«Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo»



Se despide septiembre con un otoño todavía soleado y recental, cuando la caída de la hoja compite en belleza con los atardeceres y el primer frío acecha desde las cárdenas y peladas cumbres de los montes cercanos, despreocupadas aún por cubrirse de blanco. La sagrada Liturgia celebra en este conclusivo día 30 la memoria de san Jerónimo, presbítero y doctor de la Iglesia. Joven aún, cursa con excelente provecho en Roma estudios de gramática y de retórica para terminar reclinando su cultura toda en el regazo de los clásicos.

San Jerónimo es el más grande apóstol del ascetismo antiguo y uno de los hombres más cultos de su época, epistológrafo más que homileta, escriturista más que teólogo, propagandista incansable de la vida religiosa. Su ardiente amor a Cristo le inspiró consagrarse a la divina Palabra y su capacidad humanística, de corte clásico, alcanzó tal perfección que, a juicio de no pocos latinistas, habría superado a Lactancio en originalidad y potencia expresiva. Gracias a él, la Iglesia latina pudo enriquecerse de los Padres griegos y leer el texto genuino de las Escrituras Sagradas. Él precisamente es uno de los cuatro grandes Padres y doctores latinos.

Suele afirmarse que se sabía la Biblia de memoria. San Jerónimo pasará a la historia, en todo caso, como el traductor de la Biblia, el mediador entre las culturas griega y latina, el que supo imprimir a sus estudios un espíritu nuevo. En el arte de exponer las Sagradas Escrituras es justamente conocido en toda la cristiandad como el Doctor Maximus. Y pocos habrá que no hayan oído hablar alguna vez de la Vulgata, obra cumbre de sus traducciones bíblicas. No extrañe, por eso, que tal manejo le deparase la posibilidad de almacenar en su cabeza, dada su capacidad memorística, el contenido de los Libros Sagrados, sobre todo si reparamos en el dintel de esta lapidaria frase extraída del Comentario sobre el profeta Isaías: «Si, como dice el apóstol Pablo, Cristo es el poder de Dios y la sabiduría de Dios, y el que no conoce las Escrituras no conoce el poder de Dios ni su sabiduría, de ahí se sigue que ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo» (Prólogo, 1).

San Jerónimo y lo jeronimiano han estado ligados en España, durante siglos, a la inmortalidad del Monasterio de San Jerónimo de Yuste, donde vivió sus años finales el Emperador Carlos V, y del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, levantado por el Rey nuestro Señor don Felipe II. El antiguo Monasterio de san Jerónimo el Real, popularmente conocido como «Los Jerónimos», fue uno de los monasterios más importantes de Madrid, regido también, en sus orígenes, por la Orden de San Jerónimo.



En la actualidad, sin embargo, sensiblemente mermada, esta benemérita institución tiene en el segoviano Monasterio de Santa María del Parral su último bastión. Y en el Monasterio de Santa Paula, de Sevilla, una digna continuidad, desde hace más de cinco siglos, de su santo Padre mediante la divina alabanza y el amoroso estudio que san Jerónimo sentía por la Sagrada Escritura. Uno recuerda con agrado sus estudios patrísticos en el Instituto Patrístico Augustinianum de Roma, cuando pudo acercarse a la inspiración originaria de los tiempos en que san Jerónimo y santa Paula edificaron los monasterios de Belén.

San Jerónimo enseñó, predicó a menudo, escribió allí obras admirables. Alternaba la vida, la oración y el estudio defendiendo la ortodoxia frente a origenistas (393-404) y pelagianos, que llegaron a incendiar su monasterio, del que solo huyendo pudo salvar la vida. En Belén, de todos modos, vivió una vida más tranquila que la de Roma. Cuando predicaba, se dirigía a monjes y monjas, parte principal de su auditorio. Que predicara en solemnidades, concretamente en el domingo de Pascua, puede significar que el grupo de monjes latinos por él patrocinado como presbítero tenía su culto propio.

En el verano del 386, tras la visita a Palestina y a Egipto, es decir, los respectivos escenarios de la Biblia y del monacato, la doble comunidad ascética se instala en Belén, lejos de los ruidos de Jerusalén, al principio de manera provisional, es cierto, pero luego, al cabo de tres años, de forma definitiva en el monasterio allí fundado gracias a la generosidad de Paula, la cual levantó otro para las vírgenes. Aunque vivían separadas para el trabajo y la comida, ambas comunidades se juntaban para la salmodia y la oración: ninguna debía ignorar los salmos ni dejar de aprender de memoria cada día algo de las Sagradas Escrituras.

No tarda san Jerónimo en hacerse verdadero director espiritual del mundo cristiano. El año 393 rompe su silencio epistolar para emprender la que será, en este concreto terreno, la etapa más fecunda de su vida. El círculo de corresponsales se dilata; su correspondencia alcanza proporciones universales; sus cartas ganan los confines de Occidente. Jerónimo será el director espiritual que a todos atiende. El abanico de asuntos tratados es grande, pero hay dos que mueven su pluma con insólita prontitud a la hora de respuesta: el ascetismo y la Biblia.



Esta santo Padre y Doctor de la Iglesia fallece el 30 de septiembre del 419, dejando inacabado el comentario a Jeremías, último del ciclo de los profetas. Su fama, la del excepcional transmisor de los textos bíblicos y patrísticos a Occidente, sobrevuela con la altura del cóndor los cielos todos del orbe. Sus obras contienen una documentación griega --exegética, histórica y espiritual-- de extraordinaria magnitud. El eco de su voz resuena por Tierra Santa. Sus cartas navegan hacia Roma, donde viven aún tantos amigos, pero al propio tiempo, llenas de luz y calor, llegan a las Galias y a España y a la amada tierra africana de san Agustín. El polvo de sus restos reposa hoy en la basílica romana de Santa María la Mayor. Después de san Agustín es, sin duda, el más fecundo escritor de Occidente, y uno de los cuatro grandes Padres y doctores latinos.

No me cabe sino felicitar a la gran familia jerónima en este día de fiesta. Para quien ha explicado tantas veces la Regla de San Agustín es un motivo de consuelo saber que también esta ilustre Orden se honra en pertenecer a las más de 400 familias religiosas que hoy viven bajo el anima una et cor unum in Deum del Obispo de Hipona. Acercarse a los documentos del Concilio y abrirlos por las estremecidas páginas de la Dei Verbum es como adentrarse en el espíritu bíblico del Monje de Belén, secretario y amanuense y hombre de confianza del papa san Dámaso.

El V Centenario de la Reforma Protestante en 2017, por lo demás, con la programación ecuménica conjunta de la Federación Luterana Mundial y del Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, va a ser un continuo recuerdo del culto que el Reformador de Wittenberg siempre rindió a la Sagrada Escritura, sin duda. Pero también supondrá, yo así lo espero, un constante reclamo a la devoción patrística, al calor monástico y al ingente estudio de la divina Palabra por parte del Doctor Máximo en las Sagradas Escrituras y santo Padre de la Iglesia san Jerónimo.

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