«Dicen y no hacen»



Entre abrir el pico y no dar golpe anda la cosa este domingo trigésimo primero del tiempo ordinario Ciclo A. El Señor, por supuesto, no nos pide que maravillemos a nadie con elocuencia deslumbrante ni que pase tan siquiera por nuestra cabeza la presuntuosa ocurrencia de considerarnos punto menos que el mirlo blanco, sino, más bien, que actuemos en consonancia, que hagamos nuestro el diario afán, que testimoniemos nuestra fe, que tengamos como mínimo, en resumen, tan expeditas las manos como la lengua. Todo lo que sea rebasar esos límites, sería incurrir en los vicios, igualmente reprobables uno y otro, de la palabrería y del activismo.

«Dicen y no hacen» (Mt 23,3) es, por otra parte, frase que apunta igualmente a la incoherencia e inconsecuencia, al despropósito en una palabra. Es preciso transmitir a los demás la experiencia que tenemos de Dios. Las palabras están bien, sí, pero mejor lo están las obras, sobre todo cuando sirven de cartas credenciales a las palabras. Lo arriesgado y peligroso es cuando se produce la descompensación que supone decir y no hacer. Ahí aparecen entonces, con su ominoso peso de torcida conducta, la hipocresía y vacuidad de los escribas y fariseos desenmascarados por Jesús, tal y como refiere san Mateo en el Evangelio de hoy (Mt 23, 1-12).

«Nuestro Señor Jesucristo –aclara san Agustín de Hipona con el bisturí de su inteligencia-- los reprendió, porque guardan las llaves del reino de los cielos y no entran ni permiten entrar a los demás; así reprendió a los fariseos y escribas, doctores de la Ley de los judíos. De ellos dijo en otro lugar: Haced lo que dicen, pero no hagáis lo que hacen, pues dicen y no hacen (Mt 23,3). ¿Por qué se os dice “Dicen y no hacen”, sino porque hay algunos en los que aparece lo que dice el Apóstol: “Tú que predicas que no hay que robar, robas; tú que dices que no hay que cometer adulterio, lo cometes; tú que aborreces los ídolos, cometes sacrilegio; te glorías en la Ley y deshonras a Dios por la prevaricación de la Ley. Pues por culpa vuestra es blasfemado el nombre de Dios entre los gentiles?” (Rm 11, 21-23). Sin duda es claro que a ellos se refiere el Señor al afirmar “Dicen y no hacen”. Son escribas, pero no eruditos en el reino de Dios» (Sermón 74,2).

En el fragmento de marras, Jesús amonesta a los escribas y fariseos, que en la comunidad desempeñaban el papel de maestros, porque su conducta estaba abiertamente en contraste con la enseñanza que proponían a los demás con rigor. O sea, que venían a ser el perro del hortelano, que ni come él, ni deja comer al amo. Jesús subraya que ellos «dicen, pero no hacen» (Mt 23, 3). Hacer no harán, pero anda que complicar las cosas, las complican un montón, colega. Más aún, «lían fardos pesados y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar» (Mt 23, 4).

Es necesario acoger la buena doctrina, pero se corre el riesgo de desmentirla con una conducta incoherente. Por esto Jesús dice: «Haced y cumplid todo lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen» (Mt 23, 3). La actitud de Jesús es exactamente la opuesta: él es el primero en practicar el mandamiento del amor, que enseña a todos, y puede decir que es un peso ligero y suave precisamente porque nos ayuda a llevarlo juntamente con él (cf. Mt 11, 29-30).



Sigue el Rabí de Nazaret fustigando sin contemplaciones el pecado de hipocresía, o sea el aparentar por fuera lo que no se es por dentro, de igual suerte que había condenado los árboles que sólo son apariencia, pero no dan fruto. En esta circunstancia, concretamente, desautoriza a las personas que cuidan su buena imagen ante los demás, pero dentro están llenos de maldad. ¿Se nos podría achacar algo de esto a nosotros hoy? ¿No estaremos también nosotros preocupados, quizás, por lo que los demás piensan de uno, cuando en lo que tendríamos que trabajar es en mejorar nuestro interior?

Sabemos que Dios conoce nuestro interior y que bajo los pliegues del alma nada se le oculta, de suerte que en modo alguno le podemos engañar. De ahí que valga más ser transparentes ante Dios que aparentar lo que no somos ante los hombres. ¿Sería muy exagerado entonces, siendo así, tacharnos por ello de sepulcros blanqueados?

Conviene, por otra parte, evaluarnos en el otro aspecto que Jesús denuncia con análoga resolución y palmaria claridad. ¿Somos personas que de palabra se distancian de los malos como los fariseos de sus antepasados, pero a fin de cuentas tan malos como ellos, si no peores, cuando la ocasión nos sale al encuentro? Pudiera ser que emitamos juicios temerarios contra nuestro prójimo, incluso el vecino, considerándole inferior a nosotros, cuando en realidad lo que Cristo nos pide es aguantar, perdonar, amar y no pensar mal de nadie. En este caso, Cristo poseía la autoridad para denunciar la actitud hipócrita de los fariseos. Sin embargo sabemos por el mandato de Cristo --el de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos--, que a nosotros este derecho (denunciar la actitud hipócrita del fariseo) no nos compete.

El Evangelio de hoy, pues, constituye toda una llamada a la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. Jesucristo «reprocha a los escribas y fariseos, que ejercían el papel de maestros, que su conducta contraste abiertamente con la enseñanza que proponen a los demás con todo rigor». «Dicen y no hacen, lían cargas pesadas e insoportables y las cargan sobre las espaldas de los hombres, mas ellos ni con el dedo las quieren mover», leemos en San Mateo, 23, 3-4. De esta forma, «la buena doctrina es escuchada, pero corre el peligro de ser desmentida por una conducta incoherente».

Son los falsos maestros que piden lo que no cumplen, que exigen lo que no dan, que imponen lo que no aguantan, «maestros, en fin, que oprimen la libertad de los demás en nombre de su propia autoridad». La conducta de Jesús es «exactamente la opuesta: Él es el primero en practicar el mandamiento del amor, que enseña a todos los demás, y por tanto puede decir que es un peso suave y ligero precisamente porque Él nos ayuda a llevarlo».

Jesús condena firmemente la vanagloria cuando añade que: actuar para ser admirado por los demás, como enseña el pasaje evangélico citado, «nos sitúa a merced de la aprobación humana, lo que rompe los valores que fundan la autenticidad de la persona».



El Señor Jesús, por el contrario, «se presentó al mundo como un siervo, despojándose totalmente de sí mismo y rebajándose hasta ofrecer en la cruz la más elocuente lección de humildad y de amor. De su ejemplo surge una propuesta de vida: «El mayor entre vosotros será vuestro servidor» (Mt 23, 11). Algo que, como dicho tengo, deben meditar «quienes en la comunidad cristiana son llamados al ministerio de la enseñanza, que los hay, para que puedan siempre atestiguar con sus obras las verdades que transmiten con la palabra».

El profeta Malaquías (Mal 1,14b – 2, 2b.8-10), como Jesús (Mt 23, 1-12), critica duramente a los escribas y fariseos, a las clases dirigentes de su tiempo por su redomada hipocresía y el modo interesado de realizar su ministerio. El profeta lanza, en el siglo V a. C., un duro ataque a los sacerdotes de su época por lo mal que realizan el culto y el mal ejemplo que dan en su vida. Buscan su propia gloria en vez de la de Dios. Tienen acepción de personas al aplicar la ley, proceden con parcialidad cometiendo con ello injusticias. No admiten que todos son iguales, en la práctica, ante la ley, pues todos tienen un solo Padre. Y no hacerlo así supone profanar la alianza, claro; caer en la incoherencia, por supuesto; fomentar la injusticia, sin duda.

«En la cátedra de Moisés –insiste Jesús recriminando—se han sentado los escribas y los fariseos: Haced, pues, y observad todo lo que os digan; pero no imitéis su conducta, porque dicen y no hacen» (Mt 23, 2-3). Cumplir lo que dicen, pero no hacer lo que hacen. Dicen y no hacen. Darle al pico sin dar golpe. Justo frente a esa conducta vanidosa y narcisista y autocomplaciente, farisaica en resumen, está el servir: «El mayor entre vosotros será vuestro servidor. Pues el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado» (Mt 23, 11-12). El mayor acto de servicio, al fin y al cabo, siempre será entregar --o sea servir sirviéndolo--, el Evangelio. Dicho analógicamente: entregarse uno mismo en el acto de entrega del Evangelio.



Acoger la Palabra de Dios como lo que es. He ahí la sublime cumbre de la caridad a la que aspirar en el acto de servir la divina Palabra. No se trata de caer en el consabido trabalenguas del no decir y no hacer, ni tampoco en el de hacer y no decir. Lo ideal será siempre decir y hacer en consonancia y armonía: o sea, en caridad y verdad. Lo primero solo, sería haber recibido la Palabra, que no es poco. Lo segundo, en cambio, señal de haberla acogido, que ya es más, mucho más. Sólo quien acoge la Palabra puede hacer entrega de esa Palabra, ya que nadie da lo que no tiene. Y sólo es capaz de entregarla quien se entrega a sí mismo con ella. Es lo máximo de la Evangelización.

Suele afirmarse a modo de refrán que decir y hacer no comen en la misma mesa. Significado el suyo que vendría a ser que no hay que confiar alegremente en lo que dicen o prometen las personas, y menos aún sin conocerlas bien de antemano. Expresa esta paremia de igual modo lo difícil que resulta medir las obras con las palabras. De ahí la antigua forma antónima Dezir y hazer comen a mi mesa, para dar a entender con ella que las palabras que uno dice se corresponden con sus obras.

«Debemos admitir –precisaba en los remotos orígenes del cristianismo el gran Orígenes-- que el deseo de ocupar el primer puesto se halla no sólo entre los escribas y fariseos, sino también en los puestos de responsabilidad de la Iglesia». Peliagudo asunto este, sí señor, ya que lo tenemos servido en frío y en caliente dentro del mismo siglo XXI, y mira que ha pasado agua por debajo de los puentes desde la remota época del Genio de Alejandría.

De hecho, más de una vez y más de dos el papa Francisco se ha ocupado de este problema poniendo el dedo en la llaga, sin duda, y alertando a jóvenes eclesiásticos, por ejemplo, contra el mal del carrerismo en ámbitos canonicales, mitrales, cardenalicios y dicasteriales. En realidad, es este un mal, no diré que endémico, pero sí muy extendido, y no ya únicamente dentro de la Iglesia, sino también de la misma sociedad, de la política, de los negocios, donde no faltan, desdichadamente, los trepadores de turno, los paniaguados, los mequetrefes y los botarates que intentan hacer su agosto en enero.



Algunos, como los escribas y fariseos, haciendo ostentación de sus vistosos atuendos y filacterias, aplican justamente la Ley, sí, pero no la cumplen. No faltan, no, los que depositan pesadas cargas sobre los hombros del prójimo, pero ellos no quieren moverlas. Espero que el benévolo lector sepa rellenar oportunamente de nombres y apellidos estas líneas delatoras. No le costará mucho, se lo prometo. Y a propósito de la repetida expresión «dicen y no hacen», Woody Allen supo dar en la diana cuando sentenció que «las cosas no se dicen, se hacen. Porque al hacerlas se dicen solas». Pues eso: Dicen y no hacen. Le dan al pico, sí, pero sin dar golpe, que ya es el éxtasis de la horterada, tíos. Así cualquiera.

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