Qué difícil ha sido ser mujer. Algunas leyes del AT

Más que una alianza personal de iguales para el amor y el despliegue de la vida, el matrimonio se ha concebido como un contrato legal por el que una mujer, que antes se  hallaba bajo dominio del padre, pasa a formar parte de la “propiedad” de un marido (igual que su campo, su siervo o su sierva, su buey o su asno: cf. Ex 20, 17; Dt 5, 21), de manera que el marido tiene sobre ella el poder legal, social y religioso.

Por eso no se puede hablar de igualdad de amor o alianza personal (como supone en otro plano Gen 2, 18-25), sino de un "contrato"·, con dominio masculina, o, mejor dicho, de una "trata" por la que la mujer es tratada como dominio de varones, siguienendo en la línea de las reflexiones de ayer, día de la "trata" de mujeres.[1].

Ésto no es todo lo que el AT dice de la mujer, pero es algo importante.

Esta no es una ley actualmente en vigor, pero en muchos casos se aplica y cumple, como si la Biblia no fuera una historia de iluminanión y avance en clave de igualdad y libertad entre varones y mujeres.

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Conforme a la visión de la Biblia el matrimonio es un contrato por el que una mujer, que antes se  hallaba bajo dominio del padre, pasa a formar parte de la “casa” de un marido (igual que su campo, su siervo o su sierva, su buey o su asno: cf. Ex 20, 17; Dt 5, 21), de manera que el marido tiene sobre ella el poder legal, social y religioso. Por eso no se puede hablar de igualdad entre hombre y mujer (como supone en otro plano Gen 2, 18-25), sino de pre-dominio del hombre sobre la mujer (a la que él debe respetar en cuando madre de sus hijos). En ese contexto se sitúan las observaciones que siguen, empezando por la poligamia y siguiendo por la prostitución de mujeres[1].

Poligamia[2].

             El judaísmo antiguo aceptó sin más la poligamia, considerándola como un hecho normal, pues así se tomaba en aquel tiempo. De esa manera, los judíos han presentado como polígamos a muchos grandes patriarcas y fundadores del pueblo (Abrahán, Jacob, Elcana, David, Salomón…). A pesar de ello, en el Pentateuco no existe una legislación directa sobre la poligamia, sino sólo algunas indicaciones marginales, que regulan su uso (que se da como supuesto), para favorecer a la parte más débil o amenazada.

Así se dice: «si un hombre toma para sí otra mujer, a la primera no le disminuirá su alimento, ni su vestido, ni su derecho conyugal» (Ex 21, 19). Por eso, «si un hombre tiene dos mujeres (la una amada y la otra aborrecida)… y si el hijo primogénito es de la mujer aborrecida… no podrá tratar como a primogénito al hijo de la mujer amada… Reconocerá al hijo de la mujer aborrecida como primogénito para darle una doble porción de todo lo que tiene» (Dt 21, 15-17). La misma norma del Deuteronomio añade «que el rey no tendrá muchas mujeres... Tampoco acumulará para sí mucha plata y oro» (Dt 17, 17), pues en ese contexto las mujeres aparecen como una posesión que puede resultar peligrosa para el hombre.

De todas formas, por lo menos a partir del exilio (desde el siglo V a.C.), la poligamia se fue reduciendo entre los judíos. Por diversos indicios, podemos afirmar que ella resultaba poco frecuente en tiempos de Jesús, de manera que la mayoría de los matrimonios eran monógamos, tanto por cuestiones económicas como sociales. Por otra parte, varios textos de la tradición israelita (desde Gen 2-3) parecían destacar el valor de la monogamia, tomándola, de un modo simbólico, como expresión de fidelidad personal entre  hombre  y mujer. Así lo suponen algunos textos proféticas (de Oseas y Jeremías, de Ezequiel y de la tradición de Isaías) que presentan el amor de Dios hacia Israel como relación monógama: un solo Dios, un solo pueblo amado; fiel es Dios en el amor, fiel ha de ser en su amor el pueblo, unidos ambos por un vínculo único.

 En todos esos casos, más que la poligamia se condena el riesgo de adulterio o porneia del pueblo de Israel, que teniendo a Dios como “único” marido quiere buscar otros maridos, que sólo son amantes falsos. Por otra parte, el relato de la creación, tal como culmina en Gen 2, 21-24, parece tomar la monogamia como estado ideal de la humanidad. En esa misma línea nos sitúan los textos del Cantar de los Cantares, donde el hombre y la mujer se deben fidelidad en el amor, de manera que, al menos en un plano, parecen excluir la poligamia[3]. De todas formas, según la Biblia, la poligamia es legítima (Ex 21, 10; Dt 21, 15-16) y, además, el hombre casado no comete adulterio cuando cohabita con una mujer no casada ni comprometida con otro (aunque no se case con ella). Por el contrario, toda relación extramarital de la esposa se considera como un agravio contra el esposo, de manera que tanto ella como su “amante” o seductor merecen la pena de muerte (Lev 20, 10; Dt 22, 22-24).

Prostitución[5].

Aparece en la Biblia desde los tiempos más antiguos, tanto en la tierra de Israel como en los países del entorno (Gen 28, 15; Jc 16, 1; Prov 2, 16; 29, 3), pero ha sido especialmente condenada en dos casos: (a) Un sacerdote, y especialmente el Sumo Sacerdote, no puede casarse con una prostituta, pues ello implicaría un riesgo para su santidad y, sobre todo, para la limpieza genealógica de sus hijos (cf. Lev 21, 7.14); (b) Un padre no puede prostituir a su hija para lograr así ganancias económicas, aunque quizá lo que se prohíbe aquí es la prostitución sagrada (cf. Lev 19, 29).

En estos casos, la prostitución se entiende en su sentido literal. Pero, como suele suceder en otros pueblos, las palabras vinculadas con la prostitución han tomado pronto un carácter simbólico, de tipo casi siempre religioso y negativo. En este contexto debemos poner de relieve el hecho de que, por contaminación patriarcalista, el Antiguo Testamento presenta como prostitutas a mujeres que, estrictamente hablando no lo son, sino que poseen y ejercen una independencia social que las hace autónomas ante la sociedad o ante su misma familia. Los casos más famosos son los de → Rajab, la «hospedera» de Jericó, que recibe a los espías de Israel (Jos 2, 1-3; 6, 17-25), y la → «concubina» del Levita de Jc 19, 1-3.

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Más que prostitutas en el sentido normal, ellas son mujeres que gozan de una libertad o autonomía que otras no tienen, sea en plano social o matrimonial. En este contexto podemos evocar algunos casos en los que el simbolismo de la prostitución tiene un papel significativo para la Biblia.   

(a) Prostitutos sagrados. Han sido especialmente condenados en Israel los cultos de la prostitución sagrada de varones y mujeres (llamados «santos» y «santas»: de la raíz qds), vinculados al culto de algunos templos cananeos o de otras ciudades del entorno. En este contexto se sitúa la famosa ley del Deuteronomio: «No traerás la paga de una prostituta ni el precio de un perro [=prostituto sagrado] a la casa de Yahvé tu Dios por ningún voto; porque abominación es a Yahvé tu Dios tanto lo uno como lo otro» (Dt 23, 18)[6].

(b) La idolatría como prostitución. El caso más repetido de prostitución sagrada, de tipo perverso, es la que está vinculada con el culto a los ídolos que, al menos desde Oseas, aparecen como amantes falsos (vinculados a veces con prácticas sexuales que la religión de Yahvé condena como inmorales). Entendida así la prostitución es el pecado nacional de Israel, como supone Os 2, 1; Is 1, 21; Jer 13 27. Especialmente significativo es, en ese contexto, el largo capítulo de Ez 16, dedicado a las prostituciones de las dos doncellas de Dios, Israel y Judá. 

La prostitución como tal no ha sido condenada en los libros más antiguos de la Biblia Judía, que la consideran como un hecho normal de la dinámica social. En ese sentido, el Decálogo no condena la prostitución, sino el adulterio (cf. Ex 20, 14; Dt 6, 18), aunque interpreta de una forma negativa la forma de actuar de la prostituta (cf. Ez 16). La literatura tardía, tanto el libro de los Proverbios como el Eclesiástico (cf. cap. 19) y, sobre todo los apócrifos (cf. Testamento de los XII patriarcas) han condenado con dureza la prostitución de las mujeres. 

  1. Virginidad y violación, adulterio y divorcio[7].

En un sentido extenso, se puede afirmar que la mujer soltera es propiedad de su padre que la entrega en matrimonio y, de esa forma, a cambio de una suma de dinero, ella pasa a pertenecer su marido. Por eso, una vez desposada, la mujer se convierte en posesión de su esposo, de manera que se prohíbe que otros hombres la codicien, lo mismo que se prohíbe codiciar la casa o el asno ajeno, no por tabú sexual, sino por derecho de propiedad (Ex 20, 17; Dt 5, 18).

En este contexto resulta fundamental la virginidad antecedente de la mujer y su fidelidad posterior (prohibición de adulterio), que están básicamente al servicio de la legitimidad patriarcal de los hijos (es decir, de los derechos del esposo). En el caso de que una mujer virgen (no casada) haya sido seducida o violada, el culpable (varón) debe reparar el daño comprándola como esposa.

 Si un hombre seduce a una virgen, no desposada, y se acuesta con ella, le pagará la dote, y la tomará por mujer. Y si el padre de ella no quiere dársela, el seductor pagará el dinero de la dote de las vírgenes (Ex 22, 16-17). Si un hombre encuentra a una joven virgen no prometida, la agarra y se acuesta con ella, y son sorprendidos, el hombre que acostó con ella dará al padre de la joven cincuenta monedas de plata; ella será su mujer, porque la ha violado, y no podrá repudiarla en toda su vida (Dt 22, 22-29).

 La mujer aparece así como una especie de “mercancía preciosa” (y peligrosa) que pasa, por una suma de dinero, de las manos del padre (su dueño anterior) al marido (que es su nuevo dueño), pero que puede ser devaluada (en caso de violación o de divorcio). En este contexto se distingue entre el adulterio propiamente dicho (con una mujer casada) y semi-adulterio, es decir, la violación de una prometida-virgen.

En el caso del adulterio pleno la solución es clara: «Si se sorprende a un hombre acostado con una mujer casada, morirán los dos: el hombre que se acostó con la mujer y la mujer misma. Así harás desaparecer de Israel el mal» (Dt 22, 22). En esa circunstancia no se pregunta si la mujer ha consentido o no; no se distingue entre una violación o un posible acto voluntario, consentido por ambos. La mujer aparece como una “cosa”, propiedad del marido, de manera que para impedir que tenga hijos “adulterinos” debe morir, por más inocente que ella sea en sentido moral.

Por el contrario, en el caso de un adulterio sólo incoado, cuando un hombre (casado o no, ese dato es secundario) se acuesta con una “virgen” prometida a otro (¡el dato de la virginidad es esencial, pues la descendencia del prometido no está en peligro!), la solución es distinta y se tiene en cuenta la reacción de la mujer:

 Si una joven virgen está prometida a un hombre y otro hombre la encuentra en la ciudad y se acuesta con ella, los sacaréis a los dos a la puerta de esa ciudad y los apedrearéis hasta que mueran: a la joven por no haber pedido socorro en la ciudad, y al hombre por haber violado a la mujer de su prójimo. Así harás desaparecer el mal de en medio de ti. Pero si es en el campo donde el hombre encuentra a la joven prometida, la fuerza y se acuesta con ella, sólo morirá el hombre que se acostó con ella; no harás nada a la joven: no hay en ella pecado que merezca la muerte. El caso es semejante al de un hombre que se lanza sobre su prójimo y le mata: porque fue en el campo donde la encontró, y la joven prometida acaso gritó sin que hubiera nadie que la socorriera (Dt 22, 23-27).

  Si la “virgen” ha gritado es “inocente”, de manera que ella puede vivir, pues se sabe de quién es el hijo (si es que nace). Si no ha gritado, pudiendo hacerlo, se supone que consiente y que nunca podrá ser fiel a un marido (asegurando así que los  hijos son de del “padre”), por lo que hay que matarla. Esto supone que la sociedad (al menos el entorno familiar) sabe si la muchacha era virgen y lo puede atestiguar públicamente. En ese contexto se entiende también el caso de un marido que "difunde de manera calumniosa la mala fama sobre una virgen de Israel":

 Si un hombre se casa con una mujer, y después de llegarse a ella, le cobra aversión… y la difama públicamente diciendo: «Me he casado con esta mujer y, al llegarme a ella, no la he encontrado virgen», el padre de la joven y su madre tomarán las pruebas de su virginidad y las descubrirán ante los ancianos de la ciudad, a la puerta. E

l padre de la joven dirá a los ancianos: «Yo di mi hija por esposa a este hombre; él le ha cobrado aversión, y ahora le achaca acciones torpes diciendo: No he encontrado virgen a tu hija. Sin embargo, aquí tenéis las señales de la virginidad de mi hija», y levantará el paño ante los ancianos de la ciudad. Los ancianos de aquella ciudad tomarán a aquel hombre, le castigarán, y le pondrán una multa de cien monedas de plata, que entregarán al padre de la joven, por haber difamado públicamente a una virgen de Israel. Él la recibirá por mujer, y no podrá repudiarla en toda su vida. Pero si resulta que es verdad, si no aparecen en la joven las pruebas de la virginidad, sacarán a la joven a la puerta de la casa de su padre, y los hombres de su ciudad la apedrearán hasta que muera, por haber cometido una infamia en Israel prostituyéndose en casa de su padre. Así harás desaparecer el mal de en medio de ti (Dt 22, 13-22).

 La diferencia entre el varón y la mujer es clara. Al marido que difama a una mujer se le castiga sólo con una multa, no tanto por lo que ha hecho con esa mujer, sino porque “destruye la fama” de unos padres (de un padre) que están encargados de velar por la virginidad de su hija, antes de entregarla al matrimonio. Pero en el caso de que los padres no puedan demostrar que su hija se ha mantenido virgen antes del matrimonio, esa hija tiene que morir, porque ha puesto en peligro la norma clave que sostiene la legitimidad de la herencia.

La mujer pasa así de manos del padre a manos del marido. Pero la autoridad de ambos no es igual. El padre tiene incluso el derecho de vender a su hija como esclava (Ex 21, 7). El marido, en cambio, no puede venderla, sino solo divorciarse de ella (es decir, expulsarla), pero sin obligación de darle ninguna explicación ni indemnización, sino sólo un documento (¡libelo!) de repudio, de manera que ella pueda mostrar que es libre (sin que ella pueda nunca expulsar a su marido, es decir, divorciarse de él):

 Si un hombre toma una mujer y se casa con ella, y sucede que ella no le agrada porque él ha hallado en ella alguna cosa vergonzosa, le escribirá una carta de divorcio, la entregará en su mano y la despedirá de su casa. Salida ella de su casa, podrá ir y casarse con otro hombre. Si este hombre la llega a aborrecer, le escribe una carta de divorcio, la entrega en su mano, la despide de su casa; o si muere este hombre que la tomó por mujer, entonces su primer marido que la despidió no podrá volverla a tomar para que sea su mujer, después que ella fue mancillada, porque esto sería una abominación ante Yahvé (Dt 24, 1-4).

 Eso significa que la mujer “divorciada” no es igual que la no casada, sino que ha quedado “manchada” (mancillada: hittama’h), pues su primer marido ha encontrado en ella algo “vergonzoso” y, al expulsarla de su casa (aunque la deje en libertad), la ha  marcado con una señal de “abominación”. Sin duda, esta ley de divorcio puede interpretarse como una medida  de protección de la mujer, que no queda ya sujeta a la arbitrariedad de su marido; pero es, al mismo tiempo, una ley que sanciono la impureza de la mujer expulsada. Lógicamente, los sacerdotes, a quienes se atribuye una mayor santidad, sólo pueden casarse con mujeres vírgenes (no divorciadas, viudas o violadas (cf. Lev 21, 7; 44, 22).  

En este contexto se puede añadir la durísima (y significativa) “ley” de Dt 25, 11-12: «Si dos hombres luchan entre sí y la mujer de unos de ellos, para defender a su marido, se mete entre los dos y agarra a su enemigo por las partes vergonzosas, deberás cortarle la mano a esa mujer, sin tener compasión por ella». La Biblia “protege” de esa forma la “intimidad” sexual del hombre (incluso del enemigo), limitando así la posibilidad de defensa de la mujer hasta unos límites que nos pueden parecer intolerables. Según eso ¿podría defenderse a sí misma una mujer agredida agarrando al agresor por sus “partes vergonzosas”? Parece que no, de manera que da la impresión de que a ella sólo se le concede la defensa del “grito”. 

  1. Leyes “religiosas”, tabúes sociales[8].

 Según las nuevas leyes de Israel, la mujer no tiene autonomía en el campo religioso, de manera que tanto su padre como su marido pueden anular los votos y obligaciones sagradas o sociales que ella hubiere asumido por sí misma (cf. Núm 30, 1-8). Eso significa que, en principio, la mujer se encuentra sometida a la autoridad religiosa del padre, y especialmente, del marido que son los que deciden lo que ella puede y debe hacer.

Sea como fuere, esta legislación ha encontrado siempre dificultades a lo largo de la historia de Israel pues, como hemos visto en la historia de Salomón (cf. cap. 8) y como veremos más tarde al ocuparnos de las leyes de Esdras y Nehemías (cf. caps. 15-16 ), los israelitas han tenido miedo de que las “mujeres extranjeras” mantengan su autonomía religiosa, de tal forma que las han mirado como un peligro para su identidad social y religiosa, llegando al punto de sentirse obligados a expulsarlas.

Pasando ya a motivos más concretos, la ley israelita considera impura a la mujer durante su ciclo mensual (Lev 15, 1-16) y después del parto (cuarenta días si el nacido es niño, ochenta si es niña: Lev 12, 2-5). Estas leyes pueden entenderse como una “protección” para la mujer, que en esos días conserva su autonomía corporal (y no puede ser utilizada por su marido). Pero también podrían interpretarse como una forma de “dominio” del marido que las mantiene de esa forma su autoridad sobre ellas. Sería fundamental  entender  esa ley desde la perspectiva de las mujeres y saber cómo se han sentido ellas al “tener” que cumplirla. Pero en este campo, la Biblia no nos da ninguna indicación, no se ha preocupado de lo que piensan y sienten las mujeres, no ha pensado que merecía la pena concederles la palabra.

 En esa misma perspectiva religiosa se sitúan las normas sobre el culto. Es evidente que un tiempo antiguo han existido “sacerdotisas” (mujeres sagradas), vinculadas al culto de la Ashera (como hemos ido viendo en los capítulos anteriores). Pero tras el triunfo del yahvismo, y de un modo especial tras el exilio, ellas han sido expulsadas del ámbito sacral “positivo”, para ser consideradas como simples “hechiceras” (en el caso de querer realizar gestos sagrados). En esa línea se indica que ellas no tienen acceso al atrio central del templo (donde ya no está la Ashera al lado de Yahvé). 

Notaw

[1] En bibliografía final se incluyen varios libros sobre el tema. Cf. además V. H. Matthews (ed.), Gender and Law in the Hebrew Bible and the Ancient Near East (JSOT Sup 262), Sheffield 1998; R. T. Alpert, Like bread on the seder plate: Jewish lesbians and the transformation of tradition, Columbia U. Press, New York 1997; Ch. B. Anderson, Women, Ideology, and Violence: Critical Theory andthe Construction of Gender in the Book of the Covenant and the Deuteronomic Law, T&T Clark, London 2004.

[2] Para situar el tema, Cf. X. Pikaza y J. F. Durán,  Poligamia, en Diccionario de las Tres Religiones,  Verbo Divino, Estella 2009. Cf. también  R. J. Hitchens, Multiple Marriage: A Study of Polygamy in Light of the Bible, Doulos Pub, Maryland 1987; M. Burrows, The Basis of Israelite Marriage, Amer. Or. Series 15, New Haven 1938; E. Neufeld, Ancient Hebrew Marriage Laws,with special references to general Semitic laws and customs,  Longmans, Green and Co, London 1944; J. R. Porter. The Extended Family in the Old Testament, Occasional Papers in Social and Economic Administration 6,London 1967.

[3] El judaísmo posterior ha tendido a prohibir la poligamia (los asquenazíes lo han hecho desde el siglo XI d. C.), pero ella se ha venido practicando hasta tiempos recientes en algunas comunidades del Yemen y de Irán. El Estado de Israel la ha prohibido de hecho, aunque ha respetado los derechos de algunos emigrantes judíos prevenientes de lugares donde aún estaba en uso.

[4] Así lo ha destacado J. L. Sicre, Introducción al Antiguo Testamento,  Verbo Divino, Estella 1995.

[5] Véase R. Jost, Hure/Hurerei, WiBiLex. Cf. también R. Jost, Frauen, Männer und die Himmelskönigin. Exegetische Studien, Kaiser, Gütersloh 1995; Gender, Sexualität und Macht in der Anthropologie des Richterbuches, Kohlhammer, Stuttgart 2006; H. Schulte, Beobachtungen zum Begriff der Zonah im Alten Testament, ZAW 102 (1992) 255-262; C. Stark, Kultprostitution“ im Alten Testament? Die Qedeschen der Hebräischen Bibel und das Motiv der Hurerei (OBO 221), Freiburg/Schweiz 2006; G. C. Streete, The Strange Woman. Power and Sex in the Bible, Westminster, Louisville 1997.

[6] Este pasaje supone que en un momento ha existido dentro del mismo templo de Yahvé algún tipo de prostitución sagrada, como indica por otra parte 1 Rey 15, 12, cuando afirma que el rey Asá (911-870) “desterró del templo la prostitución sagrada”, que había sido favorecida por su abuela Maacá. Cf.  también P. E. Dion, Did Cultic Prostitution Fall into Oblivion during the Postexilic Era? Some Evidence from Chronicles and the Septuagint, CBQ 43 (1981) 41–48

[7] A. Bach, Women, seduction, and betrayal in biblical narrative, Cambridge University Press, 1997; L. Epstein, Marriage Law in the Bible and the Talmud, Cambridge  MA 1942; M. Fishbane,  Accusations of Adultery: A Study of Law and Scribal Practices in Num 5:11–31, HUCA 45 (1974) 25–45; W. Kornfeld, L’Adultere dans L’Orient Antique, RB 57 (1950) 92–109; H. McKeating, Sanctions against Adultery, JSOT 11 (1979) 57–72; E. Neufeld,  Ancient Hebrew Marriage Laws, New York and London (1944); A. Phillips, Ancient Israel’s Criminal Law, Oxford 1970; G. J. Wenham,  Betulah: “A Girl of Marriageable Age”, VT 22 (1972) 326–348.

[8] Además de bibliografía citada en notas anteriores, cf. T. Ilan, Integrating women into Second Temple history (TSAJ 76), Tübingen 1999; H. W. Wolff, Antropología del Antiguo Testamento,  Sígueme, Salamanca 1999.

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