¿Tiene sentido celebrar la Inmaculada en domingo?

Antes de comenzar a escribir este artículo quiero manifestar con gozo y respeto mi fe en la concepción inmaculada de María, “libre de toda culpa original, en atención a los méritos de Cristo”, tal como declaró el papa Pío IX,  en la Bula Ineffabilis Deus, en diciembre del 1854.

Debo manifestar, en cambio, mi extrañeza respecto a la decisión de la Conferencia Episcopal Española de sustituir, con la autorización  de la Santa Sede, la celebración del domingo segundo de adviento por la fiesta de la Inmaculada. Recurrir al fervor entusiasta que los fieles manifiestan hacia esta fiesta en España y su condición de fiesta de precepto, como motivos para justificar la solicitud cursada a la S.C. para el Culto Divino, me parece un razonamiento difícil de medir y de escasa entidad.

Pero hay más. A nadie escapa el enorme esfuerzo que los Padres del Concilio Vaticano II hubieron de hacer para recuperar la incuestionable primacía del domingo y para  restablecer el ciclo cristológico del año litúrgico en el lugar que le corresponde, por encima del santoral y las fiestas de la Virgen. Todos tenemos en la mente el hermoso texto con que el Concilio define el domingo:  «La Iglesia, por una tradición apostólica, que trae su origen del mismo día de la Resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón "día del Señor" o domingo. […].  Por esto el domingo es la fiesta primordial, que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles, de modo que sea también día de alegría y de liberación del trabajo. No se le antepongan otras solemnidades, a no ser que sean de veras de suma importancia, puesto que el domingo es el fundamento y el núcleo de todo el año litúrgico» (SC 106). Quizás debiéramos hacer hincapié en esas palabras: «No se le antepongan otras solemnidades.

Hay otro criterio, establecido en la reforma litúrgica, que también ha sido aquí desatendido. Al hablar de los domingos, la normativa eclesiástica referente al año litúrgico, determina con una singular contundencia: «Dada la peculiar importancia que le caracteriza, el domingo sólo cede su celebración a las fiestas con rango de solemnidad y a las fiestas del Señor; los domingos de adviento, cuaresma y pascua tienen prioridad sobre todas las fiestas del Señor y sobre todas las solemnidades. Cuando una solemnidad coincide con uno de estos domingos su celebración se anticipa al sábado anterior» (n. 5).

Hay, además, una declaración de base que ilumina todo lo que estoy comentando. Aparece, por supuesto, en la Constitución sobre la liturgia al hablar del año litúrgico: «Oriéntese el espíritu de los fieles, sobre todo, a las fiestas del Señor, en las cuales se celebran los misterios de salvación durante el curso del año. Por tanto, el ciclo temporal tenga su debido lugar por encima de las fiestas de los santos, de modo que se conmemore convenientemente el ciclo entero del misterio salvífico»  (SC 108).

Sobre la base de estos textos hay que apostar decididamente por la primacía del domingo, especialmente en los tiempos fuertes, sobre cualquier fiesta de la Virgen o de los santos, por importante que sea; lo mismo, hay que defender a toda costa la centralidad del ciclo cristológico a lo largo del año, por encima del santoral y las fiestas de la Virgen. Costó mucho llevar adelante esta reforma. Estábamos acostumbrados a que el domingo y las fiestas del Señor fueran sustituidos por celebraciones de los santos y, si era necesario, por misas votivas. Casi se había esfumado el ciclo cristológico. A lo largo del año apenas si podíamos celebrar los misterios del Señor, con sus tiempos de preparación y prolongación; el calendario había quedado invadido por el santoral y las fiestas marianas. El concilio, no sin esfuerzo, logró devolver la primacía al domingo y a  las fiestas del Señor. Pero lo que fue expulsado por la puerta grande ahora intenta colársenos por la gatera.

Es importante que los obispos y los responsables de la pastoral respeten y acentúen la importancia del día del Señor; que hagan ver a los fieles que en ese día, cada semana, celebramos el señorío de Cristo, su triunfo sobre la muerte y la inauguración de un nuevo tiempo de renovación y transformación. El domingo celebra semanalmente la pascua del Señor. El domingo es seguramente la primera fiesta que aparece en la vida de la comunidad cristiana. Por eso, el concilio, en el texto citado, lo llama con acierto  “fiesta primordial”.

También hay que hacer ver a los fieles que, cada año, a lo largo de los ciclos y de las fiestas, vamos recorriendo y celebrando los misterios del Señor, desde su manifestación y  aparición como hombre, en navidad, hasta su glorificación y vuelta al Padre en la pascua. Esas celebraciones nos permiten hacer presente el misterio del Señor y poder incorporarnos a él; poder recorrer con él, a través de las celebraciones, su experiencia pascual.

Voy a poner punto final. Lo voy a decir con respeto y con tristeza, pero también con toda la libertad del mundo. No me parece una buena decisión la que han tomado los obispos imponiendo ese día la celebración de la Inmaculada Concepción y desplazando la celebración del domingo. Se trata, además, de un domingo de adviento, que es un tiempo fuerte. Considero un desacierto esta decisión tanto desde el punto de vista teológico como desde una perspectiva pastoral. A mi juicio, con todos los respetos, se trata, sobre todo, de un marianismo a ultranza. Las razones aducidas por los obispos son seguramente una excusa de escasa contundencia. Más bien pienso que esta opción encaja muy escasamente con el espíritu del Concilio y, en absoluto, con el de la reforma litúrgica.

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