Siembra de evangelio No se "conserva" la fe sin recrearla  (con P. Zabala)

Tierras de misión: una sociedad plural y secularizada

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Han pasado casi cien años desde que H. Godin publicó su famoso libro: Francia, país de misión (año 1943), mostrando que grandes zonas de su tierra no eran ya cristianas, de forma que había que iniciar una misión distinta  de siembre de evangelio.

            Esa percepción estuvo en el fondo del Concilio Vaticano II (1962‒1965), pero después, gran parte de la iglesia “jerárquica” ha querido olvidarse de aquella experiencia y programa de Godin (muerto lamentablemente un año después 1944), como si todo siguiera igual, con afanes de restauración de lo ya casi muerto, no de siembra y creación de Cristianismo.

            Desde ese fondo, quiero ofrecer dos sencillas reflexiones, que podrán leerse de forma quizá independiente:

  1. Mi amigo y colega P. Zabala analiza el carácter plural y religioso de nuestra sociedad que puede ser post‒cristiana, pero no secularizada (hay que insistir en las nuevas formas de religión existentes). (Gracias, Pedro, como siempre)
  2. Yo ofrezco un reflexión personal sobre la re‒creación de la fe, que nos sitúa, de manera sorprendente, ante un mundo y programa parecido al de Jesús; en contra de ciertos programas de iglesia, esta situación nos permite entender mejor a Jesús, recrear su movimiento. 

¿SOCIEDAD PLURAL Y SECULARIZADA?   Pedro Zabala

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Suele decirse que -al menos en Occidente- vivimos en una sociedad fuertemente secularizada y muy plural. Ya que hemos salido del Antiguo Régimen en que la religión cristiana permeaba fuertemente toda la sociedad e imponía rígidamente una moral única, dictada por la jerarquía eclesial. 

Disiento frontalmente de esa apreciación. Es cierto que ya no estamos sometidos a la férula eclesial y que la sociedad no es la misma. Pero pregunto: ¿es posible una sociedad que no tenga sus dioses?. Pienso que cuando una sociedad cambia, es porque ha mudado de dioses. 

Las sociedades occidentales ya no son monoteístas, sino politeístas. Tienen varios dioses a los que rinden pleitesía, ofrecen sacrificios, con sus ídolos y castas sacerdotales que difunden su culto y ofician sus ritos. Señalaremos algunos de ellos, los más visibles.

Uno de esos dioses es la nación política, con Estado o sin él. Cada cual tiene la suya, -¿conocemos muchos ateos de estos dioses? Debemos ser muy pocos. Muchos nacionalismos han degenerado en lo que el libanés Amin Maalouf llamó Identidades Asesinas, con sus intelectuales “orgánicos”, su carga de odio hacia otros nacionalismos, sus asesinatos y sus guerras. 

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Los equipos de fútbol se han convertido para muchos de sus seguidores en sus dioses por los que viven, sueñan, y llenan sus vidas. La pasión extremista de los “ultras” lleva a una violencia feroz contra los seguidores de los equipos rivales. Las medidas de seguridad que los gobiernos se ven obligados a tomar en esos partidos es una muestra de esa belicosidad fanática de estos dioses modernos. 

El culto a ese dios que es el  cuerpo joven, delgado y sano es otra manifestación de que nuestra sociedad no está secularizada. Los sacrificios en alimentación, práctica extenuante de ejercicios gimnásticos y cirugía estética que exige ese otro dios son tremendos. Sus víctimas son principalmente féminas, aunque va aumentando el número de varones que se suman a esta idolatría. 

Pero en este politeísmo dominante existe un dios supremo  sobre todos los demás a los que controla y condiciona. Es el Dinero que impone su lógica a toda la sociedad que hoy está casi totalmente mercantilizada. 

 El resultado es que estamos completamente infantilizados y andamos ciegos en una carrera compulsiva hacia el tener y acaparar. Tenemos un miedo atroz a quedarnos rezagados en esa carrera y engrosar así el pelotón de los perdedores. La globalización además hace que esta adoración del dinero se esté implantando en todo el planeta, destruyendo sus tradiciones comunitarias y convirtiéndonos en sujetos miedosos y aislados. Las futuras generaciones y la Casa Común son ya las víctimas de este sistema de dominación aplastante.

Otro resultado visible es que la moral social ha cambiado rotundamente. El monismo moral, impuesto por la jerarquía eclesial, ha desaparecido. En su lugar impera un pluralismo moral, propio de ese politeísmo vigente. Cada grupo, encerrado como gueto aislado, postula la suya. Se disfraza con eso de que es individual, arbitraria y caprichosa, como si la moral pudiese serlo.

 Si queremos convivir humanamente, habremos de romper ese aislamiento suicida. Y dialogar, desde nuestras perspectivas parciales, no para imponerlas, sino para construir juntos una ética de mínimos, mudable claro, como la misma sociedad. ¿No es un buen punto de partida la dignidad de la persona humana y los Derechos Fundamentales consiguientes?  

Los cristianos podemos aportar nuestra visión  liberadora: la ética del amor. Con la fórmula magistral de Agustín de Hipona: “DILIGE ET QUOD VIS FAC”.  Ama y haz lo que quieres. En presente de indicativo, expresión de voluntad profunda y no de subjuntivo que indicaría deseo voluble.

¿TRANSMITIR O RECREAR LA FE? (Xabier Pikaza)

El problema no es cómo seguir siendo cristianos  hoy, año 2019, en ese mundo de cambios acelerados, económicos y políticos, sociales y culturales, sino cómo vivir sin matar (matar a los otros, suicidarnos), en solidaridad creadora y amor.  

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 Ha terminado el tiempo en que se transmitía una fe fijada de antemano, con predominio del sistema, es decir, de la sociedad establecida. Si las cosas siguieran  conforme a ese modelo (si se quiere repetir lo siempre dicho), en línea de conservación política, social y eclesial, el cristianismo acabará muy pronto, convertido en folklore inútil de algunos y secta peligrosa de otros de otros. Moriría el cristianismo, y quizá la humanidad. 

Sólo en la medida en que los cristianos sean capaces de  recrear la fe de Dios (así la llama el evangelio de Marcos) en un contexto plural (abierto a otras formas de creencia o increencia o a otras religiones), en fidelidad a los problemas reales de la vida personal y de la sociedad, podrá hablarse de cristianismo futuro.

Volver a las raíces, saltar al futuro

 No se trata de dar un paso atrás (por estrategia) para avanzar así mejor, en la misma línea, sino de volver al principio, para marcar de nuevo el rumbo. La transmisión y recreación de la fe nos sitúa ante un tema clave de la cultura y la vida de nuestra sociedad. El ser humano se ha "atrevido" (por presión biológica y afirmación mental) a superar el límite de las puras relaciones naturales, aprendiendo a vivir a nivel de conciencia y deseo personal, y también de esperanza arriesgada y creadora.

 Antes, en tiempo de nuestros abuelos (sobre todo en los pueblos de España), no había otra cosa. No teníamos más alternativa real que ser cristianos, de una forma determinada, pues era la Iglesia Católica la que, con pocas excepciones, marcaba nuestro horizonte.  Aquella Iglesia nos ha ofrecido muchos valores culturales y sociales, pero lo ha hecho desde una especie de “superioridad” y casi de imposición social.

Hoy que la Iglesia ha perdido su “ventaja” tenemos ocasión de descubrir mejor los valores del evangelio,  sino para hacer posible una siembra nueva de humanidad (de Dios), en un mundo donde puede (y debe) haber otras presencias y caminos: los árboles de la religiosidad antigua (en una línea más ecológica), las tradiciones de Oriente, la misma presencia de un Islam místico y, sobre todo, un tipo de agnosticismo creyente, que parece inundarlo todo.  

En los últimos dos siglos, la mayor parte de los pueblos de occidente han dejado de formar parte de una cultura agraria, de fondo cristiano tradicional, para crear una cultura industrial y científica, donde los “valores” cristianos tienden a desaparecer. Ese cambio, que ha recibido el nombre de Ilustración (vinculado a un tipo de pretendida libertad democrática   al capitalismo) es en principio bueno, porque nos permite ser responsables de nosotros mismos en un mundo en el que por vez primera nos sentimos dueños de nuestro destino.

Esta crisis de Ilustración ha comenzado barriendo a los "dioses" exteriores, de manera que tellos han desaparecido del horizonte. No hay dioses fuera, lo divino somos nosotros mismos, los hombres y mujeres, gestores de nuestro destino, pero con riesgo de quedar sin camino y futuro, sobre un mundo de lucha despiadada, que lleva a la opresión de los más débiles de dentro y de fuera.

 Los procesos y cambios anteriores de la historia (desde el matriarcado y patriarcado, pasando por el triunfo de un tipo de cristianismo) están ahora en crisis, de forma que nos hallamos ante la grana encrucijada, que hombre como Jesús habían ya previsto y anunciado:

(a) Tenemos que aprender a comunicarnos y a colaborar de un modo distinto, potenciando nuestra identidad, pero  respetando las culturas de los otros, pero de manera humana, poniendo los bienes del mundo y nuestro propia vida (nuestro ser) al servicio de todos.

(b) O moriremos en manos de nuestro propio egoísmo, en un mundo en que (en estos mismos días: julio/agosto 2019) las grandes potencias económico‒militares se empeñan en reiniciar la carrera de las armas atómica y la lucha económica por la supremacía sobre el mundo

¿Un nuevo cristianismo?

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En un contexto sombrío como el nuestro, sólo podremos vivir (tener un futuro) si logramos crear una religión humanizadora o recrear la religión del pasado (en nuestro caso el cristianismo). 

  Ciertamente, como cristiano, creo que se debe conservar la tradición de fe de nuestros pueblos “cristianos”, pero necesitamos para ello una gran capacidad utópica y crítica, de gratuidad y comunicación amorosa, pues de lo contrario en la lucha por el triunfo del más muerte podemos matarnos todos. En este contexto, estoy convencido de que “conservar” simplemente la fe (en su sentido externo, como algunos grupos eclesiales intentan) significa destruirla, convirtiéndola, como he dicho en puro folclore o en secta orgullosa y agresiva.

Quien pretenda conservar su fe (su “depósito cristiano”) lo pierde y se pierde, de modo inexorable. En este contexto, el adagio de Ignacio de Loyola (en tiempos de tribulación no hacer mudanza), al menos entendido de manera superficial, se muestra ciego y en el fondo falso, pues en el tiempo de mayor tribulación Jesús hizo la mayor mudanza.

Ciertamente, estamos en un tiempo de crisis económica y política, pero esa es pequeña en comparación con la “crisis de fe” de nuestra sociedad. Los temas económico‒políticos podrían resolverse con algo de racionalidad,  pero hay un tema más hondo, un tema de raíz, vinculado al sentido radical de la vida, más allá del “estado” (política), más allá de la “mamona”, pura economía, en línea  de identidad personal, de libertad y confianza afectiva,  de identificación radical con la Palabra de la que venimos y en la que somos, como seres mortales llamados a superar la muerte.

Este es el nuevo poder, es la Palabra, que ya no es algo poseído y administrado por una Iglesia exterior o por unos poderes políticos (Estado, Economía), sino que es experiencia y tarea de comunicación y comunión de hombre y mujeres que caminan en la gran plaza de la vida, buscando su identidad.  En esa línea, frente a los “utopismos” cortos de quienes pretenden cambiar al ser humano por transformaciones puramente técnicas o socio‑económicas, tenemos que apelar al misterio que nosotros, desde el cristianismo, interpretaremos en claves de comunicación (de Dios como vida compartida).

  Renacimiento cristiano, renacimiento humano. No  restauración ni pura conservación

 Ciertos grupos eclesiales hablan de renacimiento cristiano. Suponen que un tipo de ilustración antigua (siglos XVIII-XIX) y la secularización actual resultan contrarias al evangelio. Piensan que la modernidad se ha rebelado contra Dios, que el cristianismo ha sido negado o desterrado de la sociedad. Les gustaría en el fondo una restauración.

 Pues bien, en contra de eso, pienso que no podemos recuperar unos "valores" pasados de la historia eclesial europea, que quizá fueron buenos antaño, pero que no responden a la raíz de gratuidad del evangelio, ni a los problemas reales de la humanidad de nuestro tiempo.

No puede haber una restauración cristiana, entendida en el sentido de vuelta al pasado. Ciertamente, el cristianismo no ha muerto, pero puede acabar muriendo sino lo rehacemos, en línea de evangelio Ha muerto un tipo de cristiandad occidental y no podemos resucitarla. Pero la raíz del evangelio sigue viva.

Sólo puede hablarse de renacimiento cristiano si entendemos esa palabra en el sentido básico de re-fundamentación. La utopía de Jesús no es un "hecho objetivo", algo que está fuera de nosotros, como una realidad física. Tampoco es una forma de comunicación entre otras, sino la comunicación mesiánica: aquella que puede expresarse y expandirse en gestos de gratuidad (como los de Jesús) y en apertura universal. En ese aspecto, el mensaje de Jesús debe estar siempre re-naciendo, ofreciendo utopía de vida y espacios de comunicación gratuita a los humanos.

Tradición de Jesús, más allá de las pequeñas tradiciones

               En un momento clave de la historia humana (como un grano de mostaza, como simiente sembrada en la tierra) Jesús puso  en marcha un proceso de comunicación humana, abierta al Reino de Dios. No ha creado una Iglesia llena de poderes y dogmas, sino que ha sembrado una semilla de transformación humana, la certeza de que todos los pueblos, siendo lo que son, en fidelidad a sus raíces culturales, pueden comunicarse en libertad, respeto y amor.

Jesús no apela para ello a las armas, ni realiza su obra con dinero o influjos materiales, pues tiene algo más grande: tiene la palabra y la expande a todos los humanos como invitación al reino. De tal forma ha realizado su tarea que sus seguidores le han visto y confesado como “la palabra de Dios”, es decir, como aquel en quien (o por quien) todos podemos comunicarnos.

 Jesús es lo que dice: ofrece dignidad y salud (voz y palabra) a los marginados de la tierra (cojos, mancos, ciegos, lepro­sos, paralíticos...), haciéndoles capaces de vincularse en libertad y respeto, buscando juntos el Reino de Dios, cada uno desde su lugar, desde su propio pueblo, sin crear para ello unas estructuras legales como las que ha formado el judaísmo rabínico (aunque cierto tipo de cristianismo ha podido convertirse después en un rabinismo más fuerte).

            En esa línea, debemos afirmar que no hay primero una fe y después una “comunión” de la fe, pues, en la línea anterior, el contenido básico de fe cristiana (que puede expresarse diciendo, si se quiere, que Dios es Trinidad y que Cristo ha resucitado) se identifica con (¿se expresa en?) la misma comunicación, es decir, en el mismo diálogo de libertad y amor entre los hombres, en libertad y esperanza.

Algunos dicen que la fe existe de forma independiente, como depósito de dogmas o verdades que se aceptan por revelación/autoridad. Por eso añaden que esa fe sólo se comunica en un segundo momento, en gesto de información (se dicen verdades) y de testimonio personal. Eso significaría que la fe tendría sentido y consistencia (realidad) en sí misma, fuera de la comunicación creyente.

En contra de eso, pienso que la comunicación de fe (diálogo) no puede separarse de su contenido, esto es diálogo interhumano (desde y en la raíz de Dios que es comunión). Por eso, la comunicación de (y se expresa en) la comunicación radical entre los hombres y mujeres, sin superioridad de unos sobre otros, sin jerarquía y pueblo, sino en humanidad, desde los más pequeños.   

Este planteamiento nos sitúa en el mismo centro de la fe cristiana, tal como se expresa (encarna) en una iglesia, entendida en forma de comunidad comunicativa (valga la redundancia): comunidad cuya única tarea y meta consiste en el despliegue y surgimiento de una comunicación gratuita, esperanzada, universal, entre los humanos. No hay verdad cristiana fuera del camino del amor, del diálogo de la comunión. El amor mutuo, eso es la verdad. La comunión afectiva y efectiva entre todos los humanos, eso es la iglesia.

Una pregunta “irreverente”: ¿Podemos seguir bautizando?

Desde su principio  (cf. Mc 16, 9-20 y Mt 28, 16-20), aunque no desde el principio, tras la muerte de Jesús, ha vinculado la fe (la experiencia de comunicación universal) con el signo del bautismo, un signo de pertenencia y comunicación. En ese sentido se dice que la transmisión de fe ha de vincularse al signo del sacramento de iniciación cristiana.

Éste es un tema que deberíamos desarrollar con más extensión, partiendo de preguntas como: ¿Hoy, en occidente, en los pueblos de España, se debía bautizar sin más a todos los niños? ¿No habrá que fortalecer primero el tejido de la fe del conjunto de la iglesia, antes que ofrecer el bautismo a la mayoría de los niños? Por otra parte, el bautismo cristiano, como expresión del nacimiento a la gracia, no tiene por qué está vinculado a la niñez, sino que puede y debe celebrarse también en situación de vida adulta.

La Iglesia no bautiza a los niños en nombre ella misma, de su forma actual, sino en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo,  para la vida universal, para la fraternidad humana, comprometiéndose a ofrecerle un lugar donde podrá crecer para esa fraternidad.

Desde aquí se plantea, a mi juicio, el reto antes señalado. ¿Debe hoy la Iglesia, en principio,  bautizar a casi todos los niños? ¿No deberá re‒bautizarse ella primero, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu?

Ciertamente, las afirmaciones tradicionales sobre un bautismo que borra el pecado original y que permite que los niños vayan al cielo si mueren siguen siendo válidas en un sentido simbólico, pero nadie (que yo sepa) las toma ya al pie de la letra. Bautizados o no, los niños son hijos de Dios y pertenecen al misterio de su vida, al camino de su cielo.

La Iglesia no les bautiza ya para quitarles el pecado de muerte (ni para realizar un gesto de integración social, una ceremonia de presentación del niño ante la “parroquia”, sino para celebrar con solemnidad su nacimiento a la vida, como un don de Dios y para ofrecerles un espacio de comunión y libertad.

Aquí se plantea el tema de fondo de la transmisión/recreación de la fe y vida cristiana. Pienso que la transmisión de la fe nos sitúa hoy (2019) ante unos retos distintos, que han descubierto ese casi 50% de “cristianos de fondo” que ya no bautizan a sus hijos  El tema no es si los niños (o sus familiares inmediatos) están preparados para el bautismo, sino si la iglesia puede abrirse como pila bautismal de vida compartida para todos los creyentes.

La cuestión consiste en saber si  las comunidades cristianas son hoy “madres y maestras de paz cristiana”, es decir, de vida compartida, en apertura universal, en la línea que he venido indicando en este trabajo. Por eso, el tema que he desarrollado, el de la transmisión/recreación de la fe, no puede resolverse en teoría, sino en la vida de las mismas comunidades, en una sociedad civil en la que ya no van a preguntar a los niños si están bautizados o no, si son cristianos o no… den  una sociedad donde la fe cristiana puede y debe expresarse como impulso de libertad y de comunicación universal, por encima de todos los sistemas establecidos.

(Seguiré el próximo día, aludiendo ya en concreto al "deseo" del Papa Francisco y alas propuestas restauracionistas clericales de algunos como el Card. Müller).

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