La casa de José, un seminario. Ante el "sacerdocio" de Jesús

-- Patrono de los padres de familia, de aquellos que asumen y desarrollan de un modo personal, vocacionado, la tarea de la "Paternidad", del despliegue y cuidado de la vida, como Dios, el Padre, con MMaria, esposa y madre..
-- Es Patrono de los seminarios... es decir, de aquellos que quieren ser m ministros de la Iglesia. Por eso es bueno reflexionar en este día sobre los ministerios eclesiales...
Felicidades:
Me parece muy bien que se celebre la memoria de José, el buen Padre, a quien la Biblia llama “hijo de David y padre de Jesús”. Felicidades a todos los padres de familia
Me parece muy bien que se recuerde en este día la "casa" de las “vocaciones ministeriales de la Iglesia”, los seminarios y los aspirantes a presbíteros.
Se trata de saber cómo educaría José a los aspirantes al ministerio... Cómo educó a Jesús (¡que le salió distinto!), y como respondió a la novedad de Jesús.
El tema no es fácil, pues no sabemos del todo cómo fue la casa de José, aunque estamos seguros de que "tuvo conflictos creadores" con su hijo Jesús, que siguió un camino especial
El problema es hondo, exigente y gozoso.... El tema es el "retorno a José", que no era sacerdote, sino creyente, un hombre mesiánico de la línea de David. El tema es el retorno a Jesús, que se educó y creció en la casa/seminario de José, para asumir al fin un camino propio, no sacerdotal...
Es buen día, buen tiempo, para plantear el tema del “sacerdocio” de Jesús.
((Texto tomado de X. Pikaza, La Novedad de Jesús, todos somos sacerdotes, Nueva Utopía, Madrid 2014; la portada del libro es de Maximino Cerezo, lo mismo que la imagen anterior)
1. Había sacerdotes en tiempos de Jesús,
es decir, especialistas en la creación de espacios de sacralidad, expertos de la institución religiosa. Ciertas tradiciones del Antiguo Testamento (sobre todo en el Levítico) han desarrollado una teología del sacerdocio, centrada en la pureza ritual, que los fariseos del tiempo de Jesús querían extender a todo el pueblo. Pero en su conjunto la teología del Antiguo Testamento no es sacerdotal, sino histórica, profética y sapiencial, con una fuerte dosis de apocalíptica. En el Nuevo Testamento los sacerdotes de Jerusalén, a quienes el mismo Pilatos considera envidiosos (Mc 14, 10), se muestran contrarios a la visión antropológica de Jesús y de sus primeros seguidores. Pero el judaísmo posterior (de la federación de sinagogas) ha dejado de ser sacerdotal. También el cristianismo ha dejado de serlo, como iré mostrando.
Desde tiempo antiguo, en diversas culturas, habían surgido sacerdotes, como intermediarios sagrados, que vinculaban a los hombres con Dios, creadores de santidad ritual, especialistas en sacrificios. Ellos suscitaban y, en algún sentido, controlaban el poder de Dios, evocándole en momentos especiales de fiesta o desgracia, y en lugares especiales (templos, santuarios). Normalmente, desde el comienzo de los tiempos conocidos, los sacerdotes del antiguo oriente dependían de los jefes de clan y de los reyes, con quienes estaban en simbiosis; por eso, no solía haber un sacerdocio institucional autónomo, pues el mismo “patriarca” o rey del clan era sacerdote.
Pero, en un momento dado, al institucionalizarse las funciones sociales, políticas y religiosas del pueblo, aparecieron, tanto en Jerusalén como en otros santuarios de Israel, tribus o grupos sacerdotales (levitas), sin tierras propias, especializados en sacrificios, de un modo especial los hijos de Aarón, aunque al principio no tenían gran poder, ni formaban una casta superior, pues la vida estaba regulada por normas de alianza social o tribal. La situación cambió con la restauración, tras la vuelta del exilio (el 539 a.C.), cuando el judaísmo se volvió comunidad del templo, teocracia. En ese contexto, después de unos años de posible diarquía (Zorobabel rey, Josué sacerdote), triunfó y se impuso el Sumo Sacerdote como autoridad máxima, representante de Dios y delegado del Gran Rey Persa.
Judea dejó de ser un reino independiente, convirtiéndose en nación gobernada por una ley Dios, bajo el Sumo Sacerdote y su consejo, con el visto bueno del rey persa (o de los imperios que siguieron). Lógicamente, la Ley sacerdotal, expresada de un modo especial en el Levítico, pero extendida, de algún modo, en todo Pentateuco, presenta al Sacerdote como autoridad social, ceremonial, sacral, añadiendo que una vez por ha de penetrar en el misterio de Dios, en el «Sancta Sanctorum» del templo, donde intercede por el pueblo (cf. Lev 16).
El Deuteronomio (siglo VII/VI a.C.) contenía ya una ley sagrada (cf. Dt 18, 1-8), con elementos antiguos (cf. Dt 33, 8-11), pero esa ley sólo ha sido fijada y detallada por el Código Sacerdotal, escrito después del exilio (siglo V a.C.), bajo el dominio de los persas, y que ocupa gran parte de los libros actuales de Levítico y Números. Ese código nos sitúa ante una comunidad donde el Sumo Sacerdote ha tomado casi todos los poderes sociales y religiosos, apareciendo así como cabeza del pueblo.
Esa situación se ha mantenido durante el dominio helenista (tras el 332 a.C.), como muestra el libro del Eclesiástico o Ben Sira, escrito entre el 200-180 a.C., que incluye un largo Himno a los padres o antepasados (Eclo 44-50) donde se exalta la memoria de los grades sacerdotes de Israel: Aarón el fundador (Eclo 44, 6-22), Finés el celoso (45, 23-26) y Simón, el nuevo sacerdote de tiempos del autor (en torno al 200 a.C; cf. Eclo 50, 1-24), a quien la Misná, Abot 1, 2, recuerda como uno de los fundadores de la Gran Sinagoga. En aquel tiempo, el sucesor de Aarón era al mismo tiempo líder nacional (jefe político), jerarca religioso (oficiante sacral) y maestro (educador legal), reuniendo los tres poderes que Flavio Josefo (Contra Apión B, XVI, 165) ha condensado y descrito como teocracia o gobierno de Dios. Aún no existían los partidos que más tarde, tras la crisis macabea, dividirán al pueblo en grupos de tendencia más sacral (saduceos), legalista (fariseos) y/o política (los varios tipos de celosos). Por ahora los sacerdotes, jefes políticos, cultuales y legales de Jerusalén controlan todo el poder: son signo especial de Dios sobre la tierra, como una teofanía .
Sólo había pues un poder. Pero, a partir de la conquista romana (64 a.C.) las funciones volvieron a escindirse: Habrá un Gobernante (rey herodiano vasallo o procurador romano) con poder civil, y un Sacerdote, con autoridad religiosa. De todas formas, los dos poderes estaban bien unidos, pues se necesitaba. Además, algunos grupos judíos no aceptaron el sacerdocio oficial, como hacían los de Qumrán que esperan la llegada mesiánica de un Sacerdote distinto, superior al mismo rey davídico .
2. Pero Jesús no fue sacerdote, sino laico,
en la línea de los profetas y pretendientes mesiánicos, de los sanadores carismáticos y de los sabios populares. Él retomó los aspectos básicos de la experiencia israelita, en línea profética y social, y no desde la sacralidad de los sacerdotes, a quienes en principio ignoraba. A lo largo de su ministerio no se ha enfrentado con ellos, sino que les deja totalmente a un lado o, mejor dicho, les suplanta: ofrece el perdón y la pureza de Dios sin exigir para ello los ritos sacerdotales del templo, y además comparte con los hombres y mujeres del pueblo la comida corriente, los panes y los peces, sobre el campo abierto, sin ir para bendecirla al templo. Ciertamente, en el momento culminante de su vida, Jesús sube a Jerusalén, pero no para “legalizar” sus ritos, sometiéndose así a la autoridad de los sumos sacerdotes, sino para enfrentarse con ellos, mostrando que el templo ha realizado su función y ya no tiene valor sagrado para el pueblo.
No se atribuyó títulos de honor, pues títulos y honores los tenían otros (sacerdotes y rabinos, presbíteros, pontífices y obispos-inspectores), sino que actuó como un simple ser humano (hijo de hombre), sin tareas oficiales, ordenaciones jurídicas, ni documentaciones acreditativas. No se llamó sacerdote, ni recibió la sagradas órdenes, sino que fue un judío marginal, de origen galileo y extracción campesina, obrero de la construcción (albañil o carpintero), sin tierras propias .
Había sido por un tiempo discípulo de Juan, llamado el Bautista, profeta del juicio de Dios que actuaba en el desierto (allende el Jordán), impartiendo un bautismo de conversión a quienes quisieran resguardarse de la ira inminente. Pero a Juan le mataron, y Jesús tuvo la certeza de que el tiempo de prueba y desdicha se había cumplido y que Dios le impulsaba a proclamar y adelantar la llegada del Reino (perdón y concordia universal), que él debía empezar ofreciendo a los enfermos, marginados y excluidos de Israel (judíos), para abrirlo después, por medio de ellos (se estaba abriendo ya) hacia todos los hombres y mujeres, siempre a partir de los pobres. Animado por esa certeza, dejó el desierto, cruzó el Jordán e inició su tarea de Reino en Galilea.
Se sintió mesías, enviado de un Dios Abba, creador y amigo de los hombres, pero no lo fue diciendo con orgullo (¡soy el Mesías, soy Cristo, acatadme!), ni anduvo pregonando sus posibles privilegios, ni llamándose a sí mismo Hijo de Dios. No era un espíritu del cielo (como algunos esperaban, en la línea de Henoc o de Elías), ni quiso hacerse rey con poder político, ni fue sacerdote o guerrero sagrado, sino que apareció y actuó simplemente como un hombre, anunciando salud para los enfermos, plenitud para los pobres y reconciliación para todos, partiendo precisamente de esos pobres. Así lo dijo y vivió, sin cátedras, templos, palacios, en el «bazar» abierto de la calle y camino.
Era un laico o seglar, un predicador espontáneo, sin estudios ni titulaciones especiales, al interior de las tradiciones de Israel (en una línea profética), pero fuera de las instituciones poderosas de su entorno (templo, posible rabinato). Creía que Dios era Padre de todos los hombres, y así promovió un movimiento de sabiduría superior (enseñanza), curación integral (salud) y comunión entre los marginados de su entorno, a quienes iba despertando, acompañando y animando, pues ellos eran destinatarios y herederos del Reino de Dios, que es vida para los enfermos y hartura para los hambrientos y expulsados de la sociedad establecida (cf. Mt 5, 3; 11, 5; Lc 6, 20; 7, 22).
Por estado y vocación, era un marginal: Estaba convencido de que sólo en el margen (fuera de las instituciones del sistema) podía plantarse la obra de Dios, la nueva humanidad, porque el Reino pertenece a los pobres. No empleó métodos de reclutamiento y separación clasista (buscando a los buenos, limpios y puros) como hacían algunos en su entorno. No adiestró a un posible grupo de combatientes (como los celotas posteriores), ni fundó una agrupación de especialistas de la ley (como algunos fariseos), ni un «resto» de puros, separados (como los esenios), frente a la masa perdida. No apeló al dinero, ni a las armas, ni educó un plantel de funcionarios, sino que directamente, en el bazar abierto de la vida.
No necesitó poderes, ni edificios propios, ni funcionarios a sueldo, sino que «proclamó» la llegada del Reino de Dios, sin instituciones especializadas. Habló con imágenes que todos podían entender (imaginar) y actuó con gestos que todos podían asumir, abriendo cauces personales de solidaridad entre los excluidos y necesitados, como sanador y exorcista (especializado en expulsar demonios) y, sobre todo, como amigo de los pobres. Compartió la comida a campo abierto con aquellos que venían a su lado, buscando salud, compañía o esperanza, pero mostró un cuidado especial por los niños, enfermos y excluidos de la sociedad.
No fue un soñador cándido, ajeno a la sociedad (un simple contra-cultural), pero tampoco un hombre del orden social o religioso, como los políticos romanos, los sacerdotes de Jerusalén, los celotas galileos o los esenios de Qumrán. Algunos pudieron compararle con los nuevos fariseos, que estaban iniciando un camino de reconstrucción del judaísmo, en línea familiar y nacional, no estatal ni militarista. Pero los fariseos daban primacía a la ley y a las normas nacionales de pureza y separación israelita (en la línea del judaísmo rabínico posterior). Jesús, en cambio, colocaba el amor y servicio a los pobres por encima de las normas nacionales, de manera que su movimiento podría abrirse luego a todos los hombres y mujeres.
No fue un hombre del sistema, pero tampoco un outsider utópico, contrario a todo orden social establecido, como fueron, al menos por un tiempo, algunos apocalípticos y bautistas (en la línea del citado Juan). Fue profeta mesiánico y hombre carismático, al margen de la buena sociedad, pero quiso ponerse también en el centro de la gran plaza de la vida y promovió la convivencia, desde un amor de Dios, que hace posible el perdón y libertad entre hombres. La religión no era, a su juicio, un sistema de organización sagrada, sino experiencia directa de comunicación gratuita con Dios y entre los hombres. Éstas eran sus dos principios:
‒ Creía en Dios y en su nombre actuaba. Se puso en manos del Dios Abba, padre/madre, a quien veía como fuente de vida y esperanza, sobre un mundo amenazado, donde parece que la figura del Dios Padre/Madre había desaparecido, y en su lugar tendía a ponerse una ley que domina sobre todos, un sistema religioso. Jesús creyó en un Dios Padre de los niños sin familia, protector de los pobres, enfermos y excluidos, de viudas y extranjeros (expulsados, marginados). Ése fue el principio de su movimiento.
‒ Fue amigo de los pobres. Dirigió su mensaje a Israel (era judío), pero, al centrarse en los pobres, tanto su enseñanza (Sermón de la Montaña) como su acción (sanaciones, comidas) tenían una tendencia universal, abriéndose al conjunto de la humanidad. Anunció la llegada de Dios pero, al mismo tiempo, empezó a recorrer con sus seguidores un camino de fuerte solidaridad humana. No estableció discursos de universalidad teórica, no creó instituciones administrativas internacionales, sino que amó a cada uno, en particular, mientras iba creando «células» (comunidades, luego iglesias) de encuentro y comunicación, que podrían extenderse, una tras otra, hasta incluir a todos los hombres.
3. A Jesús le condenaron los sacerdotes, que se sintieron amenazados por su propuesta.
Jesús ofreció su mensaje de Reino y su gesto de solidaridad en las calles y pueblos de su tierra (Galilea), abriendo un camino para varones y mujeres, enfermos y sanos, adultos y niños. No quedó en un desierto, donde había estado antes con Juan Bautista. Pero tampoco actuó en las ciudades (Séforis, Tiberíades, Tiro, Gerasa), probablemente porque desconfiaba de las estructuras urbanas, dominadas por una organización clasista que reproducía las tramas de dominación de Roma. Quiso ser universal desde las zonas campesinas donde habitaban los humildes, mujeres y varones, excluidos de la sociedad de consumo.
De esa forma volvió a los orígenes de la vida humana, de manera que en su mensaje podían caber (desde Israel) todos los hombres y mujeres, por encima de las leyes de separación nacional, social o religiosa que trazaba la cultura dominante. Por eso acogió en su movimiento y vinculó en su Reino a todos los que quisieran escucharle y seguirle, sin imponerles normas especiales.
‒ Los primeros destinatarios de su mensaje eran los pobres, publicanos y prostitutas, hambrientos y enfermos, expulsados del sistema (huérfanos, viudas, extranjeros). Para ellos vivió, desde ellos quiso iniciar su movimiento, de tal forma que la misión y unidad de la iglesia posterior depende de ese origen. Pero tenía simpatizantes y amigos, varones y mujeres, pertenecientes a la sociedad media de su tiempo, que continuaban viviendo en las casas y campos por donde él pasaba anunciando el Reino y curando a los enfermos.
‒ Se rodeó de seguidores y amigos, algunos de los cuales dejaban casas y posesiones para estar con él, y con ellos caminaba, rodeado de socios y colaboradores, varones y mujeres, que asumirán y desarrollarán después su movimiento. En esa línea, convocó en fin a Doce discípulos especiales a quienes instituyó como representantes y mensajeros del nuevo Israel (de las doce tribus). Así les mandó predicar el mensaje, ya en el tiempo de su vida, para anunciar la llegada del Reino, sin autoridad administrativa o sacral (no eran sacerdotes), sino como núcleo o corazón de la nueva humanidad reconciliada.
Con ese tipo de personas inicio Jesús su movimiento que desde Israel (las Doce tribus) debía abrirse luego a los pobres del entorno, israelitas o no israelitas, como seguiremos indicando. Por eso, en el comienzo real de la iglesia o comunidad mesiánica de Jesús están los pobres (enfermos, necesitados) a cuyo servicio debían ponerse los Doce y los restantes seguidores. De esa manera, desde un lugar marginal del imperio romano, como enviado de Dios, promovió Jesús un movimiento mesiánico, anunciando y preparando la llegada del Reino de Dios desde los pobres. No aportó una filosofía superior, una fórmula social, un programa económico o político, militar o religioso. No fue ni siquiera como fueron por entonces Juan Bautista (apocalíptico puro), Filón (pensador), Hillel (rabino) o Judas Galileo (caudillo militar), sino simplemente un hombre (hijo de hombre), amigo de todos y, en especial, de los pobres y excluidos, como le recuerda Flavio Josefo, historiador judío:
Por aquellas fechas vivió Jesús, un hombre sabio... Fue autor de hechos extraordinarios y maestro de gentes que gustaban de alcanzar la verdad. Y fueron numerosos los judíos e igualmente numerosos los griegos que ganó para su causa… Y aunque Pilato lo condenó a morir en la cruz, por denuncia presentada por las autoridades de nuestro pueblo, las gentes que le habían amado anteriormente tampoco dejaron de hacerlo después... Y hasta el día de hoy no ha desaparecido la raza de los cristianos, así llamados en honor de él
Según eso, su distintivo en aquellos momentos cruciales de la pre-guerra judía (que estallaría el 67 d.C.), no fue la posesión de unas dotes políticas mejores, ni la creación de nuevas estructuras sociales, en la línea de las que crearon otros grupos conocidos (soldados, escribas, sacerdotes...), sino algo previo, más universal, más valioso: Tuvo amigos que le siguieron amando tras la muerte (aunque algunos le abandonarían). De esa forma, al recibir y acoger en su grupo a personas que le amaban (y se amaban), rompió los límites militares, académicos o sacrales, ofreciendo y promoviendo un proyecto mesiánico de amistad donde cabían de un modo especial enfermos y excluidos, niños y mujeres.
No necesitó dinero ni ejército, pero tuvo amigos y amigas. Sólo en este fondo de amor (gratuidad) se puede entender a Jesús, profeta galileo marginado, en contacto directo con los excluidos (enfermos y locos, impuros y niños), dentro de una sociedad dominada por un imperio implacable (cuyo César se proclamaba rey divino), mientras parecía que el Dios nacional y/o universal judío, secuestrado por los jerarcas del templo, callaba.
Como defensor de los pobres, rodeado por un grupo de amigos, subió a Jerusalén, ciudad de Dios (cf. Mt 5, 35) y sede de su templo, para culminar el anuncio de su mensaje y presentar su causa ante el Gran Sanedrín, integrado por ancianos-senadores y escribas. Vino sin armas, pero los sacerdotes, que habían secuestrado al Dios del Templo, tuvieron miedo y le acusaron ante Poncio Pilato, representante del Imperio y pensaron que condenándole a muerte acallarían su voz y destruirían su utopía mesiánica, que era peligrosa por universal e igualitaria (contraria a los privilegios del Templo). Le condenaron y murió, entre otros dos “bandidos”. Murió sin otro delito que haber amado y anunciado (preparado) un Reino universal, pues el amor es peligroso para el sistema del templo y del imperio.
Los Doce y otros amigos le habían acompañado hasta Jerusalén..., pero al final le abandonaron. Uno de los Doce le traicionó y los restantes (incluso Pedro, cabeza de su grupo) se sintieron desconcertados o tuvieron miedo y huyeron. Por eso, murió solo, sin que sus amigos quisieran (o pudieran) reclamar su cuerpo Todo nos permite suponer que los soldados romanos (o los representantes del Sanedrín judío) le enterraron con prisa, con los otros dos “bandidos”, a fin de que los cadáveres, colgados a las puertas de la Ciudad, no impidieran celebrar la pascua (cf. Jn 19, 31).
4. Comienzo de la iglesia, comunidad de creyentes.
Habían matado a Jesús, murió fracasado (sin dejar ni siquiera el recuerdo de un sepulcro), pero su fracaso mostró que era verdad lo que había vivido y anunciado: su experiencia del Padre, su esperanza de Reino (nueva humanidad), de curación y reconciliación en amor para todos los hombres y mujeres. Murió Jesús, pero algunos de sus seguidores, mujeres y varones, descubrieron que él estaba vivo, y así iniciaron (mejor dicho, re-iniciaron) el más prodigioso de los caminos mesiánicos de la historia.
No fue un camino único, fueron varios caminos. Ni Jesús les había preparado para ello (porque él Reino iba a llegar…!), ni ellos sabían cómo podía organizarse el movimiento, pero lo hicieron, pues el recuerdo de Jesús y la presencia de su “espíritu”, la fuerza de su testimonio y la certeza de que él había culminado su obra en Dios (había resucitado) les impulsaban de un modo constante. De varias maneras (Pedro y los doce, unas mujeres, los parientes de Jesús, otros que le habían conocido…) retomaron la obra de Jesús y empezaron de esa forma a organizarse, desde ángulos distintos, desde varias perspectivas.
Nadie les había dicho cómo debían organizarse, ni ellos fijaron un "congreso instituyente" para definir sus estructuras; pero el carisma y/o libertad del Cristo (su Espíritu) les fue guiando para crear grupos de amigos y seguidores mesiánicos, distintos entre sí, pero vinculados por el recuerdo y presencia de Jesús. Así crearon iglesias fuertes en libertad mesiánica (misionera, creadora), pero débil en instituciones económicas o administrativas, sacrales o legales. No tenía ministerios fijos, sino que actuaban de modos distintos, según los grupos y las circunstancias.
No apelaron a los sacerdotes de Jerusalén, pues todos se sentían “sacerdotes”, de otra forma, pues unidos a Jesús se sabían vinculados a Dios, de un modo directo, sin más intermediarios sacrales y/o jerárquicos. Les importaba más el mensaje que la organización, el carisma que la estructura, la misión que el recuento de los misionados. Por eso hubo formas distintas de vivir y expresar la autoridad cristiana. Sólo en un segundo momento, cuando estuvieron bien establecidos, ellos unificaron sus ministerios.
Al recordar a los testigos de la Pascua (resurrección) de Jesús como principio de la iglesia (en 1 Cor 15, 3-5), Pablo cita a Cefas, los Doce, Quinientos hermanos, Santiago, todos los Apóstoles y, finalmente, a sí mismo. Al lado de ellos podemos situar a varios grupos de profetas itinerantes que hablaban en nombre de Jesús, y a las mujeres que le siguieron, con otros grupos de exorcistas carismáticos. Todos ellos y otros se iniciaron como pequeños ríos que después se fueron uniendo y que desembocaron en la creación de la Gran Iglesia.
Según eso, en el principio no fue la unidad, sino diversos grupos, semi-independientes, entre los que destacan los itinerantes de Galilea, los Doce que se reunieron en Jerusalén con Pedro, unos judíos helenistas que interpretaron a Jesús como mesías universal, los parientes que le quisieron vincular de nuevo a un tipo de judaísmo legalista... Hubo pues, al principio, una gran riqueza de visiones y de ministerios, que sólo con el tiempo se fueron unificando, hasta formar (ya en el siglo II d.C.) lo que será la jerarquía posterior de la Iglesia .
Durante un tiempo, la iglesia de Jerusalén se mantuvo en relación con el templo, pero los cristianos más radicales, como Esteban, vieron que el mensaje y vida de Jesús significaba el fin de ese templo y de su sacerdocio antiguo. En esa línea, entre los nuevos cristianos no hay lugar para una casta o grupo sacerdotal, pues sus gestos o ritos específicos (bautismo, eucaristía) no exigían la existencia o función de un sacerdocio especializado, sino que eran propios de todos los creyentes, que compartían un sacerdocio nuevo, el de la vida en y con Jesús .