Domingo de Ramos



Entramos en la Semana Santa para vivir la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Igual que los discípulos aclamaron a Jesús como el Mesías, también nosotros le cantamos alegres y confesamos nuestra fe en la Palabra única y definitiva de Dios Padre, hecha carne. Sólo meditando a menudo la divina Palabra aprenderemos a amar a Jesucristo, conocer la verdad y la libertad, y dar sentido y esperanza a nuestra existencia. Los ramos de olivo, signo de la paz mesiánica, y los de palma, símbolo del martirio, don de la vida a Dios y a los hermanos, con los que se aclama a Jesús como el Mesías, testimonian nuestra firme adhesión al misterio pascual.

Jesús entra en la ciudad santa montado en un asno, es decir, en el animal de la gente sencilla y común del campo, jumento además que no le pertenece, sino que pide prestado para la ocasión. No llega, pues, en suntuosa carroza real, ni a caballo piafante, como los grandes del mundo. Para comprender el significado de la profecía, sobre la actuación de Jesús, pues, cumple escuchar a Zacarías 9,10 vaticinando del futuro rey tres cosas.

Primero, que será rey de los pobres, pobre entre los pobres y pobre para los pobres. Pobreza la suya, de los anawin de Israel, almas creyentes y humildes que encontramos en torno a Jesús, en la perspectiva de la primera bienaventuranza del Sermón de la montaña. La pobreza en el sentido que le da Jesús -el de los profetas-, presupone sobre todo estar libres interiormente de la avidez de posesión y del afán de poder. La libertad interior es la premisa para superar la corrupción y la avidez que arruinan al mundo; sólo puede hallarse si Dios llega a ser nuestra riqueza; sólo encontrarse en la paciencia de las renuncias diarias, donde se desarrolla como libertad verdadera.

En segundo lugar nos muestra que este rey será de paz; hará desaparecer los carros de guerra y los caballos de batalla, romperá los arcos y anunciará la paz. Esto se advera en la figura de Jesús por el signo de la cruz. El tercer aserto es el anuncio de la universalidad. Zacarías dice que el reino del rey de la paz se extiende «de mar a mar [...] hasta los confines de la tierra». La antigua promesa de la tierra, hecha a Abraham y a los Padres, se sustituye aquí con una nueva visión: el espacio del rey mesiánico ya no es un país determinado. Es el mundo entero.



Durante la entrada en Jerusalén, la gente rinde homenaje a Jesús como Hijo de David con las palabras del Salmo 118 de los peregrinos: « ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en el cielo!» (Mt 21,9). Después, llega al templo. Pero donde debía realizarse el encuentro entre Dios y el hombre halla a vendedores de palomas y cambistas que ocupan con sus negocios el lugar de oración. Jesús, indignado ante aquellos abusos, «echó fuera a todos los que vendían y compraban en el Templo; volcó las mesas de los cambistas y los puestos de vendedores de palomas» (Mt 21,12).

Está comenzando lo que Jesús había anunciado a la Samaritana en torno a su pregunta sobre la verdadera adoración: «Llega la hora —ya estamos en ella— en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren» (Jn 4,23). Ha terminado el tiempo de la inmolación de animales. Adorar en espíritu y en verdad significa de ahora en adelante adorar en comunión con Aquel que es la verdad; en comunión con su Cuerpo, en el que el Espíritu Santo nos reúne.

Refieren los evangelistas que, en el proceso contra Jesús, se presentaron falsos testigos afirmando que Jesús había dicho: «Yo puedo destruir el templo de Dios y en tres días reconstruirlo» (Mt 26,61). La versión exacta según salió de Jesús, sin embargo, nos la transmitió san Juan. Ante la petición de un signo con que Jesús debía legitimar esa acción, el Señor respondió: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré» (Jn 2,18s). San Juan añade que, recordando ese acontecimiento después de la Resurrección, los discípulos comprendieron que Jesús había hablado del templo de su cuerpo (cf. Jn 2,21s).

No es Jesús, por tanto, quien destruye el templo. El templo es abandonado a su destrucción por la actitud de aquellos que, de lugar de encuentro de todos los pueblos con Dios, lo transformaron en «cueva de ladrones», en lugar de negocios. La hora del templo de piedra, de los sacrificios de animales, había quedado superada: si el Señor ahora expulsa a los mercaderes no es ya sólo para impedir un abuso, sino también para indicar el nuevo modo de actuar de Dios.

Se forma el nuevo templo: Jesucristo mismo, en quien el amor de Dios se derrama sobre los hombres. Él, en su vida, es el templo nuevo y vivo, el espacio vivo de espíritu y vida, en el que se realiza la adoración correcta. Así, la purificación del templo, culmen de la entrada solemne de Jesús en Jerusalén, es, al mismo tiempo, el signo de la ruina inminente del edificio y de la promesa del nuevo templo; promesa del reino de la reconciliación y del amor que, en la comunión con Cristo, se instaura más allá de toda frontera.

Inmediatamente después, san Mateo agrega: «En el templo se acercaron a él algunos ciegos y cojos, y los curó». Nos dice san Mateo, además, que algunos niños repetían en el templo la aclamación que los peregrinos habían hecho a su entrada de la ciudad: «¡Hosanna al Hijo de David!» (Mt 21,14s).

Al comercio de animales y a los negocios con dinero Jesús contrapone su bondad sanadora. Es la verdadera purificación del templo. No viene para destruir, sino para curar. Se dedica a quienes, a causa de su enfermedad, son impulsados a los extremos de su vida y al margen de la sociedad. Muestra a Dios como el que ama, y su poder como el poder del amor. Así nos dice qué es lo que formará parte para siempre del verdadero culto a Dios: curar, servir, la bondad que sana.

Y están luego los niños que le rinden homenaje como a Hijo de David y gritan «¡Hosanna!». Jesús había dicho a sus discípulos que, para entrar en el reino de Dios, deberían hacerse como niños. Él mismo, que abraza al mundo todo, se hizo niño para salir a nuestro encuentro, para llevarnos hacia Dios. No es posible reconocer a Dios sin deponer la soberbia que nos ciega, que quiere impulsarnos lejos de Dios, como si Dios fuera nuestro competidor. Para encontrar a Dios es necesario ser capaces de ver con el corazón. Dejémonos guiar por él hacia Dios, para aprender de Dios mismo el modo correcto de ser hombres.



El Domingo de Ramos es el solemne pórtico que nos lleva a la Semana Santa, en la que el Señor Jesús se dirige hacia la culminación de su vida terrena. Sube a Jerusalén para cumplir las Escrituras y ser colgado en la cruz, el trono desde el cual va a reinar por los siglos, atrayendo a sí a la humanidad de todos los tiempos y ofreciendo a todos el don de la redención. San Marcos precisa que ya al salir de Jericó había una «gran muchedumbre» que seguía a Jesús (cf. 10,46).

En la última parte del trayecto se produce algo particular: al salir de Jericó, está sentado un mendigo ciego, llamado Bartimeo. Apenas oye decir que Jesús de Nazaret está llegando, comienza a gritar: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí» (Mc 10,47). Tratan de acallarlo, pero en vano, hasta que Jesús lo manda llamar y le invita a acercarse. «¿Qué quieres que te haga?», le pregunta. Y él contesta: «Rabbuní, que vea» (v. 51). Jesús le dice: «Anda, tu fe te ha salvado». Bartimeo recobró la vista y se puso a seguir a Jesús en el camino (cf. v. 52).

Tras este signo prodigioso respondiendo a dicha invocación --«Hijo de David»--, una pregunta se abre paso: ¿No será este Jesús el Mesías? Y, con su ya inminente entrada en la ciudad santa, ¿no habrá llegado tal vez el momento en que Dios restaure finalmente el reino de David?

Que Jesús llegue a Jerusalén desde Betfagé y el monte de los Olivos, o sea la vía por la que el Mesías había de venir (cf. Mc 11,1-10), no hace sino acrecer dicha esperanza. Desde allí, envía por delante a dos discípulos, mandándoles que le traigan un pollino de asna que encontrarán a lo largo del camino. Encuentran el pollino, efectivamente, lo desatan y lo llevan a Jesús.

A este punto, el entusiasmo se apodera de los discípulos y los otros peregrinos: toman sus mantos y los echan encima del pollino; otros alfombran con ellos el camino de Jesús a medida que avanza a grupas del asno. Después cortan ramas de los árboles y comienzan a gritar las palabras del Salmo 118, antiguas palabras de bendición de los peregrinos que, en este contexto, se convierten en una proclamación mesiánica: «¡Hosanna!, bendito el que viene en el nombre del Señor. ¡Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!» (vv. 9-10).

Esta alegría festiva, transmitida por los cuatro evangelistas, es un grito de bendición, himno de júbilo: expresa la convicción unánime de que, en Jesús, Dios ha visitado su pueblo y ha llegado por fin el Mesías deseado. Y todo el mundo está allí, con creciente expectación por lo que Cristo hará una vez que entre en su ciudad.

¿Y cuál es la resonancia más profunda de este grito de júbilo? Lo dice sin ambigüedad la Escritura: el aclamado como bendito es al mismo tiempo aquel en quien será bendecida toda la humanidad. Así, a la luz de Cristo, la humanidad se reconoce profundamente unida y cubierta por el manto de la bendición divina.

Pero los que aclaman a Cristo como Rey de Israel tienen ciertamente su idea del Mesías, el Rey prometido por los profetas y esperado por siglos. No extrañe que, pocos días después, en vez de aclamar a Jesús, griten a Pilato: «¡Crucifícalo!». Y que los mismos discípulos, como también otros que le habían visto y oído, permanezcan desconcertados. Cundía la desilusión por el modo en que Jesús había decidido presentarse como Mesías y Rey de Israel.

He aquí el quid de esta fiesta: ¿Quién es para nosotros Jesús de Nazaret? ¿Qué idea tenemos del Mesías, de Dios? Cuestión crucial a no eludir en modo alguno, sobre todo en esta semana cuando nuestro Rey elige como trono la cruz. Estamos llamados a seguir a un Mesías que no nos asegura una felicidad terrena fácil, sino la felicidad del cielo.

Ojalá convivan en nuestro corazón dos sentimientos: la alabanza, como hicieron aquellos que acogieron a Jesús en Jerusalén al grito de «hosanna»; y la gratitud, porque en esta Semana Santa el Señor Jesús renovará el don más grande que se puede imaginar, nos entregará su vida, su cuerpo y su sangre, su amor.

A tan divina dádiva, hemos de corresponder –en un verdadero intercambio- con el don de nosotros mismos, el de nuestra oración, el de nuestra comunión profunda de amor con Cristo que sufre, muere y resucita por nosotros.No vaya a ser que también nosotros provoquemos su llanto, como Jerusalén, aquel episodio que a los peregrinos de Tierra Santa les recuerda hoy la iglesia del Dominus flevit.



Dice san Lucas, en efecto: «Al acercarse y ver la ciudad, lloró por ella, diciendo: "¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora ha quedado oculto a tus ojos. Porque vendrán días sobre ti, en que tus enemigos te rodearán de empalizadas, te cercarán y te apretarán por todas partes, y te estrellarán contra el suelo a ti y a tus hijos que estén dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de tu visita"» (Lc 19,41-44).

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