Marcados con el sello del Espíritu

El Emmanuel

Este segundo domingo después de Navidad, correspondiente al ciclo A, parece que, así, de pronto, no tuviera mucho que decir después de que la sagrada liturgia nos haya regalado en las pasadas fiestas tanta belleza, tanta sencillez y tanto misterio del nacimiento de Cristo. Y sin embargo, a poco que se apure la cosa y descendamos al hondo sentido de las palabras, advertiremos que su mayor lección, su más granado y atractivo mensaje, tal vez estribe en acertar a declararnos en él toda la Navidad junta.

Se nos dice y vuelve a decir qué sea, qué represente, qué implique Dios para nosotros haciéndose nuestro Emmanuel. Y de pronto, torna este domingo a ofrecernos la clave de su mensaje litúrgico, que es la de recordarnos que Dios está cerca de nosotros. Nos alienta. Nos estimula. Nos acompaña. Nos salva. No desde lejos, sin embargo, como si Dios se mantuviera al margen de nuestro devenir, desentendido de nuestro destino y ajeno a nuestra suerte cambiante, sino, antes al contrario, tan de cerca que se hace nuestro compañero cotidiano de camino, nuestro Emmanuel itinerante a todas las horas, nuestro Emaús de referencia con cada amanecer y en cada crepúsculo.

Tampoco se vaya nadie a creer que nos salva así como así, a bote pronto, de cualquier manera; no. Ni sacándonos de nuestro propio entorno vital, de nuestro hábitat, de nuestras costumbres saludables y legítimas. Al contrario: nos salva en este mundo nuestro de cada día siendo nuestro cielo; nos salva en nuestras aspiraciones cotidianas ayudándonos a soportar y a vencer las vicisitudes que se tercien,  sean muchas o pocas; nos salva, en fin, siéndonos propicio a la hora de escribir a cada instante nuestra historia.

Las tres lecturas de hoy convergen, a su manera cada una, claro es, hacia un único anuncio: Dios está cerca de nosotros. La primera (Eclo 24,1-2.8-12) se pronuncia sobre la sabiduría de Dios, de la cual afirma que habitó en el pueblo escogido, en medio del pueblo de Dios,  desde el principio.

La segunda (Ef 1,3-6. 15-18), en cambio, destaca que Él, Dios, nos ha destinado por medio de Jesucristo, su Hijo, a ser precisamente sus hijos. Más aún: nos ha hecho sus hijos adoptivos para alabanza de la gloria de su gracia.

El salmo responsorial (Sal 147) ofrece de versillo repetitivo un adelanto de lo que san Juan nos ha de explanar con mayor detenimiento en el Evangelio (Jn 1,1-18): El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.  El Verbo de Dios, la Sabiduría, plantó su tienda entre nosotros. La liturgia, pues, propone volver a meditar en el mismo Evangelio proclamado el día de Navidad, es decir, en el Prólogo de san Juan.

Y es que, después del bullicio de los días pasados con el afán de comprar regalos, después de los petardos y fuegos artificiales y campanadas del fin de año, la Iglesia nos invita a contemplar de nuevo el misterio del Nacimiento de Cristo para comprender mejor su profundo significado y su importancia en nuestra vida. Se trata de un texto admirable que ofrece una acabada síntesis de toda la fe cristiana.

Dios con nosotros

Decirnos que «el Verbo se hizo carne y puso su morada entre nosotros» (Jn 1, 14 a), no es recurrir a una figura retórica, ni hacer por hacer literatura, como a simple vista pudiera uno pensar, sino afirmar y asegurar una experiencia vivida. La refiere san Juan, testigo ocular: «Hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14 b).

No es la palabra erudita de un rabino, pues, o de un doctor de la ley sabiendo el terreno que pisa, sino el testimonio apasionado de un humilde pescador de Galilea que, atraído en su juventud por Jesús de Nazaret, en los tres años de vida común con él y con los demás Apóstoles, experimentó su amor —hasta el punto de definirse a sí mismo «el discípulo al que Jesús amaba»—, lo vio morir en la cruz y aparecerse resucitado, y junto con los demás recibió su Espíritu.

De toda esta experiencia, meditada en su corazón, san Juan sacó en limpio una certeza íntima, segura, imborrable: Jesús es la Sabiduría de Dios encarnada, es su Palabra eterna, que se hizo hombre mortal.

Conociendo a Jesús, estando con él, escuchando su predicación y viendo los signos que realizaba, los discípulos reconocieron que en él se cumplían todas las Escrituras. Hugo de San Víctor lo dirá claro: «Toda la divina Escritura constituye un único libro y este libro único es Cristo, habla de Cristo y encuentra en Cristo su cumplimiento» (De arca Noe, 2,8). Y como él, como Hugo, no pocos Padres de la Iglesia.

Cada hombre y cada mujer necesita encontrar un sentido profundo para su propia existencia. Cometido para el que no bastan los libros, claro; ni siquiera las Sagradas Escrituras. El Niño de Belén nos revela y nos comunica el verdadero «rostro» de Dios, bueno y fiel, que nos ama y no nos abandona ni siquiera en la muerte.

«A Dios nadie lo ha visto jamás —concluye el Prólogo de san Juan—: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1,18). En el todavía reciente Año de la Misericordia, se nos repitió hasta la saciedad, recuérdese, que Jesús es el rostro amoroso del Padre, el rostro de la Divina Misericordia.

La primera que abrió el corazón y contempló «al Verbo que se hizo carne» fue María, la Madre de Jesús. Una humilde joven de Galilea se convirtió así en la «sede de la Sabiduría». En las Letanías la invocamos como Sedes Sapientiae, es decir, «trono de la sabiduría», expresión latina que designa una modalidad de representación de la Theotokos o Virgen con el Niño dentro del arte cristiano, especialmente el Románico.

En referencia al trono de Salomón, nombrado en el Antiguo Testamento, se identifica a Cristo con la sabiduría, y a la Virgen María, en cuyo regazo se representa sentado, como su trono. Al igual que el apóstol san Juan, cada uno de nosotros está invitado a «acogerla en su casa» (cf. Jn 19,27), para conocer profundamente a Jesús y experimentar el amor fiel e inagotable. He aquí el mejor deseo que podemos tener al inicio del nuevo año, ojalá pródigo en bendiciones del cielo.

Cada semana, la Liturgia de las Vísperas presenta a la oración de la Iglesia el solemne himno de apertura de la Carta a los Efesios, texto que acaba de ser proclamado. Pertenece al género de las «berakot», o sea las «bendiciones» que ya aparecen en el Antiguo Testamento y que tendrán una ulterior difusión en la tradición judía. Se trata, por tanto, de una constante cadena de alabanza elevada a Dios, que en la fe cristiana es celebrado como «Padre de nuestro Señor Jesucristo».

carta a los Efesios

El himno de la carta a los Efesios proclamado hoy, clave también de este domingo, es una alabanza a Cristo, el Hijo de Dios, en el que se cumple el designio del Padre. En Él hemos sido elegidos, efectivamente, y por Él se nos ha dado y se nos da la gracia, revelando así el amor divino que nos transforma en nuevas criaturas y nos colma de una plenitud inalcanzable con las solas fuerzas humanas.

De este modo, Cristo recapitula todas las cosas de la creación y de la historia, superando todo límite y dispersión y reuniéndolas en su última meta querida por Dios. Entre todas las realidades, destaca el ser humano, creado a su imagen. Ahora, en el Verbo Encarnado, la antigua imagen se hace visible, recapitulando la antigua criatura, que es el hombre, para destruir el pecado y darle nueva vida.

Aunque se proclame en nuestra lectura que esta carta a los Efesios es de San Pablo, la opinión hoy más extendida, bien que no sea general, es que se trata de un escrito posterior de la escuela paulina. Es un escrito de una gran densidad teológica, ciertamente; una especie de circular para las comunidades cristianas de Asia Menor, cuya capital era Éfeso.

En realidad, lo que hoy nos toca proclamar de esta lectura es el famoso himno con el que casi se abre la epístola. Es un himno o eulogía (alabanza), a Dios, probablemente de origen bautismal, como sucede con muchos himnos del Nuevo Testamento. Desde luego, ha nacido en la liturgia de las comunidades cristianas. Su autor, como Pablo hizo con Flp 2,5-11, lo ha incardinado a su escrito por la fuerza que tiene y porque no encontró mejores palabras para alabar a Dios.

Se necesitaría un análisis exegético de más alcance que el de un breve artículo como este para poder decir algo sustancial de esta pieza litúrgica cristiana incomparable. Es curioso, pero estamos ante un himno que es como una sola frase, de principio a fin, aunque con su ritmo literario y su estética teológica. Canta la exuberante gracia que Dios ha derramado, por Cristo, en sus elegidos.

Vemos que, propiamente hablando, Dios es el sujeto de todas las acciones: elección, liberación, redención, recapitulación, predestinación a ser hijos. Es verdad: son fórmulas teológicas de cuño litúrgico las que nos describen este misterio. Pero todo esto acontece en Cristo, en quien tenemos la gracia y el perdón de los pecados. Y por medio de Él recibimos la herencia prometida. Y en Cristo hemos sido marcados con el sello del Espíritu hasta llegar a experimentar la misma gloria de Dios en los tiempos finales.

¿Qué podemos retener del mismo? Entre las muchas posibilidades de lectura podríamos fijarnos en lo que sigue: que Dios, desde siempre, nos ha contemplado a nosotros, desde su Hijo. Dios mira a la humanidad desde su Hijo y por eso no nos ha condenado, ni jamás nos condenará a la ignominia. Hay en el texto toda una «mirada» del Dios vivo. Él es un Dios de gracia y de amor. La teología de la gracia es, pues, una de las claves de comprensión de este himno. Sin la gracia de Dios no podríamos tener la verdadera experiencia de ser hijos de Dios.

Dios siempre con nosotros

El himno define la acción amorosa de Dios como una acción en favor de todos los hombres. Estamos, pues, predestinados a ser hijos. Este es el «misterio» que quiere cantar esta alabanza a Dios. Se canta por eso; se da gracias por ello: ser hijos es lo contrario a ser esclavos, a ser una cifra o un número del universo. Este es el efecto de la elección y de la redención «en Cristo».

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