Jesucristo, Rey del universo



La Iglesia nos invita en la solemnidad de Cristo Rey del universo, coronación del año litúrgico y último domingo del tiempo ordinario, a celebrar al Señor Jesús como Pantocrátor (o sea el «todopoderoso»). Dicho de modo equivalente: como la Palabra que estaba con Dios, esa divina Palabra por quien se hizo todo y sin cuyo concurso nada de cuanto existe se ha hecho (cf. Jn 1, 1-3). En suma, como Rey del universo, entendido aquí universo también en el sentido lato de las constelaciones y espacios todos interplanetarios.

Dicha solemne fiesta, por otra parte, nos llama a dirigir la mirada al futuro, en vez de al retrovisor que consiente no perder de vista el pasado. Expresado mejor aún: a dirigir esa mirada en profundidad, la llamada profundidad de las alturas, como la de los cielos azules reflejados en el mar. Dirigir la mirada, en resumen, hacia la última meta de la historia, que será el reino definitivo y eterno de Cristo. Cuando fue creado el mundo, al comienzo, él estaba con el Padre, y ha de manifestar plenamente su señorío al final de los tiempos, cuando juzgue a todos los hombres tras echar por delante que «(le) ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18).

Está claro, en consecuencia, que Jesús no tiene, ni falta que le hace, ambición política de ningún género. Tras la multiplicación de los panes, por ejemplo, la gente, entusiasmada por el milagro, quería hacerlo rey, para derrocar al poder romano y establecer así un nuevo reino político, que sería considerado como el tan esperado reino de Dios. Ocurre, sin embargo, que Jesús sabía de largo, y lo sabe divinamente, que el reino de Dios es de otro tipo. No se basa en las armas ni en la violencia, y si queda alguna mente cerril y cornicorta sosteniendo lo contrario que se lo pregunten a san Pedro cuando en la noche trágica del prendimiento entendió que la mejor manera de defender al Maestro Bueno era repartiendo mandobles a diestro y siniestro con la espada. Y ya se sabe que ni en ese duro trance acertó.

Es precisamente la multiplicación de los panes la que se convierte, por una parte, en signo mesiánico; y por otra, en punto de inflexión de su actividad: desde aquel momento el camino hacia la Cruz se hace cada vez más claro; allí, en el supremo acto de amor, resplandecerá el reino prometido, claro que sí, el reino de Dios. La gente, empero, no comprende, están defraudados, y Jesús entonces se retira solo al monte a rezar, a hablar con el Padre (cf. Jn 6,1-15). ¡Qué grandes, qué abismales, que misteriosas debieron ser aquellas oraciones de Jesús con el Padre, ungidas de infinita compañía de puro estar circuidas de terrenal soledad!

Por otra parte, aunque dentro de este mismo orden de cosas, en la narración de la pasión vemos que también los discípulos, no obstante el haber compartido la vida con Jesús y escuchado sus palabras, pensaban en un reino político, instaurado además con la ayuda de la fuerza. Pedro, repito, desenvainada su espada en Getsemaní, hiere a Malco, el siervo del Sumo Sacerdote, dispuesto al todo por el todo, pero Jesús lo detiene (cf. Jn 18,10-11). No quiere que se le defienda con las armas, sino que se cumpla la voluntad del Padre hasta el final y se imponga su reino, mas no con las armas y la violencia, sino con la aparente debilidad del amor que da la vida. El reino de Dios es un reino completamente distinto a los de la tierra, pues. Está en otra onda, en otra galaxia, en otra axiología de lo trascendente.



De ahí que un hombre de poder como Pilato sea presa de estupor delante de un indefenso, frágil y humillado Jesús. Se sorprende sobre todo al oír hablar de un reino, de servidores. La pregunta que entonces formula, por tanto, no deja de ser pura paradoja: «Entonces, ¿tú eres rey?». ¿Qué clase de rey puede ser quien está en semejantes condiciones, antípodas de la realeza? Jesús, sin embargo, responde de manera afirmativa: «Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz» (18,37). Dar testimonio de la verdad exige previamente ser de la verdad, claro.

Jesús habla de rey, reino, poder, pero no se refiere al dominio, sino a la verdad. Habla hasta con lógica humana: de la razón de las armas que los humanos anteponen a las armas de la razón: «Si mi reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido, para que no fuese entregado a los judíos» (18, 36). Pilato, pues, no comprende aquel lenguaje; está punto menos que confundido, por no decir aturdido: ¿Puede existir un poder obtenido con medios humanos? ¿Que no responda a la lógica del dominio y la fuerza? Los hombres, en fin, tienen sus razones de comportamiento, su conducta desprovista de todo atisbo de Sabiduría. Los mismos judíos, dice san Pablo apóstol, «desconociendo la justicia de Dios y empeñándose en establecer la suya propia, no se sometieron a la justicia de Dios. Porque el fin de la ley es Cristo» (Rm 10,3-4).

Venido para revelar y traer una nueva realeza, la de Dios, Jesús se apresta para dar testimonio de la verdad de un Dios que es amor (cf. 1Jn 4,8-16) y que quiere establecer un reino de justicia, de amor y de paz (cf. Prefacio). Quien está abierto al amor, escucha este testimonio y lo acepta con fe, para entrar en el reino de Dios.

La solemnidad de Jesucristo, Rey del universo, es fiesta de institución hasta cierto punto reciente, pero, como acabamos de ver, con profundas raíces bíblicas y teológicas. Instituida por el Papa Pío XI en 1925 –cuando se dibujaban por el horizonte nubarrones totalitarios-, a raíz del Vaticano II pasó al final del año litúrgico. El título de «rey», referido a Jesús, es muy importante en los Evangelios y permite una lectura completa de su figura y de su misión salvadora. Se puede observar una progresión gradual al respecto: de la expresión «rey de Israel» se llega a la de rey universal, Señor del cosmos y de la historia; por lo tanto, mucho más allá de las expectativas del pueblo judío. En el centro de este itinerario de revelación de la realeza de Jesucristo está, una vez más, el misterio de su muerte y resurrección.



Cuando crucificaron a Jesús, los sacerdotes, los escribas y los ancianos se burlaban de él diciendo: «Es el rey de Israel: que baje ahora de la cruz y creeremos en él» (Mt 27, 42). En realidad, precisamente por ser el Hijo de Dios, Jesús se entregó libremente a su pasión, y la cruz es el signo paradójico de su realeza, que consiste en la voluntad de amor de Dios Padre por encima de la desobediencia del pecado. Ofreciéndose a sí mismo en el sacrificio de expiación, Jesús se convierte en el Rey del universo, como él mismo hará saber al aparecerse a los Apóstoles después de la resurrección: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18).

El de Jesucristo Rey no es el poder de los reyes y de los grandes de este mundo. Es, más bien, el divino de dar la vida eterna, librar del mal, vencer el dominio de la muerte. Es el poder del Amor, que sabe sacar el bien del mal, ablandar un corazón endurecido, llevar la paz al conflicto más violento que uno se pueda echar a la cara, encender la esperanza en la oscuridad más densa. Este Reino de la gracia nunca se impone y siempre respeta nuestra libertad. Cristo vino «para dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37) —así lo declaró ante Pilato—.

Es necesario por tanto —esto sí que sí y de todo en todo— que cada conciencia elija a quién seguir, si a Dios o al maligno, si la verdad o la mentira. Elegir a Cristo no garantiza el éxito según los criterios del mundo, desde luego, pero asegura la paz y la alegría que sólo él puede dar. Lo demuestra, en todas las épocas, la experiencia de muchos hombres y mujeres que, en nombre de Cristo, en nombre de la verdad y de la justicia, han sabido oponerse a los halagos de los poderes terrenos con sus diversas máscaras, hasta sellar su fidelidad con el martirio.

San Cirilo de Jerusalén afirma: «Nosotros anunciamos no sólo la primera venida de Cristo, sino también una segunda mucho más bella que la primera. La primera, de hecho, fue una manifestación de padecimiento, la segunda lleva la diadema de la realeza divina; [...] en la primera fue sometido a la humillación de la cruz, en la segunda es circundado y glorificado por una corte de ángeles» (Catequesis XV, 1 Illuminandorum, De secundo Christi adventu).

Toda la misión de Jesús y el contenido de su mensaje consisten en anunciar el Reino de Dios y realizarlo en medio de los hombres con signos y prodigios. «Pero —como recuerda el Vaticano II—, ante todo, el Reino se manifiesta en la persona misma de Cristo» (LG, 5), que lo ha instaurado mediante su muerte en la cruz y su resurrección, manifestándose así como Señor y Mesías y Sacerdote por la eternidad.

La realeza de Cristo es revelación y actuación de la de Dios Padre, que gobierna todas las cosas con amor y con justicia. El Padre encomendó al Hijo la misión de dar a los hombres la vida eterna, amándolos hasta el supremo sacrificio y, al mismo tiempo, le otorgó el poder de juzgarlos, desde el momento que se hizo Hijo del hombre, semejante en todo a nosotros menos en el pecado (cf. Jn 5, 21-22. 26-27).



El reino de Cristo no es de este mundo. ¿Cómo iba a ser de este mundo si de puro mistérico no lo acabamos de comprender? Pero lleva a cumplimiento todo el bien que, gracias a Dios, existe en el hombre y en la historia. Si ponemos en práctica more evangélico el amor al prójimo, dejaremos entonces espacio al señorío de Dios, y su reino se realizará en medio de nosotros. Si, por el contrario, cada uno piensa sólo en sus propios intereses, el mundo no puede menos de ir hacia la ruina. No es cosa, pues, de egoísmo, inhibición y repliegue de espíritu, sino cuestión, más bien, de transparencia, de generosidad y de compasivo amor.

San Lucas utiliza otra estampa sobrecogedora: presenta, como en un gran cuadro, la realeza de Jesús en el momento de la crucifixión. Los jefes del pueblo y la soldadesca del entorno se burlan del «primogénito de toda criatura» (Col 1,15) y le ponen a prueba para ver si tiene el poder de salvarse de la muerte (cf. Lc 23, 35-37). Ni de lejos se les alcanza que, «precisamente en la cruz, Jesús está a la altura de Dios, que es Amor. Allí se le puede ‘conocer’. […] Jesús nos da ‘vida’ porque nos da a Dios. Nos lo puede dar porque él mismo es uno con Dios» (Benedicto XVI, «Jesús de Nazaret», Milán 22007, 399 404).

De hecho, mientras que el Señor parece pasar desapercibido entre dos malhechores, uno de ellos, consciente de sus pecados, se abre de pronto a la verdad, alcanza la fe e implora «al rey de los judíos»: «Jesús, acuérdate de mí cuando entres en tu reino» (Lc 23,42). De quien «es antes de todas las cosas y en él todas subsisten» (Col 1, 17) el llamado por todas las generaciones «buen ladrón» recibe inmediatamente el perdón y la alegría de entrar en el Reino de los Cielos. «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43).

Con estas palabras, desde el trono de la cruz, cátedra desde entonces de la Verdad humillada y enaltecida, y fuente por eso mismo, también desde entonces, de perdón total, Jesús da la bienvenida a todos con la misericordia infinita. Comenta san Ambrosio que «es un buen ejemplo de conversión al que debemos aspirar: muy pronto al ladrón se le concede el perdón, y la gracia es más abundante que la petición; el Señor, de hecho, agrega el santo obispo de Milán, siempre concede lo que se le pide […] La vida consiste en estar con Cristo, porque donde Cristo está allí está el Reino» (Expositio Evangelii secundum Lucam X, 121).

El camino del amor, que el Señor nos revela y nos invita a recorrer, se puede contemplar incluso en el arte cristiano. Antiguamente, de hecho, «en la configuración de los edificios sagrados […] se hizo habitual representar en el lado oriental al Señor que regresa como rey –imagen de la esperanza–, mientras en el occidental estaba el Juicio final, como imagen de la responsabilidad respecto a nuestra vida» (encíclica Spe Salvi, 41): esperanza en el amor infinito de Dios y compromiso para ordenar nuestra vida según el amor de Dios.

Cuando contemplamos las representaciones de Jesús inspiradas en el Nuevo Testamento, como enseña un antiguo Concilio, se nos lleva a «comprender […] la sublimidad de la humillación del Verbo de Dios y […] a recordar su vida en la carne, su pasión y muerte salvífica y la redención que de ella se deriva para el mundo» (Concilio de Trullo [año 691 ó 692], canon 82). «Sí, la necesitamos para ser capaces de reconocer en el corazón traspasado del Crucificado el misterio de Dios» (J. Ratzinger, Teologia della liturgia. La fondazione sacramentale dell’esistenza cristiana, LEV, 2010, 69) [21.11.2010].



Tiene esta solemnidad de Cristo Rey del universo, en fin, acentos de hora final, sensación de llegada a la meta y sonoridades de plenitud. Huele a cosecha recogida, a trojes repletas y a granero remecido y lleno a reventar. Gran reino éste, sin duda, reino «en el cual, desechadas y olvidadas las armas, sólo se tratará de descanso y de triunfo, y los buenos serán puestos en la posesión de la tierra y del cielo, y reinará Dios en ellos solo y sin término; que será estado mucho más feliz y glorioso de lo que ni hablar ni pensar se puede» (Fray Luis de León, Los Nombres de Cristo, L.2. Rey de Dios: BAC 3, Madrid 1957, 4ª ed.corregida y aumentada p. 607). Y es que, si la claridad es la cortesía del filósofo, la sencillez es el atuendo de la divina majestad.

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