Mis amigos los Jesuítas
(JCR)
La reciente noticia sobre José María Castillo y su abandono de la Compañía de Jesús –junto con el caso Jon Sobrino- me ha hecho reflexionar sobre el papel que esta vanguardia de la Iglesia ha desempeñado en mi vida. A mi los jesuitas siempre me han caído bastante bien, sobre todo desde que tuve la suerte de estudiar con ellos un año en la facultad de Teología de Granada, durante el tiempo de mi postulantado. Cada vez que había alguna fiestecilla académica un hermano andaluz muy simpático siempre nos decía señalando a los canapés u las bebidas: “No tengan miedo ni cobardía, que esto lo paga la Compañía”.
He realizado cantidad de excelentes ejercicios espirituales con jesuitas. San Francisco Javier es una gran inspiración para los que hemos elegido la vida misionera. Una buena parte de las lecturas teológicas que me han marcado más son libros escritos por jesuitas: Chardin, Rahner, Castillo, Azpitarte, González-Faus, Sicre, Juan Mateos, Ildefonso Camacho, Ellacuría, Sobrino, Pedro Miguel Lamet, Mejía, Anthony de Mello y otros. De José María Castillo tengo muy buen recuerdo, sobre todo por sus clases de Dogmática (Sacramentos). Algunos de sus libros, sobre todo Teología para Comunidades, los he usado abundantemente para dar clases a catequistas y preparar catequesis a jóvenes. Antes de ir a Granada tuve en el seminario diocesano de Sigüenza a un jesuita profesor de metafísica –Baltasar Pérez Argos- que aburría hasta a las moscas, pero que era muy buena persona. Sobrino es un autor de una honda espiritualidad, de los pocos que hace hoy teología de investigación. Tuve también la suerte de tratar al simpático teólogo camerunés Engelvert Mveng, asesinado hace pocos años. Durante una visita el año pasado a Bukavu, en la República Democrática del Congo, me hospedé en el colegio Alfajiri, un enorme caserón que ofrece una educación de calidad a más de dos mil jóvenes. En diciembre del año pasado tuve también la suerte de dar varias charlas sobre Uganda en el centro Arrupe, de Sevilla. Y varias ONGs ligadas a los jesuitas, como el Servicio Jesuita al Refugiado y Entreculturas, me merecen una gran consideración.
De todos modos, y sin quitarles ninguno de sus muchísimos méritos, siempre he tenido la impresión de que los jesuitas –por lo menos los que están más en el candelero- escriben excelentes documentos y síntesis teológicas sobre opción por los pobres... que después otros –modestamente- intentamos llevar a la práctica. Por lo demás, yo aún no me he encontrado jesuitas trabajando en lugares pobrísimos, de frontera, por lo menos en los lugares de Africa que conozco. En buenos colegios, universidades y centros de espiritualidad, sí, muchos, que realizan un extraordinario trabajo muy necesario, pero no con los más pobres. Ni de lejos. Los que en lugares del Tercer Mundo acuden a sus instituciones educativas no son los más pobres. Al menos por lo que yo he visto.
Les pongo un ejemplo muy cercano. Desde el año 2001 he visto a los jesuitas venir a Gulu, en el norte de Uganda, muy interesados en abrir una comunidad en esta zona que es la más pobre de Uganda. El arzobispo les ha ofrecido tomar la responsabilidad de una parroquia rural, entre población desplazada por la guerra. Por fin este año han adquirido un terreno y están construyendo una casa. En la ciudad, por supuesto. Cuando esté terminada vendrán tres o cuatro jesuitas a dar clases en la Universidad y dar ejercicios. Me parece muy bien. Pero de ir a trabajar con gente que anda descalza, analfabeta y que han perdido sus tierras, ni por asomo. A esos lugares donde no hay carreteras de asfalto, ni electricidad, ni agua potable, van –vamos, y tan felices- los locos de los combonianos.
Claro está, eso no quita a los seguidores de San Ignacio ninguno de sus méritos. En fin, por lo que se refiere a mi antiguo querido profesor Castillo, creo que a sus 78 años podía haber hecho como aquel del chiste que se tiró en paracaídas y no se decidía a abrirlo y cuando le quedaban diez metros para llegar a tierra dijo aquello de “bueno, para lo que me queda, me lo salto”.
La reciente noticia sobre José María Castillo y su abandono de la Compañía de Jesús –junto con el caso Jon Sobrino- me ha hecho reflexionar sobre el papel que esta vanguardia de la Iglesia ha desempeñado en mi vida. A mi los jesuitas siempre me han caído bastante bien, sobre todo desde que tuve la suerte de estudiar con ellos un año en la facultad de Teología de Granada, durante el tiempo de mi postulantado. Cada vez que había alguna fiestecilla académica un hermano andaluz muy simpático siempre nos decía señalando a los canapés u las bebidas: “No tengan miedo ni cobardía, que esto lo paga la Compañía”.
He realizado cantidad de excelentes ejercicios espirituales con jesuitas. San Francisco Javier es una gran inspiración para los que hemos elegido la vida misionera. Una buena parte de las lecturas teológicas que me han marcado más son libros escritos por jesuitas: Chardin, Rahner, Castillo, Azpitarte, González-Faus, Sicre, Juan Mateos, Ildefonso Camacho, Ellacuría, Sobrino, Pedro Miguel Lamet, Mejía, Anthony de Mello y otros. De José María Castillo tengo muy buen recuerdo, sobre todo por sus clases de Dogmática (Sacramentos). Algunos de sus libros, sobre todo Teología para Comunidades, los he usado abundantemente para dar clases a catequistas y preparar catequesis a jóvenes. Antes de ir a Granada tuve en el seminario diocesano de Sigüenza a un jesuita profesor de metafísica –Baltasar Pérez Argos- que aburría hasta a las moscas, pero que era muy buena persona. Sobrino es un autor de una honda espiritualidad, de los pocos que hace hoy teología de investigación. Tuve también la suerte de tratar al simpático teólogo camerunés Engelvert Mveng, asesinado hace pocos años. Durante una visita el año pasado a Bukavu, en la República Democrática del Congo, me hospedé en el colegio Alfajiri, un enorme caserón que ofrece una educación de calidad a más de dos mil jóvenes. En diciembre del año pasado tuve también la suerte de dar varias charlas sobre Uganda en el centro Arrupe, de Sevilla. Y varias ONGs ligadas a los jesuitas, como el Servicio Jesuita al Refugiado y Entreculturas, me merecen una gran consideración.
De todos modos, y sin quitarles ninguno de sus muchísimos méritos, siempre he tenido la impresión de que los jesuitas –por lo menos los que están más en el candelero- escriben excelentes documentos y síntesis teológicas sobre opción por los pobres... que después otros –modestamente- intentamos llevar a la práctica. Por lo demás, yo aún no me he encontrado jesuitas trabajando en lugares pobrísimos, de frontera, por lo menos en los lugares de Africa que conozco. En buenos colegios, universidades y centros de espiritualidad, sí, muchos, que realizan un extraordinario trabajo muy necesario, pero no con los más pobres. Ni de lejos. Los que en lugares del Tercer Mundo acuden a sus instituciones educativas no son los más pobres. Al menos por lo que yo he visto.
Les pongo un ejemplo muy cercano. Desde el año 2001 he visto a los jesuitas venir a Gulu, en el norte de Uganda, muy interesados en abrir una comunidad en esta zona que es la más pobre de Uganda. El arzobispo les ha ofrecido tomar la responsabilidad de una parroquia rural, entre población desplazada por la guerra. Por fin este año han adquirido un terreno y están construyendo una casa. En la ciudad, por supuesto. Cuando esté terminada vendrán tres o cuatro jesuitas a dar clases en la Universidad y dar ejercicios. Me parece muy bien. Pero de ir a trabajar con gente que anda descalza, analfabeta y que han perdido sus tierras, ni por asomo. A esos lugares donde no hay carreteras de asfalto, ni electricidad, ni agua potable, van –vamos, y tan felices- los locos de los combonianos.
Claro está, eso no quita a los seguidores de San Ignacio ninguno de sus méritos. En fin, por lo que se refiere a mi antiguo querido profesor Castillo, creo que a sus 78 años podía haber hecho como aquel del chiste que se tiró en paracaídas y no se decidía a abrirlo y cuando le quedaban diez metros para llegar a tierra dijo aquello de “bueno, para lo que me queda, me lo salto”.