Mis encuentros con mis hermanos terroristas (II)

(JCR)
Mi segundo encuentro fue en julio del 2002. Hacía pocos meses que el ejército ugandés había lanzado una dura operación militar contra las bases del LRA en el Sur del Sudán. Y ya se sabe lo que ocurre cuando uno ataca un enjambre de abejas con un insecticida en spray: los rebeldes evadieron el ataque y en junio de aquel año entraron, a miles, en el Norte de Uganda. Quema de poblados, secuestros de niños, emboscadas en las carreteras y matanzas indiscriminadas fueron la orden del día. Pero empecemos en el puerto olímpico de Barcelona, durante unas vacaciones, una noche de julio tomando unas copas en un pub en compañía de un amigo y una joven mujer. No se escandalicen, les aseguro que se trataba de mi hermana Carmen.

Cuando regresé a mi habitación a las dos de la madrugada tenía un mensaje de un compañero en Uganda. Me decía que le llamara urgentemente a la hora que fuera. Así lo hice y al otro lado de la línea me decía que los jefes del LRA había pedido la mediación de los líderes religiosos, sobre todo del arzobispo católico John Baptist Odama, con quien yo trabajaba en la oficina diocesana de Justicia y Paz. Me aconsejaba interrumpir mis vacaciones y regresar inmediatamente. Dicho y hecho. Adiós playa, cigalas, paseos vespertinos por el paseo marítimo y buena vida. A los tres días me monté en un avión y regresé contento a Uganda.

Al día siguiente de aterrizar llegué a Gulu y tras dejar la bolsa en mi cuarto el arzobispo y yo nos pusimos en camino a Pajule, donde teníamos la cita. El primer encuentro con los doce muchachos que entregaron las armas el año anterior había creado un clima de confianza y había abierto una comunicación entre algunos comandantes rebeldes y un jefe tradicional llamado Oywak y el padre Tarcisio Pazzaglia, un misionero italiano que lleva más de 40 años con quien me une una gran amistad.

El 17 de julio por la mañana, tras obtener los permisos de los jefes militares, nos montamos en un coche pick up y entramos en el bosque. Los 15 kilómetros de hierba alta sin ver a nadie metían el miedo en el cuerpo a cualquiera. No sé cuánto tiempo pasó hasta que vimos a un guerrillero que saltó de la maleza y nos hizo señas de que paráramos. Ni un saludo, mucho menos una sonrisa. Un gesto duro y una señal de que continuáramos despacio. A los pocos metros, unos diez guerrilleros rodearon el coche apuntándonos con sus armas y nos ordenaron que nos quitáramos los zapatos. Yo empecé a tragar saliva. El arzobispo empezó a reírse mientras se desabrochaba los cordones.

Tras pasar otras dos barreras más, llegamos al recinto de una escuela abandonada, donde tres comandantes: Charles Tabuley, Livingstone Opiro y Dominique Ongwen nos indicaron que nos sentáramos. Unos 50 rebeldes repartidos en círculos concéntricos vigilaban el lugar. Aquella reunión duró tres horas y me acuerdo que yo tomé notas de lo que nos decían. El arzobispo insistió que habíamos venido a escuchar. Tras oír una retahíla de discursos inflamatorios nos pidieran que lleváramos el mensaje al presidente Museveni. Terminada la reunión, tomé aparte a Tabuley y le pedí que liberara a mujeres y niños como gesto de buena voluntad. No me contestó.

Durante el regreso, el arzobispo insistió en que no dijéramos nada de lo que habíamos discutido a la prensa y que por el momento sería él el único portavoz. De vuelta en Gulu, pasada la medianoche terminé de redactar las actas de la reunión y se las entregué al arzobispo, quien al día siguiente partió a Kampala para informar al presidente, quien a su vez respondería a los rebeldes con la que sería su primera carta personal, proponiendo tres lugares para tener negociaciones directas. Es curioso que mientras el presidente, en privado, empezaba a hablar con los “terroristas”, en público repetía a diario que jamás hablaría con “criminales”.

Recuerdo que en una de aquellas reuniones, nuestro arzobispo dijo al presidente que en lo que le tocaba a él, era también el pastor de los criminales y terroristas, no sólo de las buenas personas. “Y usted es también su presidente”, le recordó.

Mientras tenía lugar aquella reunión, a mí me toco pechar con el embolado de llevar una copia de las mismas actas a los rebeldes. Aquel 19 de julio fue uno de los días más felices de mi vida: El comandante rebelde Tabuley me envió una carta diciéndome que fuera con el portador de la misiva a su poblado, donde había liberado a 34 mujeres y niños. Allí fuimos, tras una larga marcha, y después de esperar pacientemente dos horas hasta que las chicas superaran el miedo, las llevamos con sus bebés a la misión de Pajule.

Sin embargo, pasados dos días de euforia, los rebeldes volvían a hacer de las suyas y asesinaban a 40 civiles en el poblado de Muchuini, no muy lejos de allí.

Más lecciones que aprendí. Los mediadores deben tener capacidad de reaccionar con rapidez, movilidad y entusiasmo. Nunca se debe tomar un “no” como la última palabra. Hay que ser discretos y no hacer declaraciones públicas alegremente (algo que el señor Rajoy no parece haber comprendido). Y hay que estar dispuestos a aceptar altibajos inesperados e incluso aceptar que hay momentos en los que parece que todo se va al garete.

Y, por supuesto, si me hubiera quedado disfrutando de las noches en Barcelona, no habría hecho nada que mereciera la pena. Aunque me acuerdo que las cigalas y el whisky con hielo no estaban nada mal, ¡qué carajo! Pero el que algo quiere, algo le cuesta.

Aún les contaré más en la próxima.
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