28.8.18. San Agustín, la conciencia cristiana de occidente (354-430)

Fue quizá el primer "europeo", siendo bebeber africano, fue retórico, platónico latino, obispo cristiano... El primero que habla con plena conciencia de sí mismo. Hombre de grandes "pecados", que no están quizá donde él los piensa, hombre virtudes, que quizá tampoco están donde después se han pensado...
Sin él no seríamos lo que somos, ni en Europa, ni en la iglesia. No es un hombre al que debamos seguir, pero sí alguien con quien debemos discutir, para aprender incluso de sus errores, en estos momentos (año 2018) en que la Iglesia de Occidente tiene que dejar de ser agustiniana, para ser más bíblica, más mística, más libre,más social, superando un tipo de platonismo y maniqueísmo de los que Agustín no acabó a mi juicio de liberarse.
Tenemos que dejar de ser agustinianos en un sentido, para entender mejor al verdadero Agustín, para corregirle así, y corregirnos con él, pero eso sólo podremos conseguirlo dialogando, discutiendo, amando, buscando... y rehaciendo en otra línea su aventura vital, como podrá ver quien siga leyendo.
Esta "postal" es larga, tiene dos partes:
-- La primera, más breve (una semblanza en ocho momentos) evoca algunos aspectos básicos del pensamiento y vida de Agustín.
-- La segunda, más extensa, ofrece un desarrollo teológico y vital de San Agustín, y está pensada sólo para personas que quieran avanzar con él en una línea "discutiva" del pensamiento cristiano.
La imagen escogida como presentación quiere recoger los rasgos menos "convencionales" de Agustín, hombre apasionante y apasionado, un bereber genial... Sobre la relación con su "esposa" trato con extensión en la segunda parte de la postal. Buen día a todos.
1. AGUSTÍN, UNA SEMBLANZA EN OCHO MOMENTOS
1. Una vida al servicio de la verdad
Máxima autoridad teológica de la Iglesia Latina, a la que ha marcado con su testimonio vital y su refle-xión, influyendo de forma decisiva en el pensamiento medieval cristiano, tanto en un plano de filosofía, como de teología y administración eclesial. Había nacido en Tagaste, Norte de África (actualmente Ar-gelia). Estudió retórica en Cartago y siendo casi adolescente tomó una concubina (esposa de segundo rasgo, a la que, según ley romana, podía abandonar más tarde, para casarse con otra mujer de su rango); tuvo con ella un hijo (Adeotado, 372) y siguió casado por lo menos doce años (hasta el 384). Le preocupó el problema del mal, haciéndose maniqueo, mientras enseñaba retórica en Tagaste y Cartago (374-383), para convertirse después al cristianismo (386), cerca de Milán, volviendo a Tagaste, donde inició una vida monacal, dedicada plenamente a la búsqueda de la verdad. Poco después, viajando a Hi-pona para fundar un monasterio, fue elegido presbítero (391) y luego obispo (395), desarrollando una intensa actividad y pastoral, hasta su muerte (430).
2. Confesiones, el libro de su vida
Un pecado difícil de valorar, un libro ejemplar. Agustín es el primer pensador de gran talla que ha es-crito unas Confesiones (397 al 400), donde ha dado razón de su conducta, presentando sus “pecados”. Desde una perspectiva actual, esos “pecados” no son tales, o resultan menores, de manera que podría-mos tomarlos como errores de juventud, pasiones de crecimiento, libertades sexuales… En la actualidad nos choca más la relación que mantuvo con su esposa/concubina, que fue madre de su hijo. Lógicamen-te, no podemos proyectar en él nuestra manera de entender las relaciones afectivas y personales, pero en línea de Evangelio parecería normal que, después de convertirse, Agustín hubiera formalizado su rela-ción con la madre de su hijo, casándose plenamente con ella. Según eso, el “pecado” de Agustín no habría sido su crisis de adolescencia, ni sus iniciaciones sexuales, ni mucho menos su matrimonio, sino, al contrario, el haber abandonado a su mujer por un tipo de ascesis “cristiana”. Con esa salvedad, debemos añadir que sus Confesiones siguen siendo el libro más intenso y verdadero que un cristiano de occidente haya escrito sobre el despliegue de su conciencia.
3. Una Regla para los hermanos
Vida fraterna en comunidad. No pudo escribir un tratado Sobre el Matrimonio o la vida conyugal, pues se lo impedían sus condicionamientos personales, intelectuales y eclesiales. Pero escribió una Regla de vida para una comunidad de célibes, marcando con su autoridad el camino posterior de la vida religiosa, entendida como experiencia de unión fraterna (amor mutuo) en comunidad. Esa Regla constituye uno de los textos más significativos del cristianismo de occidente, una guía para hermanos y hermanas que quieren vivir el cristianismo como experiencia de amor mutuo. Millones de personas, que no han en-tendido ni leído sus grandes tratados teológicos, ni han seguido sus disputas eclesiales, han escuchado y cumplida esta regla de vida religiosa, centrada en el amor comunitario.
4. Teología del pecado y la gracia. Controversia pelagiana
Por su itinerario personal y su origen maniqueo le ha preocupado el tema del mal. En esa línea ha insis-tido en el pecado “original”, vinculado al sexo (y a la procreación), no a una especie de caída previa de las almas (como parecía suponerse en la línea de Orígenes, de tipo todavía más platónico). Orígenes vinculaba el pecado con la misma generación/caída, con una especie ruptura en Dios. Agustín, en cam-bio, releyendo en otra línea el texto básico de Pablo (Rom 5), piensa que el “pecado de Adán” se vin-cula con el origen histórico (sexual) de la vida humana. Esa insistencia en el pecado del origen ha mar-cado el cristianismo occidental, que a veces ha estado obsesionado por el ser humano como masa “damnata” (condenada a la muerte y al infierno por un pecado original antiguo).
Pero Agustín es también el teólogo de la gracia, de manera que ha insistido en la experiencia del amor de Dios que se ofrece y expande, como regalo inmerecido, en Cristo. Si a veces nos perturba su visión del pecado, nos sigue emocionando su forma de entender la gracia. Desde ese fondo se entiende su en-frentamiento con los pelagianos, que, siguiendo a un monje inglés llamado Pelagio, tendían a insistir en la exigencia de un esfuerzo propio (aunque es muy posible que Agustín no haya sabido percibir el as-pecto positivo de Pelagio).
5. Plano social, historia de Roma: Ciudad de Dios.
Agustín se ocupa no sólo del pecado del origen (nacimiento, sexo), sino del pecado de la historia, vinculado en su tiempo con el drama (tragedia) de la caída de Roma. Por eso escribió, hacia el final de su vida, del 413 al 426, en diversas etapas, una obra apasionantes sobre el despliegue de la humanidad, para responder a quienes acusaban a los cristianos de ser los causantes de la ruina de Ro-ma, incapaz de resistir ya a los invasores, y saqueada de hecho por los visigodos (año 410). Muchos romanos pudientes habían escapado de la urbe. Otros pensaban que el fin de los tiempos estaba a las puertas, pues Roma, ciudad eterna, antes defendida por sus dioses, parecía condenada sin remedio a la ruina.
Dos ciudades. Pues bien, Agustín refuta a los que piensan que los dioses paganos habrían defendido a Roma, y añade, en ese contexto, que en el mundo coexisten dos “ciudades”, una que se apoya en Dios, otra en el mismo mundo, ambas mezcladas desde el principio de los tiempos. Más que una sola historia que tiende a la salvación final de Dios en Cristo, hay “dos historias”, pues la Ciudad de Dios se opone a la del Mundo (y viceversa), de manera que la Ciudad del Mundo, reflejada por Roma, se encuentra bajo el riesgo de la destrucción. Por eso, la tarea clave de la Iglesia no es transformar el mundo ni sal-varlo, sino mantenerse firme y resistir, en medio de la prueba, hasta que llegue la hora de Dios. Desde ese fondo se entiende su gran pesimismo histórico.
6. Trinidad, en el interior de Dios
Pensar lo impensable. Pero más que la historia de los hombres Agustín quiso estudiar el despliegue de la vida de Dios, que es Trinidad. En esa línea escribió su obra magna (De Trinitate; 399-412, con revi-sión del 420), para resolver sus problemas sobre Dios (vinculados, en parte, al maniqueísmo y a su propia experiencia interior), más que para exponer la fe de la Iglesia (como habían hecho Basilio, Gre-gorio Nacianceno etc.).
En su base está la certeza de que la mente humana es imagen de la Trinidad, una visión antropológica que ha marcado el despliegue intelectual y la teología de occidente, aunque esa visión del Dios-Trinidad no parezca necesariamente vinculada con Jesús. Sin duda, Agustín quiere hablar del Dios cristiano, y así lo hace, volviendo siempre a la Escritura. Pero su argumento principal no brota del interior del cris-tianismo, en la línea de los concilios de Nicea y Constantinopla (325, 381), sino de un dato antropoló-gico, abierto al diálogo de religiones y de la filosofía: la constitución de la mente humana, como enten-dimiento y voluntad.
7. Controversia donatista, violencia cristiana
Un orden en la Iglesia. Agustín ha sido un pensador realista, preocupado por el orden de la Iglesia. Durante cien años, los Donatistas, seguidores de Donato, obispo de Cartago (muerto hacia el 312 dC), ha-bían mantenido sin muchas dificultades su visión rigurosa de la Iglesia, insistiendo en la necesidad del buen ejemplo de los obispos (y rechazando a los que habían apostatado en la persecución de Diocleciano). Así crearon, sobre todo en el norte de África, iglesias de “puros”, que insistían en el testimonio de las personas, más que en las estructuras eclesiales. Pero tras el edicto de Teodosio, que hizo del cristianismo religión oficial del Estado (380 dC), tendió a imponerse en todas partes una misma estructura eclesial, de manera que a los donatistas se les exigía la unión con la Gran Iglesia.
8. Fuerza al servicio de la Iglesia.
En este contexto, algunos obispos pensaron que era lícito el uso de la fuerza, y, en un momento dado, el mismo Agustín afirmó que se podía apelar a la violencia del Estado para conseguir la unidad de la Iglesia, conforme a una lectura literal (impositiva) de la parábola del ban-quete, donde el amo dice a su criado “coge intrare” (oblígales a entrar en la sala del festín; cf. Lc 14, 22- 23). Basándose en ese pasaje, en su carta a Bonifacio (Ep. ad Bon. c. 6), Agustín pide a la autoridad civil que apele a la fuerza para que los donatistas entren en la gran Iglesia. Es posible que Agustín no haya querido universalizar esa imposición, e indudablemente se habría horrorizado si supiera que ella se ha empleado más tarde para justificar el uso de la fuerza contra los herejes y para crear inquisiciones; pero se ha tratado de una palabra funesta.
2. DESARROLLO TEOLÓGICO
(Diccionario pensadores cristianos, Verbo Divino, Estella 2011, 22-32)

Pensador, Obispo y Teólogo cristiano, del Norte de África. Su aventura vital, unida de forma inseparable a su teología, ha marcado hasta hoy la cultura y la vida cristiana de occidente. Nadie ha influido tanto como él en el desarrollo del pensamiento medieval cristiano, tanto en el plano de la filosofía, como en la teología y la vida eclesial.
1. Una aventura vital e intelectual. El pensamiento de Agustín se ha expresado de muchas maneras y en diversos libros de tipo filosófico y teológico, antes y después de su conversión al cristianismo (286) y de su elección como obispo de Hipona (395). Agustín fue un retórico y un pensador con increíble capacidad de penetración en los problemas de la vida. Había nacido en Tagaste, en el Norte de África (actualmente Argel). Estudió retórica en Cartago y siendo casi un adolescente tomó una concubina (una mujer de segundo rasgo, a la que podría después abandonar, para casarse con una esposa de su mismo nivel). Tuvo con ella un hijo llamado Adeotado (el año 372) y con ella siguió casado por lo menos doce años (hasta el 384).
Cultivó desde el principio el amor por la filosofía (ya el año 372 leyó el Hortensio de Cicerón), inclinándose hacia un tipo de platonismo. Pero le preocupó, sobre todo, el problema del mal, en sentido intelectual y existencial, y se inscribió como “oyente” (auditor) en la iglesia de los maniqueos (→ Mani), en la que permaneció casi diez años (de los diecinueve a los veintiocho), mientras enseñaba retórica en Tagaste y en Cartago (del 374 al 383). Turbado interiormente se trasladó a Milán, donde fue también maestro de retórica (384) y donde leyó de un modo más intenso los libros de algunos platónicos (Plotino y Porfirio) que le permitieron superar el dualismo radical de los maniqueos, buscando un tipo de bondad superior, de tipo religioso. Allí escuchó también los sermones de → san Ambrosio, con su interpretación alegórica de textos de la Biblia y de esa forma puro replantear los temas centrales del maniqueísmo, descubriendo el carácter espiritual de Dios, el valor positivo de la vida. Desde ese fondo pudo comprender la diferencia del cristianismo, de manera que su conversión filosófica (al platonismo) vino a desembocar en una conversión religiosa (cristiana), estrictamente dicha.
La conversión de Agustín (año 386), tiene diversos elementos de tipo personal social, intelectual y emotivo, que no podemos juzgar ni valorar sin más desde nuestra perspectiva moderna, pero que deben tenerse en cuenta para entender su trayectoria y su pensamiento posterior. Lógicamente, en nuestra perspectiva, desde la raíz del evangelio, una vez convertido, Agustín podría (debería) haber legalizado (cristianizado) el matrimonio inferior que mantenía con la madre de su hijo, integrando de esa forma su vida familiar en un contexto de evangelio. Pero, en contra de eso, él expulsó (o dejó marchar) a su esposa, iniciando un camino de renuncia filosófica y cristiana al matrimonio que marcará toda su historia y teología posterior. En una línea que puede compararse a la de → Orígenes, Agustín identifica el cristianismo radical y la búsqueda de la felicidad contemplativa (del conocimiento de Dios) con el sacrificium phalli, es decir, con la renuncia a la vida conyugal.
El año 386 Agustín abandona su “cátedra” de retórica en Milán y se retira a una finca cercana, en Casiciaco, con su made y unos amigos, para dedicarse al estudio y a la meditación. El año 387 se bautiza y vuelve a África, tras la muerte de su madre en Ostia. Al llegar a Tagaste vende sus bienes y reparte el producto de la venta a los pobres, retirándose a una pequeña propiedad para iniciar una vida monacal, escribiendo después su famosa Regla, que ha servido de inspiración para numerosas comunidades, a lo largo de los siglos, siendo aún observada por los dominicos y otros grupos de religiosos. El año 391 viajó a Hipona para fundar un monasterio, pero la comunidad cristiana le elige sacerdote, para que ayude a su obispo Valerio. Acepta con dolor la elección. A la muerte de Valerio, el año 395 es elegido obispo.
Desde ese momento hasta su muerte (el 430), Agustín desarrolla una vida de intensa actividad, dirigiendo su diócesis, escribiendo sobre diversos tipos de cuestiones teológicas y enfrentándose, con sus escritos y su pastoral, a los numerosos movimientos heréticos de su zona y de otros lugares de donde le escriben, pidiendo consejo sobre temas vinculados con los donatistas, arrianos, pelagianos, priscilianistas etc. En su vida y en su obra se condensa y refleja toda la vida de la iglesia y de la sociedad de su tiempo. Desde ese fondo quiero evocar cuatro de sus obras más significativas: Confesiones, Regla, Ciudad de Dios y Sobre la Trinidad.
2. Confesiones.
El “pecado” de San Agustín. Debo empezar citando las Confesiones, uno de los libros más influyentes de la historia universal. Nadie hasta entonces se había sentido obligado a dar cuenta de su vida, para presentarla ante la comunidad creyente. Pero Agustín se sintió obligado a hacerlo, pues su vida anterior y su “conversión” eran hechos públicos, conocidos por gran cantidad de personas, en la iglesia y en la sociedad civil; y así lo hizo tras haber sido consagrado obispo (el año 395), para presentar ante todos “su vida” anterior, en forma de oración ante Dios, de reconocimiento personal de su pasado y de presentación de su vida ante aquellos que quisieran conocerle. Se trata ciertamente de un libro de oración, donde confiesa la grandeza de Dios. También es una obra de examen personal, en la que se atreve a reconciliarse consigo mismo. Evidentemente, es un hombre sincero y así, con toda sinceridad, presenta en público el desarrollo de su vida hasta la conversión.
Escribió esta obra en tres año (del 397 al 400), pasados casi catorce desde su conversión y lo hizo como obispo, para exponer su vida ante aquellos que quisieran conocerla. Suele decirse que Agustín confiesa en esta obra sus “grandísimo pecados”. Pero, desde una perspectiva actual, los pecados no son tales o, por lo menos, no son tan terribles, de manera que podemos llamarles errores de juventud, pasiones de crecimiento, libertades sexuales… Sin embargo, nos parece muy importante el tema de su relación afectiva con una mujer de condición social inferior con la que se había casado y con la que tiene y educa un hijo al que interpreta como “dado por Dios” (le llama Adeodato). Según el derecho romano, se trataba de un verdadero matrimonio, aunque temporal, hasta el momento en que Agustín encontrara una mujer superior con la que pudiera casarse en matrimonio entre iguales.
Los doce largos años de convivencia de Agustín con esa mujer resultan fundamentales para interpretar su vida y su conversión, su experiencia filosófica y su forma de entender el cristianismo. Lógicamente, hoy no podemos proyectar sobre Agustín nuestra visión de las relaciones afectivas y personales. Pero, en línea de Evangelio, podríamos esperar que, tras convertirse al cristianismo, él hubiera formalizado su relación con aquella mujer, sin abandonarla, para buscar otra de condición más alta (como quería su madre, Mónica) o para quedar célibe, entre un grupo de amigos célibes (como él decidirá de hecho).
Desde nuestra perspectiva, el verdadero “pecado” de Agustín no fueron sus posibles devaneos de adolescencia, ni sus iniciaciones sexuales más o menos furtivas, ni mucho menos su matrimonio de más de doce años con la madre de su hijo, sino el hecho de abandonarla después, pues él la había querido y ella le entregó su vida, marchándose cuando él se lo exigió, sin pedirle nada a cambio (ni siquiera a su hijo), como el mismo Agustín confiesa:
«Mientras tanto, mis pecados se multiplicaban. Cuando se retiró de mi lado aquella mujer con la cual acostumbraba dormir y a la cual estaba yo profundamente apegado, mi corazón quedó hecho trizas y chorreando sangre. Ella había regresado a África no sin antes hacerte el voto de no conocer a ningún otro hombre y dejándome un hijo natural que de mí había concebido. Y yo, infeliz, no siendo capaz de imitar a esta mujer e impaciente de la dilación, pues tenía que esperar dos años para poderme casar con la esposa prometida y, no siendo amante del matrimonio mismo, sino sólo esclavo de la sensualidad, me procuré otra mujer. No como esposa ciertamente, sino para fomentar y prolongar la enfermedad de mi alma, sirviéndome de sostén en mi mala costumbre mientras llegaba el deseado matrimonio. Pero con esta mujer no se curaba la herida causada por la separación de la primera; sino que pasada la fiebre del primero y acerbo sufrimiento, la herida se enconaba, más me dolía. Y este dolor era un dolor seco y desesperado» (Confesiones 6, 15).
Éste es, a nuestro juicio, el “pecado” más grave, del que Agustín ni siquiera se confiesa. Ésta fue la voluntad de su madre Mónica, que quiso que él abandonara a su mujer anterior, para casarse con una de posición más elevada… Éste fue el error de Agustín que no supo comprender el daño que hacía a su mujer. Fue un yerro de omisión evangélica y humana, el único pecado grave de Agustín que, por vivir un amor presuntamente más alto, expulsó a la mujer con la que había convivido doce años… Ciertamente, era un hombre de lucidez extraordinaria, uno de los más lucidos y sinceros de la historia del cristianismo occidental. Pero estuvo ciego ante algo que, a nuestro juicio, resulta muy importante: no descubrió el valor personal de la mujer con la que se había casado, aunque fuera en un matrimonio entre desiguales. Jurídicamente, según el derecho romano, él tenía el derecho de expulsar a su mujer. Pero el cristianismo debería haberle capacitado para actuar de otra manera (y precisamente por su visión del cristianismo la expulsó).
Tras su conversión, Agustín pensó que la mejor manera de responder a la llamada de Dios era vivir en celibato, dedicado al cultivo de los “valores superiores”, alejado de los “peligros de la carne”, y así lo hizo, marcando con su opción y con su teología de “alejamiento sexual” gran parte de la historia posterior del cristianismo en occidente. Había otra respuesta, que Agustín no quiso o no pudo ver (quizá influido por el maniqueísmo anterior y por un tipo de idealismo espiritualista griego, contrario a la “carne”). Esa respuesta, que en aquel tiempo era muy posible (Agustín podía haber sido obispo y casado), habría marcado de un modo distinto el pensamiento cristiano.
3. Vida fraterna en comunidad. La Regla.
Como he puesto de relieve, San Agustín no pudo escribir un verdadero De Matrimonio, es decir, un tratado cristiano de vida conyugal, pues se lo impedían sus condicionamientos personales, intelectuales y eclesiales. Fue una pena, pues su ejemplo podía haber cambiado la vida cristiana en occidente. Agustín no supo descubrir el valor más alto del matrimonio cristiano, pero vio y cantó el valor de la vida fraterna en comunidad de célibes. En esa línea escribió el más profundo e influyente de todos los tratados de vida religiosa de la historia cristiana, al menos en el ámbito latino. Sin duda, la Regla de → Benito ha influido más en la vida monacal, pero la de Agustín resulta más amplia y ha podido fundar varios tipos de vida religiosa.
Tras su conversión, primero en Tagaste (año 387), después en Hipona (desde el 391) e incluso después de haber sido nombrado obispo (395), Agustín quiso vivir en comunidad, pidiendo a sus colaboradores que hicieran lo mismo. Se trataba básicamente de una comunidad de clérigos, al servicio de las tareas eclesiales. Pero también fundó una comunidad femenina, dirigida por su hermana, para la que escribió una carta sobre los principios de la vida comunitaria, según el evangelio. Esa carta y dos sermones son la base de la Regla de San Agustín (cf. Ep. 211, en PL 33 y Regula ad servos Dei, PL 32), que es la base de la vida religiosa en occidente, asumida no sólo por los agustinos propiamente dichos (entre los que podemos citar → a Kempis, Erasmo y Lutero), sino también por los miembros de otras muchas órdenes y congregaciones que la siguen tomando como fundamento de su vida. Quiero destacar aquí dos rasgos de esa Regla, que ofrece un ideario prodigioso de vida cristiana, tanto en su principio (amor mutuo) como en la forma de entender la función mediadora del “superior”.
a. Principio: amor mutuo. «Ante todas las cosas, queridísimos Hermanos, amemos a Dios y después al prójimo, porque estos son los mandamientos principales que nos han sido dados. 2. He aquí lo que mandamos que observéis quienes vivís en comunidad. 3. En primer término, ya que con este fin os habéis congregado en comunidad, vivid unánimes en la casa: tened una sola alma y un solo corazón orientados hacia Dios. 4. Y no poseáis nada propio, sino que todo lo tengáis en común, y que el Superior distribuya a cada uno de vosotros el alimento y vestido, no igualmente a todos, porque no todos sois de la misma complexión, sino a cada uno según lo necesitare; conforme a lo que leéis en los Hechos de los Apóstoles: "Tenían todas las cosas en común y se repartía a cada uno según lo necesitaba". 5. Los que tenían algo en el siglo, cuando entraron en la casa religiosa, pónganlo de buen grado a disposición de la Comunidad…» (Regla 1-5).
Éste es el principio y compendio de la Regla y de la vida cristiana en comunidad de célibes. En la raíz y fundamento de esta vida no se pone ningún tipo de organización superior, ninguna idea metafísica, ninguna experiencia mística especial. En ella no se empieza aludiendo ni siquiera a la iglesia, aunque es evidente que en el fondo de este tipo de vida se encuentra la experiencia de la Iglesia de Jerusalén, según Hech 2 y 4. El centro y compendio es el amor, en sus dos formas (a Dios y al prójimo). Lo que Agustín pretende es la creación de una comunidad de amor en el plano del alma (nivel intelectual y volitivo) y del corazón (nivel afectivo).
b. Mediaciones, amor comunitario. El fin de la vida religiosa es el surgimiento de un espacio de comunión personal celibataria. La Regla de Agustín no alude todavía a “votos” (que vendrán más tarde, en el siglo XII-XIII), ni a mediaciones institucionales estrictas (basta con que un grupo de personas se reúna desde Dios, para vivir en comunión). Ella no establece horarios, ni tareas concretas, ni tipos de comunidades. Sólo se fija en el amor mutuo, cultivado a través de la vida común, la oración y un tipo de trabajo, muy centrado en lo intelectual. Sólo desde ese fondo y en un segundo momento, como mediación al servicio del amor comunitario, habla de un “superior” o responsable del amor (no del poder) en la comunidad La figura del superior (que no tiene autoridad ministerial) se inscribe según eso dentro del compromiso comunitario del conjunto de los hermanos: «corresponde principalmente al superior local (=prior o primero) hacer que se observen todas estas cosas (=Regla) y si no lo fueren no se transija por negligencia sino que se cuide de enmendar y corregir» (Regla 45). Ese superior no se encuentra por encima sino dentro de la fraternidad. No es signo de Dios por su poder sobre los hermanos, sino por su autoridad como animador del grupo.
c. Funciones de la autoridad. En la línea anterior, el superior aparece como mediación importante en la vida fraterna. Por eso su oficio incluye el corregir y enmendar a los hermanos, para mantener y promover la fraternidad. Según eso, el superior no se halla fuera sino dentro de la fraternidad ella y lógicamente debe compartir la vida del conjunto de los hermanos. En otras palabras, según Agustín, la vida cristiana no exige jerarquía, sino sólo fraternidad, según el evangelio. No hay jerarquía, pero hay animación fraterna. a. Servicio: «El que os preside (=prior) no se sienta feliz por mandar con autoridad sino por servir con caridad... » (46).
De esta forma subraya Agustín el riesgo del poder, como lo ha hecho toda la tradición evangélica: ser superior es un gozo (servicio de amor), pero es también un riesgo, no sólo en este mundo (utilizando a los otros a la fuerza) sino también ante el reino futuro. El que manda tiene un riesgo mayor de perderse. Por eso pide la regla que se ruegue por los superiores, no para sólo que lo haga bien sin más sino para que "no se condenen" tomando la autoridad como medio para su egoísmo.
d. Tareas concretas de la autoridad. Partiendo de lo anterior se pueden formular algunas las tareas especiales del superior, entendido como hermano mayor o como "padre" que se ocupa de los problemas y personas de la comunidad. A. Corrija a los inquietos (46). Inquietos son los turbulentos, los fogosos, los que todo lo emprenden y cambian, los que nunca están tranquilos con nada. No son malos, no aparecen aquí como perversos sino como intranquilos. Corregir significa en este caso moderar: procurar que surja y se cultive la paz con este tipo de personas.Corregir significa implica acom-pañar y guiar en la paz a los que están siempre en riesgo de perder la paz. b. Consuele a los tímidos (46).
Esta Regla de San Agustín, que así hemos condensado, constituye uno de los textos más significativos e influyentes del pensamiento cristianismo de occidente. Millones de personas, que no han entendido ni leído los grandes tratados teológicos de Agustín, ni han seguido sus disputas eclesiales, han escuchado y cumplida esta regla, tanto en la vida religiosa formal (en varias órdenes y congregaciones) como en otros estilos de vida cristiana. Así lo ha destacado, por ejemplo, T. Viñas, en un trabajo que tuve ocasión de moderar: La amistad en la vida religiosa: interpretación agustiniana de la vida en comunidad (Madrid 1995).
4. Pensamiento cristiano. Momentos básicos.
Después de su conversión (año 386/387) y en especial después de su nombramiento como obispo (año 395), Agustín desarrolla una inmensa labor teológico-pastoral, que aquí sólo podemos evocar, pues resulta imposible detenernos en cada uno de sus temas.
a. Plano personal: teología del pecado original y de la gracia.
Toda su vida fue un intento de comprender y soportar los males de este mundo. Por eso fue por un tiempo seguidor de → Mani, profeta gnóstico, que en el fondo defendía la existencia de una divinidad perversa que nos oprime desde fuera, de manera que no somos responsables, sino víctimas del mal que cometemos. Su conversión al cristianismo eclesiástico va vinculada al descubrimiento del valor superior de la gracia y del amor de Dios que todo lo funda y lo llena. Según eso, Agustín se ha convertido al “platonismo ortodoxo” (el mal no existe, no hay Dios perverso) y al cristianismo eclesial: en la Iglesia de Jesús se puede vivir desde el amor y superar los males de este mundo.
Desde ese fondo, toda su obra cristiana será una teología de la gracia, es decir, del amor positivo de Dios que transforma la vida de los hombres que, en sí mismos (por sí mismos), parecen estar y están de hecho condenados al pecado. Agustín deja de ser maniqueo (no cree ya en un Dios perverso), pero acentúa de manera inmensa el peso del “pecado original” con el que nacemos, un pecado desde el comienzo de la historia, un “peso de perversión” que nos arrastra. Muchos consideran que esta insistencia de Agustín en el pecado original no proviene sin más de la experiencia cristiana, sino de su pasado maniqueo; sea como fuere, ella ha marcado hasta hoy la teología de occidente, que ha llegado a estar obsesionada por esa visión del ser humano como “massa damnata”, masa condenada a la muerte y al infierno por un pecado original antiguo. Esta insistencia en el pecado original le ha hecho muy sensible al don de la gracia, es decir, a la experiencia del amor de Dios que se ofrece y expande, como regalo siempre inmerecido, en la vida de aquellos que lo acogen. Si a veces nos perturba el Agustín del pecado, nos sigue emocionando este Agustín de la gracia, de la experiencia gozosa de Dios que viene a nuestro encuentro, por su pura bondad, sin mérito alguno de los hombres.
b. Plano eclesial, catequesis y lucha contra las herejías.
En tiempos de Agutín, ya a comienzos del siglo V, la Iglesia del Norte de África era un laboratorio donde venían a expresarse y extenderse diversas tendencias cristianas que podían convertirse en herejías, en rupturas de la comunidad. Estaban no sólo sus antiguos compañeros, los maniqueos, con los que mantuvo una disputa constante, sino otros grupos de renovadores, disidentes o separados de diversos tipo. En este contexto, la tarea de Agustín, que ha quedado reflejada en sus escritos, ha sido doble.
La primera ha sido la edificación interna. No conocemos a nadie que en ese tiempo haya intentado crear iglesia con la intensidad con que él lo ha hecho, a través de sermones y doctrinas, que se recogían y comentaban no sólo en su comunidad de Hipona, sino en las iglesias del entorno y en el conjunto de la cristiandad latina. Entre sus trabajos de tipo catequético, además de los comentarios a los evangelios (y en especial al de Juan), quiero destacar su escrito De Catequizandis rudibus, un manual completo de catequesis, con los mejores medios de la didáctica antigua. No hay, que yo sepa, ninguna obra semejante en la antigüedad, un tratado completo de catequesis para personas que quieren iniciarse en la fe y no tienen muchos conocimientos teóricos. En esa línea, San Agustín ha sido ante todo un catequeta, un transmisor de la fe. Él no divide a los creyentes como lo hacían los maniqueos, estableciendo categorías entre los llamados a la iglesia (los auditores y los electi), sino que todos los cristianos tenían la misma dignidad. Precisamente por eso siente la necesidad de educar a todos, para que puedan integrarse plenamente en la comunidad el día de Pascua.
Su segunda tarea ha sido la defensa contra los errores y las divisiones que se están extendiendo en las comunidades. En esa línea, siendo un catequeta, Agustín ha sido también un formidable polemista, un hombre que utiliza todas las artes de la retórica que ha estudiado y de la fe eclesial que ha asumido, en contra de aquellos que, a su juicio, pueden destruir la iglesia. De un modo especial se ha enfrenado a los pelagianistas, que, siguiendo a → Pelagio, tienden a fundar la vida cristiana en el esfuerzo propio, más que en la iglesia, en una perspectiva de optimismo antropológico. Pero también ha luchado contra los donatistas (→ Donato), que parecen exigir una pureza de fe y una separación eclesial que acaban siendo elitistas. Frente a unos y otros, Agustín ha querido crear una iglesia que sea espacio de comunión para todos los hombres y mujeres, desde la gracia, aunque en un momento determinado (quizá por su mismo pesimismo antropológico) ha llegado a pedir la intervención del Estado contra los seguidores de → Donato.
c.Teología histórico-social: La Ciudad de Dios.
La primera gran obra de Agustín fue su libro de las Confesiones, como he destacado ya. La última, en línea teológica, será el De Trinitate, de la que trataré después. Pero la más conocida e influyente ha sido su visión de la historia universal, como aparece en La Ciudad de Dios (De civitate Dei), donde ofrece en síntesis su pensamiento filosófico y teológico, histórico y político. Agustín fue escribiendo esta obra en diversas etapas, hacia el final de su vida, desde el 413 al 426, y la fue publicando por partes, pero con un plan de conjunto. La escribió porque los paganos acusaban a los cristianos de la ruina de Roma, que había sido conquistada por los visigodos (año 410), un hecho que muchos entendieron como un cataclismo fatídico: la Ciudad Eterna había caído en manos de unos “bárbaros”. Muchos romanos ricos huyeron al norte de África; otros pensaban que había llegado el fin de los tiempos. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué está cayendo el Imperio y termina un orden social que muchos habían pensado que era eterno? En otro tiempo, los “dioses” habían defendido a Roma. Ahora que Roma se estaba haciendo cristiana, abandonando a los dioses, caía en manos de bárbaros. Para responder a esas preguntas ha escrito Agustín esta obra genial y discutida, que ha marcado la visión de la historia y la política cristiana de occidente, hasta el día de hoy.
En la primera parte de la obra, Agustín refuta a los que piensan que los dioses habían defendido a Roma. En la segunda expone el tema de las dos “ciudades” que coexisten ahora, la Ciudad de Dios y la Ciudad del mundo, ambas mezcladas desde el principio de los tiempos. Agustín acepta y desarrolla de esa forma un esquema bíblico, propio de la apocalíptica judía, que aparece por ejemplo en el libro de Daniel y el Apocalipsis de Juan. Pero con una diferencia. Los apocalípticos judíos y los primeros cristianos eran “milenaristas” en un sentido extenso: pensaban que al final de los tiempos triunfaría la Ciudad de Dios. Agustín, en cambio, tiende a interpretar esa lucha de ciudades de un modo espiritualista: la Ciudad de Dios está ya presente en el mundo por la Iglesia. Por eso, la salvación no es algo que se espera para el tiempo futuro, sino que se encuentra ya realizada en la vida de los fieles.
Ciertamente, Agustín defiende ante todo la acción de la divina providencia, que guía la historia de las dos ciudades. Pero tiende a entender esa providencia en formas dualistas. Más que una historia de Dios en el mundo hay “dos historias” que van en paralelo. Por eso, la Ciudad de Dios ha de mantenerse en medio de un mundo dividido, oponiéndose al mal; su tarea más honda no es salvar el mundo y transformarlo, sino mantenerse en medio de la prueba. De esa forma ha expresado Agustín de nuevo su “pesimismo histórico”, vinculado a una fe inmensa en la providencia de Dios. Desde esa perspectiva es difícil hablar de un tiempo de transformación mesiánica para el futuro de la historia.
En esa línea, podemos decir que Agustín ha sido uno de los creadores del pensamiento cristiano de occidente, tal como se expresas en este libro de la Ciudad de Dios, que nos sitúa ante un dualismo social y cósmico: a. en la parte superior se encuentran los valores de Dios, de tipo espiritualista; b. en la parte inferior se encuentran el mundo y su historia definidos por los deseos y del mundo, con su tendencia a la violencia y a la muerte
d. En el interior de Dios, La Trinidad.
Con las Confesiones y La Ciudad de Dios, la obra más significativa de Agustín es el tratado sobre La trinidad (De Trinitate).
Desde su tiempo maniqueo, Agustín estuvo apasionado por la unidad y la vida interna de Dios. Por eso escribió un largo tratado en quince libros. Redactó los primeros doce del 399 al 412, pero no los publicó, quizá porque no estaba satisfecho con lo escrito. Pero unos amigos hicieron copias de esos libros y las distribuyeron, sin su permiso. Reaccionando ante esa intrusión, el año 420, Agustín escribió tres nuevos libros y revisó el conjunto de la obra, para publicarla.
El De Trinitate es quizá la obra dogmática más importante e influyente de la teología occidental. Ella se divide en cinco partes: Teología bíblica (libros I-IV), teología especulativa (libros V-VII), conocimiento interior de Dios (VIII), imagen de la Trinidad en el hombre (IX-XIV), conclusión (XV). No es un tratado de tipo meramente bíblico y eclesial, como los escritos en Oriente (→ Basilio, Gregorio Nacianzeno), centrados en la “economía” o presencia del Dios trinitario en la historia de la salvación. Agustín escribe un tratado estrictamente dogmático y especulativo, queriendo hablar del Dios en sí (en su inmanencia), en una línea que desarrollará después casi toda la teología de occidente (→ Anselmo, Tomás de Aquino). Resulta imposible recoger o simplemente evocar todos los rasgos y elementos de este libro, pero quiero citar algunos más significativos.
En la base de este libro se encuentra la certeza de que la mente humana es imagen de la Trinidad. Esta visión, desarrollada en el conjunto de su tarea pastoral y de su teología, ha marcado la espiritualidad y la teología de occidente. San Agustín nos sitúa en un campo que se puede aplicar no sólo a los cristianos (el hombre es imagen de Dios en Cristo), sino también al conjunto de los hombres (casi todas las religiones conciben de algún modo al hombre como signo o presencia de lo divino o numinoso).
Su asombrosa reflexión creyente ha definido la historia de la teología latina hasta el momento actual. Ciertamente, él ha sido fiel a la tradición, como lo fueron los Padres Griegos; pero no quiere quedarse en la tradición, sino que la elabora desde una fuerte experiencia personal de introspección psicológica, que le permite elaborar su teología partiendo del despliegue de su propia vida, que él había contado de forma ejemplar en sus Confesiones.
En el comienzo de la reflexión de Agustín sobre la Trinidad podemos situar su interpretación de Gen 18. Antes de él, → Hilario de Poitiers y → Ambrosio de Milán habían destacado ya el hecho de que, conforme a ese pasaje bíblico, Abrahán había visto tres hombres, pero sólo había adorado y reconocido a uno como Señor. Agustín retoma este motivo, pero se esfuerza por destacar la unidad de la Trinidad. Este pasaje y este tema se encuentran en el fondo de la iconografía de la Iglesia ortodoxa, cuando representa el misterio de la Trinidad (como sucede en el Icono de Rublev). Agustín interpreta así el tema:
«Abrahán vio tres hombres, a quienes ofreció hospitalidad, recibiéndolos bajo su tienda y sirviéndoles a su mesa. Pero al comienzo de este episodio, lo que dice la Escritura no es que Abrahán vio tres hombres, sino que “vio al Señor”….Hubo tres hombres en esta visión y no se dice que ninguno de ellos sea superior, ni en constitución, ni en edad, ni en fuerza. Según eso ¿por qué no reconocer aquí la igualdad de la Trinidad, revelada visiblemente a través de un ser visible, descubriendo en las tres personas la unidad e identidad de la sustancia?» (De Trinitate II, 10, 19-11, 20).
e. De la Trinidad a la Antropología. Memoria, entendimiento, voluntad.
La imagen de los tres hombres de Gen 18, que son un único Señor, constituye sólo una aproximación. El centro de la teología trinitaria es la certeza de que la mente humana es imagen de Dios. De esa manera, Agustín busca la imagen de Dios en el mismo ser humano, creado a la imagen de la Trinidad, y esto le lleva a proponer cierto número de analogías, de las cuales la más significativa es la de memoria, entendimiento y voluntad. Al introducir y desarrollar esta noción de analogía, Agustín nos invita a ser prudentes. El hombre no es una mini-trinidad, pero la Trinidad se expresa en el ser humano, que aparece así como "revelación viviente de Dios", auténtica Escritura Sagrada. Cada hombre es por tanto una “Escritura de Dios”, pues en él (más que en la Biblia) aparecen los signos trinitarios.
San Agustín está desarrollando su investigación trinitaria a principios del V, después que se hubieron serenado las disputas reflejadas en los concilios de Nicea y de Constantinopla. Más que una exposición de la fe (como hicieron los Padres Capadocios) elaboró una meditación intelectual. En un primer momento, él había intentado explicitar la Trinidad a partir de sus manifestaciones en la Escritura, explicando las teofanías trinitarias del Antiguo y del Nuevo Testamento y aportando diversas precisiones de vocabulario (cf. libros V y VII). Sólo después desarrolló las grandes analogías antropológicas.
A su juicio, la imagen más perfecta de la Trinidad es el ser mismo humano, creado a imagen de Dios (aún “antes” de la encarnación de Dios en Cristo). Sobre esa base antropológica desarrolla sus célebres analogías, diciendo que la complementariedad de las facultades humanas (memoria, entendimiento y voluntad) es un reflejo de la unidad y vinculación de las personas en la Trinidad. Agustín realizó en esa línea una reflexión genial, de tipo antropológico. Algunos han podido pensar que él ha vinculado la Trinidad (el misterio más cristiano) con una realidad que resulta anterior al cristianismo (la constitución y despliegue de la mente humana, de una forma ternaria). De esa forma ha podido elaborar una Trinidad que no está vinculada necesariamente con el cristianismo. Ciertamente, al hablar de la Trinidad de Dios, él está exponiendo el sentido del Dios cristiano. Pero no funda su argumento en un dato interior del cristianismo, como han hecho los concilios de Nicea y Calcedonia (en la encarnación de Dos y en la experiencia del Espíritu en la Iglesia), sino más bien en un dato antropológico. Por eso, el De Trinitate es un libro abierto al diálogo de religiones. Éste es el punto de partida de su argumentación:
«¡Mira! El alma se recuerda, se comprende y se ama; si esto vemos, vemos ya una Trinidad; aún no vemos a Dios, pero sí una imagen de Dios. La memoria no recibió del mundo exterior su recuerdo, ni el entendimiento encontró fuera el objeto de su visión, a semejanza del ojo del cuerpo; ni la voluntad unió estas dos realidades... Estas cosas y otras semejantes tienen su orden en el tiempo, y en él aparece con más facilidad la Trinidad de la memoria, de la visión y del amor... Todas estas cosas, cuando se aprenden, constituyen una especie de Trinidad, formada por la especie antes de su conocimiento, por el conocimiento del que aprende (conocimiento que empieza a existir cuando se conoce) y en tercer lugar, por la voluntad, que une las dos anteriores. Estas cosas, ya conocidas, cuando se las recuerde, suscitan en lo íntimo del alma otra Trinidad integrada por las imágenes impresas en la memoria cuando se conocieron, por la información del pensamiento al tornar sobre dichas imágenes la mirada del recuerdo, y por la voluntad, que une, como tercer elemento, estas dos cosas» (De Trinitate XIV, 8. 11).
f. ¿Qué son esos tres?
Buscando palabras para designar a los "tres" en la Trinidad, San Agustín mantiene el término "persona" a falta de otra que resulte más apropiado. Esa búsqueda terminológica le sitúa y nos sitúa ante la exigencia de una investigación terminológica y conceptual, racional y espiritual que sigue estando abierta, como muestran las obras de → Barth y de → Rahner. También nosotros hoy debemos reflexionar el sentido del término “persona” en lo divino.
«El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son tres y así, para saber lo que tienen en común, preguntamos ¿tres qué? Ciertamente, lo que tienen en común no es lo que constituye al Padre, pues en ese caso todos serían Padre [...]. El tema ha de explicarse de otra manera, porque sólo el Padre es de verdad padre, y no padre de los otros dos en común (del Hijo y del Espíritu Santo), sino sólo del Hijo único. No hay tampoco tres hijos, porque el Padre no es Hijo, ni lo es el Espíritu Santo. No hay tampoco tres espíritus santos, porque en sentido propio sólo al Espíritu se le llama también Don de Dios y ni el Padre ni el Hijo son el Espíritu Santo. Entonces ¿qué es lo que son esos tres sujetos? Si son tres personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo tendrán en común aquello que constituye a la persona, un término que, según nuestro lenguaje, puede tener un nombre específico o genérico [...]. Pues bien, el nombre "persona" es de tipo genérico pues puede aplicarse al hombre y a Dios, a pesar de que hombre y Dios se encuentren tan lejos» (De Trinitate VII, 4. 7).
Agustín ha destacado la dimensión trinitaria de la creación, no sólo cuando alude a Gen 1, 26, sino también cuando se esfuerza por comprender y explicar la función de Dios en el mundo. Así lo veremos evocando tres textos de obras distintas y progresivas: Confesiones, Comentario al Génesis y La Ciudad de Dios, donde ofrece una síntesis del tema. Su aportación será duradera y marcará la teologia de la Edad Media occidental, tanto en el plano de la reflexión como de la iconografía.
a. Confesiones. «He aquí que aparece ante mí, como un enigma, la Trinidad que eres tú, Dios mío. Porque tú, Padre, hiciste el cielo y la tierra en el principio de nuestra sabiduría, que es tu Sabiduría, nacida de ti y coeterna contigo, esto es, en tu Hijo... Yo tenía, pues, ya al Padre, que era el Dios, que hizo estas cosas; y tenía al Hijo, que era el Principio en el que las hizo. Y así, creyendo que mi Dios era trinidad, como lo creía, así yo le buscaba en sus sagrados oráculos. Y así encontré el texto que decía: tu Espíritu sobrevolaba sobre las aguas. He aquí a mi Dios trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas». (Confesiones XIII, 5. 6; Madrid 1991, 557).
b. Comentario al Génesis. «Cuando la Escritura dice «en el Principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gen 1, 1), nosotros comprendemos que bajo el nombre de Dios se designa al Padre y bajo el nombre de Principio se designa al Hijo, que es el Principio (no principio del Padre, sino ante todo y sobre todo de la creatura espiritual, creada por él, y después de todo el resto de las creaturas). Por otra parte, cuando la Escritura dice «y el Espíritu de Dios se cernía sobre las aguas» nosotros reconocemos que ella acaba de presentarnos a la Trinidad. De un modo paralelo, la Escritura alude de nuevo a esta misma Trinidad cuando las creaturas se vuelven a Dios y culminan, surgiendo así las diferentes especies de seres. Por una parte alude al Verbo de Dios, que es la Palabra creadora, cuando afirma: «y Dios dijo». Por otra parte alude a la Santa Bondad (==Espíritu Santo), en virtud de la cual Dios se complace en todos los seres que ha tenido el placer de crear, cada uno según su propio modo y su naturaleza, conforme a estas palabras: «Y vio Dios que todo era bueno» (Gen 1, 31)». (De Genesi ad litteram I, 5, 11).
c. La Ciudad de Dios. «Pero si la bondad divina se identifica con su santidad, no es un audacia presuntuosa… el pensar que la misma Trinidad se insinúa en la triple cuestión de quién hizo a cada creatura, por qué medio y para qué. En efecto, el Padre del Verbo es el que dijo: qué exista. Lo que existió en virtud de esa palabra fue hecho sin duda por el Verbo. Y en aquello que se añade (vio Dios que todo era bueno), se da a entender claramente que Dios no hizo lo que se ha hecho por necesidad alguna o para remediar su indigencia, sino sólo por su bondad, es decir, porque era bueno [en el Espíritu Santo]. Y se dice esto después de haber hecho las cosas, para indicar que la cosa hecha conviene a la bondad a causa de la cual se hizo. Si esta bondad se toma con razón por el Espíritu Santo, se manifiesta así toda la Trinidad en sus obras. De ahí procede el origen, la forma y la felicidad de la ciudad santa, constituida en las alturas por los santos ángeles. Si se pregunta de dónde procede, decimos que Dios la fundó; si preguntamos por qué es sabia, porque está iluminada por Dios; si preguntamos por qué es feliz, porque goza de Dios. Subsistiendo en él tiene su forma; contemplándole tiene su luz; uniéndose a él tiene su gozo; existe, ve, ama; prospera en la eternidad de Dios, brilla en la verdad de Dios, se goza en la bondad de Dios. (La ciudad de Dios, XI, 24; Madrid 1977, 727-729).
g. Oración, dialogar con la Trinidad
El tratado De Trinitate culmina en una oración, con la que Agustín despliega el sentido de su escrito y lo resume en forma de plegaria. De esa forma llega al final de su camino, la misma investigación o teología trinitaria ha sido para él una fuente de contemplación. San Agustín ha comenzado con la confesión de la fe trinitaria, que le ha llevado a la investigación; ella culmina ahora en forma de iluminación orante.
«Señor, Dios nuestro, nosotros creemos en ti, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Porque la Verdad no habría dicho «id y bautizad a todas las naciones en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19) si tú no fueses Trinidad. Y tú, Señor nuestro, no hubieses ordenado que nos bautizáramos en el nombre de alguien que no formara parte ti, Señor, nuestro Dios. No hubiéramos escuchado una voz divina que nos decía “Escucha, Israel, el Señor tu Dios es un Dios único” (Dt 6,4) si al mismo tiempo que Trinidad tú no fueses el único Señor, el único Dios. Y si tú, Dios Padre, no fueras idéntico a tu Hijo, a tu Verbo Jesucristo y a vuestro don, el Espíritu Santo, nosotros no leeríamos en los Escritos de la Verdad: «Dios ha enviado a su Hijo» (Gal 4, 4; Jn 3, 17). Y si Dios no fuera Trinidad, tampoco tú, Hijo único, te habrías referido al Espíritu Santo diciendo “Aquel que el Padre enviará en mi nombre” (Jn 14, 16), ni tampoco “Aquel que yo os enviaré de parte de mi Padre” (Jn 15, 26).
Dirigiendo mis esfuerzos conforme a esta regla de fe, tanto como he podido, tanto como tú me has hecho capaz de poder, yo he deseado ver por el entendimiento aquello en lo que he creído. He estudiado mucho y mucho me he fatigado. Señor, mi Dios, mi única esperanza, impide que un día te pueda dejar de buscar por negligencia; al contrario, haz que yo busque siempre con ardor tu rostro (Sal 104, 4). Tú, oh Dios, dame la fuerza de buscar, tú que me has hecho encontrarte y que me has dado la esperanza de encontrarte siempre de nuevo. Ante ti está mi fuerza y mi debilidad: conserva mi fuerza, cura mi debilidad. Ante ti está mi ciencia y mi ignorancia: allí donde tú me abres, acógeme cuando quiera entrar; allí donde me has cerrado, ábreme cuando yo venga a golpear a tu puerta. Que sea de ti de quien yo me recuerde, a ti a quien comprende, a ti a quien ame. Aumenta en mí estos tres dones, hasta que tú me hayas reformado enteramente» (De Trinitate XV, 28, 51).
Obras: PL 32-46; CSEL, 21 vol. (Viena 1865 ss); Corpus Christianorum, 19 vol. (Turnhout 1950 ss). Edición bilingüe, latino-castellana en BAC, 41 vols (Madrid 1953-1994). Hay muchas ediciones y traducciones de obras particulares de Agustín, en especial de Regla, Confesiones, Ciudad de Dios y De Trinitate.
La bibliografía sobre San Agustín es casi inabarcable.
Cf. A. Turrado, Dios en el hombre (Madrid 1971);
J. J. Garrido, San Agustín: breve introducción a su pensamiento (Valencia, 1991);
E. Müller, Augustins Lehre von der Einheit und Dreieinheit für Sein und Erkennen (Erlangen 1929);
E. Dinkler, Die Anthropologie des h. Augustinus (Stuttgart 1934);
R. Flórez, Las dos dimensiones del hombre agustiniano (Madrid 1958);
E. Gilson, Introduction a l’étude de S. Augustin I-III (París 1949);
M.-F. Sciacca, S. Agostino (Brescia 1949);
M. Schmaus, Die Psicologische. Trinitätslehre des hl. Augustinus (1966).
Recoge y analiza la bibliografía básica sobre el tema E. J. Brotóns Tena, Felicidad y Trinidad. A la luz del De Trinitate de San Agustín (Salamanca 2004).