Construir puentes – derribar muros

Lo dijo el papa Francisco durante un coloquio en Santa Marta. La noticia de su encuentro con el patriarca ruso Kirill en el aeropuerto internacional José Martí de La Habana era en esas horas previas trending topic. “Yo he dejado hacer –desveló-. Solo he dicho que quería encontrar y volver a abrazar a mis hermanos ortodoxos. Han sido dos años de negociaciones en secreto, bien dirigidas por buenos obispos. (Lo) han hecho todo ellos”. Y vino entonces a la necesidad y modo de construir puentes: “Paso a paso, hasta llegar a estrechar la mano de quien está al otro lado. Los puentes –explicó-- duran y ayudan a la paz. Los muros no: parece que nos defienden, y sin embargo separan solamente. Por eso deben ser derribados, no construidos. Y están destinados a caer, uno tras otro. Pensemos en el de Berlín. Parecía eterno y sin embargo: puff, un día se ha caído”.

El símil me parece clave para entender el acontecimiento histórico de La Habana, de cuya génesis me ocupé ya con Una señal de esperanza a pie de aeropuerto en Vida Nueva, nº. 2.976, p. 12-13. Aplicado a la política de anti-pactos que ahora mismo registra España, era como mentar la soga en casa del ahorcado, sin descartar tampoco aplicaciones a tiempos ecuménicos recientes entre las dos Iglesias signatarias.



Decir, por ejemplo, como Alexandre Siniakov, rector del seminario ortodoxo ruso en Francia, que el Patriarcado ruso había vivido los últimos años en otra onda y el diálogo con la Iglesia católica no entraba en sus planes indica que el reverendo estuvo ese tiempo en la inopia. El comunicado de la Santa Sede y del Patriarcado ruso hablando de “este encuentro, preparado desde hace tiempo” enmendó la plana a numerosos periodistas, analistas y vaticanistas con ganas de marear la perdiz y quedarse solo, como a menudo sucede, en la espuma de la ola. Las relaciones Roma-Moscú han conocido altibajos desde hace una veintena de años con lo del uniatismo y el proselitismo. San Juan Pablo II nombrando algunos obispos católicos en territorio ortodoxo de Rusia puso al suspicaz Alexis II fuera de sí: a partir de aquello, se cerró en banda contra una posible visita papal a Rusia y no hubo manera.

Moscú sostuvo su inviabilidad en tanto hubiese “proselitismo” católico. De ahí el fallido intento de los encuentros en Austria y Hungría. Desaparecido Alexis II y ya Benedicto XVI de papa, el panorama cambió. Desde su entronización patriarcal, mostró Kirill una tendencia al diálogo que jamás tuvo su antecesor. Recuerdo que en 1990 presidí una peregrinación ecuménica a la todavía Unión Soviética (Moscú, Kiev y Leningrado). Alexis II llevaba de patriarca un mes. En Leningrado nos atendió el profesor de Liturgia de la Academia, P. Boris, a quien pregunté: “¿Será Alexis II de un espíritu ecuménico similar al del llorado metropolita Nikodim?” –“En absoluto –me respondió al instante--, es de otra pasta”.

Precisamente Kirill pertenece a la escuela de Nikodim, el hombre que logró meter en el Aula del Vaticano II a los primeros observadores ortodoxos, rusos por supuesto. Agudo y sagaz, pudo, pese al KGB --que no lo perdía de vista ni a sol ni a sombra--, nombrar obispos a eclesiásticos de su cuerda, algunos de los cuales están hoy en lo más alto del escalafón, como el propio Kirill, su antiguo secretario. De él heredó Kirill su compromiso ecuménico-católico. Es audaz, y las relaciones personales son en él primordiales, como en Francisco.

Proceso de contactos, pues, hubo. Pero, sea debido a obispos de la línea dura a quienes no había que incomodar, sea porque él mismo debía hacerse antes con el control en la Ortodoxia, Kirill venía perdiendo comba con Roma. El creciente protagonismo de Bartolomé I, hizo el resto. Deseó llegarse a Milán en 2012, a las celebraciones de los 1700 años del Edicto de Constantino, y ver a Benedicto XVI. Parece que no le asistía entonces el asentimiento de sus obispos (esperaba conseguirlo en el concilio ruso del 2013). Sí tenía, en cambio, el diseño de un programa del encuentro, a culminar con un mensaje –no oración común- del papa y del patriarca a Europa. La inesperada renuncia de Benedicto XVI cerró de pronto la puerta: el pontificado de Francisco no empezó suscitando en Moscú el entusiasmo de ahora.

Factores determinantes han sido también, seguro, la situación en Oriente Medio y el problema de Ucrania. Hilarión llegó a recordar la obligación de poner fin al «exterminio de los cristianos». Pueden ambas Iglesias, pues, hacer mucho por evitarlo: la ortodoxa rusa tiene detrás al Estado ruso; en cuanto a la influencia mundial del Vaticano, salta a la vista. En sus manos está igualmente la posibilidad de resolver juntas lo de Ucrania. Aunque Moscú sea crítico con la Iglesia ucraniana greco-católica, sabía su titular que acercarse al papa Francisco ayudará a superar los problemas.

Posiblemente la cercanía del Santo y Gran Concilio pan-ortodoxo en Creta, haya pesado lo suyo. La Iglesia rusa, la más grande de las autocéfalas, tiene más de 150 millones de fieles y una irradiación singular en el mundo, por mucho que el primado de honor sea de Constantinopla. Evidentemente Kirill quería verse con Francisco antes del evento de Creta y comprendió que lo de Cuba completaría su liderazgo inter- ortodoxo.

Francisco hablando en Santa Marta de un mundo lleno de conflictos y una Europa que “debe y puede reformarse” no hacía sino insistir en la necesidad de abatir muros y construir puentes de entendimiento. El de La Habana es, por de pronto, un excelente puente aéreo para las nuevas relaciones Roma-Moscú. Con la firma de la declaración conjunta, se ha derriba un muro de frialdad y distanciamiento y se ha comenzado a construir un puente de fraternal colaboración, de cuyo funcionamiento Creta nos dirá en junio hasta qué punto era sólido el material empleado en La Habana.
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