paráclito no tiene rostro propio, y así toma en este canto la figura y rostro de María, que viene a mostrarse como revelación de la misericordia. Ciertamente, no es toda la oración cristiana; pero la Salve ha sido y sigue siendo una oración muy valiosa de la misericordia, para tiempos duros, de fuerte desconsuelo, en clave “mística” de superación del mal de la historia, recuperando en clave mariana elementos importantes de la piedad bíblica (del rehem de Dios).

Salve


Salve, reina y madre de misericordia;
vida, dulzura y esperanza nuestra, Salve.

A ti clamamos los desterrados hijos de Eva, a ti suspiramos,
gimiendo y llorando en este valle de lágrimas.

Ea pues, abogada nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos,
y después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre.

Oh, clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María.


Esta oración empieza saludando a un persona importante (cuyo nombre sólo se dirá al final), con la palabra Salve, que significa en latín ¡salud, ten salud! Se trata de una fórmula normal de cortesía, que puede compararse al griego “khaire” (estate bien, alégrate), utilizada por el ángel de la Anunciación (Lc 1, 18) y conservada en el Avemaría. En esa línea, la traducción “Dios te salve” no parece afortunada (hubiera sido mejor decir solamente “salve” o “salud”), aunque no es totalmente inexacta, porque al decir Dios te Salve pedimos a Dios que ofrezca salud-salvación a María.

1. Reina y Madre de Misericordia.

Esta invocación proviene de la Iglesia Oriental, donde María ha sido venerada desde antiguo como signo y portadora de la misericordia de Dios. Ella se muestra así como Reina (autoridad) y Madre (engendramiento de vida), en la línea de Ex 34, 6-7, donde Dios se revelaba como rehem (amor materno) y rab-hesed (gran fidelidad; cf. cap. 1, 1) y en la 2 Cor 1, 3 donde Pablo invocaba a Dios como "Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo".

María aparece así como signo del Dios de la Misericordia del Antiguo y Nuevo Testamento. Esta oración le llama Reina y Madre, atribuyéndole unos títulos que son propios de Dios, que aparece, al mismo tiempo, como Rey y Padre, conforme a la oración de los judíos (que dicen Abinu Malkenu, nuestro Padre, nuestro Rey) y de los cristianos, que le llamamos Padre, pero le pedimos el Reino (Padrenuesto). Así, María, Madre de Jesús, aparece como Reina y Madre de sus devotos, signo y presencia del mismo Dios.

2. Vida, Dulzura, Esperanza nuestra, Salve.

Esos títulos evocan la Misericordia de María, en una línea que es propia de Dios. María es primero Vida (hayyim), palabra empleada para Dios, en sentido intensivo: Dios mismo, Yahvé, es la Vida, de tal forma que en él y solo en él existe todo lo que existe (aunque el evangelio de Juan atribuye temáticamente la Vida al Logos de Dios que es Jesucristo, cf. Jn 1, 4-5).

María es Dulzura, término cercano al de paraklesis-consuelo, que Pablo atribuía a Dios en 2 Cor 1, 3-4. El Antiguo Testamento llama dulce (anawah=manso) a Moisés, alabándole por ello (cf. Num 12, 3) y el Nuevo presenta a Jesús como el manso-dulce (praus) por excelencia (Mt 11, 29), y en esa línea añade que sus seguidores, los mansos, heredarán la tierra (Mt 5, 5). En esa línea, Pablo sigue apelando a la mansedumbre y dulzura (praotês kai epieikeia) de Jesús, para convencer a los Corintios (cf. 2 Cor 10, 1). Pues bien, en esa línea, la Salve identifica de algún modo la dulzura de Dios y de Jesús con María, que es Madre (cuya “leche”, entendida en sentido espiritual, es dulce para sus devotos).

María es finalmente esperanza (spes), un tema que el Antiguo Testamento vincula con Dios que es esperanza para el hombre (cf. Jer 17, 7; Sal 61, 4; 71, 5) y que el Nuevo relaciona con Jesús, que anuncia y prepara el cumplimiento de la esperanza de Dios en el Reino. Pues bien, ahora, la esperanza de Dios y de Jesús se expresa por María, a quien el orante ha llamado vida y dulzura, en un mundo de muerte y tristeza. En esa línea se añade ahora la palabra nostra (nuestra), ampliando el sentido de la oración. María no es sólo vida, dulzura y esperanza del orante individual, sino de todos condenados, amargos (tristes), en cuyo nombre eleva su plegaria. Jesús dice en su oración Padre “nuestro”; el orante de la Salve llama a María Esperanza “nuestra

3. A ti llamamos, los desterrados hijos de Eva...

Los orantes no están en su patria, no viven en casa, sino que se encuentra arrojados, lejos de la misericordia de Dios, como pueblo de sufrientes (los pobres, los vencidos de la vida, todos los cristianos) y así vienen, en procesión inmensa, a presentarse ahora como hijos de Eva, madre pecadora que les esclaviza, para buscar la ayuda de María, a quien han llamado Reina y Madre, poniéndose bajo su protección.

De esa forma se formula aquí un motivo claro de cambio de señorío, es decir, de paso del dominio de Eva (madre de pecado, causante del destierro) al de María, madre verdadera de la vida. Los orantes aparecen así como pecadores, o, mejor dicho, como desterrados a causa de culpa cometido por su primera madre, pues significativamente, el pecado original no es ya de Adán, padre de la estirpe mala (como supone Pablo en Rom 5), sino de Eva (a quien la misma tradición de Pablo presentaba ya como culpable en 2 Cor 11, 3).

San Ireneo (cf. Ad. haer. III, 22, 4) había destacado ya la oposición entre Eva y María, como sigue diciendo el mismo Vaticano II: "Por eso, no pocos Padres antiguos, en su predicación, coincidieron gozosos con él (con Ireneo) al afirmar: el nudo de la desobediencia de Eva lo desató la obediencia de María. Lo que ató la virgen Eva por su falta de fe, lo desató la Virgen María por su fe. Comparándola con Eva, llaman a María Madre de los Vivientes y afirman con mayor frecuencia: la muerte vino por Eva, la vida por María" (Lumen Gentium 56). La Salve acepta así esta oposición, de forma que los orantes, que se saben hijos de Eva, y desterrados por ella del paraíso, invocan a María, Madre de Jesús, poniéndose bajo su protección, para que invierta su estado y les libere del destierro.

Esta visión de las dos madres, y del paso de la mala a la buena, constituye uno de los temas esenciales de la gnosis del siglo II-III d.C., que ha marcado la tradición posterior de la Iglesia hasta el día de hoy. Esta visión no responde del todo al núcleo del mensaje bíblico, pero ha captado simbólica y afectivamente un elemento muy valioso de la experiencia de la salvación y del sentido de la misericordia, que ha tenido y sigue teniendo un rasgo materno, vinculado al rehem, como vengo destacando a lo largo del libro. Éste es, pues, el paso de la madre mala a la buena, del abandono (Eva) a la filiación, del destierro a la casa, del amargor a la dulzura.

La Salve nos sitúa así ante el gran tema de la búsqueda de madre, propia de una sociedad de abandonados. En esa línea, el orante no pide ningún bien o fortuna pasajera (salud, dinero, poder…), sino sólo “filiación”, como había puesto de relieve san Pablo, cuando dice que estamos esperando la “filiación, la redención de nuestro cuerpo” (Rom 8, 23). En ese fondo, nosotros, hijos del exilio, sólo buscamos una cosa: Ser liberados de este cuerpo de pecado, es decir, de esta vida de sometimiento para así llegar a la tierra de la madre.

4. A ti suspiramos, gimiendo y llorando, en este valle de lágrimas...

Los orantes no se acusan de algún pecado personal, no se sienten culpables por ninguna falta propia, social o individual, no condenan la injusticia del mundo, la opresión de los prepotentes, la pobreza y hambre de los pobres (como en el Magnificat: cf. tema 2, 2); ellos sólo se lamentan del destierro que proviene del pecado de Eva, mala madre, por cuya falta expían y sufren, en un mundo que debía ser cuna de amor, pero que es valle de lágrima.

Éste no es el mundo siete veces bueno, que Dios había creado en el principio (Gen 1), ni el paraíso de Gen 2, sino el destierro al que fueron expulsados Eva/Adán tras el pecado, y en él viven los orantes, arrojados fuera de la tierra dulce y abundosa de la Buena Madre, sufriendo inconsolables sobre el mundo, como huérfanos perdidos, sin consuelo. No pueden nada bueno por sí mismos, son incapaces de expiar el pecado de su madre mala, de salir de Egipto para poseer la tierra prometida… de manera que, en ese sentido, ni Cristo puede ya ayudarles, en la oquedad de este valle de la muerte (sólo tras la muerte podrán ser liberados por Jesús).

Esta situación de llanto de los fieles se parece a la de los hebreos en Egipto, a quienes Dios mismo escuchó desde su altura (cf. Ex 2-3). Pero aquí los desterrados no llaman a Dios, ni buscan ayuda para esta tierra, pues saben que en ella nada puede cambiarse de verdad, pues la salvación viene tan solo después de la muerte. Los hebreos antiguos quisieron salvarse en la tierra prometida de Canaán, saliendo de Egipto por el Mar Rojo. Pues bien, según la Salve no hay posible salvación en este mundo, ni se puede hablar de tierra prometida, pues los orantes se encuentran encerrados un valle de lágrimas, sin puerta de salida. Por eso, ellos no pueden hacer más que llamar a la Madre buena como dice el texto con tres palabras progresivas: a ti suspiramos (en gesto de quebranto interno), gimiendo (con palabras desarticuladas de pena) y llorando (con lágrimas que expresan su máxima impotencia).

Entendido así, el dolor de esta plegaria se parece al de la gnosis espiritualista del siglo II-III d.C. Jesús no lloraba de esta forma, sino que pregonaba el Reino y animaba y curaba a los enfermos y perdidos. Aquí, en cambio, no hay remedio, ni posible ayuda en esta tierra. Los fieles que rezan a María no pueden liberarse por sí mismos de la gran ira o tristeza de su valle de muerte, ni pueden conquistar la salvación, ni mitigar su pena con buenas obras de misericordia, de manera que no pueden hacer otra cosa que ponerse en manos de María, buena madre, para que les libre tras la muerte del valle de dolor, y les muestre a Cristo Salvador en el Más allá (no en esta tierra).

5. Ea pues (Señora), Abogada nuestra.

La palabra “señora” está añadida en castellano, no forma parte del original latino, que se dice sólo ea, pues, abogada nuestra (ea, ergo, advocata nostra). Esa palabra (Señora), es un añadido eufónico, que retoma los motivos del principio (reina y madre), pero sirve también para insistir en el Dominio o señorío de la Madre de Jesús, a quien el texto expresamente con Dios que es el Señor (=Yahvé) del Antiguo Testamento y con Jesús que es Señor (=Kyrios) en el Nuevo.

La palabra originaria es Advocata (Abogada), una persona a quien se invoca (ad-vocare), en un momento de riesgo, como ayuda en un juicio peligroso. María no es, por tanto, una figura militar, capitana que defiende en la batalla (como el Arcángel Miguel o el Jinete triunfador: cf. Ap 12; 19), sino que es abogada defensora, que intercede por los suyos ante el juicio inapelable de Dios.
De un modo significativo, conforme a la tradición de la Iglesia, desde el evangelio de Juan, el Abogado defensor de los creyentes no es Jesús, sino más bien el Espíritu Paráclito, cuyas funciones asume aquí María. Ella aparece así como Espíritu divino, en forma de mujer/madre, Reina y Señora, ocupando el lugar del Paráclito, Abogado defensor, intercediendo a favor de los creyentes (cf. Jn 14-16). Ella es la enemiga del Diablo destructor, a quien se dice que ha vencido, tanto en el proto-evangelio (Gen 3, 15) como en la visión de Ap 12, 1-5, aunque ella sigue estando de algún modo perseguida. Sea como fuere, este pasaje de la Salve nos sitúa ante una visión de gran fuerza, que ha calado en la conciencia de los sufridos cristianos de occidente, desde el XII d.C. hasta la actualidad. Ella, dama del gran caballero y amiga/abogada del pordiosero, es presencia de Dios entre nosotros, en forma de Madre y Mujer.

6. Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos...

Los ojos son lugar y principio de la misericordia, como en Ex 2, 23-25; 3, 7-8, donde se afirma que "Dios miró la opresión de los hebreos en Egipto y tuvo piedad de ellos". Pues bien, la Salve supone que Dios sigue mirando a los hombres a través de los ojos de María, que son en realidad ojos de Dios, pues son misericordes, de misericordia. Como he venido señalando, la misericordia estaba vinculada en hebreo a las entrañas (rehem) y en la tradición latina al corazón; pues bien, ella se relaciona aquí más bien con la mirada, es decir, con el ojo que mira y reconoce, que sabe y que ama, en la línea de eso que algunos han llamado la metafísica (o mística) de la mirada (cf. Mt 5, 8).

El orante dice a María que vuelva a nosotros (¡no sólo a ella!) sus ojos misericordiosos (illos tuos misericordes oculos ad nos converte), que los convierta, para así ella pueda vernos y nosotros verlos. en un contexto de vivencia de amor por la mirada, en línea de comunicación materna y filial. Al hijo pequeño le basta con saber y sentir que la madre le mira. El enfermo y oprimido busca el sostén de unos ojos misericordiosos, que son todo lo contrario del ojo vigilante y fiero de un “dios policía” que nos observa sin cesar para castigarnos al menos descuido.

Hay una mirada policial, castigadora, intimidante, del dios del ojo triangular que nos vigila sin descanso, como en los famosos panópticos de las cárceles del siglo XIX donde el guardián miraba y veía todo lo que hacían los reclusos. Pues bien, en contra de esa mirada vigilante, el orante de la Salve evoca los ojos de misericordia de la madre buena, que mira y anima a sus devotos, para que puedan sentirse protegidos, contemplando al mismo tiempo su mirada. Este orante no pide ya nada, como he dicho (ni salud, ni dinero, ni amor humano, ni victoria…), simplemente quiere una mirada.

7. Y después de este destierro muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre.

El texto latino dice exilio (exilium), donde estamos confinados (exules) por culpa de Eva, sin más consuelo que los ojos de misericordia de la madre buena que es María, que volviéndose nos mira. Por eso, este exilio es temporal, breve estación de infortunio que debemos soportar con esperanza, pues sabemos que María nos mostrará después a Jesús, que es fruto de su vientre. Ciertamente, el orante no quiere acelerar la muerte, y sabe que debe mantenerse fiel a la llamada de Dios en este mundo (mirando a los ojos de la Madre buena, que le anima, tras el velo…), pero de algún modo la desea, como Teresa de Jesús, en el poema “Vivo sin vivir en mí”: ¡Qué duros estos destierros; esta cárcel y estos hierros!
El orante de la Salve y Teresa esperan y desean de algún modo la muerto, pero con una diferencia: Teresa la espera elaborando mientras tanto una mística de amor matrimonial, como mujer madura, ante Jesús/Dios esposo. El orante de la Salve, en cambio, desarrolla una mística de infancia, como si la madurez, el encuentro con Jesús, fuera tan sólo tras la muerte; por eso pide a María que en (tras) la muerte) le muestre (ostende) a Jesús, fruto de su vientre (de su misericordia: rehem). Esta visión nos ofrece una imagen popular de la vida, una experiencia que ha marcado a millones y millones de orantes, que confían en la ayuda de la Madre María tras la muerte, sabiendo que ella les guiará hasta Jesús, sin dejarles caer en el infierno, sin olvidarles para siempre en algún tipo de purgatorio. Así aparece ella, en cientos de miles de representaciones, como la odiguitria que acoge a los muertos, dándoles a luz, de un modo nuevo, para así guiarles a la vida de Cristo.

Este Cristo, Hijo de María, no aparece según eso como mesías de la historia, para transformar la tierra en Reino, pues la tierra es exilio y no puede transformarse. Cristo libera sólo a los buenos muertos, a quienes ofrecerá la Vida de Dios en el Reino futuro. En esa línea sostiene María a sus devotos, con su misericordia, acogiéndoles en el trance del nuevo nacimiento (que es la muerte física y espiritual), en el intersticio, en la frontera entre los desterrados que le miran desde el lado de la tierra y los bienaventurados del cielo. Ella defiende y guía a las almas separadas de sus cuerpos en la fuerte y decisiva travesía del Reino de Cristo. En ese intersticio entre la muerte y la vida futura han surgido miles y millones de imágenes de miedo (terrores ancestrales, monstruos y demonios…), pero también ángeles buenos que acogen y guían a las almas. Pues bien, entre esos ángeles destaca la Madre de Jesús, como gran “psicopompo”, guía de las almas hacia el cielo.

8. Oh clemente, oh piadosa, oh dulce virgen María.

Terminadas ya las petición, el orante se despide, de manera emocionada, retomando con inmensa admiración los títulos que expresan mejor la misericordia de María. Ellos eran títulos de Dios (cf. Ex 34, 6-7), pero los orantes los aplican ahora a María. Esos títulos marcan y definen la misericordia de María, apareciendo así como expresión suprema del amor de Dios, en línea de piedad intimista, de tipo sentimental, muy afectiva (de rehem divino), aunque sin destacar el otro rasgo de esa misericordia que es el hesed, expresado en unas obras concretas de servicio y fidelidad a la alianza de la vid en este mundo.

Oh clemente (clemens). Éste es uno de los rasgos primordiales de la misericordia, como he puesto de relieve en la Introducción, diciendo que es “la actitud de aquel que, al juzgar o castigar a los demás, lo hace sin rigor, moderando la ira o empleándola con mesura, siempre a servicio del perdón y de la vida”. Pues bien, ahora al final, María aparece como signo y personificación del perdón de Dios, que no juzga a los culpables, sino que los libera del castigo, ofreciéndoles una experiencia y camino de vida más alta.

La clemencia (como el rehem del Antiguo Testamento) está cerca del perdón, pero lo desborda, convirtiendo la posible culpa en ocasión y principio de vida más alta. Sólo Dios conoce de verdad, sólo Dios ama de manera radical, sin ningún tipo de maldad, envidia, venganza o resentimiento, y así puede perdonar a todos, incluso allí donde nosotros no podríamos hacerlo. Así lo ha destacado la Sabiduría (cf. cap. 1, 1) y lo ha ratificado el evangelio, al presentar a Jesús como oiktirmos, que se compadece de la miseria y necesidad de los hombres (cf. cap 2, 1-2). De esa forma, ahora, al terminar la Salve, mirando a María, apoyándonos en ella, podemos descubrir y acoger (confesar) al Dios Padre de Clemencia, que se ha revelado en Cristo.

Oh piadosa (pia). Este título avanza en una línea de cercanía personal, de presencia y fidelidad a la alianza (hesed divino), como venimos indicando desde Ex 34, 6-7. El Dios del hesed ha definido la religión israelita, entendida en forma de fidelidad piadosa. Así lo han sentido y vivido a partir del siglo II a.C. los asideos, hasidim o santos, que quisieron con fidelidad la experiencia israelita (como han hecho desde el siglo XVIII d.C. los nuevos hasidim, hombres y mujeres del hesed, entre los judíos askenazis de Europa oriental).

En esta línea, el orante de la Salve llama a piadosa, religiosa, partiendo del mismo Dios, que es el Piadoso el Religioso, en el sentido más profundo, que se aplica a Jesucristo, que ha tenido piedad (eleos) los hombres (cf. cap. 2, 1). Esta piedad de Dios (de Jesús) no puede aplicarse sólo a la vida tras la muerte, como podría suponer la Salve, sino que ha de expresarse en vida de los hombres en el mundo, siendo así misericordiosos entre sí (piadosos, religiosos), en la línea de las obras de misericordia.

Oh dulce (dulcis). El orante había dicho que María era Dulzura (dulcedo)... Ahora le llama Dulce (Dulcis), de un modo personal, como dulzura de Dios hecha presente, misericordia amorosa (ojos que miran con piedad) en el centro de la vida de los hombres. Esta palabra supone que vivimos en una tierra amarga, de exilio y llanto, en un mundo donde estamos arrojados, en orfandad y muerte. Pues bien, en contra de eso, el orante llama y siente a la Madre de Jesús como dulzura.

Al principio de la Salve María aparecía ya como dulzura (madre de misericordia: vida, dulzura…), un tema que se expresa en la leche que alimenta, sacia, endulza, como la tierra prometida de Dios que se concebía en el Antiguo Testamento como tierra que mana leche y miel (cf. Ex 3, 8). Pues bien, ese recuerdo de dulzura retorna al fin, como título más hondo de la misericordia de Dios revelada por María “dulce”.

Al llegar aquí, terminadas las palabras de saludo, invocación y petición, el orante dice el nombre de aquella a quien invoca: Virgen María.

Virgen es el nombre general: Mujer capaz de concebir, en la madurez de su vida corporal y afectiva, como ‘almah (cf. Is 7, 14), la madre de Emmanuel, Dios con nosotros. La antífona había comenzado llamándola Madre, cabeza de familia, fecundidad de Dios expresada y revelada en forma humana. Pues bien, ahora, esa Madre (¡sin dejar de serlo!) aparece como Virgen, mujer joven, signo de hermosura, desde una perspectiva de varones, que expresan por ella su ideal de la mujer perfecta, en la línea del eterno femenino de Dios.

María. Esta es la última palabra, clímax de la oración, nombre de mujer a la que se dirige el canto y la mirada de los devotos varones. Termina así, la oración nombrando la persona a la que todo se dirige, como desvelando el gran secreto. Los títulos y temas anteriores (vida, dulzura, esperanza…) se condensa y aplica ya a María, una persona concreta, situada en el camino de la misericordia histórica de Dios, la mujer nazarena, madre de Jesús, a quien los orantes han visto como expresión histórica y materna, femenina y fuerte de la misericordia divina, en una línea que puede debe concretarse (ampliarse) por medio del Magnificat (cf. cap. 2, 2).

Ha terminado así nuestro recorrido de la misericordia en la Biblia, que hemos ampliado y concretado en las obras de misericordia de la Iglesia. Hemos querido concretar al fin este camino en la figura de María, tal como ha sido venerada por la Iglesia en la oración de la Salve, que debe completarse como he dicho, con el canto del Magníficat y, en sentido más extenso, del conjunto del mensaje de la Biblia, leída desde nuestra perspectiva social y eclesial, en este año de jubileo, convocado por el Papa Francisco (2016).
Todo está ya dicho en un sentido, pero todo puede y debe ser recuperado, volviendo al prólogo de J. A. Pagola (Jesús y la Misericordia), con las primera páginas de mi estudio sobre el Antiguo Testamento, en la que Dios aparece como Rahum y Hanun (amor entrañable y gracia), siendo rab-hesed we’emet (rico en fidelidad y en verdad) (cf. Ex 34, 6-7).

Salve, oración de la misericordia:

‒ ¿Qué importancia ha tenido y tiene esta oración en la experiencia de los creyentes católicos?
‒ Comparar la Salve con el Magnificar, convergencias y divergencias
‒ ¿Qué sentido tiene que María aparezca como revelación de la misericordia de Dios?
‒ Analizar los términos fundamentales de la misericordia en la Salve.
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