Promover una cultura del diálogo




El papa Francisco ha vuelto a dar un recital de humanismo con su discurso del Premio Carlomagno. No sólo no ha defraudado a propios y extraños, cortesía que le honra y que nosotros hemos de agradecer cada vez que abra la boca, sino que ha sido pródigo en titulares, algo que para la prensa nunca tiene precio. Se ha fajado con los derechos humanos mostrándose el que todos conocíamos y por doquier se recuerda de Lampedusa, Lesbos y demás sitios menores de encuentros mayores con el menesteroso y desahuciado de cada esquina.

Dicen que Aquisgrán, ciudad que discierne cada año el premio a personalidades que han sobresalido por su papel a favor de los valores europeos, le ha otorgado esta distinción por ser «voz de la conciencia» para el continente y por su «mensaje de esperanza y coraje» en unos tiempos «en que tantos ciudadanos europeos están necesitados de orientación». Las causas, pues, se relacionan con el compromiso de Francisco en la construcción de una Europa de paz basada en los valores comunes, y abierta a otros pueblos y continentes.

Además de intelectualidad cartesiana, tenía en primera fila al rey de España, Felipe VI, que acudió a la cita con Cervantes y su autógrafos, a la canciller alemana Angela Merkel con su habitual atuendo de reinona de los enanitos, y al presidente del Consejo de Ministros italiano, Matteo Renzi, aparte de la troika de honor compuesta por el presidente del Parlamento Europeo, Martin Schultz, el del Consejo Europeo, Donald Tusk y el de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker. El Banco Central Europeo tampoco se perdió la cita con Mario Draghi ojo avizor, dispuesto a no perderse un rictus papal, él, tan acostumbrado a no perder de vista a los bancos morosos para vigilar su gestión.

Francisco se puso a Schumann, Adenauer y De Gasperi por montera y, desde sus principios fundacionales, se afanó por recordar que «los proyectos de los padres fundadores, mensajeros de la paz y profetas del futuro, no han sido superados: inspiran, hoy más que nunca, a construir puentes y derribar muros». Citó a Erich Przywara y nombró al escritor de origen rumano Elie Wiesel, superviviente de los campos de exterminio nazis, que decía que es imprescindible realizar una «transfusión de memoria» para «que no se cometan los mismos errores del pasado».

Advirtió con pena que la Unión Europea (UE) «se está alejando de los principios y valores sobre los que se fundó» y no dejó de recurrir a sus «sueños» sobre cómo debería ser, recordando, de pasada, que se ha de aplicar el remedio cuanto antes y no dejar las soluciones para luego, que siempre es tarde y a veces es nunca. En la memoria de infancia en el seno de una familia de migrantes italianos, no podía faltar el sueño de un «nuevo humanismo europeo», de «una Europa que se haga cargo del niño, que escuche y valore a los enfermos y a los ancianos, para que no sean reducidos a objetos improductivos de descarte». Una Europa «donde ser emigrante no sea un delito, sino una invitación a un mayor compromiso con la dignidad de todo ser humano», «una Europa de las familias, con políticas realmente eficaces, centradas en los rostros más que en los números [= idea de Lesbos], en el nacimiento de hijos más que en el aumento de los bienes». «Sueño –dijo rotundo- una Europa que promueva y proteja los derechos de cada uno, sin olvidar los deberes para con todos».

Me cautivó su apuesta por la capacidad europea de integrar, dialogar y generar. Invitó a «promover una cultura del diálogo, que implica un auténtico aprendizaje, para reconocer al otro como interlocutor válido; que nos permita ver al extranjero, al migrante, al que pertenece a otra cultura como un sujeto que debe ser escuchado, tenido en consideración y apreciado». La paz «será duradera en la medida en que armemos a nuestros hijos con las armas del diálogo, enseñándoles la buena batalla del encuentro y de la negociación». La cultura del diálogo «debería ser incluida en todos los programas escolares», para inculturar «en las jóvenes generaciones una manera para resolver los conflictos diferente de la manera a la que nos estamos acostumbrando, para lograr desenmascarar el «poder de grupos económicos» que muy a menudo están «detrás de los conflictos»; pero también para «defender al pueblo de ser utilizado para fines impropios».

La identidad europea es, y siempre ha sido, «dinámica y multicultural». De ahí sus interrogantes: «¿Qué te ha sucedido Europa humanista, defensora de los derechos humanos, de la democracia y de la libertad? ¿Qué te ha pasado Europa, tierra de poetas, filósofos, artistas, músicos, escritores? ¿Qué te ha ocurrido Europa, madre de pueblos y naciones, madre de grandes hombres y mujeres que fueron capaces de defender y dar la vida por la dignidad de sus hermanos?».

Porque «aquella atmósfera de novedad, aquel ardiente deseo de construir la unidad, parecen estar cada vez más apagados». Tarea, como se ve, «fundamental e impostergable» la de «promover una integración que encuentra en la solidaridad la manera para construir la historia». Una solidaridad que «no puede ser confundida con la limosna, sino como generación de oportunidades» para que todos «puedan desarrollar su vida con dignidad». Su final no podía ser de andarse por las ramas, sino de ir a las raíces siendo expeditivo y concluyente: «Sueño una Europa de la cual no se pueda decir que su compromiso por los derechos humanos ha sido su última utopía».

Ya el 18/2/16 RD recogía, entre las respuestas dadas por Francisco durante el vuelo de regreso al Vaticano, la relativa a su discurso de ayer, 6 de mayo, al recibir el premio Carlomagno: «Sobre el premio Carlomagno –nótese quién le ayudó a dar su brazo a torcer-, yo tenía la costumbre de no aceptar premios o reconocimientos, pero desde siempre, no por humilde sino porque no me gustan estas cosas. Pero en este caso, no digo forzado, pero sí convencido con la santa y teológica cabezonería del cardenal Kasper, que ha sido elegido para convencerme, yo dije sí, pero en el Vaticano. Y dije: lo ofrezco por Europa, que sea un premio por que Europa pueda hacer lo que yo he deseado en Estrasburgo; que no sea la abuela Europa, sino la madre Europa [volvió ayer a ello suscitando la sonrisa de Merkel]. Segundo, el otro día, leyendo las noticias sobre esta crisis […], una palabra me ha gustado, y no sé quién la aprueba o quién no: la refundación de la UE. Y yo he pensado en los grandes padres: pero hoy, ¿dónde está un Schumann, un Adenauer, y todos estos grandes que después de la guerra fundaron la UE? Y me gusta esta idea de la refundación. Ojalá se pueda hacer. Porque Europa no diría que es única, pero tiene una fuerza, una cultura, una historia, que no pueden ser desperdiciadas. Y debemos hacer de todo para que la UE tenga la fuerza y la inspiración de ir hacia delante».
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