papa, Roma Pedro/Papa (2). Del tiempo y modo en que el obispo de Roma vino a ser Papa

La iglesia de Roma fue importante desde el I d.C. (cf. Rom, Hch), pero al principio no tuvo obispo ni Papa.. Fue más importante a finales del I y principios del II(cf. 1 Ped, Hbr, 1 Clem, Ignacio, Rom, Hermas y otros, pero no tenía obispo monárquico, sino administración presbiteral.

Sólo a finales II d.C. la iglesia de Roma asumió el episcopado, con cierta  prioridad de honor ycomuniòn sinodalsobre (con) otras iglesias patriarcales autónomas e importantes: Éfeso, Antioquía, Alejandría, Constantinopla...

Del IV al IX d.C., la iglesia y episcopado de Roma, como “sede” de Pedro y capital del imperio se hizo importantísima  pero su obispo no fue Papa de todas las iglesia,  en el sentido posterior de la palabra, como he mostrado en Historia de los Papas.

SURGIMIENTO Y SENTIDO "MODERNO"DEL PAPADO (SIGLO XI-XV d.C.)

 Sólo a partir del X-XI d.C., tras la “reforma gregoriana”, el obispo de Roma vino a ser “papa universal de las iglesias” aunque no todas le aceptaron (ni le aceptan así).

Esa “conversión” del obispo de Roma en Papa “católico” tiene grandes valores, desde un punto de vista católico, pero también ha suscitado problemas que continúan pendiente y siguen siendo discutidos. Estos son algunos de ellos.

Reforma gregoriana. Papa y Emperador (siglos XI-XIII)

Cien años estuvo el papado sometido a la nobleza romana entre el siglo IX y X d.C., hasta queJuan XII (955-964), para alcanzar de nuevo autonomía, ofreció a Otón I, rey de Alemania, la corona del imperio “romano” (romano-germánico), ungiéndole como rey sagrado de la cristiandad en la basílica de San Pedro de Roma el año 962.

Renació así el Sacro Imperio Romano, que ahora se llamará también Germánico. Volverán a plantearse, de una forma nueva (y se resolverán también de forma nueva) los problemas que habían quedado pendientes en el tiempo de la reforma carolingia (siglo VIII-IX d.C.. El emperador Otón y sus sucesores intentarán «adueñarse» del papado, obteniendo así el poder político-sacral sobre la iglesia; no lo conseguirán; frente a los emperadores (y a su lado) surgirán los obispos de Roma como Papas, emperadores de la iglesia.

Los obispos habían llegado a tener gran autoridad, viniendo a presentarse como administradores no sólo religiosos, sino también políticos de sus diócesis, aunque en general todos tenían la conciencia de que recibían su poder de la comunidad cristiana que les nombraba y apoyaba[1]. Pero ahora, en virtud de la misma concepción unitaria y piramidal de la sociedad, las comunidades dejaron de elegir a sus representantes, de manera que empezaron a hacerlo «en su nombre» los emperadores (y reyes), de forma que los obispos se fueron convirtiendo en un tipo de «condes» (de comes-comites: compañeros, hombres de confianza, delegados) de los emperadores, que les conferían la autoridad civil sobre las diócesis (entendidas así como condados). De un modo consecuente, los emperadores quisieron conferirles también la autoridad eclesiástica.

 Se planteó de esa forma la disputa sobre las investiduras, es decir, sobre el origen y la trasmisión del poder de los obispos. La sociedad feudal se hallaba constituida como una gran pirámide en cuya cumbre aparecía el emperador, delegado de Dios, con potestad patrimonial (patriarcal) suprema, que él iba delegando a sus subordinados eclesiásticas y civiles.

Los feudatarios civiles tendieron a mantener su potestad al interior de la familia y trasmitirla por herencia, lo que significaba un límite para la libertad de movimiento (nombramiento) de los emperadores que, en muchos casos, preferían tener feudatarios eclesiásticos (obispos) a quienes podían nombrar a voluntad, cada vez que fallecía al anterior (pues se estaba imponiendo el celibato para el clero alto). 

             Pues bien, los obispos de Roma reaccionaron y consolidaron su autoridad, a través de un proceso que suele llamarse reforma gregoriana, cuya figura básica es Gregorio VII, Hildebrando (1073-1085), y cuyo influjo se extendió a lo largo del siglo XII y comienzos del XIII, abriendo un tiempo de nuevos equilibrios políticos y religiosos entre el papado y el imperio. La clave de esta reforma estará en la separación de poderes: el emperador conservará el poder «temporal» (¡que es también religioso, pues todo poder se consideraba entonces religioso!) sobre los obispos, a quienes nombrará gobernantes civiles de sus obispados; pero sólo el Papa tendrá poder eclesiástico para conferir a os obispos la investidura canónica. De esa forma se ratifica el principio de los dos poderes, con un Papa que tiene potestad eclesiástica sobre el mismo emperador.  

Otros tipos de cristianismo, otras culturas, parecieron quedar estancadas en una visión más estacionaria, donde lo religioso y lo civil se identifican. Fue aquí, precisamente aquí (en la lucha entre el Papa y el Emperador), donde esos dos «poderes» empezaron a separarse. Paradójicamente, en el comienzo de esa separación hallamos un triunfo de la iglesia romana, que no se dejó asimilar por los emperadores. Fue un proceso largo en el que pueden distinguirse tres momentos.

(1) Soberanía eclesiástica. Asumiendo rasgos del esquema feudal, el Papa aparecerá como Obispo de todos los obispos (a quienes nombra y confiere autoridad espiritual) y también como Guía espiritual (no político) del emperador y de los reyes, representante de Dios para el conjunto de la cristiandad (y en el fondo para la humanidad).

(2) Soberanía imperial. El Papa no toma el poder civil, de manera que el emperador y los reyes conservan su autonomía, pero puede influir e influye sobre todos ellos, a causa de la supremacía del poder religioso.

(3) Fusión parcial de planos. En principio, los poderes se separan, pero entre ellos seguirá habiendo fuertes interferencia. Por una parte, el Papa conserva un poder civil directo sobre Estados Pontificios y eso, unido a la supremacía del poder religioso, le permite intervenir en los asuntos políticos, al menos de un modo indirecto (aunque fuerte). Por su parte, emperadores y reyes (por lo menos hasta la Revolución Francesa y aún después) querrán intervenir e intervendrán, como veremos, en los asuntos eclesiásticos.  

Hasta ahora, los papas habían sido básicamente obispos de Roma y sólo así podían ser pastores de la iglesia universal. Eso suponía de hecho que los obispados eran en principio autónomos, de forma que cada uno se regía por sus propias tradiciones, aunque en comunión con Roma (como han seguido siendo las iglesias orientales, que no han aceptado la reforma gregoriana). Pues bien, a partir de esta reforma se invierte la perspectiva de manera que, en la línea de unas  falsas decretales (pseudo-isidorianas),  los papas aparecen básicamente como pontífices supremos o primados de la iglesia universal, y sólo en un sentido derivado actuarán, de hecho, como obispos concretos de Roma. En esa línea se supone que el Papa tiene toda la autoridad (como un emperador eclesiástico) y que los obispos son de hecho delegados suyos. El Papa asume todo el poder de Cristo (de forma jerárquica, en contra del evangelio de Jesús) y así lo ha ejercido, de modo feudal, considerando a los obispos como delegados suyos.

 El feudalismo político de los emperadores terminó bastante pronto, pues surgieron los estados nacionales, con autonomía plena y negaron al emperador la autoridad. En contra de eso, el feudalismo de los papas no sólo se mantuvo, sino que creció, en un plano eclesiástico: el Pontífice Romano apareció como vértice de la jerarquía cristiana, afirmando que Dios le había dado el poder supremo, de un modo directo, y añadiendo que él, y sólo él, podía concederlo (=delegarlo) a los restantes obispos con su clero y, por medio de ellos, a los fieles, conforme a una visión piramidal de la iglesia (según el esquema platónico-imperial que ahora se aplica en línea de feudalismo). Mil años había tardado la iglesia en asumir ese modelo piramidal de poder. Otros casi mil años tardará en desarrollarlo, hasta que ahora (año 2005) empiece a derrumbarse. Este es el núcleo de la «reforma gregoriana» que ha definido hasta el día de hoy el perfil de la iglesia católica.

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 Motor de la reforma papa: el Papa Hildebrando

   Esa visión se expresa en el Dictatus Papae, es decir, en las «Veintisiete máximas papales» de Gregorio VII, conforme a las cuales el Papa y la iglesia de Roma ostentan el poder supremo, como representantes inmediatos de Dios y de Cristo (de un Dios y de un Cristo que no actúan como el Papa, en línea de poder). En esa línea, lo que define y distingue al papado no es el mensaje del amor mutuo o la curación de los enfermos, ni la acogida de los marginados o el perdón de los pecados, sino el hecho de que la iglesia posee y despliega el supremo poder.

La finalidad del mensaje y de la "pascua" de Jesús no habría sido ofrecernos la gracia de Dios, ni iniciar un camino de solidaridad universal desde el perdón, sino revelar quien tiene la autoridad suprema (suponiendo, por tanto, que Dios es autoridad poderosa). Ciertamente, la «reforma gregoriana» ha tenido otros aspectos positivos en plano social y político, pero, desde la perspectiva estructural, su aportación más grande ha sido proclamar, con tonos solemnes, que Dios ha dado toda autoridad al Papa; el resto es consecuencia[2].

 La teocracia que a partir de Constantino había sido elaborada por los soberanos laicos, primero por los emperadores “romanos” orientales y después por los occidentales, había guiado por siglos a la cristiandad, concebida siempre como una única realidad político-social; esa teocracia se hallaba fundada sobre consideraciones del carácter sacramental de la dignidad real, que participaba de un modo específico del sacerdocio y del reino de Cristo.

Pero a los ojos de Gregorio VII y de los restantes reformadores, aquella teocracia (donde el emperador ocupaba el centro) aparecía como una inversión del orden justo, como una realización fracasada del aspecto religioso de la vida cristiana, que era superior al aspecto civil, como el alma es superior al cuerpo. El cambio crucial, bien claro para Gregorio, debía ser la negación del carácter sacramental del "reino" y su subordinación necesaria al "sacerdocio, en cuyo culmen se hallaba el primado del obispo de Roma. Sólo de es forma se podía fundar una nueva relación del Papa con los reyes cristianos, los cuales, aunque importantes, no eran más que laicos y en cuanto tales no podían colocarse sobre el sumo sacerdote, ni siquiera a su mismo nivel, sino que le debían estar subordinados[3].

 La lucha entre el Papa (Gregorio VII) y su antagonista, el emperador Enrique IV, fue dura y pareció desembocar en el triunfo del papado. El Emperador quiso imponer al Papa su criterio, pero éste le respondió «excomulgándole», es decir, expulsándole del cuerpo de la iglesia, lo que significaba, desde un punto de vista religioso, que los súbditos no estaban ya obligados a rendirle obediencia, pues el emperador se había separado de la comunión cristiana, en cuyo contexto le debían obediencia sus vasallos. Al ver que iba perdiendo el apoyo de sus súbditos, Enrique IV tuvo que humillarse, viniendo descalzo ante el Papa y pidiéndole perdón público en Canossa. Esa victoria papal resultó muy ambigua, en el sentido profundo del término. (1) Fue bueno que el emperador se humillara, que reconociera que hay límites que nadie puede atravesar, ni un emperador, pues ningún poder del mundo. (2) Pero fue malo que el Papa quisiera imponerse con un tipo de autoridad contraria al evangelio, como destacan las reflexiones que siguen:

La fecha clave del nacimiento de una monarquía pontificia sobre la Iglesia es el siglo XI, con la reforma de Gregorio VII (1073-1085) y sus Dictatus Papae.El paso previo para este desarrollo fue la ruptura con la Iglesia oriental (1057) que dejó el campo libre a las pretensiones absolutistas de una monarquía papal centralizada. El Papa cambió su título de sucesor de Pedro por el de vicario de Cristo, reivindicando su realeza temporal y espiritual. Se reivindicaron las insignias imperiales, el principado y el poder sobre todo el mundo, la potestad de deponer al emperador y los vínculos de vasallaje con los reyes. Hay que comprender esta evolución desde la correspondencia e interacción constante entre sociedad e Iglesia, ambas monárquicas y absolutistas, que duraron hasta la Revolución Francesa, a pesar de las corrientes corporativas y conciliaristas del Bajo Medievo.  

El Papa comenzó a ser llamado en exclusiva obispo universal, controló las iglesias nacionales, reclamó el derecho de nombramientos episcopales y proclamó su derecho a crear nuevas leyes y modificar las existentes, instituir diócesis, cambiar obispos, etc. Todas las potestades, judicial, legislativa y ejecutiva, dimanaban del Papa, que reivindicaba una soberanía absoluta, como la del emperador en su reino, sobre toda la Iglesia

 El precio de la reforma: cisma con oriente

  Esta toma de poder feudal de la iglesia romana hizo inevitable la ruptura con la iglesia de oriente, iniciándose un cisma en el que cada parte acusa a la otra de haberse separado: los occidentales dirán que fue oriente quien que se escindió (no aceptando el primado básico de Roma); los orientales dirán que fue occidente el que se separó, inventando un primado y papado que no responde al evangelio, ni había existido previamente. En un plano objetivo, la que más se separó fue Roma, introduciendo unas reformas e imponiendo unos dictados de supremacía papal que la iglesia oriental no podía aceptar, pues iban en contra de su tradición e identidad.

Sea como fuere, la ruptura fue un acontecimiento lamentable, que se materializó el año 1054, cuando el cardenal Humberto de Silva Cándida depositó sobre el altar de Santa Sofía de Constantinopla una bula papal, condenando al patriarca Miguel Cerulario, pues cualquier grupo de personas que no esté de acuerdo con Roma, ni se someta a su poder, se aleja de la iglesia.

Las iglesias de oriente habían mantenido relaciones bastante fluidas con las de occidente, es decir, con el Papa de Roma, al que, en algún sentido, aceptaban como primus inter pares (primero entre iguales), considerándole incluso como garante de unidad y ortodoxia para el conjunto de la cristiandad. Pero de hecho eran independientes, tanto en su administración como en su vida interna, con su «unidad colegial/sinodal», que se mantuvo en los siete primeros Concilios Ecuménicos, celebrados siempre en Oriente (del 1º de Nicea, el 325 al el 2º de Nicea, el 787). Pero a partir del siglo IX las cosas cambiaron.

La iglesia de Roma, que para los orientales era el venerable Patriarcado de Occidente, al que se podía apelar en casos de conflicto, porque conservaba a la memoria de Pedro y Pablo, había empezado a recorrer un camino distinto, con sus Estados Pontificios y su teología impositiva, como se vio en las controversias de tiempos de Focio, patriarca de Constantinopla (858-895), que se resolvieron de un modo aún aceptable para ambas partes (Concilio de Constantinopla IV: 869-870). Las líneas se fueron separando, por razones más administrativas que doctrinales (diferencias sobre el Espíritu Santo), de manera que, al final de un largo proceso de malentendidos y oposiciones el Papa de Roma y el patriarca de Constantinopla se excomulgaron mutuamente[4].

Este fue el primer gran fracaso del nuevo papado, que resultó incapaz de mantener la unidad cristiana con Oriente. Por defender sus privilegios y su autoridad (no por evangelio), la iglesia de Roma tuvo que enfrentarse con otras iglesias. La herida de la separación aumentó con las incursiones violentas de los cruzados latinos (romanos) que, a lo largo de los siglos XII y XIII, con la bendición de unos Papas convertidos en impulsores de la guerra (casi en príncipes guerreros), queriendo reconquistar Palestina de manos de los musulmanes, ocuparon amplias zonas del oriente ortodoxo, intentando imponer sus criterios. Las cosas podrían haberse arreglado, pero el año 1204, sucedió lo irreparable: los latinos conquistaron y saquearon Constantinopla, imponiendo allí un patriarca favorable, sin tener en cuenta la autonomía de la cristiandad oriental. no quería iglesias hermanas, sino sometidas. Por su propio honor, el Oriente no pudo aceptar esa imposición[5].

Esa ruptura entre la iglesia latina y las iglesias ortodoxas sigue siendo uno de los grandes escándalos de la cristiandad. Es evidente que las culpas no están sólo en una parte. Pero resulta indudable que una forma de ejercicio y despliegue del Papado ha sido causa o, por lo menos motivo, de ruptura cristiana.

  «Plenitudo potestatis». El papado como poder, las dos espadas

La reforma gregoriana, que se concretó en la lucha por las investiduras y que hizo posible las cruzadas, desembocó en una teología y un derecho canónico donde se afirmaba que el Papa posee la plenitudo potestatis, potestad o poder supremo, como destacó Inocencio III (1198-1216). Ciertamente, él no tenía (ni quería) un poder civil directo (potestas saecularis), a no ser en sus Estados Pontificios, pero se atribuía la plenitud del poder eclesiástico, actuando como «Vicario de Cristo» (y no sólo como sucesor de Pedro).

Ciertamente, según el evangelio, vicario y presencia de Cristo son los pobres (cf. Mt 25, 31-46) y aquellos que ofrecen su vida y palabra a favor de los pobres (cf. Mt 10, 40-42). Pero ahora se supone que el Papa es el Vicario de Cristo por excelencia, en una línea de imposición sagrada, más que de pobreza y entrega de la vida[6].

Esa visión de la potestad suprema del Papa como vicario de Cristo se sitúa dentro de la división de poderes que antes hemos señalado y ella puede mantenerse de una forma políticamente pacífica siempre que el Papa no se inmiscuya en las cuestiones del emperador y el emperador en las cosas del Papa (que deberían ser las de Dios). Pero, de hecho, la separación resultaba en aquel tiempo difícil, como hemos venido señalando. Así pudo verse en el pontificado de Bonifacio VIII (1294-1303), elegido después de Celestino V, pontífice carismático que había dimitido tras unas semanas de gobierno, al ver que no podía compaginar su función de Papa y su vida de cristiano. Pues bien, lo imposible para Celestino parecía lógico para Bonifacio, quien intervino como Papa en las fuertes disputas de poder que le enfrentaron con la familia Colonna y, sobre todo, con Felipe el Hermoso, rey de Francia. Es posible que el Papa tuviera políticamente razón, pero su forma de actuar desbordó el nivel cristiano (de gratuidad, perdón y comunión universal), para situarse en un plano de imposición social, formulando para ello la doctrina de las «dos espadas»:

Por la palabra del Evangelio somos instruidos de que en ésta (la Iglesia) y en su potestad hay dos espadas: la espiritual y la temporal. Una y otra espada, pues, están en la potestad de la Iglesia, la espiritual y la material. Más ésta (la material) ha de esgrimirse a favor de la Iglesia; aquella ha de esgrimirla la iglesia misma. Una ha de esgrimirse por mano del sacerdote, otra por mano del rey y de los soldados, si bien a indicación y consentimiento del sacerdote. Pero es menester que una espada esté bajo la otra espada y que la autoridad temporal se someta a la espiritual... Que la potestad espiritual aventaje en dignidad y nobleza a cualquier potestad terrena hemos de confesarlo con tanta más claridad cuanta aventaja lo espiritual a lo temporal... Porque, según atestigua la verdad, la potestad espiritual tiene que instituir a la temporal y juzgarla, si no fuere buena... (Unam Sanctam, 1302; Denz-H. 872).

El Papa distingue dos espadas, empleando así una fórmula que resulta, al menos, muy ambigua, pues, en sentido militar y judicial, sólo el poder civil se rige por la espada (cf. Rom 13, 1-7), mientras los cristianos, que viven en amor gratuito, renuncian a defenderse con violencia y se perdonan los unos a los otros. Sin duda, la Biblia conoce una espada espiritual, pero ella se identifica con la Palabra del mensaje de Jesús (Logos de Dios: Ap 19, 15), que penetra en lo más hondo de la vida de los hombres y mujeres (cf. Heb 4, 12), sin violencia militar. Por eso resulta imposible poner ambas espadas sobre un mismo nivel, en un plano de poder.

El cristiano en cuanto tal no puede utilizar en modo alguno la espada militar y judicial para dominar sobre los otros, pues no tiene más poder que la palabra de amor, ni más principio de conducta que dejarse matar (como el Cordero sacrificado de Ap 5), sin responder con violencia a la violencia de los otros.

Ciertamente, el Papa parece saber que la espada más propia de la iglesia es la espiritual, pero de hecho afirma que ambas (espiritual y material) existen dentro de ella, pues la iglesia se entiende a sí misma como sociedad total que puede empuñar las dos armas, de manera que el poder espiritual (centrado en el Papa) dirige y juzga al poder militar de los estados (que han de hallarse, por tanto, a su servicio). Suele decirse actualmente (año 2005) que la espada militar y estatal de los soldados se encuentra al servicio del poder capitalista, que rige el sistema. Pues bien, Bonifacio VIII quiso situar en la cumbre del sistema la espada espiritual de los sacerdotes, que serían como los sabios de Platón (República), que ponían bajo su poder a los soldados y trabajadores (y en un plano aún inferior estaban los esclavos).

Ese es el esquema en el que parece fundarse nuestro texto: el Papa y los sacerdotes son como los sabios de Platón, que dominan y dirigen desde arriba la tarea bélica de los militares y la función laboral de los trabajadores quienes, estrictamente hablando, no deben razonar ni decidir, pues razonan y deciden por ellos los sacerdotes. Por eso se dice que la espada temporal debe someterse a la espiritual. Eso significa que todos aquellos que forman el «brazo secular» no tienen la responsabilidad de pensar, sino que son guiados por la cabeza espiritual, que es el Papa, a quien vemos como único poder autónomo, pues instituye y juzga al poder temporal, al que concibe como subordinado (delegado suyo). El poder secular (representado por el rey) carece de verdadera autonomía (de racionalidad propia) y sólo tiene valor en la medida en que el Papa lo funda y constituye, pudiendo juzgarlo.  

Este fue un sueño de cristiandad absoluta, de perfecta dictadura sacerdotal, en nombre de Dios. Pero Bonifacio VIII chocó con el rey francés, Felipe el Hermoso, que quizá no era un dechado de justicia, pero que quiso ser coherente con la nueva racionalidad y autonomía política de tipo secular que estaba surgiendo en Europa, enfrentándose por ello con el mismo Papa, a quien humilló en Anagni a través de sus delegados. Aquel «sueño» podía ser hermoso, pero era dictatorial y no-cristiano, porque el evangelio no es revelación de un Dios-Poder, que exige sometimiento (bajo el dictado del Papa, intérprete de Dios), sino experiencia de amor en gratuidad y comunión, frente a un estado que va asumiendo desde ahora lo que se llamará más tarde «el monopolio de la violencia legítima» (espada militar, judicial y económica). Lógicamente, empezó a triunfar el rey, conforme a su propia lógica: el ideal de un imperio universal cristiano bajo el Papa estaba comenzando a fracasar antes de haber nacido. Por otra parte, después de esos sueños (tras Bonifacio VIII), comenzó una larga decadencia del papado.

  Crisis del conciliarismo, nueva ruptura con Oriente

 Al «cautiverio» del papado, sometido al rey de Francia (1305-1378), siguió el cisma y hubo dos papas simultáneos, uno en Roma, otro en Avignon (1378-1415). Fue una crisis que puso en riesgo la misma existencia del papado, entendido como signo de unidad cristiana. Muchos pensaron que la solución estaba en sustituir al Papa como figura suprema de la iglesia por un «concilio», esto es, por una asamblea de obispos, representantes de la iglesia y portadores de la palabra de Dios. En esta línea se situaron y avanzaron (además de Marsilio de Padua) hombres como Guillermo de Ockham, que apoyaban una solución dialogada de los temas pendientes. Pues bien, con el deseo de superar la crisis del papado, se reunió el Concilio de Constanza (1414-1418), que trató del Papa y su poder y también de la jerarquía y del sentido de la iglesia. Fue un concilio luminoso, capaz de aprobar documentos significativos, como el Haec sancta Synodus(del 6 de abril de 1415), que, sin embargo, no fueron ratificados ni por el que entonces parecía Papa legítimo (Gregorio XII) ni por el que sería elegido después por el concilio (Martín V):

En nombre de la santa e indivisa Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, amen. Este santo sínodo de Constanza que es un Concilio general, reunido legítimamente en el Espíritu Santo para alabanza de Dios omnipotente, para la eliminación del presente cisma, para la realización de la unión y de la reforma en la cabeza y en los miembros de la Iglesia de Dios, ordena, define, establece, decreta y declara lo que sigue con la finalidad de alcanzar más fácil, segura, amplia y libremente la unión y la reforma de la Iglesia de Dios.

En primer lugar declara que este mismo Concilio, legítimamente reunido en el Espíritu Santo, siendo un concilio general y expresión de la Iglesia Católica militante, recibe el propio poder directamente de Cristo y que quienquiera que sea, de cualquier condición y dignidad, comprendida la papal, está obligado a obedecerle en aquello que respecta a la fe y a la eliminación del recordado cisma y a la reforma general en la cabeza y en los miembros de la misma Iglesia de Dios.

Además, declara que quienquiera que sea, de cualquier condición, estado y dignidad, comprendida la papal, que se negase pertinazmente a obedecer a las disposiciones, decisiones, órdenes o preceptos presentes o futuros de este sagrado sínodo o de cualquier otro concilio general legítimamente reunido, en las materias indicadas, o en aquello que toca a las mismas, si no se corrige, será sometido a una penitencia adecuada y será castigado, recurriendo incluso, si fuese necesario, a otros medios jurídicos[7].

 El Concilio se opone a la teología tradicional del papado romano y, retomando argumentos de la iglesia bizantina y de la tradición más antigua, supone que el poder supremo pertenece a la comunión de los obispos. El Papa ocupa un lugar en este esquema, pero sólo en la medida en que se integra en el Concilio, es decir, en la comunión de los obispos, que son representantes de los apóstoles y de Jesús. Está en juego la naturaleza colegiada o personal de los ministerios de la iglesia y, sobre todo, la forma de entenderlos. En esa línea, podría haberse precisado el valor de los concilios y la función del Papa, abriendo caminos de creatividad eclesial, en diálogo con la tradición antigua y con oriente.

Con esos deseos, el concilio eligió y nombró un nuevo Papa, en una votación en la que intervinieron no sólo cardenales, sino representantes de las diversas iglesias. Pero, una vez elegido, el nuevo papa  (Martín V: 1417-1431) tomó las riendas del Concilio y lo clausuró al poco tiempo (año 1418), sin aprobar algunas de sus resoluciones básicas (como la arriba citada sobre el poder del concilio), de manera que las cosas quedaron como antes. Triunfaron de nuevo las tendencias centralistas y se impuso la supremacía del Papa, como signo de un Cristo poderoso, sobre todas las restantes instancias eclesiales.

Este retorno a un tipo de papado definido en clave de poder y la falta de reforma real, capaz de vincular a la iglesia con su origen evangélico, fue el acontecimiento básico (o la falta de acontecimiento) de la primera mitad del siglo XV. Se había resuelto el cisma, el papado volvía a ser poderoso en la igleisa, pero a costa de renuncias o rupturas, entre las que destacan el fracaso de la tendencia conciliar y la separación definitiva con la iglesia de oriente:

El fracaso del conciliarismoestá vinculado al desengaño causado por el concilio de Basilea (1431-1449), convocado por Martín V, conforme a las decisiones de Costanza, y presidido por su delegado el cardenal G. Cesarini. Tras la muerte de Martín V, el nuevo papa, Eugenio IV (1431-1447), confirmó el concilio pero lo disolvió poco después, a finales de aquel mismo año (diciembre de 1431), basándose en informes negativos donde se decía que iba en contra de la autoridad papal. Por su parte, el Concilio no aceptó la orden del Papa y se siguió celebrando, aunque con dificultades: el Papa lo reconoció de nuevo el 1433, con grandes restricciones; por su parte, el concilio no sólo confirmó, sino que quiso ampliar las tendencias sinodales de Constanza, intentando crear una iglesia más «democrática» y plural (aunque sometida al poder de los príncipes). En esa línea, se llegó otra vez a la ruptura, esta vez definitiva, cuando, el año 1437, con la bula Doctoris gentium, Eugenio IV trasladó el concilio a Ferrara (luego a Florencia), sin que todos los padres conciliares de Basilea aceptaran su decisión. De esa forma siguieron funcionando dos concilios que se decían ecuménicos. (1) Uno en Florencia (1439-1445), dirigido por un Papa, que fue recibiendo cada vez más autoridad y que se elevó ya definitivamente como monarca absoluto de la iglesia católica[8]. (2) Otro en Basilea, que tomó la decisión de elegir un nuevo Papa, Amadeo de Saboya (Félix V: 1439-1449), contando con una asistencia cada más reducida, hasta disolverse el 1449 (en Lausanne, donde se había trasladado).

Éxito y fracaso de la reunificación eclesial. El segundo tema lo constituían las relaciones con la iglesia de Oriente, vinculada al milenario imperio bizantino, muy reducido y amenazado por los turcos. Significativamente, los delegados de Constantinopla, dirigidos por Besarión de Nicea, optaron por sumarse, por razones políticas, al concilio del Papa (en Ferrara-Florencia: 1437-1443) y no al de Basilea (a pesar de sus mayores afinidades con la visión conciliarista). Hubo largas discusiones sobre temas quizá secundarios (el Filioque, algunos aspectos del purgatorio y de la eucaristía), pero al fin, por el decreto Laetentur caeli del 6 de julio de 1439, el Concilio del Papa proclamaba la unión de las iglesias. Había triunfado Roma: el conjunto de la cristiandad occidental volvía a vincularse en torno al Papa, que parecía haber conseguido la unión con los griegos, mientras los conciliaristas de Basilea iban quedando aislados y solos.

Pero, tan pronto como el Concilio cerró sus sesiones en Roma y los obispos volvieron a sus sedes, se vio que los problemas seguían abiertos: la iglesia de Roma había aceptado un tipo de unión formal con las de oriente, pero sin que surgieran por ello verdaderos lazos de comunicación fraterna y solidaridad evangélica. Por su parte, la mayoría del clero y pueblo griego se sintió traicionado (quizá sin razón) por lo que pensaba que eran exigencias impositivas de la Iglesia de Roma. Tampoco la iglesia de Roma realizó ningún cambio real en la línea de un encuentro más hondo con oriente, en autonomía y colaboración evangélica. No surgieron puentes reales de solidaridad real y, a los pocos años (en 1452), cuando los turcos conquistaron Constantinopla, la mayoría de los cristianos de occidente siguieron impasibles su andadura de aislamiento, casi hasta el día de hoy. La unión se había logrado sólo en un plano formal. Las iglesias siguieron divididas, la fraternidad radical del viejo imperio romano de oriente y occidente, sobre el que habían crecido las iglesias, se rompió, de manera que tanto oriente como occidente quedaron aislados por siglos.

Sin duda, estos fracasos no se pueden imputar de un modo exclusivo a los papas, pero muestran que el papado, como institución central de la iglesia latina, fue incapaz de resolver los dos problemas básicos del cristianismo de aquel tiempo: la ruptura entre Oriente y Occidente (que sólo desde ahora vino a ser definitiva, en plano cultural, social y político) y las tensiones internas de la misma iglesia de occidente, dividida entre la reforma, con la apertura a las diversas tendencias sociales, y el reforzamiento del poder central. En el fondo del conciliarismo de Constanza y Basilea habían actuado los retos y problemas que conducirían al surgimiento de la modernidad, vinculados a la nueva organización política, a la libertad de pensamiento y a la exigencia de un diálogo universal desde el evangelio. El papado no supo descubrir la importancia de esos temas.

  Nuevos papas.  La Europa moderna

  Cuando murió Eugenio IV (1431-1447) parecía que el papado había salido vencedor de sus crisis anteriores de cautividad y ruptura social, de cisma y conciliarismo. En un sentido fue así y los papas pudieron dedicarse a lo largo de un siglo (desde la elección de Nicolás V, 1447, hasta la apertura del concilio de Trento, 1545), a la tarea de asumir y extender los valores del Renacimiento. Ésta será una época de gloria en el campo de las letras, de las artes y del conocimiento, tiempos de riqueza vital como nunca parecían haberse vivido, años de pacto del evangelio oficial con la cultura también oficial, que recuperaba sus raíces griegas y latinas, no para volver a lo que fue, sino para trazar caminos de nueva humanidad. Pero será también tiempo de olvido de los pobres y de la gratuidad del evangelio.  

Ciertamente, el papado no fue el único motor del Renacimiento, pero sí uno de sus grandes promotores. Es evidente que los papas no dejaron de apelar al evangelio y de recordar el evangelio, pero, desde una perspectiva externa, ellos parecían más interesados por las glorias principescas, los lujos de la corte y los asuntos de sus propias familias (nepotismo) que por el Sermón de la Montaña.

La organización teocrática y política que había surgido de la reforma gregoriana (con cardenales y cónclave) funcionó bien externamente. Pero los papas siguieron eligiendo a sus cardenales por motivos más políticos, familiares y económicos que evangélicos, dentro de un círculo reducido de estirpes nobiliarias del entorno de Roma; por su parte, los cardenales eligieron a los papas que mejor podían favorecer sus intereses, dentro de ese mismo circulo de nobleza, en un mundo que parecía haber superado los mil años oscuros de una «edad media», es decir, del intermedio bárbaro, que habría durado del 450 al 1450, para abrirse a la novedad moderna (=clásica) de la vida.

            La nueva época se inició con Nicolás V (1447-1455), que quiso elevar una gran basílica a San Pedro en el Vaticano, para expresar así la gloria y poder del papado. Más que la apertura a los pobres, el amor evangélico y el diálogo universal (sobre todo con los hermanos de oriente), parecía interesarle la construcción de una inmensa iglesia-sepulcro de Pedro, que sería signo del papado (un complejo de edificios vaticanos que tardarán más de doscientos años en construirse, el tiempo de gestación y consolidación de la reforma luterana). Había sin duda valores en ese movimiento de gloria del papado. En la época anterior se pudo haber pensado que la grandeza de Dios se revelaba en la miseria de los hombres; ahora, en cambio, se sentía que la gloria divina debía expresarse en la gloria y belleza de la autonomía humana. Seguían los problemas: crecían los pobres; la cristiandad se hallaba amenazada por los turcos, cayó Constantinopla (1453); pero los papas parecían encantados por el Renacimiento...

La caída de Constantinopla marcó el pontificado del humanista Eneas Silvio Piccolomini, Pío II (1458-1464), que quiso reformar la iglesia, asumiendo los valores del conciliarismo y enfrentándose a los turcos con una nueva cruzada militar y cultural... Pero murió en el intento, sin lograr que los reyes cristianos le apoyaran, de manera que la iglesia volvió a quedar en manos de los manejos políticos de los cardenales y sus familiares. No había estructuras independientes (racionalizadas) para gobernar la curia vaticana. Por eso, los papas, que actuaban como soberanos patriarcas absolutos, parecían obligados a apoyarse en los clientes y nepotes de sus familias nobles, que luchaban por controlar el poder religioso, civil y económico de Roma. No es que fueran especialmente corruptos. Al contrario, en general fueron hombres de talla intelectual e incluso moral. Pero formaban parte de un sistema de poder contrario al evangelio.

 En muchos aspectos (el Papa) no se distinguía de otros príncipes italianos. Estaba preocupado por la gestión del estado y se introducía con pleno derecho en los juegos y maniobras políticas internacionales, participando en sistemas de alianzas siempre cambiantes y empeñándose en continuas y caras campañas militares. Igual que los otros príncipes, también los papas tenían a gala el favorecer a los artistas y literatos, manteniendo en la corte un tipo de vida principesco, llena de magnificencia. Por otra parte, en estos decenios, los papas provenían a menudo de aquellas nuevas familias nobiliarias del primer Renacimiento, que estaban adquiriendo un predominio económico y social en las ciudades italianas y en Europa.  

Ruptura y/o liberación protestante

Pues bien, precisamente en ese tiempo, en el paso del siglo XV al XVI, mientras los papas buscaban su gloria, iba naciendo la nueva Europa, entre crisis y luchas religiosas, pero también con signos de apertura y creatividad que nunca se habían conocido. El cristianismo había tenido diversos orígenes (judíos, romanos y griegos), que habían actuado como germen al lado de otros elementos provenientes de los pueblos pre-romanos, celtas, germanos o eslavos etc. De esa forma, se había ido formando una nueva Europa, como resultado de un largo mestizaje social y religioso, en el que había influido poderosamente el papado. Pues bien, ahora que Europa triunfa y extiende su influjo, de un modo espectacular, el papado, que tanto había contribuido a su despliegue, va a quedar aislado, replegándose en un tipo de sub-imperio religioso, cada vez más cerrado en sí mismo, cada vez más inoperante.

Se podría decir, con cierta exageración, que el papado ha sido el factor más importante del despliegue de Europa, pero que Europa, al triunfar y extenderse por el mundo, se ha olvidado del papado. No se trata de echar culpas a otros, sino de recordar que el mismo triunfo del nuevo catolicismo papal, que se inicia ya en el siglo XVI, se encuentra vinculado al proceso, cada vez más rápido, de descristianización de Europa. Pero no adelantemos acontecimiento. Precisemos los hechos, señalemos algunos de los datos fundamentales de la nueva época que nace:

Ensanchamiento: descubrimientos geográficos, colonialismo. Siempre habían existido relaciones entre pueblos y culturas. Pero sólo ahora toman una dimensión mundial. Españoles y portugueses (luego ingleses, holandeses y franceses) inician desde finales del siglo XV un camino frenético de descubrimientos y conquistas que vincularán al mundo entero con Europa. Así se abran posibilidades nunca antes conocidas de extender el evangelio en forma misionera (y militar). Pero se abren también nuevos retos para el diálogo religioso y social que hoy (siglo XXI) siguen aún pendientes. Antes, los papas podían creerse el centro religioso de la humanidad. De ahora en adelante, ni el cristianismo ni el papado serán centro del mundo, pues el mundo tendrá varios centros religiosos (o no tendrá ya ninguno).

2.Pluralidad de países y culturas de Europa. Antes se había mantenido el ideal de un imperio unitario (romano, bizantino, germano...), vinculado de algún modo con el Papa, que era como emperador religioso del mundo.En contra de eso, la nueva Europa se dividirá ya de manera inexorable en un conjunto de estados nacionales, escindiéndose también, en la primera mitad del siglo XVI, entre católicos (sobre todo en los países latinos), ortodoxos (en gran parte sometidos a los turcos) y protestantes (sobre todo en los países germanos y anglosajones). El Papa ya no será ni siquiera la figura central de todos los cristianos. La nueva unidad europea se expresará de múltiples maneras, de manera que sólo podrá mantenerse y cultivarse en forma dialogada, sin que el Papa tenga una función central.

Iglesias libres, iglesias “protestantes. En este contexto, una gran parte de las iglesias del norte de Europa (del mundo germano, anglosajón…) se separaron del Papa, en un movimiento que comenzó el 1617 con la protesta de Lutero, y que se extendió en forma calvinista/presbiteral o anglicana por gran parte del mundo, en una historia que aquí no puedo detallar.

Autonomía racional: la Ilustración. La nueva Europa iniciará un camino de estudio racional, de conocimiento técnico y racionalización económico-política (expresada en la democracia y el capitalismo) que trasformará el mundo entero en unos pocos siglos, como seguiremos destacando. Sólo ahora se puede hablar de independencia del poder civil respecto al religioso, de separación entre conocimiento racional y cristianismo. Nace la modernidad y la cultura se independiza de la iglesia, en todas sus manifestaciones (pensamiento y ciencia, economía y política etc). Eso significa que, de hecho, el papado carece ya de poder cultural y político, de manera que de ahora en adelante sólo tendrá un pequeño influjo artístico y devocional sobre Europa (y el mundo católico). En ese sentido, podemos decir que el papado ha perdido (y seguirá perdiendo) irremisiblemente su poder externo, por lo que mantenerse y ofrecer su testimonio (si es que puede) en un mundo que ha dejado de ser religioso

Reacción integrista: un imperio religioso. En general, como seguiremos viendo, el papado no ha sabido reaccionar a los nuevos retos de la modernidad ni ha recreado de manera positiva las aportaciones del evangelio, sino que se ha encerrado en un tipo de sacralidad protegida, construyendo un imperio religioso cada vez más perfecto y más ineficaz, como veremos al final de este capítulo. De esa forma ha venido a convertirse en una máquina ejemplar de religiosidad dirigida desde arriba, en una especie de castillo o «fortaleza de Dios» donde todo está reglamentado y regulado, de manera que los buenos católicos pueden defenderse de los enemigos interiores y exteriores (demonios y turcos, protestantes y racionalistas).

 Estos son los problemas que aparecen planteados de algún modo ya a finales del siglo XV, en un contexto de Renacimiento. Estos siguen siendo, en el fondo, los problemas con los que la iglesia ha de enfrentarse ahora, aunque de un modo distinto, acabado el ciclo de la Ilustración, a principios del tercer milenio. Mientras Roma celebraba su Renacimiento y los papas se disputaban el poder con la pequeña y brillante nobleza del entorno, estaba acabando un tipo de cristianismo y se iniciaba un despliegue social y religioso en el que estamos inmersos todavía.

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NOTAS

[1] Así lo ha destacado J. L. González Faus, Ningún obispo impuesto, Sal Terrae, Santander 1993

[2] Estas son las  primera «máximas papales» del Dictatus Papae de 1075: «1. Que la Iglesia Romana ha sido fundada solamente por Dios. 2. Que solamente el Pontífice Romano es llamado "universal" con pleno derecho. 3. Que él solo puede deponer y restablecer a los obispos. 4. Que un legado suyo, aún de grado inferior, en un Concilio está por encima de todos los obispos, y puede pronunciar contra estos la sentencia de deposición. 5. Que el Papa puede deponer a los ausentes. 6. Que no debemos tener comunión o permanecer en la misma casa con aquellos que han sido excomunicados por él etc.   Cf. R. Romeo y G. Talamo, Documenti storici, I, Torino 1989, 56-58.  

[3] Cf. A. M. Piazzoni, Las elecciones papales, Desclée de Brouwer, Bilbao 2005, 146

[4] Presentamos aquí la Bula de excomunión papal. «... La Santa Sede apostólica romana, primera de todas las sedes, a la cual, en su calidad de cabeza, compete más especialmente la solicitud de todas las Iglesias, se ha dignado enviarnos como sus apocrisarios [embajadores] a esta ciudad imperial para procurar la paz y la utilidad de la Iglesia, para ver si eran fundadas sobre la verdad las voces que desde una ciudad tan importante habían llegado a sus oídos con insistencia... Enchiridion Vaticanum, II (= Documenti ufficiali della Santa Sede), Bolonia 1963-1967, f., 501-503. Edición virtual en http://usuarios.advance.com.ar/pfernando/DocsIglMed/Cisma_Oriental_bula.html. Texto latino en PL 143, 1001-1004.

[5] La separación de las iglesias (por culpa, al menos parcial, de los papas) ha tenido también consecuencias positivas, pues ha permitido que la iglesia de occidente recorra unos caminos arriesgados pero prometedores de creatividad cultural y de misión universal; y también que las iglesias de oriente, que parecen más ancladas en un tipo de sacralidad antigua, pues no han pasado por el Renacimiento y la Ilustración (siglos XVI-XVIII), hayan conservado y desarrollado unas tradiciones muy ricas, que habrían perdido si se hubieran sometido al dictado de la reforma gregoriana de occidente. La apertura universal que ha marcado la historia de occidente resulta imposible sin el papado. Pero sometidas al papado las iglesias de oriente habrían desaparecido; por eso ha sido un don de Dios que se hayan mantenido separadas, para bien de todos, conservando de esa forma unos tesoros de santidad y vida que resultan esenciales para el conjunto de las iglesias. Cf. O. Clement, La Iglesia ortodoxa, Claretianas, Madrid 1990, 20-21; K. Ch. Felmy, Teología Ortodoxa Actual, Sígueme, Salamanca 2002.

[6] Cf. Inocencio III, «Apostolicae Sedis primatus», año 1199. Denz. H. 775: el Papa tiene la plenitud potestatis y su poder se extiende al «universo entero» (universum orbem).  

[7] Edición virtual: Cf. G. Alberigo (ed.), Conciliorum oecumenicorum decreta, Herder, Basileae 21962, pp. 385. Cf. Conciliorum Oecumenicorum Decreta, Bolonia 1991, 409-410.

[8] «Asimismo definimos que la santa Sede Apostólica y el Romano Pontífice tienen el primado sobre todo el orbe y que el mismo Romano Pontífice es el sucesor del bienaventurado Pedro, príncipe de los Apóstoles, verdadero vicario de Cristo y cabeza de toda la Iglesia y padre y maestro de todos los cristianos, y que al mismo, en la persona del bienaventurado Pedro, le fue entregada por nuestro Señor Jesucristo plena potestad de apacentar, regir y gobernar a la Iglesia universal, como se contiene hasta en las actas de los Concilios ecuménicos y en los sagrados cánones» (Bula Laetentur Caeli, 1439: Denz. H. 1307).

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