Perfil dominical - HECHIOS Y PALABRAS, CLAVES DE MEDIR

  Jean Guitton –lo dice la contraportada de la obrita- compuso este libro en un campo de prisioneros nazi”. Allí –se anota-, privado de todo, se vió en la precisión de abordar de memoria los problemas que pueden nacer de la lectura del Nuevo Testamento; al que el insigne cristiano francés –maestro en el arte de la reflexión  por sus años de filosofar en La Sorbona- califica de “libro que devalúa todos los demás libros del mundo”.   

          A la luz de la circunstancia, se puede entender muy bien el título de este pequeño libro de Jean Guittón, publicado con el llamativo título de  EL Nuevo Testamento. Una lectura nueva (Ediciones Paulinas, Madrid, 1988).

          No se debiera olvidar dos cosas al abrir este libro.   La primera: que su autor fue el primer seglar invitado a ser Observador en el Concilio Vaticano II, lo que no deja de ser,  a parte de otras cosas, una premonición. Y la otra: que Jean Guitton es,  además, el autor de una obra en ocho tomos titulada El pensamiento moderno y el catolicismo, en la que aborda en directo y mucha soltura el gran tema de las relaciones entre la filosofía y la fe.

         ** Es precisamente el pequeño  libro de J.  Guitton el que –para finalizar- pone un   reto a su lector. “Está claro el tesoro que se contiene en el Nuevo Testamento,  la más modesta pero la más fecunda de todas las obras del espíritu.  Desde hace veinte siglos, el pensamiento humano se inclina sobre estos versículos para recoger su sustancia.  ¿Quién puede decir que este análisis ha terminado?     Los teólogos han traducido en un lenguaje abstracto las verdades contenidas en sus páginas.   Pero ¿quién no ha sentido que se obtiene más verdad en una lectura solitaria,  en una comparación silenciosa?” (pgnas. 101-104).

         Y no es lo del “libre examen”; es “la luz del pensamiento iluminado por la sensatez y por la fe”,  como él mismo haría notar al ser mudado al Campo de Hoyerswerda.

         Un verdadero reto…

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           La evangelización de Jesús nos llega penetrada de un hondo, necesario y cuidado, pero, a la vez, asequible simbolismo. Un simbolismo no meramente formal y postizo, sino didáctico y de fondo, especialmente  sugerente e incluso expresivo de una realidad  -llámese función, prerrogativa, cualidades, etc.- que, no estando a la vista tal como es, por el símbolo, se la ve acercarse de alguna manera a la percepción de su destinatario.

          Pues el simbolismo que observamos en el Evangelio no sólo es un método de enseñar  a iletrados; es, además, vehículo de aproximación, por medio de imágenes vivas y asumidas, a una realidad o desconocida o superior a la comprensión humana.

          El ser humano es –antes que otras cosas- un “ser de símbolos”, necesitado de señales –incluso vulgares- con que alimentar el alma y poder llegar así a lo que está llamado a ser y  hacer; porque necesita de ellos –por su menesterosa condición- para ser hombre.

         Pero ni todos los símbolos ni todos los simbolismos son iguales. Hay símbolos puramente formales o convencionales y otros que son   mayormente representativos, dotados de naturaleza  esencialmente designativa y ostensiva.    Es decir, entre el signo puramente convencional –de una bandera por ejemplo- y el más natural -de un fuego de artficio emulando la remontada de un alcotán (otro ejemplo)- hay una densa escala de signos intermedios,  con predominio mayor o menor en uno u otro sentido.

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         Amigo, si no dudas, sigue leyendo.  En caso contrario, espera o date la vuelta.

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La verdad es que, para “evangelizar” a Dios es  preciso el simbolismo.  Sólo así,  con símbolos y parábolas, comparaciones o similar tipo de aproximaciones, es posible evangelizarnos a Dios. Por ser del todo seguro que a los hombres nos falta, no solamente vocabulario, sino también capacidad de ideas para encararnos “vis a vis” o a plena luz con “lo divino”. Lo anotaba ya con perspicacia y tino Harold Bloom respecto del “vocabulario” y  las “palabras”.

Son varios,  pues, en el Evangelio, los campos simbólicos  de ideas   estrictamente cristianas, y todos ellos se orientan lógicamente a fijar netamente lo específico de la perspectiva cristiana, en su perfil religioso más diferencial sobre todo. Y uno de los ejes de tal simbolismo viene asociado,  con razón, a la figura del “pastor del rebaño”.  Al fin y al cabo, salvando distancias, el  “pastoreo” cabe lo mismo bajo la estameña parda del “pastor de ovejas” que bajo la púrpura brillante del “pastor de almas”, porque lo esencial del caso no es el manto sino  el “oficio de  pastor”, y eso seguramente tiene menos que ver de lo que se piensa con la textura o el color de los hilos más o menos burdos, más o menos vistosos, del ropaje. Es oportuno, por tanto,  el símil.

Pues bien, este singular y expresivo simbolismo es –precisamente- el que  hoy, este domingo 4º de Pascua, cobra relieve máximo en la liturgia de la Iglesia. Y es por eso que “la figura del pastor” es más, bastante más, que el de un puro énfasis bucólico y campero. Porque es el “munus” como digo, el oficio  del “pastor”, lo que se patenta,  pero -sobre todo- se sublima, en esta liturgia.

Es hoy el perfil de lo que quiero reflexionar.

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Como bien se sabe, ideando ya se reflexiona y -al filo de ideas soltadas al aire-  pueden hacerse luz y carne las miradas, los semblantes, los pasos y hasta la chica o liviana puntada de interés que pueda llevar en el alma el obsequio de amor de la fe de un creyente.   Por eso, hoy,  ante el simbolismo del “pastor” que proclama el evangelio de san Juan como diseño del “buen pastor de las almas”, algunas ideas al aire y a pensar en ellas y aterrizar…

* Qué son  más ¿los hechos o las palabras?

   Es una verdadera porfía la que –desde siempre- se traen entre sí estos  modos de vérselas con la verdad. Valga por todas las pruebas -¿por qué no –también- para evaluar la “verdad o no” del “pastor”- ese recurso al sentido común, tan evidente y claro, de que “las obras” son “los amores” y no “las buenas razones”.  No tengo dudas:  hablan más claro y suelen encerrar más verdad los hechos que las palabras.   

** Servicio sí -el más posible; servidumbres, no.

     Aunque se peleen las raíces, no es lo mismo “servicio” que “servidumbre”. Servir es compatible con una lucha sin cuartel contra los abusos -toda clase de abusos- en la Iglesia; no solamente los abusos a menores (tan actualizados y clamorosos, sobre todo polarizados ahora, hasta parecer de moda incluso, en estos tiempos), sino los del poder en general y los que caen sobre las conciencias particularmente. Está claro.  El “buen pastor” no aspira a catedrático de nada; está hecho sólo para “formar las conciencias”, y no para “sustituirlas”.    Creo que tampoco tengo dudas.

*** Ser y tener/Ser y hacer.

      La “madre” de otro lote de posibles y aberrantes manipulaciones de la verdad. “Ser” para “tener” valga; pero el “tener” como la medida del “ser” –tanto tengo, tanto valgo- es –lo diría con mucha razón Eric Fromm- una lamentable inversión de las cosas hasta poner la cabeza donde están las patas; lo que quiere decir, irracional   (cfr Del tener al ser,  Paidos Barcelona, 2000). Porque, si la orientación hacia el “tener” da la clave de la entera posmodernidad, la orientación contraria hacia el “ser” vale más y es más rentable humanamente;  aunque tal vez no lo sea para el bolsillo.    Es, por eso, preferible cultivar el “ser”, no tanto para “tener” como para hacer. Ni pizca de duda tampoco.

**** Iglesia en salida y pastores con olor a oveja.

        Son acuñaciones apropiadas del papa Francisco. Más de una vez se le ha oìdo enseñar que los “pastores”,  para ser tales, han de dar “Olor a oveja”. En esto –pienso-   el simbolismo cobra tintes de grafismo extremo. Lógico, y más, ha de ser que los pastores huelan a oveja y no a colonia o a agua bendita incluso, sin que por ello el “agua bendita” deje de tener su neto sentido sacramental en la Iglesia. Pero qué se ha de entender por “oler a oveja” en el pastoreo eclesial? Oler a “pueblo”?  Según.  Si es a “pueblo de Dios” sì; pero si es a lo que algunos llaman “pueblo” en una elasticidad malévola, de ninguna manera. Y si por “pueblo” se entendiera la parte del “pueblo” que es conforme a las ideas –políticas, se suele entender-  de uno, nada de nada!!!. Y lo que añade el mismo Papa como recomendación potísima del pastoreo: anteponer siempre lo que une a lo que separa.  Más claro, agua y tampoco me nacen dudas.

***** El mito de “lo normal”.   

         “Patología de la normalidad” llama Eric Fromm a la patógena carga de sinrazones del aire que se respira hoy en la sociedad posmoderna. Y “tiranía de la normalidad” bien pudiera llamarse al despotismo –bastante menos ilustrado de lo que se presume- consiguiente a la susodicha patología.   El mito de “lo normal” (aún hay mitos) puede ser otro gran cuento.  ¿Acaso  o es “normal” en Liliput una estatura de adulto, de un metro veinte o un metro treinta?.

 Y al compás de los ejemplos he de rememorar l letrilla de mi querido poeta del exilio –¿Cando lo traerán a España, de una vez, los desenterradores de oficio-  cuando dice:  “Entre las brevas soy blando y entre las rocas, de piedra, Malo!”. Si bien me aleccione más el contraste, no está mal, ni mucho menos, la moraleja de la poesía, que la tiene,  además de filosofía.

Sigo de acuerdo y sin dudas aunque se podría marizar algo o bastante.

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Esencias del simbolismo.     Las vemos palpables al recitar el evangelio de san Juan. Me conocen; me siguen; y yo les doy. “Mis ovejas escuchan mi voz.  Yo las conozco y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna: no perecerán jamás y nadie las podrá arrebatar de mi mano”.

La fe, amigos, no es un absurdo y la fe en libertad aún lo es menos. Es una relación personal más que gregaria en su sentido literal de seguimiento a ojos cerrados.  Pero no puede dejar de ser así mismo una relación comunitaria (por eso la imagen del pastor es adecuada).  Las dos clases de relación van unidas ontológicamente y ambas se complementan. Tampoco me caben dudas.

Son posibles –ahora mismo- todas la actitudes ante “lo religioso”. Desde las de pura indiferencia –incluyendo las de la ignorancia tenida o buscada- hasta las del desprecio  y orillamiento calculado  cuando no de hostilidad. Es normal que haya de todo,  si el pastor es un “buen pastor”.

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FINAL DEL PERFIL

Un aire frío, helador,  mezcla de asombro y dudas, parece vagar suelto estos días por las laderas del cristianismo  de a pie. Me consta porque se nota el ruido y se perciben  sus lamentos.

Hay razones para ello. La más a la vista es –creo yo y por ahora- es la que aviva el lema del encabezado -hechos o palabras-,  y sobre todo su mayor o menor  crédito.  ¿Qué son más, ante la verdad, los hechos o las palabras? ¿Qué son más, sobre todo si las dos claves marchan en dirección contraria?

Pensemos…  Por el momento, pensemos, hasta que se disipen las dudas. Es bueno pensar antes de opinar, cuando el “olor a oveja” llega equívoco a la nariz del creyente, y no se sabe bien cómo encajar el simbolismo. Por mi parte, incluso pensando, creo más y me fío más de los hechos que de las palabras,   aunque no sea más que por lo del “verba volant”. Pero no adelantemos el juicio. Por ahora, pensemos tan solo,  hasta discernir bien el ver madero sentido del “olor”.

SANTIAGO PANIZO ORALLO

NOTA  

Amigos. En cuanto decrezcan las incertezas –que habréis podido vislumbrar baso la capa de misterio de algunas expresiones-,   seré más claro y directo, sin duda…    Por ahora,  hagamos el esfuerzo de aclararnos, pero sin dejar de pensar y no con los pies. Valga por hoy.

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