Ayer presenté una reflexión sobre la “plena y suprema” potestad del Papa, poniendo como imagen las llaves y el dedo de Pedro en la famosa imagen que preside la Plaza del Vaticano. Le tengo un cariño inmenso a esa imagen, a cuyo dedo he vuelto a mirar cada vez que entraba al Vaticano, por eso he querido presentarla de nuevo, en varias “poses”, no sólo con el dedo, sino de cuerpo entero, destacando la “llaves” que son para abrir las puertas de la casa de la iglesia.
Desde ese fondo he querido seguir profundizando en el tema, con una reflexión que tiene cuatro partes:
1. Introducción, dos eclesiologías en el Vaticano II. Hay en el Vaticano II dos eclesiologías, que no se han vinculado de hecho, una al lado de la otra, una de comunión, otra de jerarquía.
2. Textos del Vaticano y del Derecho Canónico. La eclesiología que rige oficialmente en la Iglesia es sólo de jerarquía como si de hecho la otra no sirviera o sólo fuera valiosa en un nivel espiritualista.
3. Volver a una eclesiología de comunión. Parece necesario que volvamos a ella, de hecho, para recuperar de esa manera los principios de la iglesia
3. Siete propuestas concretas. Ofrezco, al fin, siete propuestas concretas, que nos lleven del “dedo” de Pedro/Papa, tal como aparece presidiendo la Columnata de Bernini, al rostro amable del buen Pedro amigo, que debe ser Papa Amigo, que tiene unas llaves para abrirlas puertas de una Iglesia en la que todos caben y saben, en la que todos tiene experiencia de Jesús y hablan, conforme a una buena lectura de Mt 16, 17-19: “Te daré las llaves, lo que abras…”.
Quiero pensar que "el dedo de Pedro" era bueno, dedo que no impone ni dicta a la fuerza, sino que ofrece un camino de vida (como el dedo de Dios Padre en fresco de la Sixtina de Miguel Ángel)... Pues bien, en la reflexión que sigue, quiero pasar del buen dedo de Pedro (¡mirad su cara bondadosa!) a la llave del Papa, que hoy tiene "poder" para abrir la puerta de la Iglesia, que a juicio de muchos se encuentra "atrancada".
Habrá algunos que digan que el Papa, este papa y los que vengan en el próximo futuro, tal como corren los vientos, cerrarán aún más las puertas de la Iglesia, con siete llaves y cerrojos, de manera que la única manera de abrirla será tomar un buen ariete y derribar con gran fuerza, uno tras otro, sus cerrojos. Pero yo pienso que aún puede ser tiempo de "animar" al Papa para que abra por las buenas, con su buena llave de Pedro, las puertas de la Iglesia...
Será un tema de discusión. Por ahora, buen día a todos. Quien tenga prisa, lea sólo la introducción (1) y las siete propuestas finales (4), saltándose los temas canónicos y las razones de tipo más teórico.
1. INTRODUCCIÓN. DOS ECLESIOLOGÍA EN EL VATICANO II:
En el Vaticano II están presentes, en todos los niveles, dos eclesiologías (dos visiones de Iglesia), una al lado de la otra, sin que se hayan logrado vincular de manera armónica.
1. En el plano de los principios, parece dominante la eclesiología de comunión, que empieza presentando a la Iglesia del Pueblo de Dios y la entiende como una comunión de creyentes, con unos ministerios al servicio de la comunidad. Podemos decir que ella está en el fondo teológico de la Lumen Gentium y, en algún sentido, en todos los restantes documentos del Concilio.
Conforme a esta visión, lo primero es la Iglesia, es decir, la comunidad de los creyentes, que son Cuerpo de Cristo y presencia (esposa) del Espíritu santo, y dentro de ella, a su servicio, se instituyen unos ministerios, que no pueden entenderse en línea de jerarquía (superioridad), sino de servicio. Esta visión se ha extendido y aplicado a grandes parcelas de la Iglesia posterior, en un plano teológico, pero de hecho ella aplica menos (y con dificultad) en la práctica en muchas comunidades, dominadas por la eclesiología jerárquica.
2. En el plano de las formulaciones prácticas, de hecho, en el mismo Vaticano II se ha seguido utilizando una eclesiología jerárquica, en la que no se parte del conjunto o cuerpo (pueblo) de los creyentes, sino de un grupo especial de “jerarcas” a los que el mismo Cristo habría instituido como unos “dirigentes” (apóstoles, obispos…) para regir la Iglesia desde arriba. Esos dirigentes poseen el poder sagrado, que desarrollan al servicio del pueblo. Esta eclesiología es la que ha dominado después en el plano práctico, tras el Vaticano II, pues en la vida concreta de la iglesia no ha cambiado nada con el Concilio, como puede verse en un pequeño ejemplo: El nombramiento de obispos.
En esa línea, la Iglesia está formada por apóstoles/obispos, que reciben el poder de y que así instituyen y organizan la Iglesia desde arriba, como iremos viendo a partir de la Lumen Gentium (o Constitución sobre la Iglesia)
2. TEXTOS DEL VATICANO Y DEL DERECHO CANÓNICO
Mostrarán que, de hecho, la eclesiología que rige oficialmente en la Iglesia es sólo la eclesiología de la jerarquía como si de hecho la otra no sirviera o sólo fuera valiosa en un nivel espiritualista.
LUMEN GENTIUM
Ciertamente, la Lumen Gentium (LG) empieza hablando del “pueblo de Dios”, afirmando que está formando por todos los cristianos que comparten el mismo sacerdocio. Pero después, cuando llega la hora de las concreciones, la Constitución LG parece olvidarse de lo que ha dicho y habla de la fundación de la Iglesia a partir de los “ministros” (los apóstoles, de los que derivan los obispos y los presbíteros), como si la iglesia surgiera a través de ellos y por ellos:
Proemio
18. En orden a apacentar el Pueblo de Dios y acrecentarlo siempre, Cristo Señor instituyó en su Iglesia diversos ministerios ordenados al bien de todo el Cuerpo. Porque los ministros que poseen la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos, a fin de que todos cuantos son miembros del Pueblo de Dios y gozan, por tanto, de la verdadera dignidad cristiana, tiendan todos libre y ordenadamente a un mismo fin y lleguen a la salvación.
La institución de los Apóstoles
19. El Señor Jesús, después de haber hecho oración al Padre, llamando a sí a los que El quiso, eligió a los doce para que viviesen con El y enviarlos a predicar el Reino de Dios (cf. Mc., 3,13-19; Mt., 10,1-42): a estos, Apóstoles (cf. Lc., 6,13) los fundó a modo de colegio, es decir, de grupo estable, y puso al frente de ellos, sacándolo de en medio de los mismos, a Pedro (cf. Jn., 21,15-17). A éstos envió Cristo, primero a los hijos de Israel, luego a todas las gentes (cf. Rom., 1,16), para que con la potestad que les entregaba, hiciesen discípulos suyos a todos los pueblos, los santificasen y gobernasen (cf. Mt., 28,16-20; Mc., 16,15; Lc., 24,45-48; Jn., 20,21-23) y así dilatasen la Iglesia y la apacentasen, sirviéndola, bajo la dirección del Señor, todos los días hasta la consumación de los siglos (cf. Mt., 28,20). En esta misión fueron confirmados plenamente el día de Pentecostés (cf. Act., 2,1-26), según la promesa del Señor: "Recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos así en Jerusalén como en toda la Judea y Samaría y hasta el último confín de la tierra" (Act., 1,8). Los Apóstoles, pues, predicando en todas partes el Evangelio (cf. Mc., 16,20), que los oyentes recibían por influjo del Espíritu Santo, reúnen la Iglesia universal que el Señor fundó sobre los Apóstoles y edificó sobre el bienaventurado Pedro su cabeza, siendo la piedra angular del edificio Cristo Jesús (cf. Ap., 21,14; Mt., 16,18; Ef., 2,20).
Los Obispos, sucesores de los Apóstoles
20. Esta divina misión confiada por Cristo a los Apóstoles ha de durar hasta el fin de los siglos (cf. Mt., 28,20), puesto que el Evangelio que ellos deben transmitir en todo tiempo es el principio de la vida para la Iglesia. Por lo cual los Apóstoles en esta sociedad jerárquicamente organizada tuvieron cuidado de establecer sucesores.
En efecto, no sólo tuvieron diversos colaboradores en el ministerio, sino que a fin de que la misión a ellos confiada se continuase después de su muerte, los Apóstoles, a modo de testamento, confiaron a sus cooperadores inmediatos el encargo de acabar y consolidar la obra por ellos comenzada, encomendándoles que atendieran a toda la grey en medio de la cual el Espíritu Santo, los había puesto para apacentar la Iglesia de Dios (cf. Act., 20,28). Establecieron, pues, tales colaboradores y les dieron la orden de que, a su vez, otros hombres probados, al morir ellos, se hiciesen cargo del ministerio. Entre los varios ministerios que ya desde los primeros tiempos se ejercitan en la Iglesia, según testimonio de la tradición, ocupa el primer lugar el oficio de aquellos que, constituidos en el episcopado, por una sucesión que surge desde el principio, conservan la sucesión de la semilla apostólica primera. Así, según atestigua San Ireneo, por medio de aquellos que fueron establecidos por los Apóstoles como Obispos y como sucesores suyos hasta nosotros, se pregona y se conserva la tradición apostólica en el mundo entero.
Así, pues, los Obispos, junto con los presbíteros y diáconos, recibieron el ministerio de la comunidad para presidir sobre la grey en nombre de Dios como pastores, como maestros de doctrina, sacerdotes del culto sagrado y ministros dotados de autoridad. Y así como permanece el oficio concedido por Dios singularmente a Pedro como a primero entre los Apóstoles, y se transmite a sus sucesores, así también permanece el oficio de los Apóstoles de apacentar la Iglesia que permanentemente ejercita el orden sacro de los Obispos han sucedido este Sagrado Sínodo que los Obispos han sucedido por institución divina en el lugar de los Apóstoles como pastores de la Iglesia, y quien a ellos escucha, a Cristo escucha, a quien los desprecia a Cristo desprecia y al que le envió (cf. Lc., 10,16).
CHRISTUS DOMINUS (SOBRE LOS OBISPOS)
Es el Decreto (no Constitución) sobre el deber pastoral de los obispos. Ofrece reflexiones muy importantes sobre el ministerio de los obispos. Pero después, en concreto, aparecen de hecho por encima del resto de los creyentes. Para percatarse de ellos, basta con leer los tres primeros números del documento:
1. Cristo Señor, Hijo de Dios vivo, que vino a salvar del pecado a su pueblo y a santificar a todos los hombres, como El fue enviado por el Padre, así también envió a sus Apóstoles, a quienes santificó, comunicándoles el Espíritu Santo, para que también ellos glorificaran al Padre sobre la tierra y salvaran a los hombres "para la edificación del Cuerpo de Cristo" (Ef., 4,12), que es la Iglesia.
2. En esta Iglesia de Cristo, el Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, a quien confió Cristo el apacentar sus ovejas y sus corderos, goza por institución divina de potestad suprema, plena, inmediata y universal para el cuidado de las almas. El, por tanto, habiendo sido enviado como pastor de todos los fieles a procurar el bien común de la Iglesia universal y el de todas las iglesias particulares, tiene la supremacía de la potestad ordinaria sobre todas las Iglesias.
Pero también los Obispos, por su parte, puestos por el Espíritu Santo, ocupan el lugar de los Apóstoles como pastores de las almas, y juntamente con el Sumo Pontífice y bajo su autoridad, son enviados a actualizar perennemente la obra de Cristo, Pastor eterno. Ahora bien, Cristo dio a los Apóstoles y a sus sucesores el mandato y el poder de enseñar a todas las gentes y de santificar a los hombres en la verdad y de apacentarlos. Por consiguiente, los Obispos han sido constituidos por el Espíritu Santo, que se les ha dado, verdaderos y auténticos maestros de la fe, pontífices y pastores.
3. Los Obispos, partícipes de la preocupación de todas las Iglesias, desarrollan, en unión y bajo la autoridad del Sumo Pontífice, este su deber, recibido por la consagración episcopal, en lo que se refiere al magisterio y al régimen pastoral, todos unidos en colegio o corporación con respecto a la Iglesia universal de Dios. E individualmente lo ejercen en cuanto a la parte del rebaño del Señor que se les ha confiado, teniendo cada uno el cuidado de la Iglesia particular que presiden, y en algunas ocasiones pueden los Obispos reunidos proveer a las Iglesias de ciertas necesidades comunes.
Es como si los obispos no formaran parte del pueblo de Dios, no fueran parte de la Iglesia, sino que estuvieran desde es principio por encima de ella, ciertamente, al servicio de la Iglesia, pero no “en ella”.
CÓDIGO DERECHO CANÓNICO (1983)
Ofrece el ejemplo más claro de una Iglesia fundada desde arriba, es decir, desde el Papa y los Obispos, no en forma de comunión orgánica (organizada), con unos ministros al servicio del conjunto de pueblo de Dios, sino en forma de jerarquía que “funda” y dirige el pueblo desde arriba:
DEL ROMANO PONTÍFICE
331 El Obispo de la Iglesia Romana, en quien permanece la función que el Señor encomendó singularmente a Pedro, primero entre los Apóstoles, y que había de transmitirse a sus sucesores, es cabeza del Colegio de los Obispos, Vicario de Cristo y Pastor de la Iglesia universal en la tierra; el cual, por tanto, tiene, en virtud de su función, potestad ordinaria, que es suprema, plena, inmediata y universal en la Iglesia, y que puede siempre ejercer libremente.
332 § 1. El Romano Pontífice obtiene la potestad plena y suprema en la Iglesia mediante la elección legítima por él aceptada juntamente con la consagración episcopal. Por lo tanto, el elegido para el pontificado supremo que ya ostenta el carácter episcopal, obtiene esa potestad desde el momento mismo de su aceptación. Pero si el elegido carece del carácter episcopal, ha de ser ordenado Obispo inmediatamente.
§ 2. Si el Romano Pontífice renunciase a su oficio, se requiere para la validez que la renuncia sea libre y se manifieste formalmente, pero no que sea aceptada por nadie.
333 § 1. En virtud de su oficio, el Romano Pontífice no sólo tiene potestad sobre toda la Iglesia, sino que ostenta también la primacía de potestad ordinaria sobre todas las Iglesias particulares y sobre sus agrupaciones, con lo cual se fortalece y defiende al mismo tiempo la potestad propia, ordinaria e inmediata que compete a los Obispos en las Iglesias particulares encomendadas a su cuidado.
§ 2. Al ejercer su oficio de Pastor supremo de la Iglesia, el Romano Pontífice se halla siempre unido por la comunión con los demás Obispos e incluso con toda la Iglesia; a él compete, sin embargo, el derecho de determinar el modo, personal o colegial, de ejercer ese oficio, según las necesidades de la Iglesia.
§ 3. No cabe apelación ni recurso contra una sentencia o un decreto del Romano Pontífice.
334 En el ejercicio de su oficio están a disposición del Romano Pontífice los Obispos, que pueden prestarle su cooperación de distintas maneras, entre las que se encuentra el sínodo de los Obispos. Le ayudan también los Padres Cardenales, así como otras personas y, según las necesidades de los tiempos, diversas instituciones. Todas estas personas e instituciones cumplen en nombre del Romano Pontífice y con su autoridad la función que se les encomienda, para el bien de todas las Iglesias, de acuerdo con las normas determinadas por el derecho.
335 Al quedar vacante o totalmente impedida la sede romana, nada se ha de innovar en el régimen de la Iglesia universal: han de observarse, sin embargo, las leyes especiales dadas para esos casos.
3. VOLVER A UNA ECLESIOLOGÍA DE COMUNIÓN
Parece necesario que volvamos a una eclesiología de comunión, para recuperar de esa manera los principios de la iglesia
1. Esta visión oficial de la Iglesia Jerárquica va en contra de los “principio sinagogales” de la Iglesia, en cuya base estaba siempre la comunidad, no un tipo de jerarcas
2. Esta visión excluye, de hecho (diciéndolo o sin decirlo) el liderazgo de una mitad de la Iglesia (es decir, de las mujeres)
3. Esta visión no recoge el impulso evangélico de Jesús y de la iglesia primitiva, sino un tipo de cultura greco-romana, que se ha impuesto a través de los siglos (especialmente a partir del siglo XI).
b. Vuelta a la práctica de Jesús, que era inclusiva y no excluyente:
a. La práctica de Jesús era inclusiva y creativa, abierta a todos, y por eso se extendió de un modo plural y generó mucha pluralidad. Desde ese fondo, el reto actual de la Iglesia consiste en crear la comunión sin ahogar la pluralidad. Ésta, por lo tanto, no sólo es legítima, sino que se convierte en verdadero signo de la comunión.
b. Pluralidad de la Iglesia primitiva. Se manifiesta en la manera en que se han transmitido los evangelios y otros textos primitivos, en formas distintas, desde comunidades distintas. Se trata, por tanto, del volver al origen pluriforme de la Iglesia.
c. No se trata de conseguir unos “máximos”, impuestos a todos, desde arriba (con una homogeneidad que ahoga las diferencias), sino de consensuar unos mínimos, como hicieron los primeros cristianos en Hch 15. A partir de una mentalidad greco-romana de “uniformidad” (donde triunfa el espíritu del UNO), se han destruido las diferencias. Se ha hecho una iglesia que es UNA, pero que no es CATÓLICA (universal) ni APOSTÓLICA (porque deja fuera a muchos y porque no sigue el ejemplo de los apóstoles).
d. El derecho a la disensión (o mejor dicho: a la pluralidad)
Las sociedades democráticas modernas permiten y potencian la disensión, como momento del diálogo. Se dice que la disensión es un derecho ciudadano, aunque siga habiendo dificultades para practicarla, sobre todo en sociedades en la que se impuesto un tipo de dictadura social o cultural. Sea como fuera, la Iglesia ha nacido de la gran disensión de Jesús, como signo de libertad y de pluralidad en el judaísmo de su tiempo. Sin disensión, la Iglesia muera.
e. Esto no implica negación del ministerio del Papa (obispo de Roma) y de los demás obispos, sino todo lo contrario.
Se trata de encontrar la manera en que papas y obispos puedan ser de verdad (de nuevo) católicos y apostólicos: al servicio de la comunión, es decir, de la unidad comunitaria y dialogal de las comunidades. No se trata, por tanto, de expulsar de la iglesia al Papa y a los obispos, como algunos han podido suponer, sino de ofrecerles una base cristiana, una tarea de unidad y comunión.
3. SIETE PROPUESTAS CONCRETAS
Las presenté otra vez, de forma algo distintas (cf. http://blogs.periodistadigital.com/xpikaza.php/2010/04/19/p269249#more269249. Quiero evocarlas otra vez, en este contexto de reflexión sobre el poder, como pequeños cauces por los que quizá puede discurrir mejor el agua del evangelio (porque eso es lo que importa, el agua de vida del evangelio).
1. No empezar protestando contra el Papa, sino volviendo al evangelio.
Ciertamente, el Papa puede tener su responsabilidad en algunas cuestiones de las que otros le acusan, pero juzgo que es una persona sabia y honesta (a su nivel), aunque pienso que el problema actual de la Iglesia le desborda, como nos desborda a todos. Lo primero no es un cambio de personas, sino un cambio en la visión del evangelio, partiendo de la base común de Jesús que ha “empoderado” (así dicen) a los pobres y excluidos de la sociedad, a los que nada podían mandar.
Estoy convencido de que el Papa hace lo que puede, y lo hace bien, de manera que quiero mostrarle mi respeto y admiración, en un tiempo de cambios eclesiales. Pero quizá los problemas de la Iglesia no pueden con un Papa como él (que viene de un pasado concreto), ni siquiera con un cambio más amplio de persona en la cúpula papal, pues el tema es mucho más hondo que el de un siempre cambio de persona.
Estoy convencido de que, desde la estructura actual de la iglesia, resulta muy difícil que un Papa pueda actuar sencillamente desde el evangelio, pues está coartado por tradiciones y privilegios que le marcan. Un papa puede ser muy “evangélico” como persona (y es muy posible que muchos de los últimos papas lo hayan sido). Pero la estructura de su poder («potestad ordinaria, que es suprema, plena, inmediata y universal en la Iglesia, y que puede siempre ejercer libremente», CIC 331), no parece responder al evangelio, por muchos esfuerzos que uno haga por interpretarla bien.
Lo primero que tiene que hacer el Papa no es pensar en su “potestad suprema”, sino volver al pueblo de Dios (insertarse en la comunión de los creyentes), para poder hablar así desde ella, en nombre de ella.
2. Tampoco empezaría pidiendo la conversión a los obispos, como si la gran reforma la pudieran hacer ellos, si se convirtieran, manteniendo la forma de ser de la iglesia en la actualidad.
Estoy convencido de que la mayoría de los obispos de la Iglesia católica son personas de gran altura moral, aunque estoy también convencido de que los problemas de fondo de la Iglesia actual les desbordan, pues son trasmisores de una “doctrina” que viene del Papa, de manera que para ellos resulta muy difícil situarse en un plano directo evangelio. Los obispos actuales han sido nombrados con métodos de otro tiempo (desde el vértice papal al que deben responder), para resolver problemas que hoy son muy distintos, dentro de una estructura piramidal de poder que no responde a la experiencia de comunión de Jesús, ni las primeras iglesias, ni de la sociedad actual.
Ciertamente, es necesaria la “conversión” de los obispos, aunque estoy convencido de que muchos de ellos (quizá la mayoría) son buenísimas personas, pero la estructura en que se mueven hace muy difícil que ellos puedan actuar con transparencia evangélica. No parece que la reforma que necesita la Iglesia actual, según el evangelio, dentro de un mundo cambiante, pueda venir sólo (ni principalmente) a través de los obispos.
Estoy convencido de que los obispos no pueden resolver por sí solos los problemas de la iglesia en la sociedad actual, no sólo por exigencia del evangelio (que es comunión), sino por lo que hoy día implica el liderazgo, que debe ser dialogante, directo, inmediato, cuerpo a cuerpo, voz a voz, desde el evangelio. Parece claro que no hemos encontrado el tipo de liderazgo cristiano para el siglo XXI y no parece que con tipo de obispos actuales pueda encontrarse (al menos en occidente).
3. Tampoco empezaría pidiendo diálogo hacia fuera, con judíos y musulmanes o con indígenas de América (¡cosa necesaria!), sino que pediría diálogo evangélico dentro de la misma iglesia.
Es evidente que hacen falta mejorar las relaciones con otros grupos religiosos y sociales. Pero sólo sabremos dialogar con otros grupos (con los no-cristianos) si aprendemos dialogar entre nosotros (entre los católicos, en cada diócesis, en cada parroquia, en cada grupo), dejando que fluyan y se manifiesten las riquezas de nuestra tradición cristiana, sin ningún prurito de superioridad, pero sin ningún complejo, pidiéndonos perdón unos a otros (pero sin culpabilizaciones falsas), bebiendo del pozo de nuestro evangelio, pero sin despreciar otras aguas, y dejando que la nuestra pueda correr para todos.
Esto es lo más importante: que cada uno y todos en comunión podamos volver de un modo directo al evangelio, en un tiempo en que ya todos sabemos y podemos “leer”, y no sólo algunos como eran los clérigos de antaño. Hacen falta buenas cañerías (de evangelio), pero es muy necesaria el “agua” de la vida de Jesús, de su mensaje y testimonio, escuchado y acogido nuevamente, para que pueda surgir de esa manera la palabra compartida al servicio del Reino de Dios.
4. Quizá el mayor problema y la mayor tarea sea la de lograr una mayor autenticidad y transparencia, empezando por sus ministros.
Son muchos los que piensan que la Iglesia esconde detrás de ella algo que no dice, que tiene unos secretos oscuros detrás de sus clausuras y sus muros, detrás de sus viejos privilegios clericales. Posiblemente eso no es cierto, al menos en la magnitud en que se dice, pero es evidente que ha llegado el momento de abrir todas las puertas, las de los vaticanos externos e internos para vivir sin más secretos que los de la vida personal, sin más privilegios que los de la humanidad, a pie de calle, como Jesús y sus primeros seguidores.
Se trata, simplemente, de ser lo que somos y de así mostrarlo, de manera que cada uno pueda expresarse como quiera (como él quiera) desde el evangelio, pero en amor, como persona, sin sacralizaciones añadidas y sin ningún tipo de culto a la personalidad (ni a la propia ni a la ajena, ni a la del Papa ni a la de un determinado Padre). Sólo si la iglesia es escuela de libertad y transparencia, de autenticidad y de verdad personal, si no tenemos miedo a mostrarnos como somos, habrá cesado en gran parte el malestar que ahora sienten muchos ante las estructuras de la Iglesia, como si ella escondiera muertos debajo de sus alfombras.
5. Se trata de “crear personas” (es decir, de dejar que surjan), permitiendo a cada uno que sea él mismo y animándole a serlo.
Ésta es la tarea: ¡Creer en Dios, es decir, creer en los demás, que son hijos de Dios! Creer unos en otros, como seres que podemos ser recibidos y amados por nosotros mismo, sin “barrera” sacral (o estructural) entre cada uno y Dios, sin “brokers” o personas que ocupan tu lugar y hablan por ti. Para que eso sea posible, para que cada uno (varón o mujer, griego o judío, esclavo o libre: Gal 3, 28) pueda descubrirse amado en una comunidad de amados, es necesario un intenso cambio social, creando comunidades de convivencia personal (donde cada persona descubra y potencia su valor infinito).
Sin duda, la iglesia ha sido y sigue siendo transmisora de evangelio y le debemos mucho, muchísimo todos los cristianos. Pero muchos queremos que ella cambie, y debemos cambiarla nosotros, buscando y creando unas estructuras sociales en las que cada uno sea valora y admitido, tal como es, como persona. Ciertamente, el cristianismo no es una revolución social (como podría ser marxismo), pero si no lleva en sí el impulso de un gran cambio social deja de ser cristianismo.
6. Se trata, por tanto, de crear bases sociales, espacios humanos de maduración y convivencia, es decir, iglesias.
No se trata de crear iglesia que sean distritos administrativos de una Iglesia Superior, manejada desde arriba por un Papa que «en virtud de su función, tiene potestad ordinaria, que es suprema, plena, inmediata y universal en la Iglesia, y que puede siempre ejercer libremente» (como “manda” al CIC 331). No se trata, por tanto, de cambiar de Papa (éste actual me parece, en su línea muy bueno), sino de cambiar radicalmente de “experiencia de base”, suscitando grupos de “creyentes” (de amantes) que comparten y despliegan la vida en esperanza.
Sin duda, hay que pedir que cese ya este modelo de Vaticano, este tipo de obispos (que, por otra parte, son de ayer, de los últimos mil años de la Iglesia), pero sabiendo que el cambio no vendrá simplemente de arriba, ni por imposición ni revanchismo, sino de las mismas comunidades. Sólo en la medida en que cambien las comunidades cambiarán los liderazgos, surgirán formas nuevas de ejercer los ministerios. Pero hay que empezar ya, desde ahora mismo, sin necesidad de pedir permiso a nadie, pues el evangelio es nuestro, de todos los creyentes, pero en comunión, no en simple ruptura.
7. Desde arriba y desde abajo. Hay que volver, según eso, a la pluralidad de los carismas y de las funciones de liderazgo, en la línea de lo que San Pablo describió en 1 Cor 12-14.
Eso significa que debemos recuperar las raíces de la experiencia cristiana, desde nuestro tiempo, sin olvidar la historia anterior, pero sin dejarnos esclavizar por ella (como parece suceder actualmente en la administración del Vaticano y de los obispados, que aparecen como esclavos de una tradición que no les deja actuar en libertad). Alguien pensaría que sería mejor un gran borrón y cuenta nueva, como si no hubiera Vaticano, como si no hubiera obispos, como si no hubiera estos presbíteros, cesarlos a todos a la fuerza, para empezar con otros. Pues bien, estoy convencido de que esa no es la solución, pues debemos contar también con lo que hay, con lo que somos.
No se puede decir en modo alguno que todo lo de arriba es malo y lo de abajo bueno, pues Dios está en todos, incluso en lo que llamamos "arriba", y puede hacer que se escuche su voz incluso a través de este Vaticano, pero no para que quede como está, sino para que cambie y cambiemos todos. Nos decía el Cardenal Benelli el año 1981, hay que “rifare da capo (o rehacer de base, por arriba y por abajo, in capite et in membris, si puede hablarse aquí de una “caput” que no sea Cristo).
En este re-hacerlo todo tenemos que dejar también un espacio y una tarea a los obispos actuales, sabiendo que ellos pueden aportar su experiencia, pues no son una clase distinta (como los nobles del antiguo régimen en la Revolución Francesa), sino personas que forman también parte de la base de la Iglesia. Tenemos que empezar teniendo misericordia con el Papa y los obispos, en este momento, en que tantos y tantos parece que sólo quieren juzgarles y condenarles.
Se trata de rehacerlo todo para que todos tengan un espacio, en la iglesia, para el mundo, un espacio que los niños puedan crecer en amor, para que los mayores puedan abrirse al gozo de la comunidad y de la contemplación del misterio, para que los pobres (y todos los hombres) puedan ser portadores de su propio destino, en comunión de gracia, en esperanza de vida.