Reflexión ecuménica de Pentecostés



Pentecostés clausura los cincuenta días de Pascua y abre la Iglesia a las maravillas del Espíritu Septiforme. Celebrar, por tanto, dicha solemnidad equivale a concluir el ciclo pascual, desde luego, pero también, en clave teológica, a recibir el Don del Espíritu Santo y comprender con él la misión apostólica desde los orígenes de la Iglesia. Revive el cristianismo así con esta celebración lo que sucedió cuando los Apóstoles «perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos» (Hch 1,14).

El Espíritu Santo es, ante todo, Creador. De ahí que Pentecostés sea fiesta de la creación. El mundo es fruto de un acto de amor de Dios, a quien le pareció que «todo estaba muy bien» (Gen 1,31). Por eso mismo, no es el absolutamente Otro, innombrable y oscuro, sino que se revela y tiene un rostro. Dios es amor. Y belleza. Se antoja, en este sentido, imposible entender de modo correcto el Pentecostés cristiano sin el Pentecostés judío, su preludio. Porque hubo en el Antiguo Testamento dos interpretaciones del evento. Al principio, Pentecostés era la fiesta de las siete semanas, de la cosecha, de la recolección: se le ofrecía a Dios en ese día la primicia del trigo. Más tarde, en cambio, y seguro ya en tiempos de Jesús, pasó a verse como fiesta de la entrega de la ley –y de la alianza- en el monte Sinaí. Lo cual nos conduce, entre otros posibles rumbos del análisis, a la faceta ecuménica de la solemnidad.

Las imágenes del fuego y del viento que san Lucas utiliza para describir la venida del Espíritu Santo (cf Hch 2,2-3), traen a la memoria el Sinaí, donde Dios se había revelado al pueblo de Israel y le había concedido su alianza: «Todo el monte Sinaí –afirma el Éxodo (19,18) – humeaba, porque Yahveh había descendido sobre él en el fuego». Israel, de hecho, festejó el quincuagésimo día después de la Pascua, tras la conmemoración de la fuga de Egipto, como la fiesta del Sinaí, la del Pacto. Cuando san Lucas habla de lenguas de fuego para designar al Espíritu Santo, pretende, pues, recordar también el antiguo Pacto establecido sobre la base de la Ley recibida por Israel en el Sinaí. Pentecostés entonces viene a ser desde esta perspectiva como un nuevo Sinaí, el don de un nuevo Pacto: el que el Espíritu «escribe» en los corazones de cuantos creen en Cristo.

Pero Pentecostés, por otra parte, también puede ser entendido como el día de la catolicidad de la Iglesia. Lo cual denota que la universalidad eclesial no es fruto de la inclusión sucesiva de comunidades diversas, sino, más bien, que el Espíritu Santo la formó desde el principio como Iglesia de todos los pueblos. De ahí que abrace al mundo entero, acabe con las barreras, derribe muros divisorios y congregue a los hombres sin distinción de raza, lengua, pueblo y nación en la fe del Dios Unitrino. Es la Iglesia desde el primer instante, siguiendo este mismo símil, una, santa, católica y apostólica: esta es su verdadera naturaleza y como tal ha de ser reconocida. Y tampoco es que sea santa gracias a la capacidad de sus miembros. Lo es, antes que nada, porque Dios mismo, mediante su Espíritu, la crea, la purifica, la renueva y la santifica de modo incesante.

En el Tratado contra las herejías (3, 17, 1-3) san Ireneo refiere que san Lucas narra cómo el Espíritu Santo, «después de la ascensión del Señor, descendió sobre los discípulos el día de Pentecostés, con el poder de dar a todos los hombres entrada en la vida y para dar su plenitud a la nueva alianza; por esto, todos a una, los discípulos alababan a Dios en todas las lenguas (= don de la glosolalia), al ser el Espíritu Santo protagonista principal en la reducción de todos los pueblos distantes a la unidad, y al serle ofrecidas al Padre las primicias de todas las naciones».



La faceta ecuménica de Pentecostés, en consecuencia, se asoma también aquí por la torre de Babel, espejo del orgullo, de la arrogancia, de la autosuficiencia. Querer ser como Dios es el colosal dislate que acarrea, como castigo del pecado, la confusión de lenguas. La petulancia de aquellos babélicos fanfarrones acabó por dividir a los hablantes en grupos de idéntica lengua, y los enfrentó, rompiéndose así el monolingüismo que el Paraíso había legado al mundo. Porque la obra del pecado es odio, separación, lejanía. «Mientras trataban de ser como Dios, corrían el peligro de ya no ser ni siquiera hombres –precisó muy sagazmente Benedicto XVI en su bella homilía de Pentecostés 2012-, porque habían perdido un elemento fundamental del ser personas humanas: la capacidad de ponerse de acuerdo, de entenderse y de actuar juntos». Babel así es disgregadora. Pentecostés, por el contrario, congrega, eleva, enamora: es obra de amor, entendimiento de lenguas, prenda de caridad, principio de unidad. Así lo entendió san Agustín al interpretar Babel como la ciudad construida sobre el amor de sí, mientras Jerusalén, o sea, la Iglesia, la ciudad construida sobre el amor de Dios (De civ. Dei 14,28).

El Espíritu Santo es asimismo el misterio de la permanencia de Jesús entre nosotros: «En esto conocemos que estamos en él, y él en nosotros: en que nos ha dado de su Espíritu» (1 Jn 4,13). Y san Pablo agrega de forma elíptica: Porque el Señor es el Espíritu (2 Cor 3, 17), o sea, el Señor Jesús, resucitado, vive y se manifiesta en el Espíritu. «Como el Padre se hace visible en el Hijo insiste san Basilio , así el Hijo se hace presente en el Espíritu» (De Spir. Sancto 26, 64). Hasta tal punto llegaba esta convicción en la magna Iglesia que, durante las horas de Pentecostés, no se celebraba tanto la llegada del Espíritu Santo sobre los Apóstoles el día quincuagésimo después de Pascua, cuanto, más bien, la nueva presencia, según el Espíritu, de Jesús, inaugurada con la resurrección. Dicho de otro modo: la presencia espiritual de Cristo en su Iglesia, de la que los cincuenta días después de Pascua eran una manifestación. Cristo, pues, otorga a su Iglesia el don de la unidad mediante la efusión del Espíritu Santo.

«A la fiesta de Pascua escribe san Atanasio añadiremos la de Pentecostés, a la que nos apresuraremos, como de fiesta en fiesta, para celebrar al Espíritu que está ya entre nosotros en Cristo Jesús (Ep. fest. 14, 6)». Nosotros, pues, somos cuerpo de Cristo, esto es, Iglesia, porque estamos animados del Espíritu de Cristo. «No sólo fue ungida nuestra Cabeza –escribe deliciosamente san Agustín , sino también su cuerpo, es decir, nosotros mismos somos cuerpo de Cristo, porque todos somos ungidos, y todos estamos en El, siendo Cristo y de Cristo, porque en alguna manera el Cristo total es cabeza y cuerpo. Esta unción nos perfeccionará espiritualmente en aquella vida que se nos promete» (In Ps.26, 2). La dimensión ecuménica de la Iglesia, por tanto, apunta a «la vida que se nos promete», de unidad sin fin.

Pentecostés, en definitiva, ilustra maravillosamente la esencia misma de la Ecúmene, término del que deriva ecumenismo, mediante la escenificación que san Lucas hace del evento, cuando acumula junto al cenáculo, en desconcertada actitud de escucha a los Apóstoles, a «partos, medos y elamitas…, forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes» (Hch 2, 9-11), haciendo así de la solemnidad punto menos que un plebiscito neumático. La teología ecuménica, en consecuencia, lo va a tener fácil a la hora de sacar de ahí el estrecho vínculo entre unidad y pluralidad. La Ecúmene, por eso, pide proceder según el espíritu de Pentecostés, y éste, que de suyo es congregacional, anti-babélico y ecuménico, compaginar a la vez, respetuosas y armónicas, la unidad y la pluralidad. No le faltó razón al Concilio Vaticano II cuando dejó dicho que «El Espíritu Santo que habita en los creyentes, y llena y gobierna toda la Iglesia, efectúa esa admirable unión de los fieles y los congrega tan íntimamente a todos en Cristo, que El mismo es el principio de la unidad de la Iglesia» (UR, 2).
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