«Este es mi Hijo amado, en quien me complazco»



El bautismo de Jesús nos lleva de la mano a la investidura mesiánica de Cristo en el Jordán, prefigurada en la vocación profética del siervo de Yahvé. El Niño, a quien los Magos de Oriente habían adorado en Belén ofreciéndole dones, se presenta ahora adulto para ser bautizado en el Jordán por el Bautista (cf. Mateo 3,13). Matiza el Evangelio que al salir del agua, se abrieron los cielos y el Espíritu Santo descendió sobre él como una paloma (cf. Mateo 3,16). Se escuchó entonces una voz desde el cielo: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco» (Mateo 3,17).

Palabras que designan ante todo a Jesús como el verdadero Siervo anunciado por Isaías. En cuanto a «Hijo» que sustituye a «Siervo» (gracias al doble sentido del término griego país), subraya el carácter mesiánico y propiamente filial de su relación con el Padre.

Tenemos a la vista, pues, la cristofanía por antonomasia, o sea el género bíblico de las manifestaciones patentes de la divinidad. El Antiguo Testamento es en ellas pródigo, desde luego, pero tampoco el Nuevo se queda corto: baste recordar episodios como el de hoy, el cual, por cierto, reviste connotaciones singulares: por ejemplo, que el Bautismo de Jesús en el Jordán es, más precisamente dicho, Bautismo de Cristo. Parece igual, pero es distinto.

El relato evangélico del bautismo de Jesús muestra el camino de abajamiento y de humildad que el Hijo de Dios eligió libremente para asumir el proyecto del Padre, y ser obediente a su voluntad de amor por el hombre en todo, hasta el sacrificio en la cruz. Jesús inicia su ministerio público acudiendo al Jordán para recibir del Precursor un bautismo de penitencia y conversión.

Y sucede allí lo que a nuestros ojos pudiera parecer paradójico. ¿Necesita Jesús, acaso, penitencia y conversión? De ninguna manera. Pero Aquél que no tiene pecado, mira tú por dónde, se sitúa precisamente entre los pecadores para hacerse bautizar, para realizar este gesto de penitencia; el Santo de Dios se une a cuantos se reconocen necesitados de perdón y piden a Dios el don de la conversión, o sea, la gracia de volver a Él con todo el corazón para ser del todo suyos.

Quiere Jesús ponerse junto a los pecadores haciéndose solidario con ellos, expresando la cercanía de Dios. Se muestra solidario con nosotros, con nuestra dificultad para convertirnos, para dejar nuestros egoísmos, para desprendernos de nuestros pecados, para decirnos que si le aceptamos en nuestra vida, Él es capaz de levantarnos de nuevo y conducirnos hasta Dios Padre. Y esta solidaridad de Jesús no es, digámoslo así, un simple ejercicio de la mente y de la voluntad.

Jesús vivió nuestra condición humana hasta el fondo, salvo en el pecado, y es capaz de comprender su debilidad y fragilidad. De ahí que se mueva a la compasión, elija «padecer con» los hombres, hacerse penitente con nosotros. De «padecer con» deriva el verbo com-padecer / com-padecerse. Es ésta la obra de Dios que Jesús quiere realizar; la misión divina de curar a quien está herido y tratar a quien está enfermo, cargando sobre sí el pecado del mundo.



¿Y qué ocurre cuando Jesús se hace bautizar por Juan? Que el Espíritu que aleteaba sobre las aguas de la primera creación (cf. Gn 1,2), aparece aquí en el preludio de la nueva creación. De modo que, por un lado, ese Espíritu unge a Jesús para su misión mesiánica (cf. Hch 10,38), que en adelante seguirá dirigiendo (cf. Mt 4, 1; 12, 18, 28; Lc 4, 14,18; 10,21), pero a la vez, por otro –así lo entendió la Patrística--, santifica el agua y prepara el bautismo cristiano (cf. Hch 1,5).

Ante este acto de amor humilde, se abren los cielos y se manifiesta visiblemente el Espíritu Santo en forma de paloma, mientras una voz de lo alto expresa la complacencia del Padre, que reconoce al Hijo unigénito, al Amado. Verdadera manifestación de la Santísima Trinidad, pues, que da testimonio de la divinidad de Jesús, de ser el Mesías prometido, a quien Dios ha enviado para liberar a su pueblo (cf. Is 40, 2). Verdadera cristofanía, o sea manifestación de Jesús como Christós, como ungido, como Cristo.

Se realiza así la profecía de Isaías en la primera Lectura: el Señor Dios viene con poder para destruir las obras del pecado y su brazo ejerce el dominio para desarmar al Maligno; pero tengamos presente que este brazo es el extendido en la cruz y que el poder de Cristo es el de Aquél que sufre por nosotros: este es el poder de Dios, distinto del poder del mundo. Actúa Jesús, en verdad, como el buen Pastor que apacienta el rebaño y lo reúne para que no esté disperso (cf. Is 40, 10-11), y ofrece su propia vida para que tenga vida. Si por su muerte redentora libera al hombre del dominio del pecado y le reconcilia con el Padre; por su resurrección salva al hombre de la muerte eterna y le hace victorioso sobre el Maligno.

Termina con esta fiesta el tiempo de Navidad, cuyas solemnidades permiten meditar en el nacimiento de Jesús, en la estrella que guía a los Magos de Oriente hasta la casa de Belén, en el cielo que se abre sobre el Jordán, mientras resuena la voz de Dios. Para poder dejarse ver y tocar, el Creador asumió en Jesús las dimensiones de un niño. Dios así, al hacerse pequeño, hizo resplandecer la luz de su grandeza, porque, precisamente abajándose hasta la impotencia inerme del amor, demuestra cuál es la verdadera grandeza, más aún, qué quiere decir ser Dios.

El bautismo de Juan es ciertamente un bautismo de penitencia, muy distinto del sacramento que instituirá Jesús. Sin embargo, ya entonces se vislumbra la misión del Redentor, puesto que, cuando sale del agua, resuena una voz desde el cielo y el Espíritu Santo baja sobre él (cf. Mc 1, 10): el Padre celestial lo proclama como su hijo predilecto y testimonia públicamente su misión salvífica universal, que se cumplirá plenamente con su muerte en la cruz y su resurrección. Sólo entonces, con el sacrificio pascual, el perdón de los pecados será universal y total.



Con el Bautismo, no nos sumergimos simplemente en las aguas del Jordán para proclamar nuestro compromiso de conversión, sino que la sangre redentora de Cristo, que nos purifica y salva, se efunde en nosotros. Es el Hijo amado del Padre, quien adquiere de nuevo para nosotros la dignidad y la alegría de llamarnos y ser realmente «hijos» de Dios.

Con la fiesta del Bautismo de Jesús continúa el ciclo de las manifestaciones del Señor, que comenzó en Navidad con el nacimiento del Verbo encarnado en Belén, contemplado por María, José y los pastores en la humildad del pesebre, y que tuvo una etapa importante en la Epifanía, cuando el Mesías, a través de los Magos, se manifestó a todos los pueblos. Hoy, en cambio, a la vera del Jordán, se revela a Juan y al pueblo de Israel. Es la primera vez que, ya maduro, entra en el escenario público, tras haber dejado Nazaret. Está junto al Bautista, a quien acude, en escena insólita, gran muchedumbre. Dice san Lucas, por su parte, que el pueblo estaba «a la espera» (Lc 3,15).

Esa espera de Israel se percibe por el profundo deseo de un mundo diferente y de palabras nuevas, que parecen encontrar respuesta precisamente en las palabras comprometedoras, pero llenas de esperanza, del Precursor. Su bautismo es de penitencia, un signo que invita a la conversión, a cambiar de vida, pues se acerca Aquel que «bautizará en Espíritu Santo y fuego» (Lc 3,16).



Traducido todo a hoy, digamos que no se puede aspirar a un mundo nuevo permaneciendo sumergidos en el egoísmo y costumbres vinculadas al pecado. También Jesús deja su casa y ocupaciones habituales para ir al Jordán. Llega en medio de la muchedumbre que está a la escucha del Bautista y se pone en la fila, como todos, a la espera de ser bautizado.

Se manifiesta Jesús en el Jordán con una humildad que recuerda la sencillez del Niño en el pesebre, y anticipa los sentimientos con los que, al final de sus días en la tierra, llegará a lavar los pies de sus discípulos y sufrirá la terrible humillación de la cruz. El Hijo de Dios, el que no tiene pecado, se mezcla con los pecadores, muestra la cercanía de Dios al camino de conversión del hombre. Carga sobre sus hombros el peso de la culpa de la humanidad toda, comienza su misión poniéndose en el lugar de los pecadores, en la perspectiva de la cruz.

Al salir de las aguas, como afirma san Gregorio Nacianceno, «ve cómo se rasgan y se abren los cielos, los cielos que Adán había cerrado para sí y para toda su descendencia» (Discurso 39 en el Bautismo del Señor: PG 36). El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo descienden entre los hombres y nos revelan su amor que salva. Si los ángeles llevaron a los pastores el anuncio del nacimiento del Salvador, y la estrella guió a los Magos de Oriente, ahora es la voz misma del Padre la que indica a los hombres la presencia de su Hijo en el mundo e invita a mirar a la resurrección, a la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte. El Bautismo de Jesús en el Jordán, concluyendo, es la fiesta de nuestro bautismo.

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