Hay diócesis en África que tienen un número de ordenaciones sacerdotales (más de diez al año) que muchas de nuestras iglesias locales europeas no pueden ni soñar. En tales circunstancias, ¿qué pinta un misionero en un sitio donde la Iglesia es autosuficiente en lo que se refiere al clero? Esta es la situación de la archidiócesis de Kampala, donde me encuentro desde el año pasado. Creo que ayer encontré una buena respuesta.
Hay lugares en África donde el número de cristianos es muy bajo y apenas hay clero local. En estas circunstancias, pensando en católico, el papel del misionero no se discute. Está allí para ayudar a que el evangelio eche raíces, formar comunidades cristianas y empujar la iglesia local. Hace años esto se denominaba con la expresión “plantatio ecclesiae”. En la diócesis de Gulu, en el norte de Uganda, donde pasé 18 años, me encontré en una situación en la que éramos unos 20 sacerdotes ugandeses y otros tantos misioneros. Cuando expatriados y clero local estamos a casi partes iguales la diócesis en cuestión necesita aún la ayuda de los misioneros para sostenerse y realizar su labor evangelizadora y social. En esta situación de “fifty-fifty” pueden fácilmente surgir conflictos típicos de una crisis de adolescencia institucional, que normalmente acaban por ser resueltos de manera amigable, puesto que ambas partes reconocen que se necesitan mutuamente.
Hay, sin embargo, diócesis en África donde el número de católicos es muy elevado, las instituciones, departamentos y oficinas están muy organizadas (a veces demasiado) y el número de sacerdotes y religiosos locales es muy elevado. ¿Tiene sentido en estas circunstancias la presencia de misioneros expatriados?
Me hacía esta pregunta ayer cuando dos compañeros combonianos fueron a ver al párroco de la parroquia de Gayaza, en las afueras de Kampala. Un comboniano ugandés que ha terminado sus estudios de teología va a ser ordenado sacerdote en julio de este año para después marchar a trabajar a otro país africano como misionero. La respuesta del párroco fue de antología: “El problema es que este año estamos celebrando el primer centenario de la parroquia y el señor arzobispo vendrá en junio. Como comprenderá, no podemos llamarle otra vez para que venga para la ordenación en julio”. Con exquisiteces diplomáticas, el párroco nos dijo que nos buscáramos otra parroquia para la ordenación de nuestro compañero. Imagínense cómo recibió el pobre muchacho la noticia de que en su parroquia no quieren organizar su ordenación sacerdotal. Una triste noticia para él, sus padres, parientes y amigos de toda la vida. Así de tonta puede ser la burocracia a la africana.
¿Ha pensado aquel párroco alguna vez que el hecho de que uno de sus feligreses marche como misionero a otro país africano es un signo de madurez de la iglesia local? ¿Qué mejor manera de celebrar el centenario de la parroquia que la ordenación de uno de sus hijos? No, creo que ni se le pasa por la mente.
Con este desagradable incidente creo que encontré la respuesta. En una situación en la que la iglesia local en África es autosuficiente, el misionero está para recordar que no podemos mirarnos al ombligo y encerrarnos en nosotros mismos. Que el evangelio de Jesús nos empuja a salir y preocuparnos por otros lugares donde aún no le conocen. Que “la fe se fortalece dándola”, en expresión de Juan Pablo II, lo cual equivale a decir que la fe si no se da se empobrece.
Como decía el teólogo camerunés Jean Marc Ela, es una pena que muchas de las iglesias africanas hayan nacido ya con síntomas de la vejez precoz.